EL ALIENISTA QUE PERSIGUIO A JACK EL DESTRIPADOR
El insigne psiquiatra
Lyttleton Forbes Winslow
Winslow según un dibujo de 1910
¿Qué movía
al Destripador a actuar? ¿Quizás lo embargaba una manía homicida fundada en
religiosidad enfermiza, o la influencia de fuerzas naturales aún más
irrefrenables?
Le correspondería al doctor Lyttleton
Stewart Forbes Winslow, un reputado neurólogo o «alienista» –expresión mediante la cual se
designaba en la era eduardiana a tales profesionales de la medicina– postular
la hipótesis de la influencia lunar como causa motora de la masacre del
desventrador londinense. Este médico era un especialista en afecciones mentales
procedente de una antigua prosapia de galenos, al cual las matanzas victorianas
afectaron en grado sumo y que, una vez puesto a meditar cómo resolver el
enigma, se formó una rápida idea de cuál podría ser la más probable personalidad
del culpable de aquellas salvajadas.
Dejándose persuadir por la sugerencia que
le formuló un colega, el doctor se puso en contacto con las autoridades
policiales y, tiempo más tarde, proporcionó una extensa entrevista a un
rotativo vespertino que cubría los sucesos. El profesional pretendía que si las
fuerzas del orden seguían fielmente sus indicaciones, serían capaces de
arrestar al responsable en un término inferior a las dos semanas.
El primer consejo del psiquiatra fincó en
que debía colocarse por todo el territorio inglés y, más aún, en la zona
aledaña a los crímenes, a un grupo de policías disfrazados de mujeres, portando
armas adecuadas bajo las vestimentas femeninas. De acuerdo explicaba, los
guardias de los manicomios conformaban los candidatos más idóneos para conducir
a buen puerto esa arriesgada misión, merced a su entrenamiento específico y a
su conocimiento de la manera en que funcionan los cerebros enfermos. Los enfermeros,
y el restante personal médico especializado en orates, representaban las
personas más adecuadas para atraparlo, pues sabrían detectar las claves que
animaban a tan peligroso lunático.
Otra sugerencia que dio a Scotland Yard
fue que debían ponerse en comunicación con los hospitales y asilos
psiquiátricos de Londres, y luego confeccionar una pormenorizada lista
abarcando a los internos que se hubiesen escapado, o a los cuales se diera de
alta por haber mejorado –en apariencia– su estado mental. La persona que
eliminó a Annie Chapman y a las otras posibles víctimas –según barruntaba– era
un desequilibrado a quien por un desafortunado error se lo había dejado en
libertad, pertenecía a la clase alta y residía en el West End, llevando una
doble existencia al modo del dual personaje de doctor Jekyll y mister Hyde –adaptación teatral de la ficción
creada por Robert Louis Stevenson, que por aquellos días se escenificaba, bajo
la aclamación del público y de la crítica, en el Liceum Theatre de Londres–.
A su vez, dedujo que los asesinatos los
llevaba a término el criminal tras padecer violentos ataques de epilepsia,
motivo por el cual posteriormente no podía recordar sus actos.
Tiempo después, el alienista perfeccionó su
hipótesis hasta llegar a propugnar la denominada «teoría de la locura lunar». Trazó un contorno
psicológico del escurridizo delincuente, caracterizándolo como un criminal
monomaníaco poseído por fundamentalismos religiosos extremistas, persuadido de
tener un ineludible destino para cumplir en este planeta. Siguiendo sus
desviadas creencias, el ejecutor había escogido a los componentes de cierto
grupo social –en este caso meretrices– para descargar allí su implacable
venganza.
El connotado facultativo cifraba cuarenta
y cuatro años en la época de los crímenes, y ya se había hecho notar en virtud
de sus intervenciones frente al poder judicial inglés cuando depusiera en
calidad de experto forense en varios juicios penales. Proporcionó sus servicios
profesionales en resonantes procesos de aquellos tiempos como, por ejemplo, el
instruido a raíz de la muerte por envenenamiento de Charles Bravo en 1876,
donde se acusó a la esposa del difunto. La viuda terminó siendo exculpada de
los cargos merced al testimonio pericial de Forbes Winslow. Una curiosidad
radicó en que con el dictamen de nuestro alienista coincidió en los estrados
otro personaje conectado a la historia de Jack el Destripador –y sospechoso de
haber sido aquél, de acuerdo postulan ciertas conjeturas–, a saber: el reputado
cirujano de la casa imperial Sir William Withey Gull.
Sus
criterios técnicos, por lo común, favorecieron a la defensa de los acusados.
Así sucedería, por caso, en la situación de Amelia Dyer imputada de ahogar a
sus propios bebés en 1896. Seis años antes había pronunciado su opinión
científica en la causa contra la asesina Mary Eleanor Pearcey –a quien algunos
autores sugerirían como la versión femenina de Jack the Ripper–. A posteriori,
abogó en beneficio de la inocencia de Florence Chandler, cónyuge de James
Maybrick, el acaudalado industrial de Liverpool al cual se sindicó de ser
culpable de las matanzas victorianas en un muy dudoso diario personal salido a
luz a más de cien años de su óbito.
Aunque resultaba altamente respetado por
su brillantez académica, tan polémico era el doctor Winslow en razón de sus
pareceres forenses que James Berry, el funcionario que fungiera en el cargo de
verdugo oficial de Gran Bretaña durante el período de 1884 a 1892, en una
audiencia, se quejaría: «¡Ud. siempre tiene algo que
objetar!».
Nuestro
especialista confió sus elucubraciones en una obra muy ulterior a estos
luctuosos hechos, que se publicó en el año 1910 bajo el epígrafe de Recuerdos de cuarenta años; así como en
diversas notas que aportó a los periódicos en cartas remitidas a éstos, y en
reportajes. Entre otros aspectos, el experto hizo hincapié en la comprobada
ocurrencia de un curioso fenómeno celestial: durante los cinco asesinatos
clásicos de Jack el Destripador, nuestro satélite se encontraba cursando
su fase de luna nueva, o bien su secuencia de cuarto menguante. Surgiría, de
tal suerte, la que diese en tildarse «teoría de la locura lunar»,
propuesta como explicación de las muertes con mutilación victorianas.
En
algunos de los atentados fatales la configuración adoptada por los astros
devino particularmente ominosa. Tal el caso del 7 de setiembre del año de los
asesinatos, en la víspera de la muerte de Annie Chapman, donde los planetas
Venus y Mercurio estuvieron en conjunción con la Luna, de consuno corrobora el
Wíaker´s Almanach de 1888.
Tales llamativas casualidades dieron vuelo
a la conjetura de la pérfida influencia lunar sobre la mente desequilibrada del
agresor. El desorden cerebral que aquejaba al responsable llegó a ser tan
devastador que –según el médico– andando el tiempo, al ser capturado, se dispuso
su reclusión a perpetuidad en un manicomio.
En declaraciones vertidas para el periódico
The New York Times el 1º de setiembre de 1895, en Nueva York, Estados Unidos,
durante su asistencia al congreso médico legal de agosto y setiembre de aquel año,
el galeno informó que Jack el Destripador era un estudiante de medicina de
respetable familia, complexión delgada,
tez y cabellos claros, y ojos azules; su exterior lucía irreprochable y
estudiaba muy intensamente.
El alienista proseguía la descripción de
su sospechoso explicando que el endeble raciocinio de aquél se fue derrumbando,
y el único sostén que le quedó fue su fanatismo religioso. Propuso que el
hombre asistía puntualmente a los oficios matinales de la catedral San Pablo.
Su fervor místico se traducía en una afiebrada compulsión que lo llevó a
ensañarse con las damas de vida alegre, a quienes buscaba exterminar
obedeciendo un programa de moralización y saneamiento social auto impuesto.
Winslow abundó señalando que el
desequilibrado estudiante se afincaba en la residencia de huéspedes de una
persona a la cual él conocía. Este informante le participó de sus temores
sobrevenidos a raíz del comportamiento desusado que observaba su inquilino. Al
parecer, el ocupante retornaba al hogar a horas impropias de la noche luego de
prolongadas e inexplicables ausencias; y en sus abrigos y sombreros se
advertían rastros sanguinolentos.
El dato inicial de esa historia lo habría
obtenido el psiquiatra metido a detective en julio de 1889, por conducto de una
meretriz que le comunicó sus sospechas acerca de un hombre que la había
abordado en la calle Worship, Finsbury. La mujer rechazó los avances al
advertir un comportamiento extraño en el sujeto, cuyas manos –que aquél
nerviosamente trataba de ocultarle– le dieron la impresión de que presentaban
trazas de sangre. Tan fuera de lugar le pareció a la muchacha la conducta
exhibida por su repelido galán que –sin que el mismo se percatase– siguió
sigilosamente sus pasos hasta verlo ingresar al patio de una finca de
inquilinato, donde se limpió las secuelas hemáticas.
Este incidente concordó con la fecha del
homicidio de Alice McKenzie, prostituta
a la cual se reputó como una eventual presa cobrada por el Destripador. Quiso
la casualidad que el inquisitivo galeno tenía amistad con el propietario de esa
pensión. Este último admitió que uno de sus arrendatarios cuadraba con la
descripción aportada, aunque previno que ese hombre ya no moraba allí, sino que
se había retirado precipitadamente.
El arrendador contó al psiquiatra que por
abril de 1888, y en respuesta a un anuncio de alquiler, se le había personado
un caballero de correcta apariencia, quien le rentó una de sus habitaciones más
amplias en la cual montó un estudio. El inquilino le comentó que se albergaría
allí durante seis meses o más, pues la envergadura de sus negocios así lo
requería.
Con el correr de los días, el dueño del
inquilinato y su esposa notaron que su huésped cambiaba de ropa con excesiva
frecuencia; como mínimo tres o cuatro veces cada jornada. A su vez, aquel
hombre se acostaba muy tarde, y cuando retornaba lo hacía siempre en silencio,
calzando unas botas con suela de goma que amortiguaban el ruido de sus pisadas.
De igual forma, se percataron que cuando utilizaba zapatos portaba encima de
los mismos unos chanclos de caucho de los cuales guardaba tres pares en su
habitación logrando, de tal suerte, obtener un análogo efecto silenciador.
En la mañana del 7 de agosto de 1888
–cuando tuvo cabida el asesinato de Martha Tabram– el casero permaneció en vela
hasta elevadas horas de la noche aguardando el regreso de su esposa, quien
había ido a visitar a su madre al campo. En torno a la hora 4 de esa madrugada
vio venir a su huésped que parecía muy nervioso, demacrado, y con sus ropas
–habitualmente impecables– sucias y maltrechas. Éste le contó que dos rufianes
lo asaltaron en la zona de Bishopsgate quitándole un reloj de oro, y que se
había demorado al formular la denuncia ante la policía. Ese dato ulteriormente
se corroboró que era falso.
Una
vez que al día entrante la sirvienta ingresó para arreglar el cuarto del
inquilino, encontró a la habitación sumida en completo desorden. Encima de la
cama se visualizaba una gran mancha de sangre, y colgada en el baño se iba
secando lentamente una camisa blanca con sus puños recientemente lavados. Meses
más tarde, el arrendatario avisó que se marchaba a Canadá por motivos
profesionales. Se trataba de otra mentira, pues escaso tiempo más tarde fue
visto nuevamente merodeando por los alrededores del East End de la capital
inglesa.
El propietario también le informó al
facultativo que su huesped resultaba un hombre raro en extremo, con su mente
inmersa en ideas seudo religiosas. A menudo hacía saber del desagradable
sentimiento que le inspiraban las prostitutas, al grado tal de detener por la
vía pública a peatones, a quienes arengaba conminándolos a obrar contra la
inmoralidad. Dedicaba sus horas de ocio a escribir extensas octavillas sobre
tópicos religiosos, las cuales llegó a leerle a su locador. El tenor de éstas
trasuntaba un rencor visceral hacia las mujeres de la calle a quienes, entre
otros rudos epítetos, calificaba de «fuentes de infección» y «emisarias del maligno».
Seguro de hallarse en la certera pista que
conduciría hacia la captura del homicida, el doctor Winslow dio aviso a
Scotland Yard brindando las señas precisas para que detuvieran al joven, pero
la policía desechó su denuncia. Conforme pretendió el médico, sólo cuando aquel
extraño terminó enclaustrado en un hospicio psiquiátrico fue que dejaron de
sucederse los crímenes en el este de Londres.
Recalcó que la manía religiosa llevada a
grados enfermizos devino terreno fecundo para aquellas barbaridades. Insistió
en que el lábil cerebro del desquiciado se vio conmocionado por el influjo
lunar que actuó a manera de detonante, y lo impulsó a cobrase víctimas durante
sus incursiones de los fines de semana, mientras la luna se hallaba en su
plenitud o ingresando a su fase de cuarto menguante.
El único de los asesinatos donde no se
operó el funesto fenómeno celestial sugerido lo conformó el de la bella
irlandesa Mary Jane Kelly, acontecido en la madrugada del 9 de noviembre de
1888. El alienista sustentó que ese crimen tendría que haberse concretado
exactamente el día 7 de noviembre, cuando nuestro satélite atravesaba su etapa
de luna nueva. Pero igualmente justificó la validez de su hipótesis al
enfatizar que, en realidad, fue en esta última fecha cuando se preparó el
homicidio, por más que su ejecución efectiva se difiriese para dos días más
tarde.
Adujo que un anónimo emisor, quien
suscribió su remito ocultándose bajo el alias de «Lunigi», le había
mandado una letra asegurándole que el próximo homicidio se iba a producir
indefectiblemente entre los días 7 o 9 de ese mes. De atenernos a la versión
suministrada por el facultativo, el matador victoriano le escribió de su puño y
letra cuando menos dos misivas. Un inicial comunicado habría arribado a su
domicilio el 4 de octubre de 1888, y en su texto el redactor se jactaba de la
perversa tarea destructora que venía emprendiendo. En la segunda epístola, el
presunto responsable se explayaba dando pormenores sobre el asesinato que
planeaba perpetrar en el eje de los días 7 y 9 de noviembre.
Lyttleton
insistió que en el mensaje firmado por P.S.R Lunigi se puso por señas: «Poste restante, Charing
Road», y se le requirió que le contestase a la estafeta de correos de dicha
localidad a una dirección sita en el número 22 de la calle Hammersmith,
Chelsea. La carta indicaba que, cuando el facultativo se pusiera en contacto
con el remitente, le aportaría más detalles de cómo proyectaba consumar los
anunciados crímenes.
Llamativamente, en los archivos oficiales
del Reino Unido glosa una larga epístola con fecha 8 de noviembre de 1889,
redactada en tono de rima, donde se incluye una referencia a esta dirección de
la calle Hammersmith. El pretenso asesino que la envía se describe como una
persona sobria:
«…No fumo, no bebo, ni toco la ginebra…»
Y en la parte que a nuestro relato atañe
cuenta:
«…Una mala noche me encontré con un policía.
Conversé y camine con él calle Mayor
abajo.
La carta dirigida al 22 de
Hammersmith Road
fue escrita por un mentiroso
asqueroso…»
Parecería manifiesto que quien elaboró esta
extraña carta estaba al corriente de dicha versión, pues se tomó la molestia de
refutar la veracidad de la información tildando de mentiroso e insultando al
presunto comunicante. Cabe preguntarse si por el año 1889 el médico había
comentado en los periódicos –a los que tanto gustaba dirigirse– la anécdota
según la cual en esa calle se radicaba el pretendido domicilio del mutilador y,
debido a tal indiscreción, ese dato ya pertenecía al dominio público.
Otra curiosidad de esa misiva estriba en
que el inconexo poeta que la redactó da muestras de ostentar el perfil de
criminal misionero, que Forbes Winslow imaginó para Jack el Destripador,
conforme se desprende de párrafos del siguiente tenor:
«…El hombre está deseoso, rápido, y no deja huella.
Mi sangre hierve y bramo con
indignación,
para perpetuar mis sangrientos
ataques.
Prostitución contra la que lucho
desesperadamente,
para destruir las asquerosas y
repugnantes putas de la noche.
Desanimadas, perdidas, melladas y
flacas.
Frecuentadoras de teatros, music
halls,
y bebedoras de la infernal ginebra.
Mis cuchillos están afilados y
ansiosos…»
Vale aclarar que la traducción al
castellano de estos fragmentos los torna más incoherentes todavía, y en nuestro
idioma es imposible percibir la rima que está presente en su original en lengua
inglesa.
De todas formas, y por encima de tales
curiosidades, el psiquiatra apuntó que, tras indagar más a fondo, descubrió que
no existía ninguna calle en Inglaterra con el citado nombre. No obstante ello,
el mensaje le pareció premonitorio y pensó que exclusivamente podía provenir
del criminal, o de alguien que estaba al corriente de sus truculentas andanzas.
Se trataría, de conformidad especuló el
facultativo, de un cómplice del asesino quien –pese a revestir tal condición–
se veía de tanto en tanto invadido por destellos de arrepentimiento, en los
cuales le sobrevenían deseos de frenar las atrocidades del perpetrador, aunque
no se atrevía a dar el paso de denunciarlo directamente ante las autoridades.
No puede dejar de intercalarse, empero,
que estudiosos modernos desconfían de la buena fe de nuestro alienista, y
consideran que un descontrolado afán de protagonismo lo indujo a magnificar la
relevancia de su intervención en el asunto. Incluso podría haber llegado al
colmo de falsear las fechas de emisión de estas tan curiosas misivas.
De tal suerte se ha hecho notar:
«…Parece
ser que Winslow aceptó estas epístolas, sin duda alguna, como comunicaciones
auténticas del asesino. Puede que le viniese bien hacerlo, puesto que daba
crédito a su relato de investigación de los asesinatos. La carta sobre el
asesinato de noviembre… Aparentemente viene fechada el 19 de octubre del 88,
pero un examen más detallado revela que las cifras “88” parecen haber sido
retocadas y que en realidad ponía “89”. Parece inverosímil que otra persona que
no fuera el mismo Winslow pudiese haber sido el responsable del cambio de la
fecha del 88 a 89… »[1]
El doctor sustentó que la grafía observable
en esas dos problemáticas esquelas devenía idéntica a la letra del grafiti
trazado bajo el arco del edificio de la calle Goulston, el cual únicamente
podría haber sido escrito por el culpable. Nuestro diligente médico estuvo
obsesionado con las barbaries infligidas en los barrios bajos, al extremo de
que, a despecho de la indiferencia oficial hacia su fervoroso entusiasmo, se
impuso el deber moral de perseguir y de desenmascarar al responsable. Con tal
propósito visitó asiduamente el paupérrimo distrito. Manifestó a los reporteros
que su labor era conocida no sólo por los agentes policiales que practicaban
las rondas y por los dueños de las pensiones, sino también por las prostitutas,
en cuyos cuerpos se cebaba el desalmado psicópata.
«Estas
pobres criaturas de la calle -declaró- llegaron a
conocerme bien, y aterrorizadas corrían en mi busca una vez que obtenían
cualquier mínima información o pista que pudiera servir para detener al
monstruo. En mi presencia se sentían seguras, al punto tal que me recibían en
sus pobres moradas y seguían al pie de la letra mis recomendaciones y encargos.»
Razonó que el matador debía ser una
persona que gozaba de desahogada posición financiera y residía en el West End.
Presumió que cuando alcanzaba el paroxismo de su demencia, incitada por el
influjo desequilibrante de la luna, el trastornado incurría en sus
espeluznantes actos mortales; pero después regresaba calmadamente al calor de
su hogar burgués, donde una especie de amnesia lo hacía olvidarse de los
sanguinarios hechos. Únicamente recordaba los crímenes cuando volvía a ser
gobernado por aquella maléfica influencia que lo compelía a caer una y otra vez
en aquel círculo infernal.
En definitiva, la descripción formulada
por Winslow reviste puntos de contacto con clasificaciones que la moderna
criminología muy ulteriormente diseñase con respecto a los tipos o perfiles de
los asesinos en serie. Lo más peculiar, en el retrato psicológico diagramado
por este profesional, reside en que el modelo de homicida que postuló para la
identidad de Jack el Destripador mezcla rasgos de dos de tales categorías, a
saber: la del «asesino
misionero» y la del «asesino visionario».
El
victimario secuencial misionero resulta aquel al cual lo imbuye la creencia de
que debe hacer algo en favor de su comunidad. Se considera un elegido por el
destino o por la providencia, y está ciegamente persuadido de que sus víctimas
merecen la muerte. Su convicción de hallarse embarcado en una misión de
saneamiento social que lo trasciende determina que su autoestima crezca. A
veces ataca a miembros de cierto grupo etareo o racial, basándose en traumas
sufridos en su infancia cuando se vio amenazado por integrantes de ese
colectivo sobre el cual –ahora que es adulto– descarga su venganza; usualmente
exagerando la importancia de las ofensas recibidas, si es que las mismas
existieron.
Vale igualmente incluir dentro del elenco
de los misioneros a los llamados «asesinos satánicos», quienes se creen en la obligación de
asesinar para obtener una valiosa recompensa de manos de entidades demoníacas o
supra naturales. Por su parte, el homicida serial visionario deviene un
perturbado que arriba al crimen luego de creer oír voces resonando en su
interior, o de imaginar visiones que lo impelen a cometer los nefastos actos.
En algunos casos, tales fenómenos que experimenta se deben a cuadros agudos de
esquizofrenia. Esta clase de enfermo es capaz, no obstante, de separar su vida
habitual de sus crímenes, dado que no se siente en absoluto responsable por
ellos.
El matador en serie visionario emprende
sus desmanes poseído por un estado de trance pero, una vez atravesada esa
mórbida etapa, despierta y regresa a
atender sus ocupaciones e intereses habituales. Las voces y/o imágenes que
percibe el criminal se recrudecen después de inferir cada agresión. Por más que
el sujeto afectado se resista termina por sucumbir, y obedece los mandatos
implacables que lo conminan.
En cuanto a constancias documentales de
las investigaciones emprendidas por el doctor Winslow, en Scotland Yard se
conserva, con fecha 23 de diciembre de 1889, un registro de la denuncia
formulada en la referida ocasión por el psiquiatra; quien incluso llevó consigo
–para dejarlos a guisa de prueba– un par de chanclos de caucho, presuntamente
usados por el criminal, que adujo haber recibido de manos del dueño del
hospedaje donde aquel monstruo había morado. La acusación fue desechada por la
policía al no encontrase fundamento a la especie aportada.
Aunque el animoso alienista se quejó con
amargura en los medios de prensa por tamaña incomprensión, no se olvidó de
destacar, muy ufano, que después de su intervención nunca más volvieron a
consumarse nuevos homicidios en el distrito, y que tampoco en el resto del
territorio inglés se registraron ataques con características tales como para
ser imputados al
maníaco
que él persiguiera.
De un informe policial de circulación
interna, debido al inspector jefe Donald Swanson, se supo que el inquilino
sospechoso se llamaba G. Wentworth Bell Smith, financista que trabajaba para la
Toronto Trust Society, y se hallaba de paso por Londres durante aquel período.
El individuo ya había sido indagado por los pesquisas en el mes de agosto de
1888, en razón de una denuncia presentada por su locador donde se lo acusó de
esconder revólveres en su habitación, así como de haber asumido actitudes
demasiado extravagantes.
Conforme con la descripción consignada por
Swanson en aquel reporte, el denunciado caminaba de una forma por demás
peculiar, dando pasos muy separados con las rodillas vueltas hacia dentro. La
altura de ese hombre oscilaba entre el metro setenta y el metro setenta y
cinco, tenía el cabello y la tez oscura, lucía bigote y barba recortada, y su
dentadura presuntamente era falsa. A su vez, se mostraba bien vestido, su trato
era agradable, su aspecto extranjero, y dominaba varios idiomas. Hablaba muy
rápido, y expuso ante los policías férreas ideas religiosas criticando
acremente a las mujeres de la calle.
Los agentes lo interrogaron y, aunque
percibieron que el indagado era un excéntrico, no hallaron mérito para proceder
a su arresto ni para dar aviso a los jueces. De allí se explica por qué al
repetirse tiempo después una denuncia similar –ahora a cargo de nuestro
entusiasta doctor– no se le concedió importancia.
La última novedad que propuso el
psiquiatra con relación a los asesinatos, consistió en divulgar el tenor de una
carta fechada el 19 de julio de 1910 que le fuese remitida por una señora –cuyo
nombre no suministró– desde la ciudad de Melbourne, Australia. La razón alegada
por la redactora para escribirle fincaba en su deseo de plantear su frontal
desacuerdo con unos artículos periodísticos donde se hacía acopio de las
afirmaciones del jerarca policial doctor en derecho (luego Sir) Robert
Anderson.
Este último sustentaba que la policía
poseía exacto conocimiento de la identidad del Destripador, y que éste era –de
conformidad con sus especulaciones– un judío pobre que había concluido sus días
enclaustrado en un hospital psiquiátrico. La remitente creía saber la verdadera
identidad del responsable de la masacre. En su epístola sostenía que el agresor
fue «espantado» por el doctor Winslow, y
que había puesto pies en polvorosa viajando a Australia en un barco llamado Munambigde trabajando en el buque para
pagarse su travesía a Melbourne, donde arribó en 1889.
La anónima emisora narró que mantuvo un
idilio amoroso con aquel sujeto; pero se cuidó de dejar en claro que el romance
concluyó una vez que su novio le confesó que era el responsable de aquellos
espantosos asesinatos, los cuales pretextó haber cometido tan sólo «por
el afán de investigar»; luego de lo cual se habría desembarazado de los órganos
extraídos a las víctimas arrojándolos a los hambrientos perros callejeros.
Tampoco las autoridades australianas
otorgarían crédito a la acusación levantada contra ese sospechoso cuando su
compañera lo denunció poniéndolas al corriente de sus temores. «¿Ves qué idiotas son los policías?», se habría ulteriormente jactado
éste frente a la mujer, «Soy el
hombre al cual buscan por todo el mundo, pero me hacen pasar por una puerta y
me sacan por la otra.»
A raíz de este relato el psiquiatra cambió
de idea con respecto a quién debía ser culpable, y en sus últimos días
aseguró que el individuo escapado a Australia había sido efectivamente el
criminal. Ese hombre pasó a ser su gran candidato a ocupar la identidad de Jack
el Destripador.
De
tal manera fue cómo el doctor Winslow terminó descartando al estudiante de
veterinaria o de medicina irremisiblemente orate confinado en un hospicio, y al
extravagante financista de equívocas creencias religiosas, cuyas botas con
suela de goma y chanclos le diera su amigo el arrendador y él hizo llegar a la
policía cuando radicó su despreciada denuncia.
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