martes, 13 de agosto de 2013

Jack el Destripador: A 125 años de sus crimenes

Los hechos y las víctimas. (Segunda parte)

MARY ANN NICHOLS: la primera víctima canónica de Jack the Ripper



"Polly" Nichols en la morgue: única fotografía conocida


Esa madrugada Emily Holland, a quien también llamaban Ellen sus amigas y sus clientes, volvía a su alojamiento en el número 18 de la calle Thrawl. No había esta vez candidatos a la vista para una cincuentona como ella, pero se conformaba recordando que dentro de su modesto bolso guardaba los cuatro peniques que costaba pagarse el catre. El resto del dinero lo había gastado en la compra de embutidos y ginebra mientras regresaba del muelle, luego de contemplar el ardiente panorama.
Había valido la pena la larga caminata. En el este del Londres de la Reina Victoria raramente ocurría algún evento atractivo. La caminante conservaba en sus retinas el fulgor rojizo de las llamaradas que, tras propagarse desde un almacén de brandy en el dique seco de Ratcliffe, arrasaron unas míseras casuchas y encendieron la base de la iglesia. Era casi de medianoche y los bomberos todavía no habían logrado sofocar la voracidad del fuego. Los resplandores se reflejaban sobre las aguas del Támesis y se avistaban desde los suburbios, a kilómetros de distancia.
Corrió de boca en boca la sensacional noticia y hasta el puerto, curiosa y excitada, se dirigió ella, al igual que lo hicieron en aquella ocasión centenares de pobladores de Whitechapel. Sin embargo todo lo bueno se acaba, y también llegó a su fin el gratuito entretenimiento nocturno de ese 30 de agosto de 1888. Pronto se harían las 2.30 de la madrugada del día entrante y, como quedó dicho, Emily Holland retornaba a su refugio.
Entonces fue que la vio.
La pequeña meretriz avanzaba tambaleándose contra la pared. Producto de una borrachera –otra más de ellas– sus piernas apenas coordinaban. Vestía con ropa más harapienta que de costumbre, y el único toque disonante con la desastrada apariencia lo conformaba un sombrero de paja negro con ribetes de terciopelo que parecía recién estrenado. Ellen se aproximó a la patética figura para cerciorarse. Sí, sin dudas, era ella. Su compañera de oficio y de albergue Mary Ann Nichols, mejor conocida como “Polly”.
– Pero si eres tú Polly. ¡Por Dios, qué mala cara traes! –exclamó–. ¿A dónde vas? Ya son las dos y media de la noche.
– Hola Ellen –respondió aquella con tono apagado–. Es que debo ganarme la plata para pagarme la cama. No tardaré mucho. Tengo que conseguir a otro. Esta noche ya me gané tres veces el precio, pero las tres veces me lo bebí.
– No hay caso contigo, mujer. Tú sí que no puedes con tu naturaleza. Bueno, te deseo que tengas buena suerte.
A pesar del aliento brindado, el timbre de voz de Holland delataba un matiz de reproche. Aunque a ésta también le gustaba empinar el codo, y en octubre de ese año sufriría dos arrestos por embriagarse y generar escándalo público, no se consideraba una beoda. Pero Nichols era un caso perdido. Optó por cambiarle de tema:
– Vengo desde el puerto a donde fui a ver el incendio. ¿Es que no te enteraste?: estalló un tremendo fuego en Ratcliffe Highway, en el muelle, y todavía sigue ardiendo. Incluso quemó a la iglesia de St George´s en el este. Fue todo un espectáculo...
– Ellen iba a terminar la frase pero comprendió que la otra no le prestaba atención. Era claro que su mente deambulaba lejos de allí. Escrutó el abotargado rostro de su compañera y sintió lástima.
– Te noto muy cansada Polly. ¿Por qué no me acompañas?
– No, gracias, tengo que conseguir la plata para pagarme la cama.
– Cómo tú prefieras, yo me voy. Cuídate amiga.
Tan sólo un par de horas atrás Mary Ann esbozaba un semblante afable y parecía disfrutar de buen ánimo y salud. Aunque no era que tuviese muchos motivos de regocijo, porque la habían despedido de la pensión donde se albergaba. Desde los últimos cuatro meses se venía repitiendo ese ciclo nómade y ella seguía sin afincarse en ningún lado.
La vieron salir a las 0.30 del 31 de agosto de la taberna “The Frying Pan” (literalmente: “La Sartén”). Había bebido más de la cuenta y parecía achispada, aunque se conservaba bastante sobria todavía. Lo malo era que solamente le quedaban dos peniques y necesitaba dormir. Se encaminó hacia el albergue de la calle Thrawl. Sabía que ese dinero no le alcanzaba para pernoctar y que lo más probable era que la rechazaran –allí el precio de la cama ascendía al doble de esa suma, al igual que en los demás malhadados alojamientos del distrito– pero nada perdía con hacer el intento.
– Vamos, te doy dos peniques que es lo único que tengo encima. ¡Te juro que mañana te traigo lo que me falta!– rogó ante el hombre que se mantenía impávido.
– Ya sabes cómo funciona esto. La cama cuesta cuatro peniques. Si no los tienes esta noche duermes afuera.
– ¡No puedo creer que por dos miserables peniques me mandes a la calle! –fingió indignarse Polly.
– Lo siento, no puede hacerse nada. No soy yo quien fija las reglas aquí.
Era cierto, el gordito calvo y malhumorado al cual Nichols le insistía para que la dejara entrar no era el encargado de la casa de huéspedes sino un suplente, y tenía que cuidar su empleo. Si el otro hubiese estado de guardia esa velada puede que ella lo hubiera ablandado, tal vez habría logrado permutarle el precio del lecho a cambio de un servicio sexual rápido y discreto. No sería la primera vez. Pero para su mala fortuna el dueño estaba lejos de allí atendiendo otros menesteres.
Resignada, aunque alardeando confianza, dio media vuelta y salió hacia la calle, no sin antes declarar al cruzarse con una conocida:
– No me importa. Sé que ésta va a ser mi noche de suerte. Mira qué lindo sombrerito nuevo llevo puesto –sonrió mientras lo ladeaba.
Estaba persuadida de encontrar a los clientes con que obtendría el dinero preciso para costearse la cama y, alentada por ese convencimiento, se internó en las neblinosas callejuelas. No obstante, otra compulsión aún más poderosa que la de disponer de un techo bajo el cual cobijarse la gobernaba: el alcohol. Ansiaba con desespero beber cerveza, ron, ginebra o el líquido que fuera, con tal de sumergirse en ese estado de embriaguez en el cual el futuro no la angustiaba y su pasado quedaba en el olvido.
Buck´s Row era uno de los callejones del distrito, bordeaba el cementerio judío, y a mitad de su camino se ubicaba el matadero de Spitalfields. También constituía una ruta obligada para ir al mercado. La región distaba a unos quinientos metros de las calles Osborn y Whitechapel donde Ellen y Polly sostuvieran su breve conversación.








Dibujo de Buck¨s Row: la sórdida zona donde apareció el mutilado cadáver de Mary Ann "Polly" Nichols







Una hora y cuarto a partir de aquel encuentro el carretero Charles Cross, que se internaba por esa calzada rumbo a su trabajo en el mercado, divisó una forma tendida encima de los adoquines. Al principio se figuró que era un trozo de tela alquitranada, quizás caída de uno de los carros que transitaban por allí. Pensando que podía sacarle provecho al hallazgo se acercó más, hasta comprender que no se trataba de una lona sino de un cuerpo femenino con sus vestimentas en total desorden.
Antes de poder enfocar mejor su mirada percibió el sonido de unas pisadas. Volteó el rostro y, entre las brumas de la madrugada, advirtió la presencia de Robert Paul, un compañero de labor que avanzaba a ritmo raudo desde la acera opuesta.
– ¡Hey! Ven a ver a esta mujer, está desmayada de tan borracha.
– No creo que esté borracha. Esta tipa parece muerta –musitó el otro, al tiempo que se arrimaba.
Inclinándose sobre ella y colocándole una mano sobre el pecho como si quisiera auscultar sus latidos, más para sí mismo que para que lo oyese su camarada, Cross señaló:
– No, no está muerta. Me parece que la oigo respirar. ¡Ayúdame a ponerla de pie!
– ¡Yo no la toco! –casi gritó Paul, dando un respingo.
Enseguida torció el cuello y atisbó hacia el fondo del callejón tenuemente iluminado por el gas de una farola. «En ese momento me asusté de verdad. Me di cuenta que la habían matado y se me dio por pensar que el asesino podía andar oculto cerca de ahí», recordaría en la instrucción judicial.
Al convencerse que no iba a obtener colaboración por parte del amedrentado Paul, el solidario entusiasmo de Cross se esfumó.
– Bueno, lo mejor será irnos de aquí y avisarle a los polis.
Los dos trabajadores giraron sobres sus talones, presurosos y aliviados de dejar atrás a la desharrapada figura yacente en las sombras. Tras recorrer un corto trecho, dieron con el agente Jonas Mizen de la división H de Whitechapel que cumplía con su ronda habitual, y le notificaron su descubrimiento.11
Pero los mozos de mercado no revisaron con detenimiento. Si lo hubieran hecho más grande habría sido su susto, al constatar que la cercenada garganta exhibía una salvaje rajadura, fruto de un muy filoso cuchillo aplicado de izquierda a derecha en el nacimiento del cuello. Antes de que Mizen arribase al teatro del crimen otro policía, John Neil –quien media hora antes recorriera ese sitio sin apreciar nada raro– se topó con el cadáver y comenzó a soplar su silbato en demanda de socorro. Eran las 3 y 45 de la mañana.


El agente John Neil descubre el cuerpo de la víctima

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