jueves, 7 de mayo de 2020

El Descuartizador del Támesis y el satanismo


La pérfida Diana de hermosos ojos verdes oculta tras su máscara
LOS SATÁNICOS CRÍMENES DEL  DESCUARTIZADOR 
DEL  TÁMESIS  y  su  secta  victoriana. 

     Recreación del asesinato ritual de la víctima cuyos restos serían hallados en el sótano de  la Sede en construcción de Scotland Yard el 2 de octubre de 1888.
 Diana, quien para ella tenía otro nombre, había sido muy generosa. No cualquiera hubiese acogido, proporcionando techo y comida, a una muchacha fugada de provincias, que llevaba consigo a su bebé bastardo. A una paria expulsada de la casa paterna, castigada por la deshonra pública, tras haber cedido a la tentación. Y todo por culpa de aquel caballero, que demostró rápidamente no ser más que un patán aprovechador. Un desconsiderado que le prometiera villas y castillos, para después del parto desaparecer. 
Debido a tan poderosa razón, ella iba muy confiada durante ese viaje, con su corazón alegre, dentro del espacioso carro. Sólo le afligía haberse tenido que apartar por ese fin de semana de su pequeñín. Pero las jóvenes que atendían a los críos en la guardería le parecieron de fiar. Eran humildes y trabajadoras. Las escasas semanas que las trató resultaron suficientes para hacerle sentir que se trataba de buenas madres sustitutas. Otra gentileza de su ama, quien también se hacía cargo de aquel gasto.  Lo menos que podía hacer por la noble señora, a quien ya estimaba más una amiga que una patrona, era limpiarle y acondicionar lo mejor posible su coqueta casa de invierno.
 Aún corría la estación de otoño en esos primeros días de septiembre de 1888, pero el invierno no tardaría en hacer acto de presencia. Y su empleadora deseaba que el chalet escondido en el bosque, a tiro de piedra del río, quedase confortable para poder recibir en él a sus elegantes relaciones de Westminster.  Mientras el amable cochero guiaba a los caballos, la chica miraba por la ventanilla, adormilada por el monótono zarandeo. Había sido un trecho bastante largo que parecía llegar finalmente a su destino. En pocos minutos conocería el refugio del que tanto se le hablara. A la pálida luz del atardecer, avistó una solitaria construcción de madera. 
El sol había calentado el interior del carromato y, aunque la pasajera no parecía sofocada, el chófer detuvo los caballos y, sin decir palabra, le alargó su amplia petaca rebosante de agua fresca que ella bebió agradecida. Se reinició la marcha y la chica quedó dormida acunada por el suave bamboleo, Desde largo rato el vehículo que la transportaba había dejado atrás regiones pobladas. Se le había asegurado que solo el anciano cuidador la esperaba, que le entregaría las llaves y se retiraría usando el mismo carruaje; con el cual retornaría dentro de dos jornadas a buscarla.  La despensa estaría repleta y no precisaría comprar nada. Las libras que le habían dado y que celosamente guardaba en su coqueto bolso de mano, no tendría en qué gastarlas. Despertó y atisbó hacia el exterior. No se divisaba por la zona almacén ni negocio alguno. A decir verdad, el lugar se mostraba más desolado de lo que pensó.  Final del viaje. Arribaron a su destino. 
El cochero la ayudó a bajar la maleta y llamó a la puerta. Les atendió un hombre joven de cabeza rapada. Muy gentil y sonriente. Esa presencia no anunciada le sorprendió y no pudo evitar decirle: 
–Esperaba que me recibiese un señor mayor. El otro le contestó, manteniendo dibujada en su cara la deferente sonrisa:
–Mi padre sufrió un pequeño accidente mientras trozaba leña. Esta mañana debió acudir a la enfermería del pueblo. Yo vine a sustituirle. 
Y mientras la hacía pasar, seguida por el chófer que portaba la valija, agregó: 
–La buena noticia es que hay madera de sobra para alimentar el fuego de la estufa. No sentirás frío alguno. Tu estadía aquí será muy acogedora. 
Le extrañó que en la antesala no hubiese ningún mobiliario. Su interlocutor pareció darse cuenta y, a fin de aventar suspicacias, le dijo: 
–Acomodé todos los muebles en la sala mayor para que así te resulte más fácil asear este sector.
Se dirigió al fondo y entreabrió una puerta interior. El conductor, a su vez, había cerrado el pórtico de ingreso, quedándose dentro de la finca con el trasto reposando a sus pies. La chica no dio trascendencia a ese detalle. El muchacho rapado le parecía muy atractivo y distraía su atención. No dudó en penetrar a aquella habitación a través del acceso entreabierto que este le señalaba. 
No bien dio un par de pasos dentro de aquel ambiente debió cubrirse los ojos con una mano. El fulgor resultaba deslumbrador. 
–¿Qué es esto? – exclamó. 
No podía advertir las decenas de velas negras encendidas. La descomunal fogata generada por aquellas lumbres la privaron del uso de la vista. No percibiría nada hasta tanto sus retinas se acostumbrasen a ese resplandor. Al brillo infernal del salón ceremonial.
Cuando pudo volver a ver ya estaba aferrada. Unas manos le liaron sus muñecas a la espalda. Otras capturaron sus tobillos y la levantaron en vilo. Rumbo a aquel túmulo cubierto con un paño rojo. Presidido a un lado por la escultura de esa cabra repugnante, y al otro por la cruz invertida tallada en ébano. Gritó y gritó. Luego únicamente pudo emitir sollozos ahogados por la mordaza. Como no se quedaba quieta y, a despecho de los amarres, se revolvía espasmódica sobre la tosca mesa donde la acostaron, procedieron a inmovilizarla totalmente. La ataron tanto que sólo podía alzar su cabeza, torciendo hacia arriba el cuello, que le dejaron sin apoyo.
Había también una mujer entre aquellos dementes. Alta, cabellera muy negra, vestido escarlata y rostro tapado con un antifaz. Llevaba en sus manos un amplio cuenco dorado. Se agachó a su vera y dejó en el piso ese recipiente, centímetros debajo de su cuello colgante. De soslayo, en el paroxismo de su terror, creyó reconocerla; pese al disfraz y al embozo que la ocultaba.¡No era posible! Su ama. 
A ello, el joven rapado había echado, por encima de su chaqueta de obrero, una burda toga marrón. Se ubicó detrás de la amarrada joven. La asió por los pelos de su nuca obligando a erguir la testa. Le ajustó todavía más la mordaza. Desde esa posición la prisionera no podía dejar de ver a quien, sin duda, era el jefe de todos. A aquel gigante enfundado en una oscura capa azulada y bajo cuyo capuchón exhibía la máscara con semblante de pájaro diabólico. Lo oyó canturrear en una lengua extraña. La pérfida dama de pupilas color esmeralda que la había traicionado también profería sonidos broncos, que retumbaban ensordecedores. Un intenso mareo fue apoderándose de su conciencia. El griterío cesó. El ave rapaz enorme se le aproximaba. Sostenía un puñal reluciente, de tan afilado. Ella apretó los ojos con todas sus fuerzas. –Es sólo un mal sueño, una pesadilla. No puede ser verdad-, se dijo. Tal vez se habría quedado dormida dentro del coche durante el prolongado trayecto. Sí, eso tenía que ser. Un esfuerzo de voluntad y lograría al fin despertarse. Abrió los párpados. Pero no; no se hallaba en el interior del carruaje. El ave rapaz enorme continuaba allí y blandía el mismo cuchillo. A su vez su artera empleadora se había aproximado y colocó una vela blanca encendida sobre un tosco túmulo puesto a los pies de la mesa de sacrificio. Ella no podía dejar de contemplar la ardiente lumbre, y tampoco el rostro de la malvada que, con estudiada lentitud, iba quitándose la careta tras la cual lo escondía. Ahora al fin iba a reconocer su cara verdadera. Pero no. Lo que vio no era la faz de esa crápula, no eran esas facciones delicadas, casi pálidas, ni esos hermosos ojos color esmeralda.
Estoy drogada, pensó. Tal vez no fue solo agua fresca lo que el cochero le dio a beber por el camino, quizás fuera un narcótico muy potente que ahora finalmente hacía efecto y la trastornaba. ¡No! no podía ser cierto lo que sus ojos se empeñaban en mostrarle. Las bellas pupilas verdes se ennegrecían y titilaban feroces hasta tornarse de un tono rubí sangriento. También de rojo sangre era la túnica y la capucha que llevaba Diana y bajo la cual sobresalían sus negros cabellos cayendo a ambos lados de la pálida frente. Pero al mirar hacia abajo de esa frente le esperaba lo peor: la nariz, la grácil nariz de aristócrata de su patrona ya no estaba allí. En su lugar había un agujero. El asqueroso hueco de una calavera. Tampoco estaban ya sus pómulos ni sus tersas mejillas, no había carne, solo el hueso. El rostro monstruoso se acercaba más y más por detrás de la flama de esa vela. También había cráneos blancuzcos que flotaban por delante y detrás de la toga escarlata. Todo daba vueltas y vueltas enloquecedoras. Ahora volvía a oír el cántico retumbante. Estaba inerme, amarrada a merced de las calaveras, de la mujer horrible de la túnica y la cogulla escarlata, del pájaro demoníaco con el afilado cuchillo de sacrificio en su mano...
Para su fortuna ya no supo cómo proseguiría esa pesadilla, que era su realidad. Se desmayó.
 *  Texto extraído de "El animal más peligroso. Un thriller victoriano", capítulo 20, pags. 223 a 227.
**  "Descuartizador del Támesis o Asesino de los torsos del Támesis o Asesino del torso (en inglés: The Thames Torso Murder o The Thames Torso Killer o sencillamente The Torso Killer), fueron los motes o apodos con los que se designó a un supuesto homicida serial desconocido y nunca capturado, que operó en la Inglaterra victoriana, esencialmente a fines de la década de los ochenta (siglo XIX), y cuyo método de eliminación de cadáveres —todos ellos femeninos— consistía en trozar los cuerpos y diseminar los restos en zonas próximas al río Támesis, proceder que le valiera su alias criminal. Obviamente, al no haberse identificado al asesino ni haberse avanzado mucho en las investigaciones, no se tiene certeza que todas estas muertes hayan sido realmente asesinatos, ni que todos estos posibles asesinatos hayan sido cometidos por la misma persona. Los homicidios atribuidos al Descuartizador son al menos seis. Comienzan con los restos de una mujer encontrados el 5 de septiembre de 1873 en la área sur del río sobre Battersea , y culminan con el hallazgo de un torso femenino en el distrito de Whitechapel, este de Londres, el 10 de septiembre de 1889; episodio conocido como "El Torso de la calle Pinchín"..". 


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