sábado, 20 de diciembre de 2014

Jack el Destripador nunca existió


              JACK THE RIPPER NUNCA EXISTIO:
    LA TEORIA DEL ASESINO INEXISTENTE







                                    Tres representaciones imaginarias del asesino anónimo


    «…El copycat o conducta de imitación criminal, es un efecto que se produce en el ámbito social, cuando ante la repercusión de un hecho policial, en los medios de comunicación masiva, comienza a imitarse repetidamente, por una o distintas personas, bien la motivación del hecho, bien la metodología empleada. Se trata de un fenómeno propio de la sociedad contemporánea…» [1]

    El fragmento arriba extractado pertenece a los prestigiosos criminólogos argentinos Raúl Torre y Daniel Silva, y representa una acertada definición en cuanto atañe al truculento y extraño fenómeno criminal de los asesinos por imitación, también conocidos como copycats –vocablo inglés que nomina a este tipo de matadores–; es decir, aquellos sujetos que victiman reproduciendo en sus ataques un modus operandi y un procedimiento ultimador empleado por otros perpetradores que ya alcanzaron triste, aunque persistente, publicidad gracias a la facturación de sus homicidios.
    Este anterior concepto –la búsqueda de fama propia aprovechando la ajena– reviste crucial trascendencia en virtud de que el delincuente imitador, por lo general, constituye un individuo con magra autoestima y deformada visión de sí mismo. De allí que su alterada psiquis lo compele a remedar las sangrientas hazañas protagonizadas por quienes adquirieron notoriedad con sus fechorías para, de tal suerte, impactar lo máximo posible en la sociedad valiéndose de los medios de comunicación masivos.
    Asimismo, lo estimula la creencia de que logrará escapar impune tras llevar a cabo sus atentados, en tanto supone que la comisión de aquellos se echará en la cuenta de los ocasionados por un trasgresor que la policía viene buscando, y de quien ya se ha diseñado un perfil psicológico, por lo cual barrunta que la atención de los pesquisantes recaerá sobre otros sospechosos, en vez de enfocarse hacia su persona.                               
    Aunque esa esperanza suele revelarse vana, igualmente conforma uno de los primordiales móviles que –de atento confesaran algunos copycats una vez fueran capturados– inducen y animan al homicida imitador a entrar en acción.
    La definición del fenómeno de la conducta delictiva inspirada en la imitación, que extrapolamos al comienzo de este capítulo, resulta apropiada para formarnos una idea básica en torno a la cuestión. No obstante, cabría poner en duda la última frase de la declaración, donde se afirma que se trata de una situación que opera solamente en nuestra sociedad contemporánea. Y esto último aún cuando no es discutible que el fenómeno del copycat alcanzó mayor difusión –y aparenta haberse acentuado de forma alarmante– en tiempos actuales. Pero no podría dejar de apuntarse que esta aberración criminal se viene verificando desde muy antigua data.
    Tanto es así que la imitación asesina podría haber jugado su preponderante rol ya durante los homicidios tradicionalmente asignados al viejo monstruo de la era victoriana, que pasó a la historia con el seudónimo delictivo de Jack the Ripper.
    Empero: ¿Es sostenible la hipótesis de que en el caso de Jack el Destripador hubiesen participado sucesivos criminales oportunistas? ¿Resulta creíble en verdad que se haya tratado de más de un ejecutor? ¿Podrían los victimarios no guardar relación alguna entre sí, desconociendo uno la identidad de otro y así sucesivamente?
    De haber acontecido tal extremo, el feroz maníaco en cuestión no habría, tal como lo conocemos o creemos conocerlo, existido jamás.
    La formulación, de apariencia disparatada, nos recuerda sin embargo que en la figura del anónimo y esquivo personaje confluyen tanto ingredientes de la realidad como de fábula y mitología. Acuden a nuestra mente las palabras escritas por Alan Moore en el segundo apéndice gráfico de su magnífico cómic “From Hell”:

    «…La parte más importante de cualquier asesinato es el terreno de la teoría, la fascinación y la histeria que genera. Una diáspora negra, nuestro entusiasmo siniestro e incansable. Cinco personas pobres asesinadas por un agresor anónimo. Esta realidad queda reducida por el amplio parque temático que desplegamos a su alrededor. La verdad es que lo importante nunca han sido los asesinatos, ni el asesino, ni sus víctimas. Sino nosotros. Nuestras mentes y cómo bailan. Jack refleja nuestras histerias. Es un receptáculo sin rostro de cada nuevo pánico social… Lo único que sabemos que es real es el complejo fantasma que proyectamos. El verdadero asesino ha desaparecido sin que nadie lo vea, y puede que ni siquiera estuviera ahí para empezar. Jamás hubo un Jack el Destripador…» [2]

    Aquel sujeto al cual se lo pondera como el ultimador serial por antonomasia, y que conforma el paradigma y el ineludible precedente de los modernos homicidas secuenciales, no habría ostentado nunca virtualidad propia sino que todo habría resultado una monumental fabricación a cargo del periodismo, la cual quedaría indeleblemente grabada en el inconsciente colectivo perdurando hasta nuestros días.
    Nos encontraríamos –literalmente hablando– frente a la situación de un asesino inexistente, en la medida de que jamás se habría tratado de un único perpetrador sino del accionar independiente, y mediante secuencias autónomas, de sucesivos criminales quienes fueron remedando en forma alternativa la metodología y la parafernalia utilizada por un antecesor.
   La conjetura –de acuerdo quedó dicho– parece no poseer seriedad alguna, pero insólitamente, devino planteada con mayor o menor asidero probatorio y desarrollo argumental, aunque siempre con curiosa insistencia. En particular, corresponde tener presente el ensayo formulado por el autor Peter Turnbull bajo el epígrafe de “El asesino que nunca existió”. [3]
De conformidad con esta sugerencia aquella atroz retahíla de mutilaciones se debió a la eclosión de una peculiar “epidemia” de victimarios imitadores fomentada por el histerismo generalizado que la prensa provocó sobre la población, al magnificar los hechos y poner a circular toda suerte de historias sensacionalistas, así como de nociones erradas en torno a la manera en que se concretaron esos asesinatos.
    Lo que dota de factibilidad a la hipótesis radica en que varios artículos de la época los reporteros habrían propalado en distintas ocasiones rumores falaces, así como datos equívocos, sobre ciertos aspectos del accionar fatal atribuido al desmembrador. Y ocurre que más de una vez salió la falsa información de que el asesino había mutilado de tal o cual manera a una mujer y, precisa e insólitamente, la nueva víctima presentaría las trazas de las heridas o amputaciones que en esa información mendaz se había descrito. ¿Casualidad o prueba de que esos crímenes fueron obra de imitadores?
    Aunque, lejos de adoptar la posición tan radical de que Jack el Destripador nunca existió, hay comentaristas que, luego de realizar minuciosos exámenes sopesando las pruebas forenses disponibles, concluyen en quitar a Mary “Fair Emma” Kelly del elenco de presas humanas tradicionalmente endilgado al matador victoriano.
    Paradójicamente, la occisa cuyo cadáver soportase las más extensas y horripilantes laceraciones no habría perecido a manos del mismo psicópata que venía asolando a las meretrices de la capital británica, sino que habría arribado a su espantoso desenlace debido a la irrupción de un verdugo oportunista e imitador; vale significar: un tempranero copycat de la era victoriana.
    Sin ingresar a la especulación que culpa de la muerte de esta mujer a su amante –Joseph Barnett–, lo cual nos proyectaría a la hipótesis que pretende que un asesino “enamorado” o “despechado” configuró el responsable de las fechorías, resulta válido tomar en cuenta suposiciones como la expuesta por el escritor Karyo Magaellan.
    Este investigador en su libro rotulado: “Por las orejas y los ojos. Los asesinatos de Whitechapel” [4] –cuyo subtítulo podría traducirse al castellano como “Jack el Destripador y el asesinato de Mary Jane Kelly” – proclama que la existencia de la desdichada Mary se vio tronchada por el puñal diestramente esgrimido de un victimario imitador u oportunista.
    A tales efectos, toma en consideración que la forma y la vastedad de las mutilaciones apreciables en su cadáver no condicen con la clase de actividad barbárica de la cual hiciera gala el ultimador de las otras mujeres al acometer las precedentes eliminaciones.
    Asimismo, se resalta la posición adoptada por el doctor Thomas Bond en sus notas referentes a la autopsia de esta extinta. Dicho profesional forense no percibió en el matador ninguna especial destreza ni conocimientos de anatomía humana. Empero, este parecer técnico chocó de lleno con los criterios manifestados en las restantes autopsias por los demás médicos forenses, los cuales fueron contestes en reconocerle al homicida estimable sapiencia clínica y notoria pericia a la hora de emprender las disecciones.
    El citado comentarista, a la par que elimina a Marie Jeannette Kelly de la lista fúnebre facturada por Jack y le achaca su óbito al accionar de un imitador, añade a la lista de presas cobradas por el Destripador a Alice “Pipa de arcilla” Mc Kenzie, prostituta violentamente eliminada el 17 de julio de 1889. A su vez, fustiga al memorandum escrito en 1894 por Sir Melville Macnaghten, proponiendo que ese documento devino muy imperfecto y se erigió en responsable de la propagación del “mito” de las cinco víctimas canónicas que habría incluido erróneamente a  Kelly como última asesinada de esta secuencia.
Otros especialistas igualmente han puesto de relieve extrañas situaciones acaecidas en los óbitos de Whitechapel que bien podrían ser explicadas merced a la participación de ultimadores oportunistas, y sostienen que tales matanzas de imitación alcanzaron a varias de las muertes atribuidas al degollador.
    En consonancia con ello se ha puntualizado: 

    «…se puede ver información que se publicó acerca de los crímenes que no era exacta. Si se trata de un nuevo asesinato cometido que contiene características que coinciden con los detalles de los que se informó ampliamente, pero en noticias falsas, entonces sabremos que algo extraordinario está aconteciendo. Esto es exactamente lo que parece haber sucedido con los crímenes de Jack el Destripador, en realidad hay bastantes inquietantes similitudes entre los errores que los periódicos locales publicaron acerca de determinado homicidio de Whitechapel y lo que realmente ocurrió en un asesinato posterior de la misma serie…» [5]

    Tales rarezas se habrían verificado no sólo una vez –lo cual sería cómodo imputar a una casualidad– sino en más de una emergencia, y la copia del dato falaz devendría tan alarmantemente exacta que desconcertó a los investigadores y avaló la creencia, en apariencia inverosímil, de que un criminal oportunista verdaderamente podría haber hecho su lúgubre debut en escena.
    Tomemos, a manera de ejemplo que, por error, tras el homicidio de Annie Chapman se dio vuelo a la hablilla de que habían sustraído un riñón y el hígado de esa mujer. Atento pretendía el cronista, el matador no se los había llevado consigo sino que éstos yacían al lado del cadáver. El artículo salió a luz el propio día de acontecido el crimen, y su esparcimiento se debió al influyente periódico Star. La misma versión sin fundamento fue propalada por el Woolford Times en su edición del 14 de setiembre y por el Londres Observer el 15 de igual mes.
    Las notas de prensa relacionaban de manera errónea, asimismo, que a la occisa le había sido extirpado el corazón. Ello no fue así esa vez, aunque sí está probado que la sustracción de dicho órgano efectivamente se concretó tras el bestial crimen contra Marie Jeannette Kelly.
    Este horrible dato, que antiguamente nada más pertenecía a la esfera de las leyendas urbanas, devino corroborado al conocerse el reporte de la autopsia del doctor Thomas Bond, cuyas notas recién fueron recuperadas en el año 1987.
    Corresponde explicar que los informes de los otros médicos forenses también actuantes, doctores George Bagster Phillips y Frederick Gordon Brown, continúan hasta el presente extraviados, siendo casi seguro que nunca aparecerán atento a que el edificio en donde tales documentos se guardaban fue bombardeado y destruido por la aviación alemana en 1940.
    Si quien mató a la joven y bella Mary Kelly no hubiese constituído el causante de la precedente cadena mortuoria sino que fuese un homicida imitador, quien tras destripar al cadáver arrancó y se llevó consigo el corazón de dicha fémina, podría –de conformidad aducen ciertos planteamientos– haber tomado por fuente de inspiración a los datos falaces pregonados en los periódicos sobre el supuesto robo de ese vital órgano en el anterior caso de Annie Chapman.
    Y no sólo en rotativos como los ya indicados se aireó la especie de que el verdugo de rameras había sustraído el corazón de la precitada extinta, sino que los anónimos redactores de correspondencia que pretendía provenir del culpable de las tropelías, se sumaron a la propagación de ese falso rumor.
    Entre tales mensajes cabe recordar el contenido en una intrigante tarjeta postal dirigida al Comisario de la Policía de la City londinense Mr. James Fraser. En beneficio de la autenticidad que cabría otorgar a dicho recaudo puede alegarse que no está suscrito con el tan manido mote “Jack the Ripper”, sino que en el extremo inferior del documento –y a guisa de firma– el emisor garrapateó toscamente el contorno de un puñal e imprimió sobre el flanco derecho de ese bosquejo la poco original expresión “My knife” – “Mi cuchillo” –.
    Este hecho se compadece con la circunstancia de que el alias “Jack el Destripador” recién emergió a la difusión pública tras el doble homicidio del 30 de setiembre de 1888, siendo la remisión de la carta en cuestión previa a aquella fecha.
    Debajo de las infantiles caricaturas el emisor se burlaba del Comisario diciéndole que podía preocuparse cuanto quisiera pero que él igualmente seguiría haciendo su “trabajo”, puesto que su intención era liquidar a diez mujeres más antes de terminar con el juego iniciado. «No soy un maníaco como usted dice. Soy condenadamente listo para usted», le advertía.
    La trascendencia de tal comunicación no parecería mucha si se atiende a que su tenor resulta incoherente, siendo palmario que se trata de la torpe broma ensayada por un ocioso, al igual que sucediera con la gran mayoría de las epístolas enviadas a la prensa y a las autoridades durante el frenético furor desatado a raíz de aquellos dramáticos acontecimientos.
    Pero lo que a nuestros fines interesa hacer notar finca en que en la zona superior de la tarjeta postal lucen estampadas unas ilustraciones extrañas, a saber: a la izquierda vemos la caricatura de un corazón, al medio el trazado de un redondel con forma de rostro a cuyo costado el redactor apuntó “Pobre Annie”. A la derecha de esa última anotación se visualiza el bosquejo de dos anillos, y a su vera luce la inscripción “Tengo a los que están en mi posesión, buena suerte”.
    Falta una esquina del matasellos impreso al sobre que protegía este recaudo y no es visible la fecha de su envío –por lo cual no se puede establecer la oportunidad exacta en que se produjo su remisión– pero el texto y los dibujos de la tarjeta postal sin duda conciernen a la muerte de Annie Chapman, de quien se sabía que su ultimador le quitó dos anillos baratos de latón que aquella portaba, y cuyo tironéo para quitarlos le produjo una abrasión en el dedo anular de su mano izquierda, según se hiciera constar en su autopsia.
    Y también –al menos de acuerdo pretende este comunicado– el asesino le sustrajo el corazón a la “pobre” Annie Chapman.
    Previo al homicidio de Ginger Kelly, aparte de la comunicación señalada, se divulgaron comentarios alusivos a la presunta práctica del criminal de extraer el corazón de sus víctimas. Tanto en el Lloyd´s Weekly Newspaper del día 30 de setiembre de 1888 como en el Daily Comercial  editado el 1 de octubre se aseguró –aludiendo al reciente deceso de Catherine Eddowes– que todos los órganos principales de la mujer victimada, incluyendo el corazón y los pulmones, fueron sustraídos del cadáver y colocados en torno a la cabeza y el cuello de aquella finada.
    Lo versión era cierta en el caso de los intestinos, pero no así de los otros órganos aludidos los cuales –de consuno lo acredita la autopsia– se mantuvieron intactos dentro del cuerpo. El periódico Freeman´s Journal añadía que la versión trasmitida la había recogido merced a reportes suministrados por la Asociación de la Prensa británica. Esto implica que dichos datos erróneos y sensacionalistas fueron incluidos y pregonados en otro circuito de documentos que llegaron a pertenecer al dominio general de la población.
    La última comunicación relativa a estos asuntos editada por los periódicos previamente al crimen de Miller´s Court se difundió por el Evening News del 29 de octubre de aquel año. Allí se aseveraba que el ultimador había escrito otro mensaje trazado con tiza sobre un muro de la calle Camplin previniendo:
    “Voy a cometer otro asesinato y enviaré el corazón”.
    Un día después, en publicaciones salidas en ese mismo rotativo y en la revista Police Illustrated News, se le adjudicó a la estación de policía del Álamo el mérito de informarles haber recibido un comunicado amenazante a cargo del presunto culpable, donde éste garantizaba:
    «Querido Jefe. Voy a realizar tres asesinatos. Dos mujeres y un niño, y voy a tomar esta vez sus corazones. Atentamente. Jack el Destripador.»
    Antes de dichas fechas, el importante periódico The Times, en su edición del 4 de octubre de 1888, puso en conocimiento el tenor de una carta mandada por un anónimo lector que firmó bajo el seudónimo de “Nemo”.
    En la misiva se proponía que las amputaciones que incluían la extracción de la nariz, las orejas, y órganos mayores como el corazón, delataban la presencia de métodos eliminadores utilizados en oriente por chinos y japoneses. El remitente prevenía acerca del riesgo de que un oriental u extranjero de similares características, de paso por Inglaterra, pudiese repetir sus fechorías destripando y hurtando el corazón de una nueva víctima.
    Analizando el contenido de esa misiva publicada en el espacio de “Cartas de los lectores”, ulteriores comentaristas ponderaron que el emisor de aquel mensaje simplemente había recogido una información fallida, repitiendo los datos falsos leídos en periódicos de fecha anterior. Sin embargo, otros periodistas fueron de la opinión de que la epístola realmente conformó una burla cuyo autor fue el auténtico homicida, y que allí éste se atrevía a adelantar pistas de sus futuras e inmediatas intenciones mortales.
Deviene muy posible que las menciones equivocadas sobre el hurto de órganos como el corazón, el riñón, y el hígado de Annie Chapman poseyera su génesis en los comentarios pronunciados por el juez de guardia. Wynne Baxter, al presidir la audiencia celebrada por el óbito de aquella víctima, refirió una historia según la cual a Chapman le propinaran una muerte tan monstruosa –que abarcó vastas mutilaciones– debido a un tráfico de vísceras humanas altamente codiciadas en ámbitos clínicos.


    La encuesta judicial instruida a raíz del asesinato de Annie tuvo mucha incidencia en la generación del sensacionalismo que iría rodeando a aquella sucesión de crímenes. La especie del tráfico de órganos como móvil de los homicidios fue recogida por los periódicos, y pronto se extendió al público cual un reguero de pólvora.
    De acuerdo se registrara en una muy dinámica descripción: 

    «… El juez de guardia Baxter, como buen actor, se reservó el “coup de théatre” hasta el final, cuando se refirió a los órganos mutilados… –Pero había un mercado para dichos órganos– continuó el juez de guardia haciendo una pausa para dar más énfasis dramático a sus palabras… La declaración del juez de guardia cayó como una bomba entre la Prensa. Si la teoría del juez de guardia era correcta, todas las demás formuladas con respecto al asesino: El maniático sediento de sangre humana, el devoto de la secta pagana que practicaba el sacrificio humano, el matarife martirizado por el amor… todas tenían que ceder el puesto al nuevo candidato…» [6]

    Baxter expuso que las autoridades de una de las más connotadas facultades de medicina británicas le habían llamado asegurándole disponer información de máximo interés para la causa judicial. El magistrado se dirigió a dicha institución donde el Vice Conservador del Museo Patológico lo puso al corriente de un espectacular relato.
    De conformidad se pretendía, meses previos al óbito de Chapman, un norteamericano visitó la facultad de medicina rogándole al informante del juez que le procurase cierta cantidad de órganos, coincidentes con los que posteriormente faltarían en el cadáver de Annie, y ofreció pagarle veinte libras esterlinas a cambio de cada pieza anatómica. El extraño visitante adujo ser un cirujano que estaba trabajando en un tratamiento para curar trastornos femeninos.
    Explicó que su intención radicaba en conservar las muestras orgánicas en glicerina en vez de alcohol, manteniéndolas así en estado flácido a fin de que arribaran intactas a los Estados Unidos. La petición del misterioso seudo médico fue rechazada por los responsables de la facultad de medicina, quienes le contaron la noticia al magistrado, e igualmente por una segunda institución clínica.
    El magistrado denunció el hecho de inmediato ante Scotland Yard.
    Hacía su súbita irrupción en este drama, pues, un inédito y extravagante motivo: el criminal actuaba impelido por la necesidad de obtener órganos humanos para su tráfico con fines clínicos y por razones mercantiles.
    Tan sórdida posibilidad traía reminiscencias de los antiguos crímenes llevados a cabo un siglo atrás por Burke y Hare, los profanadores de cadáveres, que llegaron al extremo de asesinar para así aprovechar los cuerpos de sus desgraciadas víctimas, cuyas partes trozaban y vendían en forma clandestina a entidades médicas.
    Se ha dicho que estos pérfidos criminales configuraron un ominoso antecedente de Jack el Destripador, e igualmente se ha sustentado que  de haber cometido sus asesinatos en el Londres victoriano, de seguro que William Burke y William Hare habrían sobrepasado la inmortal fama del sobrevalorado Jack el Destripador. Sin embargo, Burke y Hare eran norirlandeses, terrible pecado en el Imperio Británico de la época, cometieron sus crímenes en Edimburgo, Escocia, y en vez de deshacerse de los cuerpos de sus víctimas, no encontraron nada mejor que vendérselos a la Facultad de Medicina de la Universidad de Edimburgo, donde un tercer personaje, el doctor Robert Knox, compraba ansiosamente estos extraños cadáveres que cada día parecían más frescos para sus concurridas clases de anatomía.
    Retornando a las matanzas de Whitechapel, lo cierto era, entonces, que en el correr de aquel lóbrego año 1888, el campo para la morbosidad pública se hallaba adecuadamente fertilizado, en la medida de que en el inconsciente colectivo de los británicos aún estaba fresco el recuerdo de la truculenta historia de los traficantes de cuerpos, cuyas andanzas bosquejamos líneas atrás.
   La posibilidad de que se estuviera repitiendo una sordidez similar captó de inmediato la atención de los ciudadanos, y como se trataba de una historia demasiado jugosa para desperdiciarla, los periódicos se abalanzaron ávidos sobre ella.
    De tal suerte, por ejemplo, The Times en su editorial publicado al día siguiente de saberse las confidencias relatadas durante la encuesta judicial, conminaba a Scotland Yard a seguir con la mayor diligencia la pista proporcionada por el magistrado, puesto que la esencia de la investigación se fundaba, precisamente, en indicios que las autoridades no habían sido capaces hasta entonces de detectar.
    En virtud de esa razón –alegaba con énfasis el editorialista– representaría una verdadera pena que dicha línea de búsqueda también se malograse por culpa de la negligencia policial, como había acontecido con otras pesquisas anteriores.
    Polo opuesto del histrionismo exhibido por el coroner Wynne Edwin Baxter, devendría la reservada actitud que adoptase el doctor George Bagster Phillips.

                                               
                                                             Dr.George Bagster Phillips

    Este profesional, quien fungió en calidad de médico forense en la consiguiente autopsia, se mostró muy reticente a la hora de declarar en la instrucción, y manifestó al jurado y al público su opinión de que sería muy peligroso concederle difusión a la prueba proveniente del informe clínico. Adujo que la revelación de tales pormenores, además de estimular el morbo, pondría sobre aviso al criminal, y se mostró en contra de que el homicidio de Annie Chapman se hubiese debido a un tráfico de órganos.
    El magistrado presionó al forense a fin de que soltara la información sin ahorrarse explicar los detalles desagradables atinentes a las mutilaciones y a las eventuales extirpaciones de órganos. En vista de la enérgica actitud desplegada por el jerarca, al cirujano no le quedó otro remedio sino acceder, pero no sin antes requerir que el público fuera retirado de la sala y sólo quedasen presentes el coroner, el procurador fiscal, y los integrantes del jurado.
    Resignado, el juez aceptó ese pedido y ordenó que el salón del tribunal se vaciara de particulares, incluidos los reporteros presentes. Pero este hecho determinó que el informe forense no resultara adecuadamente difundido. Se trató de un acto de discreción y recato que podía justificarse dentro del contexto de la pacata sociedad victoriana, pero lo cierto fue que tal extremo dio pábulo a variadas suspicacias y exageraciones. Nació, a raíz de este incidente, la hablilla de que el perpetrador le había sustraído varios de sus órganos mayores al cadáver de aquella desventurada fémina.
    Sin duda, aquel cuerpo había padecido una carnicería que abarcó la extracción de piezas anatómicas. Pero no se comprendieron dentro de las mismas a los grandes órganos como el corazón, el hígado, y los riñones; pese a que cierta prensa pretendió que esos órganos también habían sido hurtados por el psicópata, impelido por una macabra compulsión.
    De hecho, el reporte de la autopsia difundido más tarde por la revista médica The Lancet, dio cuenta de que el abdomen había sido abierto por completo y que un sector de los intestinos fue seccionado de su sostén mesentérico, extraído y colocado al costado del hombro izquierdo del organismo yacente. Igualmente, destacó que de la región pélvica resultaron seccionados el útero y los ovarios, y que se removieron porciones de la vagina y de la vejiga. Un profundo corte inferido de izquierda a derecha en el cuello de la occisa, completaba la lúgubre y sanguinaria tarea. La causa provocadora del sincope cardíaco que la llevó a la muerte –de acuerdo estimó el profesional forense actuante– estuvo determinada por una masiva pérdida de sangre manada a través de esa herida inicial.
    Por consecuencia, la hablilla no devenía veraz en cuanto a la eliminación y robo de los grandes órganos constituídos por el corazón, los riñones, y el hígado refería, pero lo cierto fue que ya a partir del patético desenlace de “Annie La Morena”, la prensa se apoderó del rumor y lo desperdigó como si de un hecho irrefutable y confirmado se tratase: el asesino de estas mujeres sustraía tales órganos.
    Ese era el convencimiento que imbuía a quienes leyendo los rotativos se nutrían con los escabrosos pormenores emanados de estos trágicos sucesos. No obstante, el estropicio infligido a los cadáveres no alcanzaba en la realidad cotas tan pronunciadas, en tanto –como quedó visto– no le fueron extraídos grandes órganos a las víctimas, pues ni a Annie Chapman ni a Polly Nichols se le ejercitaron tales extirpaciones anatómicas.
    Y no habían sido tampoco quitadas vísceras de clase alguna de las cavidades de Martha Tabram y de Emma Smith, a las cuales los periódicos de la época propusieron como legítimas integrantes del elenco mortuorio del Destripador. Las vidas de aquellas dos desdichadas fueron segadas de manera diferente a como sucediera con las otras occisas. Aquí los desenlaces se materializaron por medio de un acuchillamiento frenético en el caso de Martha, y luego de una feroz paliza propinada a Emma.
    De hecho, Catherine Eddowes constituyó la primera difunta de aquella secuencia de crímenes que sufrió la extracción de grandes órganos. Para justificar este cambio de acción, se ha especulado que, al acometer su insana tarea, el depredador alteró sin razón aparente su mortífero patrón, o bien que se está frente a la presencia de un nuevo homicida, quien al practicar las sustracciones aspiró imitar un acto que suponía ya había tenido cabida en los atentados precedentes.
    Y que un matador en cadena mutase los parámetros de conducta previamente desarrollados sin que para ello mediase un motivo legítimo, no parece verosímil, si tomamos en cuenta lo que sabemos sobre el comportamiento de modernos victimarios secuenciales, cuyas actividades fueron objeto de paciente estudio a cargo de criminólogos.
    De acuerdo con esta postura, el asesino serial es repetitivo en la ritualidad de sus actos. Una vez adoptado un esquema que le parece exitoso –en la medida de que pudo escapar impune tras perpetrar su primera agresión– lo usual es que se atenga a esas pautas sin incursionar en actos muy diversos a los cometidos en el inicial crimen de la secuencia.
    Resulta usual que se vuelva más agresivo durante el transcurso de ulteriores ataques, pero ese aumento de la violencia no suele implicar cambios drásticos. Por ejemplo, si acostumbra acuchillar a quienes agrede, puede que comience a inferirles mayor cantidad de puñaladas a las siguientes víctimas, pero no llevará a cabo actos tan diversos como de pronto extraerles órganos, decapitarlas, etc.
En los primeros asesinatos habidos en el bajo Este de Londres (los ejecutados contra  Mary Ann Nichols, Annie Chapman y, quizás también, en las muertes de Emma Smith y Martha Tabram), se verificaron durante el desarrollo de la fase de agresión actos criminales consistentes en acuchillar, degollar, practicar incisiones abdominales, abrir en canal a las difuntas, e incluso –en ciertos casos– se llevó a cabo la sustracción de algún órgano menor.
    Al sobrevenir el homicidio de Kate Eddowes tiene efecto un cambio conductual, en tanto se le sustrajeron a esa desventurada uno o ambos riñones y, tal vez, algún otro órgano mayor. Pero la moderna ciencia criminológica está de acuerdo en que caracteriza a un asesino en serie organizado, el hecho de no encarnizarse con los cadáveres mientras que, por el contrario, el homicida secuencial desorganizado ejercita una profusa mutilación post mórtem.



Juez Edwin Baxter


         Joseph Lawende   
                                         
                             
    Y ello en la medida de que durante los primeros crímenes de la secuencia emprendida por Jack el Destripador, no se advertía ese tan intenso ensañamiento que se llegó a considerar como pauta definitoria o marca de fábrica de este criminal.
    Vale significar, que en sus iniciales avances el perpetrador en realidad casi no destripaba, sino que practicaba una menguada o nula laceración a los cadáveres, extremo que –acorde opiniones de la moderna ciencia criminológica– permitiría definirlo como “organizado”.
    Recién una vez acaecido el homicidio de Eddowes, donde medió la extracción de grandes órganos y la realización de extensos cortes faciales, fue que se concretó una mayor rebanación post mórtem, sello característico del accionar de un criminal serial desorganizado.
    Tomando en consideración este dato, deviene sorprendente que un ultimador secuencial no sólo mute algunos detalles en la ejecución de sus matanzas sino, sobre todo, que tales actos nuevos que añade lo exilien del mencionado esquema de clasificación, pasando de ser un asesino de perfil organizado a uno desorganizado, atento al inédito y abrupto ensañamiento que comienza a practicar sobre los organismos diseccionados.
    Por consiguiente, de atenernos al precedente criterio que  postula que un homicida serial deviene incapaz de modificar los patrones fundamentales de su conducta –lo cual comprende a los actos inmediatos ulteriores que inflige sobre la víctima luego de ultimarla–, la extracción de grandes órganos del cadáver de Kate podría justificarse por la irrupción en el teatro mortuorio de un nuevo criminal imbuido de afán imitativo.
    Un imitador mal informado por la prensa acerca de cuáles actos sádicos infligía a sus presas el matador al cual remedaba.
    A su vez, esta infortunada fue vista en compañía de un hombre, instantes previos a su asesinato, al menos por tres testigos. Las declaraciones más firmes fueron las vertidas por Joseph Lawende, quien le aportó a la policía minuciosos detalles sobre el aspecto del posible responsable de ese crimen. Sin embargo, la descripción que Lawende formuló de la fisonomía del posible ejecutor para nada concuerda con otras descripciones de sujetos avistados con las demás víctimas en los momentos próximos a sus muertes.
    Refuerza también la posibilidad de que Eddowes no fuera una víctima del Ripper, la circunstancia de que junto con su deceso tuvo efecto otra circunstancia excepcional, a saber: la enigmática pintada trazada con tiza en una pared interna de un edificio sito en los números 108-119 de la calle Goulston, en cuyas cercanías se especuló que el criminal arrojó deliberadamente, en el curso de su escape, un fragmento de delantal impregnado con la sangre de aquella víctima.
    A la confusión reinante se aunó el histerismo fomentado por la prensa. Así sería que el 10 de setiembre de 1888 –es decir, veinte días previo a producirse el doble crimen que tuvo por víctimas a Stride y  Eddowes– The Times hizo circular el rumor de que el ultimador de Mary Ann Nichols, Annie Chapman, y las otras finadas cuyas muertes igualmente se le achacaban, había garrapateado sobre una pared la frase “Mataré cinco más, llego a quince y me entrego”. Algunos pretendieron que la consigna se dibujó usando sangre de la víctima, y que el muro en cuestión era el del patio de la calle Hanbury donde eliminasen a Annie “La Morena”, pero tal cosa no era cierta.
    Atento a otra formulación semejante, esta vez pregonada por el Daily Telegraph  también ese 10 de setiembre, el mismo mensaje no habría sido grabado en una pared sino redactado sobre un trozo de papel que la policía recogió de la calle.
    En igual fecha, otro periódico –Pall Mall Gazette– declaró que la historia era falsa. Pero ya era tarde para desmentidos puesto que el comentario había echado a correr raudamente entre la población británica. Este presunto mensaje no fue consignado en el escenario del asesinato de Annie Chapman inferido el 8 de setiembre y su eventual procedencia –y aún su veracidad– deviene extremadamente dudosa.
    Sin embargo, lo que interesa enfatizar es que por esas fechas se había ya instalado en la comunidad inglesa la idea de que aquel fantasmal verdugo, quien por entonces mantenía en vilo a la opinión pública, había adoptado la costumbre de redactar esos mensajes imprimiéndolos sobre los muros de casas y edificios del distrito, donde se refería a los homicidios ocasionados y anunciaba los que en breve planeaba emprender.
    Los reporteros continuaron propalando el rumor de que el perpetrador dejaba advertencias trazadas sobre las paredes del distrito, al punto tal de que el 29 de setiembre de 1888 otro rotativo, el Evening Times, anunció que Scotland Yard  había descubierto un comunicado escrito con tiza cuyo texto afirmaba: “Cinco más y me entrego”. La amenaza iba acompañada de una caricatura en donde se mostraba a un hombre apuntalando con su cuchillo a una mujer. A su turno, en ese mismo día el matutino Eco confirmó la especie, añadiendo que la intrigante pintada se había estampado en un muro localizado en la zona de Kingsland Road.
    Parecería verosímil, atendiendo a este contexto, que un criminal imitador pudiera haberse tomado en serio de estas noticias sintiéndose inducido a actuar.
    Resulta particularmente impactante el hecho de que a menos de veinticuatro horas de cobrar estado público la idea de que el homicida elaboraba esos graffitis, Catherine Eddowes fue victimada por un delincuente que le arrancó su delantal y lo arrojó al pie de una pared, a modo de indicador de la consigna allí grabada.
    Aunque en estudios recientes se cuestiona que la pintada impresa sobre el friso de la calle Goulston constituyese en verdad obra del matador –en la medida de que el graffiti podía haberse dibujado tiempo atrás y el delantal manchado con sangre pudo caer próximo a dicha pared por mera casualidad– [7] cabe pensar que la policía estimó que el anuncio era significativo y configuraba una posible pista dejada adrede por el asesino, en virtud de la persistente creencia de que aquél tenía la manía de plantar tales mensajes.
    Otra notable diferencia apreciable entre el homicidio de Kate Eddowes y los tres crímenes canónicos precedentes –Nichols, Chapman y Stride– finca en que el rostro de la difunta resultó mutilado.
    Los estudiosos del asunto suelen justificar esa disparidad en la actitud observada por el criminal, esgrimiendo la opinión de que los victimarios seriales se van tornando más audaces a medida que avanzan en sus ataques, y que necesitan operar cada vez con mayor encarnizamiento impelidos por un irrefrenable crescendo salvaje.
    Pero: ¿Si esto no hubiese acontecido así en el caso del Destripador? ¿Y si el asesino del East End no fue una única persona, sino que los crímenes se debieron a la intervención de sucesivos imitadores de los homicidios precedentes?
    Si tal fuera la situación, el ultimador de Kate por fuerza debió –en el acto de provocar mutilaciones faciales a esa agredida– obrar remedando la conducta observada por otro homicida al cual la gente consideraba como el verdadero causante de las muertes que se venían sucediendo.
Otro aspecto que torna a este salvaje crimen extrañamente diferente a otros catalogados como clásicos asesinatos perpetrados por Jack el Destripador, estriba en la descripción proporcionada por testigos respecto de la fisonomía de las últimas personas vistas en compañía de la víctima, momentos antes de operarse su luctuoso desenlace.
    En la emergencia de Catherine, el testimonio primordial lo rindió un emigrante húngaro de nombre Joseph Lawende. A eso de la 1 y 35 de la madrugada del 30 setiembre, éste observó hablando con Kate a un hombre en la entrada cubierta del Church Passage que conducía a la plaza Mitre. Diez minutos después de ese avistamiento la mujer ya estaba muerta. La descripción de este sospechoso en nada concuerda con las señas aportadas por los testigos en los otros casos.
    Por todo ello, la suposición de que en los óbitos imputados a Jack el Destripador participaron en forma alternada diversos asesinos imitadores u oportunistas, estaría respaldada por argumentos interesantes e información muy concreta que no podría desestimarse a la ligera, y tal creencia ha sido postulada por varios autores.
    Está planteada la hipótesis extrema esgrimida por Peter Turnbull, donde se sustenta que la totalidad de los decesos atribuidos a la obra de un mismo perpetrador fueron, sin embargo, tarea de diversos copycats, lo cual implica propugnar que nunca se trató genuinamente de crímenes a cargo de un exclusivo homicida en serie; o sea, dicho en otras palabras, Jack fue un asesino inexistente.
    Se han presentado, asimismo, formulaciones como la sugerida por Karyo Magaellan donde se exilia a Mary Jane Kelly del listado tradicional de víctimas adjudicadas al Destripador  y, asimismo, la propuesta por Dan Norden que bucea en la posibilidad de que los dos últimos crímenes canónicos no pertenecieran a la facturación del victimario iniciador de la secuencia fatídica.
    Similar a estas últimas posturas, no tan drásticas en la negación de la existencia de Jack the Ripper, es aquella donde se sugiere que otro de los homicidios presumiblemente indiscutidos –el de la veterana prostituta de origen sueco Elizabeth Stride– se debió a la irrupción en escena de un asesino oportunista e imitador que la habría ultimado valiéndose del caos y de la histeria imperantes. Varios expertos han destacado la posibilidad de que la mujer conocida por el apodo de “Long Liz” no fuera en verdad una de las víctimas de aquella serie.
    Como ejemplo de tal duda cabe mencionar a Stewart Evans y Paul Gainey, autores que listan el capítulo séptimo de su investigación “Jack the Ripper. First american serial killer” [8] – “Jack el Destripador. Primer asesino serial americano”– con el interrogativo título de “A double event? –“¿Un doble evento?”– para enfatizar así el escepticismo que les merece la inclusión de aquella a quien tradicionalmente se catalogó como la tercera víctima canónica en el elenco del verdugo victoriano.
    Entre otras diferencias con las demás muertes recalcan que aquí el fallecimiento de la mujer se produjo en una zona iluminada y concurrida, cerca de la entrada de un club político donde se venía desarrollando una animada sesión, extremo que contrasta con la búsqueda de lugares oscuros y discretos por los que optó el célebre depredador para asestar los otros fatídicos golpes.
    También difería el tipo de cuchillo empleado para segar la garganta de la occisa con el que fuera utilizado en las demás oportunidades, así como el hecho de que no mediase estrangulación manual previa. Y, por supuesto, no estaban presentes las mutilaciones y retiros de órganos observables en el resto de las agresiones, pese a que no está acreditado de modo fehaciente que el ultimador se hubiese visto interrumpido en su faena. Lo cierto fue que los testigos deponentes no sorprendieron al asesino in fraganti sino que, o bien describen un ataque precedente –a empujones– contra la mujer, o bien se toparon con el cadáver cuando el culpable ya había abandonado el teatro del crimen.
¿Realidad o fantasía? O tal vez un poco de cada ingrediente. La historia de Jack the Ripper considerado una multiplicidad de asesinos, y –por lo mismo– inexistente como unidad, se presenta tan inverosímil como la hipótesis de que estamos frente a un criminal que nunca existió, porque jamás hubo una secuencia de crímenes cometidos por el mismo sujeto, sino que siempre se trató de homicidios independientes causados por la vesánica y enfermiza ferocidad de sucesivos imitadores.
    No obstante, muchos inquietantes hechos siguen sin encajar en forma debida y sin tener una razonable explicación, según aquí hemos advertido. 



   Referencias: 


[1] Perfiles criminales, pág. 289.
[2] From Hell, texto de viñetas de págs. 618 y 619.
[3] Turnbull, Peter, The killer who never was, Editorial Clark y Lawrence, Londres, Inglaterra, 1996.
[4] Magaellan, Karyo, By  ear  and  eyes. The Whitechapel murders. Jack the Ripper and the murder of Mary Jane Kelly, Editorial Langshot Publishing, Londres, Inglaterra, 2005.
[5] Norden, Dan, Sin corazón. La prueba de Copycat Killer, Ripper Nottes, número 28, marzo 2008.
[6] Cullen, Tom, Otoño del terror, traducción de Miguel Giménez Salles, Ediciones Círculo de Lectores, Buenos Aires, Argentina, págs. 93 y 94.
[7] Evans, Stewart y Skinner, Keith, Jack el Destripador. Cartas desde el infierno, traducción de María Teresa de Cuadra, Ediciones Jaguar, Madrid, España, 2003, pág. 208.
[8] Jack the Ripper. First american serial killer, capítulo 7, págs. 76 a 95.



1 comentario:

  1. EXELENTE ANALISIS ,TAL COMO NOS TIENE ACOSTUMBRADOS .QUE TENGA UN EXELENTE 2015 Y SIGAN LOS EXITOS Y RECONOCIMIENTO MERECIDO A SUS INVESTIGACIONES FELICIDADES MERCEDES

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Gracias por comunicarse con Gabriel Pombo.