La sórdida historia de Burke y Hare
Burke y Hare consumando su mortífero accionar
La crónica criminal británica registra desde
siglos atrás una anécdota tan estrafalaria que parece extraída de un cuento de
ciencia ficción. Sin embargo, se trató de hechos reales: los antiguos y
sórdidos crímenes consumados por Burke y Hare, dos profanadores de cadáveres
que llegaron al colmo de asesinar para así aprovechar los cuerpos de sus
desgraciadas víctimas, cuyas partes trozaban y vendían en forma clandestina a
entidades médicas.
Se ha dicho que estos pérfidos ultimadores
configuraron un ominoso antecedente de Jack el Destripador, y que si hubiesen
emprendido sus fechorías en el Londres de la Reina Victoria habrían superado
en celebridad al mutilador victoriano.
Algunos hechos conspiraron para que dichos delincuentes
no alcanzaran más funesta notoriedad de la que gozaron. Sobre todo, les restó
perdurable renombre su origen, ya que eran norirlandeses y no británicos.
Además, no perpetraron sus desmanes en suelo de Inglaterra sino en Edimburgo,
Escocia.
Y, por último, a diferencia de las matanzas
del Ripper, los asesinatos cometidos
por estos individuos no denotaban ostensible intención de escandalizar –no se
descubrían cadáveres destripados yaciendo sobre las aceras- sino que en vez de
desembarazarse de los cadáveres de sus víctimas los vendían a la facultad de
medicina de la universidad de Edimburgo donde un tercer personaje, el doctor
Robert Knox, adquiría codiciosamente, para utilizarlos en sus clases de
anatomía, esos curiosos cuerpos sin vida que cada día parecían más frescos.
William Burke y su homónimo William Hare eran
dos jóvenes que habían arribado, cada uno por su lado, a la ciudad escocesa de
Edimburgo procedentes de Ulster, Irlanda, en el año 1818. Ambos hombres
trabajaron como obreros en el muelle que años más tarde sería denominado “Canal
de la Unión ”
Burke conocería en una taberna a su futuro
socio y a la esposa de éste, Margaret Log, en el correr de 1827, y a partir de
ese encuentro el matrimonio lo invitó a quedarse a vivir en la casa de
huéspedes que por aquel entonces regentaba la mujer: La “Log Lodging”, de ulterior
lúgubre fama. La cónyuge de Burke, una chica de nombre Helen Mc Dougal, se hizo
buena amiga de los Hare y, posteriormente, pasaría a integrar la banda de
rufianes.
La inicial presa humana cobrada por el letal
binomio la habría constituido un viejo soldado de apellido Donald – o Desmond,
según otras versiones-
Empero, no hay absoluta certeza de que
aquel individuo deviniese ultimado por la pareja de delincuentes para sacar
rédito de sus restos mortales; y enfrentados a su proceso penal los acusados
negaron rotundamente haber provocado ese deceso en concreto alegando que Donald-Desmond
expiró como producto de la grave hidropesía que desde mucho antes lo aquejaba,
y que descubrieron su cuerpo exánime yaciendo sobre el lecho de la habitación
que el inquilino rentaba en la pensión propiedad de Mrs. Log. Pretendieron que
recién entonces fue que forjaron en su mente el proyecto de apropiarse del
cadáver con la finalidad de comercializarlo.
Al parecer, el occiso venía muy atrasado en
el abono de los alquileres de la pieza que ocupaba. La convicción de que ese
débito jamás sería saldado azuzó la indignación de sus arrendadores, a quienes
no se les ocurrió mejor manera de
resarcirse que trasladar al finado hasta el depósito de cadáveres local a
fin de ofrecerlo en venta a su conocido el profesor Knox, connotado anatomista
que impartía sus consultas en el número 10 de Surgeons Square.
En la morgue fueron atendidos por los
ayudantes del experto, los cuales les indicaron que la transacción no podía
concretarse allí sino que debían acudir al consultorio clínico del galeno acarreando
al tieso organismo del anciano durante horas de la noche.
El inicial pago embolsado por los
traficantes se elevó a la suma de siete libras esterlinas y diez chelines,
cantidad nada despreciable teniendo en cuenta la época.
Este dinero percibido con tanta facilidad
les estimuló la ambición, y a partir de aquel momento no vacilaron en
transformar en cadáveres a personas vivas para así volver a obtener una y otra
vez su recompensa monetaria. Se rumoreó que por lo menos dieciséis infelices
perecieron a raíz de la fría eficacia desplegada por los sanguinarios socios,
aunque sus condenas les recaerían por una cifra inferior de muertes.
Al
parecer no se decidieron enseguida a ingresar a la fase de ejecución de seres
humanos sino que desenterraban cadáveres recientemente sepultados en el
cementerio de la ciudad y los ofrecían a modo de material de examen clínico. Empero,
el deplorable estado de esos cuerpos determinó que les pagaran montos ínfimos a
cambio de su entrega o que, lisa y llanamente, los mismos fueran rechazados por
el consultorio médico. Para colmo, no era nada fácil hacerse de tales fiambres,
pues había mucha custodia en los cementerios escoceses por aquellos tiempos
cuando la práctica de robar en esos lugares santos se hallaba en auge.
Los traficantes llegaron a la conclusión de que
correr tantos riesgos y fatigas por cosechar tan magros frutos carecía de
sentido, y que sólo les quedaba una forma de tornar rentable su funesta
actividad: el homicidio.
En cuanto refiere a los asesinatos inequívocamente
acreditados, en la ulterior causa judicial se supo que el primigenio crimen –de
acuerdo confesaron los responsables tras ser interrogados por sus captores- devino
el inferido contra un humilde molinero de nombre Joseph, habitual huésped de la
finca de inquilinato de Mrs. Hare. Aquel hombre se vio invadido por una intensa
fiebre que lo condujo al delirio, y a la cual puso término abruptamente William
Burke asfixiándolo con una sábana. La maniobra de estrangulación practicada por
este ultimador pasaría a la historia forense con el calificativo del “Método
Burke”.
A Joseph le acompañaría en fatídico destino
un inglés oriundo de Cheshire que también tuvo la desgraciada idea de
enfermarse en el interior del tenebroso hospedaje. Hare hizo llamar al “doctor”
Burke, quien presto asistió a la habitación del debilitado convaleciente y le
aplicó el mismo riguroso mecanismo de sofocación.
Los cadáveres eran transportados raudamente
hasta el consultorio del cirujano donde los criminales recibían con regularidad
la correspondiente retribución financiera a cambio de sus entregas de cuerpos
frescos.
El
siguiente asesinato no fue concretado dentro de la residencia de huéspedes sino
en la vivienda de Constantine Burke, hermano del matador, y se llevó a efecto contra
una meretriz adolescente de apenas quince años a la cual William Burke abordó
en un bar y luego invitó pasar la velada en la finca de su hermano –la cual se
hallaba libre en esa ocasión- donde la embriagó con facilidad. Tras ello, y
capitalizando la somnolencia que embargó a la muchacha como producto de la
borrachera, procedió a asfixiarla igual que hiciera con los precedentes
difuntos.
El próximo crimen devendría aún más
escalofriante que los anteriores si se atiende a que se verificó en perjuicio
de un subnormal, el cual se encontraba plenamente conciente en los instantes
cuando fuera brutalmente atacado.
Jaime Wilson era un muchacho que contaba con
diecinueve años, muy corpulento pero afectado por una notoria tara. Al
desempacarse su inerte organismo en el consultorio donde impartía sus clases de
anatomía el doctor Knox, varios estudiantes lo reconocieron y -pese a que se
negó de plano la identidad atribuida- la desaparición del vagabundo de las
calles de Edimburgo determinó al cirujano y a sus ayudantes a apresurar la
disección antes de que los rumores se expandieran atrayendo a la policía hasta el
pabellón quirúrgico.
El jovencito había sido recogido en una
esquina por el mortífero dúo mientras mendigaba. Unos días atrás disponía de
techo y comida, pero una pelea con su madre lo había arrojado a vagar y limosnear
de puerta en puerta. La esposa de Burke cooperó en lograr que el chico aceptara
acudir a la casa de inquilinato valiéndose de la excusa de invitarlo a beber
unos tragos. No bien ingresó junto con éste al hospedaje Helen dio un leve
pisotón a su marido a guisa de contraseña criminal.
Minutos después la tirante sábana
diestramente manejada por las expertas y fuertes manos de William Burke
comenzaría a operar en torno al cuello del desdichado, a quien previamente obligaron
mediante la fuerza a colocarse en cuclillas, mientras era sujetado con las
manos vueltas a su espalda por la cónyuge del matador y por Hare, los cuales le
impidieron ofrecer cualquier resistencia.
No menos escabroso resultaría el homicidio
de la anciana Mary Docherty quien arribó a Escocia procedente de Irlanda en
busca de un hijo perdido. Había ingresado a la taberna donde Burke bebía un whisky
tras otro, y preguntó a los parroquianos sobre el paradero de aquel hijo, a la
vez que pedía limosna. Fingiendo caridad, el asesino la invitó a pernoctar en
el hospedaje y la condujo allí dejándola en compañía de su mujer. Después salió
en procura de su socio, a quien avisó que esa noche –que era Halloween-
tendrían “trabajo”.
En aquella oportunidad se hallaba también en el
hospedaje el soldado James Gray, ocupante de una de las habitaciones, junto con
su familia. Al cabo de una alegre velada, donde no escaseó el baile ni el licor,
los traficantes le solicitaron al miliciano si podía pernoctar en casa de Hare
para que la anciana pudiese dormir aquella noche cómoda en el cuarto por él
rentado.
Gray
accedió a la noble petición. A la mañana entrante su cónyuge retornó al
alojamiento cedido a fin de llevarse unas ropas de sus hijos, pero fue
interceptada por el estrangulador antes de poder ingresar a la pieza.
La señora intuyó que algo andaba mal pues la
actitud del hombre le resultó visiblemente sospechosa, puesto que con torpes
excusas aquél le impidió penetrar a la habitación aduciendo que la pobre viejecita
aún dormía y no era bueno despertarla. El mortífero Burke estaba borracho y parecía
muy alterado.
La esposa del soldado simuló retirarse, y
aguardó oculta afuera hasta asegurarse que el sujeto salía en busca de más
whisky. Con el campo despejado, revisó el dormitorio comprobando que se hallaba
sumido en completo desorden. Al levantar unas mantas sospechosamente manchadas descubrió,
para su horror, que bajo las mismas yacía el destrozado cadáver de Mary
Docherty.
Alarmada
ante los gritos de espanto proferidos por la mujer acudió Helen Mc Dougal,
quien ofreció pagarle diez libras esterlinas semanales a cambio de no informar
del macabro hallazgo a la justicia. Aún sin reponerse, y entre estupefacta e
indignada, Mrs. Gray le espetó: “Dios prohíbe que los muertos nos reporten
dinero”, y tras esa declaración salió a todo escape rumbo a la estación de policía.
Sería el final de la carrera criminal de los
sádicos.
William Burke y su mujer cómplice fueron interrogados
esa misma tarde. Aún no mediaban pruebas en su contra, pues habían tenido
tiempo para esconder los mortales despojos de la extinta. Mientras se
encontraban detenidos en la comisaría una denuncia anónima comunicó a las
fuerzas del orden el sitio exacto donde se localizaba el cadáver de la anciana
en Surgeons Square.
Muy pronto se atrapó igualmente a William Hare
y a Margaret Log aunque, insólitamente, este matrimonio logró salvar su pellejo
llegando a un acuerdo con el fiscal y acusando a su socio de constituir el exclusivo
responsable de las tropelías. No obstante, estos cómplices a la larga no saldrían
tan bien librados. La taberna y pensión de la mujer fue destruida por los
indignados vecinos y ella se vio forzada a escapar con destino desconocido.
Peor
aún devendría el destino último de su cónyuge dado que -muchos años después-
tras haber emigrado de Escocia hacia Gran Bretaña, y mientras trabajaba en una fábrica
de Londres, algunos obreros lo reconocieron como el execrable profanador y
decidieron hacer justicia por mano propia. Lo cargaron en vilo y lo lanzaron
dentro de un contenedor repleto de cal viva, agresión que le provocó quemaduras
tan severas que de resultas de ellas perdería la vista. Concluyó sus días ciego,
y varios testigos lo reconocieron deambulando por las aceras de Edimburgo convertido
en pordiosero. Murió en 1860.
El proceso judicial tuvo su apertura el 24 de
diciembre de 1828 y al cabo a Helen Mc Dougal -la esposa de Burke- se le impuso
pena de muerte. Apeló y le conmutaron la condena logrando salir libre tiempo
más adelante bajo una nueva identidad para evitar la venganza pública.
En cuanto atañe al ejecutor William Burke,
terminó resultando el gran perdedor dentro del equipo de criminales pues se lo
condenó a expiar sus culpas pereciendo en el patíbulo. En la tarde del 28 de
enero de 1829 fue ajusticiado en la más importante plaza pública de Edimburgo
frente a una excitada muchedumbre, y –en cumplimiento de una draconiana
sentencia acorde con la época- su cuerpo resultó diseccionado de forma semejante
a cómo él tantas veces lo hiciera con sus víctimas pasando, de tal suerte, a
servir forzosamente a la ciencia.
En cuanto atañe al restante participante de
este drama, el cirujano Robert Knox, nadie le creyó en sus protestas de
desconocer la verdadera procedencia de los cadáveres y de haberlos comprado en
beneficio del progreso de la medicina.
Aún cuando consiguió eludir la aplicación de
cargos penales quedó sumamente desprestigiado. Una colérica multitud atacó a
pedradas su residencia, y la policía lo salvó por poco del linchamiento.
Meses más tarde se vio obligado a huir
deshonrado de la ciudad, y pasó a ejercer su profesión oscuramente en la
localidad de Hackney, donde falleció en el correr del año 1862.
Lectura y recreación del texto publicado por Gabriel Pombo en el libro "Historias de Asesinos" sobre los famosos criminales del siglo XIX que traficaban con cadáveres, en el enlace abajo citado.
http://www.goear.com/listen/d7245a8/burke-y-hare-pombo
- Ver el vídeo de la recreación de este artículo en you tube, copiando el enlace siguiente:
https://www.youtube.com/watch?v=Sjh9Y-mDarI

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