PERFIL DE UN SOSPECHOSO

El rostro de James Sadler reflejado en una acuarela

Fotografía fúnebre de Frances Coles,
víctima y novia del sospechoso
Cuando en la madrugada del 13 de febrero de 1891 se descubrió el cadáver de Frances Coles -una bonita fémina pelirroja que ejercía la prostitución- los recelos sobre quién había sido su asesino recayeron rápidamente en su acompañante habitual de entonces. Aquel hombre era un marinero cincuentón y borrachín de nombre James Thomas Sadler, con malos antecedentes debido a su alcoholismo habitual y a su temperamento pendenciero. Para peor, parecía no disponer de una coartada apta a fin de justificar su situación a la hora de acontecido el crimen de la chica.
Poco antes del deceso de la mujer Sadler la visitó, y se quedó conversando con ella durante largo rato en la residencia para inquilinos donde ésta moraba. Allí el casero lo vio por primera vez. Pero al arrendador de la casa de huéspedes le fue fácil reconocer al visitante, pues luego de dejar a su amiga y retirarse el individuo regresó, un par de horas más tarde, solicitando alojamiento. Se presentó con las ropas maltrechas y manchado de sangre en sus manos y en su rostro. Alegó, muy descompuesto, que unos gandules le habían apaleado para robarle su reloj de oro. Como se hallaba lejos de su residencia necesitaba imperiosamente hospedarse en la pensión para pasar la noche. El arrendador le sugirió que se dirigiera al hospital de Whitechapel a curarse las heridas, y se negó a alojarlo, no sólo porque el requirente carecía de dinero para pagar, sino porque lo atemorizó su apariencia: era claro que aquel tipo además de alterado estaba ebrio, y podría traerle problemas.
Una vez que al día siguiente el portero de la pensión se enterase de la violenta muerte sufrida por su inquilina, no vaciló en aportarle a la policía los datos que sabía acerca de aquel sujeto. Tal vez la sangre no fuera suya, sino de la pobre Frances, y el desastrado aspecto del individuo se debiera a la resistencia agónica ofrecida por la muchacha al repeler la agresión.
Lo cierto fue que pronto se apresó al sospechoso, y lo condujeron a la comisaria de la calle Leman. En ese reducto policial el detenido repitió su versión sobre el asalto de que fuera objeto, y protestó ser inocente del delito que le endilgaban. Como en el East End del Londres de ese entonces la información corría raudamente, se esparció por el vecindario el rumor de que los polizontes habían echado el guante no sólo al asesino de Coles, sino también al mutilador de rameras que llevaba ya tres años impune. Muchos habitantes tenían entre ceja y ceja a aquel loco. Algunos sufrieron malos tratos por parte de la policía en las desesperadas redadas para capturarlo. Otros eran amigos, clientes o chulos de sus víctimas. Ahora tenían la ocasión de tomar venganza, y antes de que lo derivaran al tribunal querían ponerle las manos encima al bastardo.
Así fue que cuando los agentes trataron de sacar al arrestado por una puerta lateral, a fin de evitar chocarse con el tumulto que rondaba por la entrada principal del edificio, la maniobra fue advertida por los sitiadores que arremetieron buscando hacerse justicia por propia mano con el asustado marino mientras que, al grito de "Asesino" y otros epítetos insultantes, amenazaban con lincharlo. Los policías tuvieron que hacerse fuertes y blandieron sus porras golpeando las cabezas de los atacantes. Lo pudieron salvar, pero el hombre resultó una vez más vapuleado, y llegó al tribunal con sus ropas nuevamente maltrechas y su rostro amoratado.
Las desventuras padecidas por el novio de la meretriz asesinada prosiguieron. La justicia, como acto de precaución, mandó encerrarlo en la prisión de Holloway, y seguidamente le instruyeron proceso penal bajo la acusación de haber victimado a Frances Coles. Desesperado el preso pidió auxilio al gremio de los fogoneros al cual pertenecía. Éstos contrataron a Harry Wilson, un hábil abogado que pudo probar la inocencia del encausado en el curso de una encuesta judicial que, no obstante, duraría más de un mes.
Durante el lapso de su reclusión el ambiente en contra del preso se volvió en extremo tenso. La prensa sensacionalista no paraba de comunicar a su público que aquél no sólo había matado a su novia prostituta sino que, sin duda alguna, era el tan buscado matador serial que en 1888 se encarnizó brutalmente con las meretrices de Whitechapel.
Finalmente, tras atravesar tantas tribulaciones, las andanzas de James Thomas Sadler concluyeron bien. Se lo liberó y consiguió que el periódico Star le pagase una indemnización por difamarlo y poner su vida en riesgo. Cuando concurrió al despacho de su abogado a cobrar la suma que le correspondía, conoció a un industrial que programaba un viaje de comercio hacia Sudamérica (en realidad el asunto era más bien turbio, pues se trataba de un contrabando de armas). El comerciante mencionó que en su embarcación estaba vacante un puesto de fogonero. La oferta de inmediato interesó a Sadler. Pese a que su letrado procuró disuadirlo advirtiéndole que ese viaje podía ser peligroso, el hombre aceptó sumarse a la tripulación de aquel buque. Se cerró el trato, y al día entrante el marinero zarpó rumbo a tierras sudamericanas. Fue lo último que se supo de él.
Los estudiosos del caso de Jack the Ripper localizaron registros donde constan dos personas llamadas James Sadler fallecidas en diferentes localidades británicas; en un caso en el año 1906 y en el otro en 1910. Estos datos, si fuesen veraces, acreditarían que en algún momento el marino retornó a su patria tras su viaje de 1891 a suelo norteamericano. Pero la realidad es que no se sabe a ciencia cierta si una de esas dos defunciones corresponde a este antiguo sospechoso, por lo cual su rastro se pierde en la bruma; bruma y opacidad que signó toda su existencia, y de la cual sólo lo sacaría fugazmente su azarosa incursión en la cruenta historia de Jack el Destripador.
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