JACK THE RIPPER COMO ENFERMO MENTAL
No se conservan fotografías de Thomas Cutbush,
Era un vagabundo como el que vemos observado aquí
por miembros del Comité de Vigilancia de Whitechapel
Sir Melville Macnaghten
creía en la inocencia de Cutbush
La idea de que el depredador victoriano era un enajenado mental constituyó tal vez la primera noción que anidó en el espíritu de sus contemporáneos.¿Quién sino un completo desquiciado podría ser el culpable de perpetrar tamañas fechorías?
Esta representaba al fin y al cabo –si se piensa con detenimiento– una idea sumamente tranquilizadora. El mal no radicaba en la naturaleza de los hombres sino en la lamentable insanía con que la vida había castigado a algunos desgraciados.
La policía a cargo de la indagatoria, al igual que la opinión pública del momento, se mostró reacia a aceptar que monstruosidades de tal calibre pudiesen haber sido ejecutadas por una persona gozando de su sano juicio. Mucho menos estaban dispuestas a concebir que el atroz matador de mujeres finalmente revelase ser una persona inteligente y cultivada.
¡Un hombre culto responsable de estos crímenes! ¡Qué absurdo! ¡Ningún hombre culto haría esto! se oirá exclamar entre perplejo e indignado a Sir Charles Warren ante la sugerencia del Inspector Frederick George Abberline en la película “From Hell”[1].
A despecho de que la escena conforma una ficción bien podría en la realidad haber acontecido, en tanto deviene representativa del estado de ánimo y del pensamiento de las autoridades que tan infructuosamente acometiesen la resolución de aquel misterio.Y, repasando los hechos registrados, cabe apreciar que varios enajenados psíquicos fueron sindicados culpables de inferir los crímenes. Algunos resultaron detenidos e indagados, aunque posteriormente se los dejó libres, y los nombres de otros devinieron señalados por la prensa.
Uno de los más controvertidos de tales personajes lo constituyó Thomas Cutbush Haynes, quien contaba con solamente veintitrés años por las fechas en que tuvieran lugar los homicidios. Había nacido en el año 1866 en la localidad británica de Kennington, relativamente cercana al East End de Londres. Su padre fue Thomas Taylor Cutbush y su madre Kate Haynes. Provenía de una respetable familia de clase media. No obstante, su infancia resultó tormentosa como producto de la desidia e indiferencia que hacia su familia mostraba su padre alcohólico, que terminó abandonando el hogar cuando su hijo era adolescente.
El joven Thomas quedaría bajo el cuidado de su madre y su tía materna las cuales, conforme a los datos conocidos, eran mujeres con marcados problemas nerviosos que denotaban un grado de religiosidad muy exacerbado. En su primer trabajo el muchacho fungió como empleado de comercio, y después tomaría una segunda ocupación también administrativa; pero de ambos empleos lo despedirían a raíz de su talante agresivo.
Una vez perdidos sus empleos mantuvo un comportamiento ocioso y visiblemente extravagante. En el curso del día se encerraba para leer libros de medicina, y durante las noches vagaba por los alrededores del este londinense saltando cercas y muros de las casas de sus vecinos con una pasmosa rapidez y agilidad. Le obsesionaba la idea de que alguien lo estaba lentamente envenenando; compulsión que al parecer compartía con su tío, el Superintendente Ejecutivo de Scotland Yard Charles Henry Cutbush, quien luego de ser dado de baja de la fuerza policial –gracias al beneficio de una jubilación anticipada– concluiría su existencia cometiendo suicidio en el año 1896 al descerrajarse un balazo en la cabeza delante de su hija.
Este desorientado presuntamente contrajo sífilis en 1888, y en el correr del año 1891 se le comprobaría haber incurrido en dos agresiones de cierta magnitud en perjuicio de mujeres cuyas nalgas acuchillaba. Estos atentados guardan ecos de las agresiones concretadas dos años antes por un delincuente apellidado Collicot también en los suburbios londinenses, y fueron considerados por las autoridades como delirantes delitos consumados por Cutbush presa de afán imitativo.
El alienado cuya vida venimos reseñando terminaría sus días encerrado en un hospital psiquiátrico ubicado en la localidad de Broadmoor, tras reiterar su modus operandi ofensor y apuñalarle las nalgas a la joven Florence Grace Johnson e intentar posteriormente hacer otro tanto con Isabella Frazer Anderson. Tiempo atrás, se lo había condenado a sufrir un período de reclusión en el asilo para enajenados de la ciudad de Lambert, de donde se había fugado tras una detención que apenas duró cuatro días.
Desde el mes de febrero de 1894 el influyente periódico The Sun lo acusó, mediante una serie de artículos, de constituir el responsable de los crímenes perpetrados por el Destripador. Los descargos que de este personaje realizaría el alto jerarca de Scotland Yard Sir Melville Leslie Macnaghten en su renombrado informe interno de marzo de 1894, recordado como el “Memorandum Mcnaghten”, llevó a que este sujeto desapareciera para la historia del elenco de los primordiales sospechosos.
Y es que en puridad, el dossier de marras tuvo por razón de ser –conforme explícita declaración de su creador– excluir a Thomas Cutbush como probable asesino. Ese motivo determinó a su autor a proponer a cambio de aquél a tres eventuales responsables, quienes a partir de allí pasarían a primer plano: Michel Ostrog, Aaron Kosminski y Montague John Druitt. Sin embargo, la defensa acérrima que a favor del extraño Thomas Cutbush esgrimió el Inspector Macnaghten despertaría, con el correr del tiempo, las suspicacias por parte de una muy ulterior especialista en la figura de Jack el Destripador –“ripperóloga”–[2].
De tal suerte, se plantearía que el reporte, y la consiguiente exculpación que el mismo efectuaba a la responsabilidad criminal endilgada a este hombre por el rotativo The Sun, no conformaron sino una cortina de humo destinada a desviar la atención pública. La realidad, en cambio, habría sido que aquel infortunado impelido por una enfermiza e irrefrenable manía religiosa fue quien mató y destripó a las aún más desventuradas cinco prostitutas.Y cabe advertir que el número de cinco mujeres asesinadas –y solamente cinco– quedaría firme a partir del referido informe policial.
Esta cifra de víctimas es sin desmedro de que la experta A.P. Wolf, principal proponente de Thomas Cutbush a desempeñar el papel de desventrador del East End, en realidad creía que éste había sidol responsable de sólo cuatro de las muertes, porque entendió que Elizabeth –“Long Liz”– Stride había perecido a manos de su novio Michael Kidney –hombre que contaba con un historial violento– tras una reyerta doméstica, siendo su crimen echado a la cuenta de los perpetrados por el Destripador[3].
Previo a concederse publicidad a las notas redactadas por Macnaghten la opinión generalizada consistía en que el sádico matador se había cobrado otras presas además de aquellas difuntas a las cuales tiempo después se las bautizaría con el mote de las "cinco víctimas canónicas”. La candidatura del pluricitado Cutbush para el rol de ultimador serial de rameras, planteada en primera instancia por el periódico The Sun, se vería retomada -conforme se anticipase- con renovados bríos en épocas más actuales debido a la ya aludida investigadora A. P. Wolf en su ensayo rotulado “Jack. The myth” –“Jack. El mito”- que viera la luz pública desde el año 1993.
De acuerdo con la opinión desarrollada por dicha escritora, confluyen en nuestro ya familiar desequilibrado algunas de las más destacadas características que procedería atribuirle al accionar del célebre victimario secuencial londinense. Entre éstas se pondera que, fuese quien fuese el auténtico Jack the Ripper, el mismo debía forzosamente haber sido un criminal motivado por una “misión” fanática y obsesiva; un fanatismo que únicamente la religión –cuando es llevada a grados enfermizos– podría imponer sobre el creyente.
Fanatismo y paranoia en grado sumo denotaba por cierto la conducta desplegada por este muchacho si se estima que el sospechoso en cuestión creía, por ejemplo, que su médico y otras personas desconocidas componían un sórdido complot para envenenarlo. Otra retahíla de circunstancias acaecidas en el transcurso de su vida igualmente pusieron de sí para que su perfil se asemejase al de un ejecutor en serie capaz de acometer los desmanes ocurridos en los barrios pobres victorianos.
El sospechoso había presenciado y padecido desde niño escenas de violencia donde su iracundo padre golpeaba a su madre. Ya desde muy joven se lo veía enteramente desorientado. Disponía de todo su tiempo libre, el cual en su mayor parte lo ocupaba en leer en forma incansable y obsesiva libros de medicina. Vagaba por los alrededores de la región donde luego se llevarían a cabo los homicidios, por lo que conocía aquella zona al detalle.
Mostró tempranamente explosiones de violencia extraña, como haber empujado escaleras abajo a un anciano que en aquel momento era su empleador; agresión por la cual lo despedirían de ese empleo. Frente a los curiosos que se apiñaron para contemplar la impactante escena se burló exclamando: ¡Pobre caballero que mal se ha caído! Sus compañeros de trabajo comentarían haberle visto manchas de sangre en las mangas de sus camisas. A su vez, cuando tiempo después se lo detuvo, acusado por la comisión de atentados más graves, en la requisa practicada en su vivienda la policía halló chalecos y abrigos suyos escondidos dentro de la chimenea.
Dichas prendas delataban rastros sospechosos que su poseedor habría tratado de borrar usando trementina.También, en la revisión de sus pertenencias, le fueron encontrados dibujos de naturaleza obscena, así como grabados trazados con tinta roja exhibiendo cuerpos de mujeres destripadas. Y, como remate, el detenido le contó a sus captores que una vez había tomado a su tía por el cuello con intención de abrirle la garganta valiéndose de un afilado cuchillo…
En fin: del recuento de estos hechos es muy patente que se va formando una muy poco halagüeña imagen de este personaje. Thomas Cutbush Haynes devenía, fuera de toda duda, un marginal altamente peligroso, y muy bien podría haber incurrido en la comisión de delitos más truculentos que aquellos por los cuales se lo atrapara; no pudiendo en absoluto descartarse que hubiera llegado al extremo del asesinato.
Pero, ¿fue este hombre verdaderamente Jack el Destripador? El ensayo elaborado por A. P. Wolf si bien es ingenioso no aporta pruebas ni argumentos convincentes para fundar adecuadamente el cargo. La eventual circunstancia de que en Scotland Yard se supiera que el sobrino de uno de sus Superintendentes –vale decir que ni siquiera se trataba de uno de los jerarcas de mayor categoría dentro de la fuerza policial– constituía el tan buscado homicida y que, en vez de atribuirse el mérito de la captura, urdiesen una complicada tapadera para protegerlo, corriendo serio riesgo de que la treta a la larga fuese de todos modos desvelada, se nos antoja como insostenible e increíble.
Como otra de las pruebas en aval de la culpabilidad del acusado se resaltó que fue condenado a encierro perpetuo en un hospital psiquiátrico, a pesar de que sus delitos comprobados no meritaban ni por asomo la imposición de un castigo tan drástico.Se hará ver que otros alienados contemporáneos a éste, responsables de consumar ataques similares, recibieron penas mucho más benévolas e incluso, en algún caso, evitaron ir a prisión pagando a cambio una fianza.
La circunstancia de que a este enajenado se lo pusiera a disposición de las autoridades para mantenerlo preso todo el tiempo que éstas lo considerasen necesario se aduce como evidencia decisiva de que se ocultaba algo de aristas más oscuras que, con seguridad, iba mucho más allá de los ilícitos más bien menores que al individuo se le imputaban. Ese algo más sería –siguiendo esa posición– el convencimiento albergado por las autoridades de que este maniático en realidad no era otro sino el tan odiado y misterioso matador de meretrices victoriano. Dejarlo confinado a buen resguardo bajo estricta custodia en un hospicio para orates implicaba, por consiguiente, la solución más económica a fin de impedir el bochorno que sobrevendría si se revelaba la vinculación parental que unía al asesino con jerarquías de Scotland Yard.
La tesis esgrimida por la investigadora en el fondo representa una variante de la clásica teoría de la conspiración, inicialmente formulada por Stephen Knigth, sólo que en lugar de tratarse de un complot monárquico – masónico versa sobre una tapadera fabricada por la policía con el objeto de evitar el escándalo a desatarse si se descubría que el criminal, cuyas sádicas hazañas tuvieron en jaque a la sociedad victoriana, resultaba ser pariente directo de uno de los suyos.
La motivación religiosa de los crímenes entendida como una perversión de la personalidad del homicida no sería un móvil enteramente desechable. Empero, este sospechoso para nada calza con ese prototipo.Los datos sabidos con relación a su existencia más bien lo pintan como un simple desorientado, con facetas esquizofrénicas y marcada tendencia a la violencia; pero a la violencia desorganizada.
Por lo tanto, cabe concluir que el modus operandi de que hiciera gala en sus tropelías este sujeto muy escasa o ninguna relación guarda con el patrón de acción empleado en sus agresiones por el notorio homicida del Otoño Terrible. No parece creíble que un asaltante sexual menor fuese también un feroz mutilador de meretrices. Y esta comprobación se erige en el obstáculo mayor que impide secundar su candidatura al cargo de haber sido el innoble asesino serial Jack the Ripper.
Sus comportamientos –empujar por las escaleras a un anciano patrono, cortar nalgas a mujeres en la vía pública– traducen un impulso sin método, más propio del enajenado mental que del frío y meticuloso asesino secuencial que escapó al castigo, tras ocasionar cuando menos cinco muertes en la capital del imperio anglosajón durante aquel otoño boreal de finales de la década del ochenta del siglo XIX.
[1]
Desde el Infierno –From
Hell–, film producido por Twentieth Century Fox, dirigido por los Hermanos
Hugues y con guión de Hayes, Terry e
Yglesias, Rafael, 2001.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por comunicarse con Gabriel Pombo.