JACK THE RIPPER NUNCA EXISTIO:
LA TEORIA DEL ASESINO INEXISTENTE
Tres representaciones imaginarias del asesino anónimo
«…El copycat o conducta de imitación
criminal, es un efecto que se produce en el ámbito social, cuando ante la
repercusión de un hecho policial, en los medios de comunicación masiva,
comienza a imitarse repetidamente, por una o distintas personas, bien la
motivación del hecho, bien la metodología empleada. Se trata de un fenómeno
propio de la sociedad contemporánea…» [1]
El fragmento arriba extractado pertenece a
los prestigiosos criminólogos argentinos Raúl Torre y Daniel Silva, y
representa una acertada definición en cuanto atañe al truculento y extraño
fenómeno criminal de los asesinos por imitación, también conocidos como copycats –vocablo inglés que nomina a
este tipo de matadores–; es decir, aquellos sujetos que victiman reproduciendo
en sus ataques un modus operandi y un procedimiento ultimador empleado
por otros perpetradores que ya alcanzaron triste, aunque persistente,
publicidad gracias a la facturación de sus homicidios.
Este anterior concepto –la búsqueda de fama
propia aprovechando la ajena– reviste crucial trascendencia en virtud de que el
delincuente imitador, por lo general, constituye un individuo con magra
autoestima y deformada visión de sí mismo. De allí que su alterada psiquis lo
compele a remedar las sangrientas hazañas protagonizadas por quienes
adquirieron notoriedad con sus fechorías para, de tal suerte, impactar lo
máximo posible en la sociedad valiéndose de los medios de comunicación masivos.
Asimismo, lo estimula la creencia de que
logrará escapar impune tras llevar a cabo sus atentados, en tanto supone que la
comisión de aquellos se echará en la cuenta de los ocasionados por un
trasgresor que la policía viene buscando, y de quien ya se ha diseñado un
perfil psicológico, por lo cual barrunta que la atención de los pesquisantes
recaerá sobre otros sospechosos, en vez de enfocarse hacia su persona.
Aunque esa esperanza suele revelarse vana,
igualmente conforma uno de los primordiales móviles que –de atento confesaran
algunos copycats una vez fueran
capturados– inducen y animan al homicida imitador a entrar en acción.
La definición del fenómeno de la conducta
delictiva inspirada en la imitación, que extrapolamos al comienzo de este
capítulo, resulta apropiada para formarnos una idea básica en torno a la
cuestión. No obstante, cabría poner en duda la última frase de la declaración,
donde se afirma que se trata de una situación que opera solamente en nuestra
sociedad contemporánea. Y esto último aún cuando no es discutible que el
fenómeno del copycat alcanzó mayor
difusión –y aparenta haberse acentuado de forma alarmante– en tiempos actuales.
Pero no podría dejar de apuntarse que esta aberración criminal se viene
verificando desde muy antigua data.
Tanto es así que la imitación asesina
podría haber jugado su preponderante rol ya durante los homicidios
tradicionalmente asignados al viejo monstruo de la era victoriana, que pasó a
la historia con el seudónimo delictivo de Jack the Ripper.
Empero: ¿Es sostenible la hipótesis de que
en el caso de Jack el Destripador hubiesen participado sucesivos criminales
oportunistas? ¿Resulta creíble en verdad que se haya tratado de más de un
ejecutor? ¿Podrían los victimarios no guardar relación alguna entre sí,
desconociendo uno la identidad de otro y así sucesivamente?
De haber acontecido tal extremo, el feroz
maníaco en cuestión no habría, tal como lo conocemos o creemos conocerlo,
existido jamás.
La formulación, de apariencia disparatada,
nos recuerda sin embargo que en la figura del anónimo y esquivo personaje
confluyen tanto ingredientes de la realidad como de fábula y mitología. Acuden
a nuestra mente las palabras escritas por Alan Moore en el segundo apéndice
gráfico de su magnífico cómic “From Hell”:
«…La parte más importante de cualquier
asesinato es el terreno de la teoría, la fascinación y la histeria que genera.
Una diáspora negra, nuestro entusiasmo siniestro e incansable. Cinco personas
pobres asesinadas por un agresor anónimo. Esta realidad queda reducida por el
amplio parque temático que desplegamos a su alrededor. La verdad es que lo
importante nunca han sido los asesinatos, ni el asesino, ni sus víctimas. Sino
nosotros. Nuestras mentes y cómo bailan. Jack refleja nuestras histerias. Es un
receptáculo sin rostro de cada nuevo pánico social… Lo único que sabemos que es
real es el complejo fantasma que proyectamos. El verdadero asesino ha
desaparecido sin que nadie lo vea, y puede que ni siquiera estuviera ahí para
empezar. Jamás hubo un Jack el Destripador…» [2]
Aquel sujeto al cual se lo pondera como el
ultimador serial por antonomasia, y que conforma el paradigma y el ineludible
precedente de los modernos homicidas secuenciales, no habría ostentado nunca
virtualidad propia sino que todo habría resultado una monumental fabricación a
cargo del periodismo, la cual quedaría indeleblemente grabada en el
inconsciente colectivo perdurando hasta nuestros días.
Nos encontraríamos –literalmente hablando–
frente a la situación de un asesino inexistente, en la medida de que jamás se
habría tratado de un único perpetrador sino del accionar independiente, y
mediante secuencias autónomas, de sucesivos criminales quienes fueron remedando
en forma alternativa la metodología y la parafernalia utilizada por un
antecesor.
La conjetura –de acuerdo quedó dicho– parece
no poseer seriedad alguna, pero insólitamente, devino planteada con mayor o menor
asidero probatorio y desarrollo argumental, aunque siempre con curiosa
insistencia. En particular, corresponde tener presente el ensayo formulado por
el autor Peter Turnbull bajo el epígrafe de “El asesino que nunca existió”. [3]
De
conformidad con esta sugerencia aquella atroz retahíla de mutilaciones se debió
a la eclosión de una peculiar “epidemia” de victimarios imitadores fomentada
por el histerismo generalizado que la prensa provocó sobre la población, al
magnificar los hechos y poner a circular toda suerte de historias
sensacionalistas, así como de nociones erradas en torno a la manera en que se
concretaron esos asesinatos.
Lo que dota de factibilidad a la hipótesis
radica en que varios artículos de la época los reporteros habrían propalado en
distintas ocasiones rumores falaces, así como datos equívocos, sobre ciertos
aspectos del accionar fatal atribuido al desmembrador. Y ocurre que más de una
vez salió la falsa información de que el asesino había mutilado de tal o cual
manera a una mujer y, precisa e insólitamente, la nueva víctima presentaría las
trazas de las heridas o amputaciones que en esa información mendaz se había
descrito. ¿Casualidad o prueba de que esos crímenes fueron obra de imitadores?
Aunque, lejos de adoptar la posición tan
radical de que Jack el Destripador nunca existió, hay comentaristas que, luego
de realizar minuciosos exámenes sopesando las pruebas forenses disponibles,
concluyen en quitar a Mary “Fair Emma” Kelly del elenco de presas humanas
tradicionalmente endilgado al matador victoriano.
Paradójicamente, la occisa cuyo cadáver
soportase las más extensas y horripilantes laceraciones no habría perecido a
manos del mismo psicópata que venía asolando a las meretrices de la capital
británica, sino que habría arribado a su espantoso desenlace debido a la
irrupción de un verdugo oportunista e imitador; vale significar: un tempranero copycat de la era victoriana.
Sin ingresar a la especulación que culpa de
la muerte de esta mujer a su amante –Joseph Barnett–, lo cual nos proyectaría a
la hipótesis que pretende que un asesino “enamorado” o “despechado” configuró
el responsable de las fechorías, resulta válido tomar en cuenta suposiciones
como la expuesta por el escritor Karyo Magaellan.
Este investigador en su libro rotulado:
“Por las orejas y los ojos. Los asesinatos de Whitechapel” [4]
–cuyo subtítulo podría traducirse al castellano como “Jack el Destripador y el
asesinato de Mary Jane Kelly” – proclama que la existencia de la desdichada
Mary se vio tronchada por el puñal diestramente esgrimido de un victimario
imitador u oportunista.
A tales efectos, toma en consideración que
la forma y la vastedad de las mutilaciones apreciables en su cadáver no
condicen con la clase de actividad barbárica de la cual hiciera gala el
ultimador de las otras mujeres al acometer las precedentes eliminaciones.
Asimismo, se resalta la posición adoptada
por el doctor Thomas Bond en sus notas referentes a la autopsia de esta
extinta. Dicho profesional forense no percibió en el matador ninguna especial
destreza ni conocimientos de anatomía humana. Empero, este parecer técnico
chocó de lleno con los criterios manifestados en las restantes autopsias por
los demás médicos forenses, los cuales fueron contestes en reconocerle al homicida
estimable sapiencia clínica y notoria pericia a la hora de emprender las
disecciones.
El citado comentarista, a la par que
elimina a Marie Jeannette Kelly de la lista fúnebre facturada por Jack y le
achaca su óbito al accionar de un imitador, añade a la lista de presas cobradas
por el Destripador a Alice “Pipa de arcilla” Mc Kenzie, prostituta
violentamente eliminada el 17 de julio de 1889. A su vez, fustiga al memorandum
escrito en 1894 por Sir Melville Macnaghten, proponiendo que ese documento
devino muy imperfecto y se erigió en responsable de la propagación del “mito”
de las cinco víctimas canónicas que habría incluido erróneamente a Kelly como última asesinada de esta
secuencia.
Otros
especialistas igualmente han puesto de relieve extrañas situaciones acaecidas
en los óbitos de Whitechapel que bien podrían ser explicadas merced a la
participación de ultimadores oportunistas, y sostienen que tales matanzas de
imitación alcanzaron a varias de las muertes atribuidas al degollador.
En consonancia con ello se ha
puntualizado:
«…se puede ver información que se
publicó acerca de los crímenes que no era exacta. Si se trata de un nuevo
asesinato cometido que contiene características que coinciden con los detalles
de los que se informó ampliamente, pero en noticias falsas, entonces sabremos
que algo extraordinario está aconteciendo. Esto es exactamente lo que parece
haber sucedido con los crímenes de Jack el Destripador, en realidad hay
bastantes inquietantes similitudes entre los errores que los periódicos locales
publicaron acerca de determinado homicidio de Whitechapel y lo que realmente
ocurrió en un asesinato posterior de la misma serie…» [5]
Tales rarezas se habrían verificado no sólo
una vez –lo cual sería cómodo imputar a una casualidad– sino en más de una
emergencia, y la copia del dato falaz devendría tan alarmantemente exacta que
desconcertó a los investigadores y avaló la creencia, en apariencia
inverosímil, de que un criminal oportunista verdaderamente podría haber hecho
su lúgubre debut en escena.
Tomemos, a manera de ejemplo que, por
error, tras el homicidio de Annie Chapman se dio vuelo a la hablilla de que
habían sustraído un riñón y el hígado de esa mujer. Atento pretendía el
cronista, el matador no se los había llevado consigo sino que éstos yacían al
lado del cadáver. El artículo salió a luz el propio día de acontecido el
crimen, y su esparcimiento se debió al influyente periódico Star. La misma
versión sin fundamento fue propalada por el Woolford Times en su edición del 14
de setiembre y por el Londres Observer el 15 de igual mes.
Las notas de prensa relacionaban de manera
errónea, asimismo, que a la occisa le había sido extirpado el corazón. Ello no
fue así esa vez, aunque sí está probado que la sustracción de dicho órgano
efectivamente se concretó tras el bestial crimen contra Marie Jeannette Kelly.
Este horrible dato, que antiguamente nada
más pertenecía a la esfera de las leyendas urbanas, devino corroborado al
conocerse el reporte de la autopsia del doctor Thomas Bond, cuyas notas recién
fueron recuperadas en el año 1987.
Corresponde explicar que los informes de
los otros médicos forenses también actuantes, doctores George Bagster Phillips
y Frederick Gordon Brown, continúan hasta el presente extraviados, siendo casi
seguro que nunca aparecerán atento a que el edificio en donde tales documentos
se guardaban fue bombardeado y destruido por la aviación alemana en 1940.
Si quien mató a la joven y bella Mary Kelly
no hubiese constituído el causante de la precedente cadena mortuoria sino que
fuese un homicida imitador, quien tras destripar al cadáver arrancó y se llevó
consigo el corazón de dicha fémina, podría –de conformidad aducen ciertos
planteamientos– haber tomado por fuente de inspiración a los datos falaces
pregonados en los periódicos sobre el supuesto robo de ese vital órgano en el
anterior caso de Annie Chapman.
Y no sólo en rotativos como los ya
indicados se aireó la especie de que el verdugo de rameras había sustraído el
corazón de la precitada extinta, sino que los anónimos redactores de
correspondencia que pretendía provenir del culpable de las tropelías, se
sumaron a la propagación de ese falso rumor.
Entre tales mensajes cabe
recordar el contenido en una intrigante tarjeta postal
dirigida al Comisario de la
Policía de la
City londinense Mr. James Fraser. En beneficio de la
autenticidad que cabría otorgar a dicho recaudo puede alegarse que no está
suscrito con el tan manido mote “Jack the Ripper”, sino que en el extremo
inferior del documento –y a guisa de firma– el emisor garrapateó toscamente el
contorno de un puñal e imprimió sobre el flanco derecho de ese bosquejo la poco
original expresión “My knife” –
“Mi cuchillo” –.
Este hecho se compadece con la
circunstancia de que el alias “Jack el Destripador” recién emergió a la
difusión pública tras el doble homicidio del 30 de setiembre de 1888, siendo la
remisión de la carta en cuestión previa a aquella fecha.
Debajo de las infantiles caricaturas el
emisor se burlaba del Comisario diciéndole que podía preocuparse cuanto
quisiera pero que él igualmente seguiría haciendo su “trabajo”, puesto que su intención era liquidar a diez mujeres
más antes de terminar con el juego iniciado. «No soy un maníaco como
usted dice. Soy condenadamente listo para usted», le advertía.
La trascendencia de tal comunicación no
parecería mucha si se atiende a que su tenor resulta incoherente, siendo
palmario que se trata de la torpe broma ensayada por un ocioso, al igual que
sucediera con la gran mayoría de las epístolas enviadas a la prensa y a las
autoridades durante el frenético furor desatado a raíz de aquellos dramáticos
acontecimientos.
Pero lo que a nuestros fines interesa hacer
notar finca en que en la zona superior de la tarjeta postal lucen estampadas
unas ilustraciones extrañas, a saber: a la izquierda vemos la caricatura de un
corazón, al medio el trazado de un redondel con forma de rostro a cuyo costado
el redactor apuntó “Pobre Annie”. A la
derecha de esa última anotación se visualiza el bosquejo de dos anillos, y a su
vera luce la inscripción “Tengo a los que están en mi posesión, buena
suerte”.
Falta una esquina del matasellos impreso al
sobre que protegía este recaudo y no es visible la fecha de su envío –por lo
cual no se puede establecer la oportunidad exacta en que se produjo su
remisión– pero el texto y los dibujos de la tarjeta postal sin duda conciernen
a la muerte de Annie Chapman, de quien se sabía que su ultimador le quitó dos
anillos baratos de latón que aquella portaba, y cuyo tironéo para quitarlos le
produjo una abrasión en el dedo anular de su mano izquierda, según se hiciera
constar en su autopsia.
Y también –al menos de acuerdo pretende
este comunicado– el asesino le sustrajo el corazón a la “pobre” Annie Chapman.
Previo al homicidio de Ginger Kelly, aparte
de la comunicación señalada, se divulgaron comentarios alusivos a la presunta
práctica del criminal de extraer el corazón de sus víctimas. Tanto en el
Lloyd´s Weekly Newspaper del día 30 de setiembre de 1888 como en el Daily
Comercial editado el 1 de octubre
se aseguró –aludiendo al reciente deceso de Catherine Eddowes– que todos los
órganos principales de la mujer victimada, incluyendo el corazón y los
pulmones, fueron sustraídos del cadáver y colocados en torno a la cabeza y el
cuello de aquella finada.
Lo versión era cierta en el caso de los
intestinos, pero no así de los otros órganos aludidos los cuales –de consuno lo
acredita la autopsia– se mantuvieron intactos dentro del cuerpo. El periódico
Freeman´s Journal añadía que la versión trasmitida la había recogido
merced a reportes suministrados por la Asociación de la Prensa británica. Esto
implica que dichos datos erróneos y sensacionalistas fueron incluidos y
pregonados en otro circuito de documentos que llegaron a pertenecer al dominio
general de la población.
La última comunicación relativa a estos
asuntos editada por los periódicos previamente al crimen de Miller´s Court se
difundió por el Evening News del 29 de octubre de aquel año. Allí se aseveraba
que el ultimador había escrito otro mensaje trazado con tiza sobre un muro de
la calle Camplin previniendo:
“Voy a cometer otro asesinato y
enviaré el corazón”.
Un día después, en publicaciones salidas en
ese mismo rotativo y en la revista Police Illustrated News, se le
adjudicó a la estación de policía del Álamo el mérito de informarles haber
recibido un comunicado amenazante a cargo del presunto culpable, donde éste
garantizaba:
«Querido Jefe. Voy a realizar tres asesinatos.
Dos mujeres y un niño, y voy a tomar esta vez sus corazones. Atentamente. Jack
el Destripador.»
Antes de dichas fechas, el importante
periódico The Times, en su edición del 4 de octubre de 1888, puso en
conocimiento el tenor de una carta mandada por un anónimo lector que firmó bajo
el seudónimo de “Nemo”.
En la misiva se proponía que las
amputaciones que incluían la extracción de la nariz, las orejas, y órganos
mayores como el corazón, delataban la presencia de métodos eliminadores
utilizados en oriente por chinos y japoneses. El remitente prevenía acerca del
riesgo de que un oriental u extranjero de similares características, de paso
por Inglaterra, pudiese repetir sus fechorías destripando y hurtando el corazón
de una nueva víctima.
Analizando el contenido de esa misiva
publicada en el espacio de “Cartas de los lectores”, ulteriores comentaristas
ponderaron que el emisor de aquel mensaje simplemente había recogido una
información fallida, repitiendo los datos falsos leídos en periódicos de fecha
anterior. Sin embargo, otros periodistas fueron de la opinión de que la
epístola realmente conformó una burla cuyo autor fue el auténtico homicida, y
que allí éste se atrevía a adelantar pistas de sus futuras e inmediatas
intenciones mortales.
Deviene
muy posible que las menciones equivocadas sobre el hurto de órganos como el
corazón, el riñón, y el hígado de Annie Chapman poseyera su génesis en los
comentarios pronunciados por el juez de guardia. Wynne Baxter, al presidir la
audiencia celebrada por el óbito de aquella víctima, refirió una historia según
la cual a Chapman le propinaran una muerte tan monstruosa –que abarcó vastas
mutilaciones– debido a un tráfico de vísceras humanas altamente codiciadas en
ámbitos clínicos.
La encuesta judicial instruida a raíz del
asesinato de Annie tuvo mucha incidencia en la generación del sensacionalismo
que iría rodeando a aquella sucesión de crímenes. La especie del tráfico de
órganos como móvil de los homicidios fue recogida por los periódicos, y pronto
se extendió al público cual un reguero de pólvora.
De acuerdo se registrara en una muy
dinámica descripción:
«… El juez de guardia Baxter, como
buen actor, se reservó el “coup de théatre” hasta el final, cuando se refirió a
los órganos mutilados… –Pero había un mercado para dichos órganos– continuó el
juez de guardia haciendo una pausa para dar más énfasis dramático a sus
palabras… La declaración del juez de guardia cayó como una bomba entre la Prensa. Si la teoría del juez de
guardia era correcta, todas las demás formuladas con respecto al asesino: El
maniático sediento de sangre humana, el devoto de la secta pagana que
practicaba el sacrificio humano, el matarife martirizado por el amor… todas
tenían que ceder el puesto al nuevo candidato…» [6]
De conformidad se pretendía, meses previos
al óbito de Chapman, un norteamericano visitó la facultad de medicina rogándole
al informante del juez que le procurase cierta cantidad de órganos, coincidentes
con los que posteriormente faltarían en el cadáver de Annie, y ofreció pagarle
veinte libras esterlinas a cambio de cada pieza anatómica. El extraño visitante
adujo ser un cirujano que estaba trabajando en un tratamiento para curar
trastornos femeninos.
Explicó que su intención radicaba en
conservar las muestras orgánicas en glicerina en vez de alcohol, manteniéndolas
así en estado flácido a fin de que arribaran intactas a los Estados Unidos. La
petición del misterioso seudo médico fue rechazada por los responsables de la
facultad de medicina, quienes le contaron la noticia al magistrado, e
igualmente por una segunda institución clínica.
El magistrado denunció el hecho de
inmediato ante Scotland Yard.
Hacía su súbita irrupción en este drama,
pues, un inédito y extravagante motivo: el criminal actuaba impelido por la
necesidad de obtener órganos humanos para su tráfico con fines clínicos y por
razones mercantiles.
Tan sórdida posibilidad traía
reminiscencias de los antiguos crímenes llevados
a cabo un siglo atrás por Burke y Hare, los profanadores de cadáveres, que
llegaron al extremo de asesinar para así aprovechar los cuerpos de sus
desgraciadas víctimas, cuyas partes trozaban y vendían en forma clandestina a
entidades médicas.
Se ha dicho que estos pérfidos criminales
configuraron un ominoso antecedente de Jack el Destripador, e igualmente se ha
sustentado que de haber cometido sus asesinatos en el Londres victoriano, de seguro
que William Burke y William Hare habrían sobrepasado la inmortal fama del
sobrevalorado Jack el Destripador. Sin embargo, Burke y Hare eran
norirlandeses, terrible pecado en el Imperio Británico de la época, cometieron
sus crímenes en Edimburgo, Escocia, y en vez de deshacerse de los cuerpos de
sus víctimas, no encontraron nada mejor que vendérselos a la Facultad de Medicina de la Universidad de
Edimburgo, donde un tercer personaje, el doctor Robert Knox, compraba
ansiosamente estos extraños cadáveres que cada día parecían más frescos para
sus concurridas clases de anatomía.
Retornando a las matanzas de Whitechapel,
lo cierto era, entonces, que en el correr de aquel lóbrego año 1888, el campo
para la morbosidad pública se hallaba adecuadamente fertilizado, en la medida
de que en el inconsciente colectivo de los británicos aún estaba fresco el recuerdo
de la truculenta historia de los traficantes de cuerpos, cuyas andanzas
bosquejamos líneas atrás.
La posibilidad de que se estuviera
repitiendo una sordidez similar captó de inmediato la atención de los
ciudadanos, y como se trataba de una historia demasiado jugosa para
desperdiciarla, los periódicos se abalanzaron ávidos sobre ella.
De tal suerte, por ejemplo, The Times en su editorial publicado
al día siguiente de saberse las confidencias relatadas durante la encuesta
judicial, conminaba a Scotland Yard a seguir con la mayor diligencia la pista
proporcionada por el magistrado, puesto que la esencia de la investigación se
fundaba, precisamente, en indicios que las autoridades no habían sido capaces
hasta entonces de detectar.
En virtud de esa razón –alegaba con énfasis
el editorialista– representaría una verdadera pena que dicha línea de búsqueda
también se malograse por culpa de la negligencia policial, como había
acontecido con otras pesquisas anteriores.
Polo opuesto del histrionismo exhibido por
el coroner Wynne Edwin Baxter, devendría la reservada actitud que adoptase el
doctor George Bagster Phillips.
Dr.George Bagster Phillips
Dr.George Bagster Phillips
Este profesional, quien fungió en calidad
de médico forense en la consiguiente autopsia, se mostró muy reticente a la
hora de declarar en la instrucción, y manifestó al jurado y al público su
opinión de que sería muy peligroso concederle difusión a la prueba proveniente
del informe clínico. Adujo que la revelación de tales pormenores, además de
estimular el morbo, pondría sobre aviso al criminal, y se mostró en contra de
que el homicidio de Annie Chapman se hubiese debido a un tráfico de órganos.
El magistrado presionó al forense a fin de
que soltara la información sin ahorrarse explicar los detalles desagradables
atinentes a las mutilaciones y a las eventuales extirpaciones de órganos. En
vista de la enérgica actitud desplegada por el jerarca, al cirujano no le quedó
otro remedio sino acceder, pero no sin antes requerir que el público fuera
retirado de la sala y sólo quedasen presentes el coroner, el procurador fiscal,
y los integrantes del jurado.
Resignado, el juez aceptó ese pedido y
ordenó que el salón del tribunal se vaciara de particulares, incluidos los
reporteros presentes. Pero este hecho determinó que el informe forense no
resultara adecuadamente difundido. Se trató de un acto de discreción y recato
que podía justificarse dentro del contexto de la pacata sociedad victoriana,
pero lo cierto fue que tal extremo dio pábulo a variadas suspicacias y
exageraciones. Nació, a raíz de este incidente, la hablilla de que el
perpetrador le había sustraído varios de sus órganos mayores al cadáver de
aquella desventurada fémina.
Sin duda, aquel cuerpo había padecido una
carnicería que abarcó la extracción de piezas anatómicas. Pero no se
comprendieron dentro de las mismas a los grandes órganos como el corazón, el
hígado, y los riñones; pese a que cierta prensa pretendió que esos órganos
también habían sido hurtados por el psicópata, impelido por una macabra
compulsión.
De hecho, el reporte de la autopsia
difundido más tarde por la revista médica The Lancet, dio cuenta de que
el abdomen había sido abierto por completo y que un sector de los intestinos
fue seccionado de su sostén mesentérico, extraído y colocado al costado del hombro
izquierdo del organismo yacente. Igualmente, destacó que de la región pélvica
resultaron seccionados el útero y los ovarios, y que se removieron porciones de
la vagina y de la vejiga. Un profundo corte inferido de izquierda a derecha en
el cuello de la occisa, completaba la lúgubre y sanguinaria tarea. La causa
provocadora del sincope cardíaco que la llevó a la muerte –de acuerdo estimó el
profesional forense actuante– estuvo determinada por una masiva pérdida de
sangre manada a través de esa herida inicial.
Por consecuencia, la hablilla no devenía
veraz en cuanto a la eliminación y robo de los grandes órganos constituídos por
el corazón, los riñones, y el hígado refería, pero lo cierto fue que ya a
partir del patético desenlace de “Annie La Morena ”, la prensa se apoderó del rumor y lo
desperdigó como si de un hecho irrefutable y confirmado se tratase: el asesino
de estas mujeres sustraía tales órganos.
Ese era el convencimiento que imbuía a
quienes leyendo los rotativos se nutrían con los escabrosos pormenores emanados
de estos trágicos sucesos. No obstante, el estropicio infligido a los cadáveres
no alcanzaba en la realidad cotas tan pronunciadas, en tanto –como quedó visto–
no le fueron extraídos grandes órganos a las víctimas, pues ni a Annie Chapman
ni a Polly Nichols se le ejercitaron tales extirpaciones anatómicas.
Y no habían sido tampoco quitadas vísceras
de clase alguna de las cavidades de Martha Tabram y de Emma Smith, a las cuales
los periódicos de la época propusieron como legítimas integrantes del elenco
mortuorio del Destripador. Las vidas de aquellas dos desdichadas fueron segadas
de manera diferente a como sucediera con las otras occisas. Aquí los desenlaces
se materializaron por medio de un acuchillamiento frenético en el caso de
Martha, y luego de una feroz paliza propinada a Emma.
De hecho, Catherine Eddowes constituyó la
primera difunta de aquella secuencia de crímenes que sufrió la extracción de
grandes órganos. Para justificar este cambio de acción, se ha especulado que,
al acometer su insana tarea, el depredador alteró sin razón aparente su
mortífero patrón, o bien que se está frente a la presencia de un nuevo
homicida, quien al practicar las sustracciones aspiró imitar un acto que
suponía ya había tenido cabida en los atentados precedentes.
Y que un matador en cadena mutase los
parámetros de conducta previamente desarrollados sin que para ello mediase un
motivo legítimo, no parece verosímil, si tomamos en cuenta lo que sabemos sobre
el comportamiento de modernos victimarios secuenciales, cuyas actividades
fueron objeto de paciente estudio a cargo de criminólogos.
De acuerdo con esta postura, el asesino
serial es repetitivo en la ritualidad de sus actos. Una vez adoptado un esquema
que le parece exitoso –en la medida de que pudo escapar impune tras perpetrar
su primera agresión– lo usual es que se atenga a esas pautas sin incursionar en
actos muy diversos a los cometidos en el inicial crimen de la secuencia.
Resulta usual que se vuelva más agresivo
durante el transcurso de ulteriores ataques, pero ese aumento de la violencia
no suele implicar cambios drásticos. Por ejemplo, si acostumbra acuchillar a
quienes agrede, puede que comience a inferirles mayor cantidad de puñaladas a
las siguientes víctimas, pero no llevará a cabo actos tan diversos como de
pronto extraerles órganos, decapitarlas, etc.
En
los primeros asesinatos habidos en el bajo Este de Londres (los ejecutados
contra Mary Ann Nichols, Annie Chapman
y, quizás también, en las muertes de Emma Smith y Martha Tabram), se
verificaron durante el desarrollo de la fase de agresión actos criminales
consistentes en acuchillar, degollar, practicar incisiones abdominales, abrir
en canal a las difuntas, e incluso –en ciertos casos– se llevó a cabo la
sustracción de algún órgano menor.
Al sobrevenir el homicidio de Kate Eddowes
tiene efecto un cambio conductual, en tanto se le sustrajeron a esa
desventurada uno o ambos riñones y, tal vez, algún otro órgano mayor. Pero la
moderna ciencia criminológica está de acuerdo en que caracteriza a un asesino
en serie organizado, el hecho de no encarnizarse con los cadáveres mientras
que, por el contrario, el homicida secuencial desorganizado ejercita una
profusa mutilación post mórtem.
Juez Edwin Baxter
|
Joseph Lawende
Y ello en la medida de que durante los primeros crímenes de la secuencia emprendida por Jack el Destripador, no se advertía ese tan intenso ensañamiento que se llegó a considerar como pauta definitoria o marca de fábrica de este criminal.
Vale significar, que en sus iniciales
avances el perpetrador en realidad casi no destripaba, sino que practicaba una
menguada o nula laceración a los cadáveres, extremo que –acorde opiniones de la
moderna ciencia criminológica– permitiría definirlo como “organizado”.
Recién una vez acaecido el homicidio de
Eddowes, donde medió la extracción de grandes órganos y la realización de
extensos cortes faciales, fue que se concretó una mayor rebanación post
mórtem, sello característico del accionar de un criminal serial
desorganizado.
Tomando en consideración este dato, deviene
sorprendente que un ultimador secuencial no sólo mute algunos detalles en la
ejecución de sus matanzas sino, sobre todo, que tales actos nuevos que añade lo
exilien del mencionado esquema de clasificación, pasando de ser un asesino de
perfil organizado a uno desorganizado, atento al inédito y abrupto ensañamiento
que comienza a practicar sobre los organismos diseccionados.
Por consiguiente, de atenernos al
precedente criterio que postula que un
homicida serial deviene incapaz de modificar los patrones fundamentales de su
conducta –lo cual comprende a los actos inmediatos ulteriores que inflige sobre
la víctima luego de ultimarla–, la extracción de grandes órganos del cadáver de
Kate podría justificarse por la irrupción en el teatro mortuorio de un nuevo
criminal imbuido de afán imitativo.
Un imitador mal informado por la prensa
acerca de cuáles actos sádicos infligía a sus presas el matador al cual
remedaba.
A su vez, esta infortunada fue vista en
compañía de un hombre, instantes previos a su asesinato, al menos por tres
testigos. Las declaraciones más firmes fueron las vertidas por Joseph Lawende,
quien le aportó a la policía minuciosos detalles sobre el aspecto del posible
responsable de ese crimen. Sin embargo, la descripción que Lawende formuló de
la fisonomía del posible ejecutor para nada concuerda con otras descripciones
de sujetos avistados con las demás víctimas en los momentos próximos a sus
muertes.
Refuerza también la posibilidad de que
Eddowes no fuera una víctima del Ripper, la circunstancia de que junto
con su deceso tuvo efecto otra circunstancia excepcional, a saber: la
enigmática pintada trazada con tiza en una pared interna de un edificio sito en
los números 108-119 de la calle Goulston, en cuyas cercanías se especuló que el
criminal arrojó deliberadamente, en el curso de su escape, un fragmento de
delantal impregnado con la sangre de aquella víctima.
A la confusión reinante se aunó el
histerismo fomentado por la prensa. Así sería que el 10 de setiembre de 1888
–es decir, veinte días previo a producirse el doble crimen que tuvo por
víctimas a Stride y Eddowes– The Times
hizo circular el rumor de que el ultimador de Mary Ann Nichols, Annie Chapman,
y las otras finadas cuyas muertes igualmente se le achacaban, había garrapateado
sobre una pared la frase “Mataré cinco más, llego a quince y me entrego”.
Algunos pretendieron que la consigna se dibujó usando sangre de la víctima, y
que el muro en cuestión era el del patio de la calle Hanbury donde eliminasen a
Annie “La Morena ”,
pero tal cosa no era cierta.
Atento a otra formulación semejante, esta
vez pregonada por el Daily Telegraph
también ese 10 de setiembre, el mismo mensaje no habría sido grabado en
una pared sino redactado sobre un trozo de papel que la policía recogió de la
calle.
En igual fecha, otro periódico –Pall Mall
Gazette– declaró que la historia era falsa. Pero ya era tarde para desmentidos
puesto que el comentario había echado a correr raudamente entre la población
británica. Este presunto mensaje no fue consignado en el escenario del
asesinato de Annie Chapman inferido el 8 de setiembre y su eventual procedencia
–y aún su veracidad– deviene extremadamente dudosa.
Sin embargo, lo que interesa enfatizar es
que por esas fechas se había ya instalado en la comunidad inglesa la idea de
que aquel fantasmal verdugo, quien por entonces mantenía en vilo a la opinión
pública, había adoptado la costumbre de redactar esos mensajes imprimiéndolos
sobre los muros de casas y edificios del distrito, donde se refería a los
homicidios ocasionados y anunciaba los que en breve planeaba emprender.
Los reporteros continuaron propalando el
rumor de que el perpetrador dejaba advertencias trazadas sobre las paredes del
distrito, al punto tal de que el 29 de setiembre de 1888 otro rotativo, el
Evening Times, anunció que Scotland Yard
había descubierto un comunicado escrito con tiza cuyo texto afirmaba: “Cinco
más y me entrego”. La amenaza iba acompañada de una caricatura en donde se
mostraba a un hombre apuntalando con su cuchillo a una mujer. A su turno, en
ese mismo día el matutino Eco confirmó la especie, añadiendo que la intrigante
pintada se había estampado en un muro localizado en la zona de Kingsland Road.
Parecería verosímil, atendiendo a este
contexto, que un criminal imitador pudiera haberse tomado en serio de estas
noticias sintiéndose inducido a actuar.
Resulta particularmente impactante el hecho
de que a menos de veinticuatro horas de cobrar estado público la idea de que el
homicida elaboraba esos graffitis, Catherine Eddowes fue victimada por un delincuente
que le arrancó su delantal y lo arrojó al pie de una pared, a modo de indicador
de la consigna allí grabada.
Aunque en estudios recientes se cuestiona
que la pintada impresa sobre el friso de la calle Goulston constituyese en
verdad obra del matador –en la medida de que el graffiti podía haberse dibujado
tiempo atrás y el delantal manchado con sangre pudo caer próximo a dicha pared
por mera casualidad– [7]
cabe pensar que la policía estimó que el anuncio era significativo y
configuraba una posible pista dejada adrede por el asesino, en virtud de la
persistente creencia de que aquél tenía la manía de plantar tales mensajes.
Otra notable diferencia apreciable entre el
homicidio de Kate Eddowes y los tres crímenes canónicos precedentes –Nichols,
Chapman y Stride– finca en que el rostro de la difunta resultó mutilado.
Los estudiosos del asunto suelen justificar
esa disparidad en la actitud observada por el criminal, esgrimiendo la opinión
de que los victimarios seriales se van tornando más audaces a medida que
avanzan en sus ataques, y que necesitan operar cada vez con mayor
encarnizamiento impelidos por un irrefrenable crescendo salvaje.
Pero: ¿Si esto no hubiese acontecido así en
el caso del Destripador? ¿Y si el asesino del East End no fue una única
persona, sino que los crímenes se debieron a la intervención de sucesivos
imitadores de los homicidios precedentes?
Si tal fuera la situación, el ultimador de
Kate por fuerza debió –en el acto de provocar mutilaciones faciales a esa
agredida– obrar remedando la conducta observada por otro homicida al cual la
gente consideraba como el verdadero causante de las muertes que se venían
sucediendo.
Otro
aspecto que torna a este salvaje crimen extrañamente diferente a otros
catalogados como clásicos asesinatos perpetrados por Jack el Destripador,
estriba en la descripción proporcionada por testigos respecto de la fisonomía
de las últimas personas vistas en compañía de la víctima, momentos antes de
operarse su luctuoso desenlace.
En la emergencia de Catherine, el
testimonio primordial lo rindió un emigrante húngaro de nombre Joseph Lawende.
A eso de la 1 y 35 de la madrugada del 30 setiembre, éste observó hablando con
Kate a un hombre en la entrada cubierta del Church Passage que conducía a la
plaza Mitre. Diez minutos después de ese avistamiento la mujer ya estaba
muerta. La descripción de este sospechoso en nada concuerda con las señas
aportadas por los testigos en los otros casos.
Por todo ello, la suposición de que en los
óbitos imputados a Jack el Destripador participaron en forma alternada diversos
asesinos imitadores u oportunistas, estaría respaldada por argumentos
interesantes e información muy concreta que no podría desestimarse a la ligera,
y tal creencia ha sido postulada por varios autores.
Está planteada la hipótesis extrema
esgrimida por Peter Turnbull, donde se sustenta que la totalidad de los decesos
atribuidos a la obra de un mismo perpetrador fueron, sin embargo, tarea de
diversos copycats, lo cual implica propugnar que nunca se trató genuinamente de
crímenes a cargo de un exclusivo homicida en serie; o sea, dicho en otras
palabras, Jack fue un asesino inexistente.
Se han presentado, asimismo, formulaciones
como la sugerida por Karyo Magaellan donde se exilia a Mary Jane Kelly del
listado tradicional de víctimas adjudicadas al Destripador y, asimismo, la propuesta por Dan Norden que
bucea en la posibilidad de que los dos últimos crímenes canónicos no
pertenecieran a la facturación del victimario iniciador de la secuencia
fatídica.
Similar a estas últimas posturas, no tan
drásticas en la negación de la existencia de Jack the Ripper, es aquella donde
se sugiere que otro de los homicidios presumiblemente indiscutidos –el de la
veterana prostituta de origen sueco Elizabeth Stride– se debió a la irrupción
en escena de un asesino oportunista e imitador que la habría ultimado
valiéndose del caos y de la histeria imperantes. Varios expertos han destacado
la posibilidad de que la mujer conocida por el apodo de “Long Liz” no fuera en
verdad una de las víctimas de aquella serie.
Como ejemplo de tal duda cabe mencionar a
Stewart Evans y Paul Gainey, autores que listan el capítulo séptimo de su
investigación “Jack the Ripper. First american serial killer” [8]
– “Jack el Destripador. Primer asesino serial americano”– con el interrogativo
título de “A double event? –“¿Un doble evento?”– para enfatizar así el
escepticismo que les merece la inclusión de aquella a quien tradicionalmente se
catalogó como la tercera víctima canónica en el elenco del verdugo victoriano.
Entre otras diferencias con las demás
muertes recalcan que aquí el fallecimiento de la mujer se produjo en una zona
iluminada y concurrida, cerca de la entrada de un club político donde se venía
desarrollando una animada sesión, extremo que contrasta con la búsqueda de
lugares oscuros y discretos por los que optó el célebre depredador para asestar
los otros fatídicos golpes.
También difería el tipo de cuchillo
empleado para segar la garganta de la occisa con el que fuera utilizado en las
demás oportunidades, así como el hecho de que no mediase estrangulación manual
previa. Y, por supuesto, no estaban presentes las mutilaciones y retiros de
órganos observables en el resto de las agresiones, pese a que no está
acreditado de modo fehaciente que el ultimador se hubiese visto interrumpido en
su faena. Lo cierto fue que los testigos deponentes no sorprendieron al asesino
in fraganti sino que, o bien describen un ataque precedente –a
empujones– contra la mujer, o bien se toparon con el cadáver cuando el culpable
ya había abandonado el teatro del crimen.
¿Realidad
o fantasía? O tal vez un poco de cada ingrediente. La historia de Jack the
Ripper considerado una multiplicidad de asesinos, y –por lo mismo– inexistente
como unidad, se presenta tan inverosímil como la hipótesis de que estamos
frente a un criminal que nunca existió, porque jamás hubo una secuencia de
crímenes cometidos por el mismo sujeto, sino que siempre se trató de homicidios
independientes causados por la vesánica y enfermiza ferocidad de sucesivos
imitadores.
No obstante, muchos
inquietantes hechos siguen sin encajar en forma debida y sin tener una
razonable explicación, según aquí hemos advertido.
[3] Turnbull,
Peter, The killer who never was, Editorial Clark y Lawrence, Londres,
Inglaterra, 1996.
[4] Magaellan, Karyo, By ear and eyes. The Whitechapel murders. Jack the Ripper and the murder of Mary Jane Kelly, Editorial Langshot Publishing, Londres, Inglaterra, 2005.
[5] Norden, Dan, Sin corazón. La prueba de Copycat Killer, Ripper Nottes, número 28, marzo 2008.
[6] Cullen, Tom, Otoño del terror, traducción de Miguel Giménez Salles, Ediciones Círculo de Lectores, Buenos Aires, Argentina, págs. 93 y 94.
EXELENTE ANALISIS ,TAL COMO NOS TIENE ACOSTUMBRADOS .QUE TENGA UN EXELENTE 2015 Y SIGAN LOS EXITOS Y RECONOCIMIENTO MERECIDO A SUS INVESTIGACIONES FELICIDADES MERCEDES
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