HENRI LANDRU: LA INCREIBLE HISTORIA DEL "MATAVIUDAS"Clásica imagen del criminal Henri Desiré Landrú El asesino de señoras en una caricatura de la época.- En la fotografía de abajo: La ejecución pública de Landrú
El pasado siglo XX ha sido, ya desde sus albores, extremadamente pródigo en materia de homicidas en cadena. Un ejecutor francés que mereció el mote de "Barba Azul" lo constituyó Henri Desiré Landrú. Este hombre menudito y de apariencia sosegada resultó ser, no obstante, un muy prolífico matador serial que victimó a diez mujeres y a un muchacho -hijo de una de sus infortunadas amantes-, y el suyo es recordado como uno de los nombres más tristemente destacados dentro de los anales del delito.
El móvil que lo impulsaba a emprender sus fechorías era de carácter económico, pues ultimaba para extraer beneficios financieros de las cándidas féminas a las cuales estafaba. En realidad, les provocaba la muerte en procura de impedir ser delatado una vez que las mujeres timadas se percatasen de haber sido burladas en su buena fe por su prometido. Y es que el individuo las conocía por conducto de anuncios matrimoniales en los cuales se presentaba como un solitario caballero poseedor de considerable fortuna en busca de una buena compañera y, tras relacionarse con aquellas que acudían a las galantes citas, lograba hacerles bajar la guardia ganándose su confianza merced a promesas de matrimonio.
Henri Desiré Landrú, también apodado el "Mataviudas", nació el 12 de abril de 1869 en el ámbito de una familia respetable y de menguados recursos. A sus veinte años dejó embarazada a una prima, Marie Catherine Remy, y se casó con ella. Viviría con su esposa y sus hijos hasta el término de su existencia llevando una doble vida. Por un lado, era un esposo ejemplar que proveía a las necesidades de su prole. Pero también poseía una parte secreta donde se dedicaba a los timos apropiándose del dinero y de los bienes de las víctimas que engatusaba. Nunca se supo a ciencia cierta si su cónyuge y sus hijos eran cómplices conscientes de sus delitos. En todo caso, cuando andando el tiempo se juzgó a Landrú, el fiscal se mostró clemente y no levantó cargos contra la familia del acusado.
Entre los años 1902 a 1904 incurrió en la comisión de algunos delitos de magra monta que lo condujeron a la cárcel. Su primera pena se le aplicó el 21 de julio de 1904 al ser hallado responsable de una estafa. Tras este castigo se le impondrían otras sanciones leves, siendo la última pronunciada el 26 de julio de 1914, en víspera de que Alemania declarase la guerra a Francia. Dicha condena no la purgó efectivamente, sino que fue juzgado in absentia al no poder ser ubicado. La Primera Guerra Mundial estaba a punto de estallar, y problemas de mayor envergadura acuciaban al gobierno galo, por lo cual su justicia no se molestaba en perseguir a pequeños embaucadores.
Mientras permanecía recluido a raíz de uno de aquellos procesamientos recibió la ingrata noticia de que su anciano padre se había suicidado colgándose de un árbol, al no poder superar el dolor moral y el bochorno producido por la indecorosa conducta de su hijo. No obstante, el mozo no recapacitó sino que -como vimos- una vez liberado de su confinamiento volvió a las andadas. Ya por entonces había refinado su modus operandi delictivo, y se entregó en cuerpo y alma a la innoble tarea de estafar a señoras incautas. La denuncia que radicó una de sus despechadas enamoradas le valió el último y más prolongado de esos períodos a la sombra.
En su nueva estadía en la cárcel el prisionero rumió su venganza contra aquellas ingratas que eran capaces de conducirlo a tan comprometida situación, y adoptó una resolución implacable: para terminar con las denuncias debía acabar con la existencia de las denunciantes. Se juró que así obraría en el futuro. A partir de allí perfeccionó su técnica defraudatoria. Comenzó a poner publicaciones en las secciones de los periódicos donde los usuarios de ambos sexos buscaban encuentros amorosos. En esos artículos se promocionaba como un viudo de mediana edad y cómodo pasar financiero deseoso de restaurar su vida relacionándose con una dama de condición semejante.
Arribó el año 1914, y con él la Primera Guerra Mundial a la cual su patria se volcaría de lleno. El horrible conflicto bélico que costó la existencia a millones de seres humanos y aparejó tantas desgracias devendría, paradójicamente, un ciclo de bonanza e impunidad para este refinado malhechor. Y es que la policía francesa estaba demasiado ocupada atendiendo problemas más graves y urgentes que las denuncias por las misteriosas desapariciones de unas cuantas divorciadas o viudas.
El criminal intuía que al concluir la conflagración terminaría asimismo su anonimato. Ahora sí los pesquisas estarían en condiciones de ocuparse de su persona, y de poco le servirían los numerosos alias que usaba para despistar y las tretas de las cuales se valía a fin de borrar sus huellas. Tanto es así que cuando su joven amante Fernande Segret -única mujer a la cual parece haber amado y cuya vida respetó- le anunció emocionada que la guerra había por fin concluido, Henri Landrú -cabizbajo y con tono de voz sombrío- le contestó. "Sé que ahora no lo puedes llegar a comprender, pero esa es la peor noticia que podrías haberme dado, querida mía"
Cierta madrugada de 1919 oficiales de policía golpearon a la puerta de la vivienda parisina del número 76 de la calle Rochechouart que el ultimador compartía con su novia. Henri, recién levantado, se vistió con prontitud y atendió al detective jefe que le exhibió la orden judicial de arresto. Con amable firmeza negó cada una de las acusaciones que los agentes le formularon delante de su atónita amante, la cual no podía dar crédito al ver cómo se llevaban detenido al hombre con quien escasos momentos antes compartía el lecho.
El galante verdugo tenía un defecto que a la postre lo condujo a su perdición. Era tan meticuloso que hasta el mínimo acontecimiento lo anotaba en una serie de pequeñas libretas de apuntes. En ellas podía leerse desde las compras de comestibles hasta las fechas cuando hizo desaparecer a una docena de desprevenidas mujeres y a un chico, cuyos nombre había consignado. Todas las prometidas del abominable novio acabaron con sus cuerpos desmembrados, y sus restos fueron incinerados dentro del horno de una amplia cocina económica que el verdugo tenía instalada en su chalet de campo en la localidad de Gambias. Abundantes datos de sus homicidios estaban relacionados con pulcra caligrafía en las páginas de aquellas delatoras libretitas, y conformaron la primordial prueba esgrimida por la acusación fiscal.
El 30 de noviembre de 1921 el jurado regresó a la sala de justicia con el veredicto, y su portavoz leyó en voz alta la fatídica e inapelable decisión. Horas previas a su muerte el penado rechazó cortésmente los servicios que el Capellán de la cárcel le ofreció para descargar su conciencia, mientras los guardias esperaban fuera de la celda a fin de encaminarlo hacia el patíbulo. "Debo acompañar a estos señores", se excusó ante el religioso y, luego de hacer una pausa, con tono melodramático añadió: "La muerte es una dama y no resulta propio de un caballero hacerla esperar" En la gélida mañana del 25 de febrero de 1922 la cabeza guillotinada del "Barba Azul" caería dentro de un canasto en la sala de ejecuciones de una cárcel cuyo frente daba al palacio de Versalles.
En el curso de su última estadía en prisión se había transformado en un fenómeno mediático tan extraordinario que, en tanto aguardaba su triste destino, el reo recibió decenas de cartas escritas por admiradores de ambos sexos, y por mujeres que le ofrecían amor y le solicitaban matrimonio.


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