sábado, 26 de mayo de 2012

Peter Sutcliffe: El Destripador de Yorkshire

PETER SUTCLIFFE: EL DESTRIPADOR DE YORKSHIRE
Imagen de Peter William Sutcliffe. "The Yorkshire Ripper"
La parafernalia del crimen: Conjunto de armas requisadas al homicida. Fotografías de abajo: El depredador luego de ser atacado en la carcel










Muy altos atronaron los ecos del recuerdo que las pérfidas andanzas de Jack el Destripador dejaron instaladas en la memoria colectiva de los británicos cuando, en la década de mil novecientos setenta, se supo de la existencia de un asesino secuencial que, al igual que su notable antecesor, se caracterizó por mutilar sañudamente a las féminas que finiquitaba, y cuyas despiadadas hazañas mantuvieron en vilo a la población del Reino Unido.

Peter William Sutcliffe se llamaba el mortífero psicópata y, según pretendió -luego de ser aprehendido-, asesinaba en la creencia de oír voces que así se lo ordenaban, mientras llevaba a cabo su labor de enterrador en el cementerio de su natal pueblo de Bingley, situado a doscientas millas al norte de Londres. Una tarde, cuando ejercía su fúnebre labor, Peter escuchó la voz por primera vez. Se inquietó, y dejó caer la pala con la cual venía cavando un hoyo para introducir en la tierra el ataud que yacía a sus pies. Siguió el eco, y llegó a identificar de dónde procedía aquel llamado: venía desde la vetusta tumba de un hombre polaco fallecido muchos años atrás.

La voz luego se tornó más clara y comenzó a darle consejos, a la vez que lo trataba con deferencia y calidez. Al final de esa jornada mística el joven regresó a su casa enteramente cautivado por esa extraña experiencia. Definió a aquellos sonidos como "La voz de Dios", y pensaba que éste lo había elegido para realizar una misión. Al correr de los días, supo de qué trataba ese cometido: la voz ahora ya no era amable, sino que le mandaba que debía volverse violento y liquidar a todas las rameras posibles, en tanto éstas desvergonzadas eran responsables por la mayoría de las lacras sociales.

Aún cuando proclamó que sólo quería eliminar a prostitutas para librar al mundo de la corrupción, no vaciló en ultimar a mujeres que claramente no ejercían ese oficio. Bastaba que éstas despertasen su deseo de agredirlas y de matarlas. Tal fue el caso de Upadhya Bandara, joven médica oriunda de Singapur, quien se hallaba de paso por Inglaterra gozando de una beca. Tampoco se justificó que victimase a Jayne Mc Donald, chica de dieciséis años, empleada de una tienda, ni a Barbara Leach, estudiante de la universidad de Bradford.

A pesar de su trastorno psíquico el criminal dejó traslucir suma astucia antes y durante sus ataques, los cuales, aunque eran brutales, iban precedidos por un minucioso estudio del terreno, y sabía cómo escapar luego de cada acometida. Siempre portaba consigo las armas fatales, lo cual da cuenta de planificada organización a la hora de llevar a término los desmanes.

A despecho de la intensa cacería emprendida para atraparlo, su captura se debió a la buena suerte de la policía. El 2 de enero de 1981 el sargento Bob Ring y el agente Robert Hides se apersonaron al conductor de un automovil mal aparcado. Dentro del vehículo, sentada en el asiento del acompañante, estaba una prostituta. Al chequear la matrícula los custodios comprobaron que las placas visibles habían sido torpemente adosadas encima de las placas originales, lo cual sugería que el coche era robado. Antes de su arresto el infractor se desembarazó de las armas, con las cuales planeaba matar a la meretriz, arrojándolas bajo una pila de hojas secas de árbol. Una vez derivado a la comisaría otras pruebas incriminaron al acusado. Allí podía apreciarse un retrato robot del Destripador de Yorkshire. Sus asombrados captores no podían dar crédito al chocante parecido que advertían entre esa imagen y la cara del hombre a quien instantes atrás habían detenido por el muy menor delito de hurto.

No versarían sobre el robo de un coche las preguntas que comenzaron a formularle los investigadores, sino por su participación en calidad de autor de alevosos homicidios. Peter Sutcliffe cayó en gruesas contradicciones. Después de un maratónico interrogatorio que duró dieciséis horas, acabó confesando plenamente su culpa y aportó certeros detalles de sus sádicas tropelías. En primera instancia, la corte que lo juzgó lo condenó a purgar cadena perpetua bajo el cargo de trece homicidios acreditados.

Fue llevado a un presidio de alta seguridad donde quedó confinado a partir del mes de mayo de 1981. Pero sólo permaneció preso allí durante un año y cuatro meses. Los médicos psiquiatras que lo examinaron concluyeron que debía pasar a residir en un instituto destinado a enfermos mentales, y es en el hospital inglés de Broadmoor donde aún hoy en día prosigue confinado, luego de haber sido transferido desde la prisión de Parkhurst. Para la integridad física de este maníaco resultó una bendición su traslado al hospicio, porque en la cárcel común su vida corría serio riesgo.

La más grave de las agresiones que sufriera fue a manos de dos indignados compañeros de celda, quienes lo apalearon con saña provocándose heridas en su cabeza y rostro, y estuvo al borde de perder un ojo. La razón de su definitiva internación, y de su previo encarcelamiento, lo constituyeron sus desalmados crímenes. Para consumarlos empleaba un arsenal de instrumentos improvisados muy dispar. Acometía tanto con martillos y cuchillos como con cortafierros y sierras metálicas. Sin embargo, su arma letal favorita eran los destornilladores, cuyas puntas afilaba y blandía a guisa de puñales.

Su encarnizamiento devenía tan atroz que en una autopsia los forenses lograron contar cincuenta y dos puñaladas infligidas al cadáver de turno. Aunque de baja estatura era muy fornido, y el frenesí que lo dominaba cuando emprendía sus asaltos lo tornaba en extremo peligroso. Merodeaba alrededor de sus presas humanas y, en el momento propicio, las aporreaba con un martillo hasta romperles el cráneo. Cuando podía, derribaba a la mujer pateándola tan ferozmente con su botas de cuero que las marcas de las suelas quedaban impresas en la piel. Una vez que la víctima estaba indefensa, tendida en el piso, el trastornado la remataba asestándole golpes en la cabeza y, acto seguido, le infería hondos cortes en el vientre con un cuchillo o mediante un agudo destornillador.

En ciertas ocasiones, sustrajo órganos a los cadáveres, crueldad que le valió el mote de "Destripador", al cual se adicionaba el nombre de la británica ciudad de Yorkshire, teatro de aquellas inhumanas matanzas.

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