lunes, 13 de julio de 2015

Doctor Forbes Winslow: Aventuras y desventuras de un perseguidor de Jack the Ripper

                             DOCTOR FORBES WINSLOW: 

                     EL ALIENISTA QUE PERSIGUIO A JACK EL DESTRIPADOR
                                                             El insigne psiquiatra 
                                                         Lyttleton Forbes Winslow 

                                                               Winslow según un dibujo de 1910


¿Qué movía al Destripador a actuar? ¿Quizás lo embargaba una manía homicida fundada en religiosidad enfermiza, o la influencia de fuerzas naturales aún más irrefrenables?
     Le correspondería al doctor Lyttleton Stewart Forbes Winslow, un reputado neurólogo o «alienista» –expresión mediante la cual se designaba en la era eduardiana a tales profesionales de la medicina– postular la hipótesis de la influencia lunar como causa motora de la masacre del desventrador londinense. Este médico era un especialista en afecciones mentales procedente de una antigua prosapia de galenos, al cual las matanzas victorianas afectaron en grado sumo y que, una vez puesto a meditar cómo resolver el enigma, se formó una rápida idea de cuál podría ser la más probable personalidad del culpable de aquellas salvajadas.
     Dejándose persuadir por la sugerencia que le formuló un colega, el doctor se puso en contacto con las autoridades policiales y, tiempo más tarde, proporcionó una extensa entrevista a un rotativo vespertino que cubría los sucesos. El profesional pretendía que si las fuerzas del orden seguían fielmente sus indicaciones, serían capaces de arrestar al responsable en un término inferior a las dos semanas.
     El primer consejo del psiquiatra fincó en que debía colocarse por todo el territorio inglés y, más aún, en la zona aledaña a los crímenes, a un grupo de policías disfrazados de mujeres, portando armas adecuadas bajo las vestimentas femeninas. De acuerdo explicaba, los guardias de los manicomios conformaban los candidatos más idóneos para conducir a buen puerto esa arriesgada misión, merced a su entrenamiento específico y a su conocimiento de la manera en que funcionan los cerebros enfermos. Los enfermeros, y el restante personal médico especializado en orates, representaban las personas más adecuadas para atraparlo, pues sabrían detectar las claves que animaban a tan peligroso lunático.
      Otra sugerencia que dio a Scotland Yard fue que debían ponerse en comunicación con los hospitales y asilos psiquiátricos de Londres, y luego confeccionar una pormenorizada lista abarcando a los internos que se hubiesen escapado, o a los cuales se diera de alta por haber mejorado –en apariencia– su estado mental. La persona que eliminó a Annie Chapman y a las otras posibles víctimas –según barruntaba– era un desequilibrado a quien por un desafortunado error se lo había dejado en libertad, pertenecía a la clase alta y residía en el West End, llevando una doble existencia al modo del dual personaje de doctor Jekyll y mister Hyde –adaptación teatral de la ficción creada por Robert Louis Stevenson, que por aquellos días se escenificaba, bajo la aclamación del público y de la crítica, en el Liceum Theatre de Londres–.
      A su vez, dedujo que los asesinatos los llevaba a término el criminal tras padecer violentos ataques de epilepsia, motivo por el cual posteriormente no podía recordar sus actos.
    Tiempo después, el alienista perfeccionó su hipótesis hasta llegar a propugnar la denominada «teoría de la locura lunar». Trazó un contorno psicológico del escurridizo delincuente, caracterizándolo como un criminal monomaníaco poseído por fundamentalismos religiosos extremistas, persuadido de tener un ineludible destino para cumplir en este planeta. Siguiendo sus desviadas creencias, el ejecutor había escogido a los componentes de cierto grupo social –en este caso meretrices– para descargar allí su implacable venganza.
     El connotado facultativo cifraba cuarenta y cuatro años en la época de los crímenes, y ya se había hecho notar en virtud de sus intervenciones frente al poder judicial inglés cuando depusiera en calidad de experto forense en varios juicios penales. Proporcionó sus servicios profesionales en resonantes procesos de aquellos tiempos como, por ejemplo, el instruido a raíz de la muerte por envenenamiento de Charles Bravo en 1876, donde se acusó a la esposa del difunto. La viuda terminó siendo exculpada de los cargos merced al testimonio pericial de Forbes Winslow. Una curiosidad radicó en que con el dictamen de nuestro alienista coincidió en los estrados otro personaje conectado a la historia de Jack el Destripador –y sospechoso de haber sido aquél, de acuerdo postulan ciertas conjeturas–, a saber: el reputado cirujano de la casa imperial Sir William Withey Gull.
     Sus criterios técnicos, por lo común, favorecieron a la defensa de los acusados. Así sucedería, por caso, en la situación de Amelia Dyer imputada de ahogar a sus propios bebés en 1896. Seis años antes había pronunciado su opinión científica en la causa contra la asesina Mary Eleanor Pearcey –a quien algunos autores sugerirían como la versión femenina de Jack the Ripper–. A posteriori, abogó en beneficio de la inocencia de Florence Chandler, cónyuge de James Maybrick, el acaudalado industrial de Liverpool al cual se sindicó de ser culpable de las matanzas victorianas en un muy dudoso diario personal salido a luz a más de cien años de su óbito.
     Aunque resultaba altamente respetado por su brillantez académica, tan polémico era el doctor Winslow en razón de sus pareceres forenses que James Berry, el funcionario que fungiera en el cargo de verdugo oficial de Gran Bretaña durante el período de 1884 a 1892, en una audiencia, se quejaría: «¡Ud. siempre tiene algo que objetar!».
     Nuestro especialista confió sus elucubraciones en una obra muy ulterior a estos luctuosos hechos, que se publicó en el año 1910 bajo el epígrafe de Recuerdos de cuarenta años; así como en diversas notas que aportó a los periódicos en cartas remitidas a éstos, y en reportajes. Entre otros aspectos, el experto hizo hincapié en la comprobada ocurrencia de un curioso fenómeno celestial: durante los cinco asesinatos clásicos de Jack el Destripador, nuestro satélite se encontraba cursando su fase de luna nueva, o bien su secuencia de cuarto menguante. Surgiría, de tal suerte, la que diese en tildarse «teoría de la locura lunar», propuesta como explicación de las muertes con mutilación victorianas.
     En algunos de los atentados fatales la configuración adoptada por los astros devino particularmente ominosa. Tal el caso del 7 de setiembre del año de los asesinatos, en la víspera de la muerte de Annie Chapman, donde los planetas Venus y Mercurio estuvieron en conjunción con la Luna, de consuno corrobora el Wíaker´s Almanach de 1888.
    Tales llamativas casualidades dieron vuelo a la conjetura de la pérfida influencia lunar sobre la mente desequilibrada del agresor. El desorden cerebral que aquejaba al responsable llegó a ser tan devastador que –según el médico– andando el tiempo, al ser capturado, se dispuso su reclusión a perpetuidad en un manicomio.
    En declaraciones vertidas para el periódico The New York Times el 1º de setiembre de 1895, en Nueva York, Estados Unidos, durante su asistencia al congreso médico legal de agosto y setiembre de aquel año, el galeno informó que Jack el Destripador era un estudiante de medicina de respetable familia, complexión  delgada, tez y cabellos claros, y ojos azules; su exterior lucía irreprochable y estudiaba muy intensamente.
     El alienista proseguía la descripción de su sospechoso explicando que el endeble raciocinio de aquél se fue derrumbando, y el único sostén que le quedó fue su fanatismo religioso. Propuso que el hombre asistía puntualmente a los oficios matinales de la catedral San Pablo. Su fervor místico se traducía en una afiebrada compulsión que lo llevó a ensañarse con las damas de vida alegre, a quienes buscaba exterminar obedeciendo un programa de moralización y saneamiento social auto impuesto.
     Winslow abundó señalando que el desequilibrado estudiante se afincaba en la residencia de huéspedes de una persona a la cual él conocía. Este informante le participó de sus temores sobrevenidos a raíz del comportamiento desusado que observaba su inquilino. Al parecer, el ocupante retornaba al hogar a horas impropias de la noche luego de prolongadas e inexplicables ausencias; y en sus abrigos y sombreros se advertían rastros sanguinolentos.
     El dato inicial de esa historia lo habría obtenido el psiquiatra metido a detective en julio de 1889, por conducto de una meretriz que le comunicó sus sospechas acerca de un hombre que la había abordado en la calle Worship, Finsbury. La mujer rechazó los avances al advertir un comportamiento extraño en el sujeto, cuyas manos –que aquél nerviosamente trataba de ocultarle– le dieron la impresión de que presentaban trazas de sangre. Tan fuera de lugar le pareció a la muchacha la conducta exhibida por su repelido galán que –sin que el mismo se percatase– siguió sigilosamente sus pasos hasta verlo ingresar al patio de una finca de inquilinato, donde se limpió las secuelas hemáticas.
     Este incidente concordó con la fecha del homicidio de Alice McKenzie,  prostituta a la cual se reputó como una eventual presa cobrada por el Destripador. Quiso la casualidad que el inquisitivo galeno tenía amistad con el propietario de esa pensión. Este último admitió que uno de sus arrendatarios cuadraba con la descripción aportada, aunque previno que ese hombre ya no moraba allí, sino que se había retirado precipitadamente.
     El arrendador contó al psiquiatra que por abril de 1888, y en respuesta a un anuncio de alquiler, se le había personado un caballero de correcta apariencia, quien le rentó una de sus habitaciones más amplias en la cual montó un estudio. El inquilino le comentó que se albergaría allí durante seis meses o más, pues la envergadura de sus negocios así lo requería.
     Con el correr de los días, el dueño del inquilinato y su esposa notaron que su huésped cambiaba de ropa con excesiva frecuencia; como mínimo tres o cuatro veces cada jornada. A su vez, aquel hombre se acostaba muy tarde, y cuando retornaba lo hacía siempre en silencio, calzando unas botas con suela de goma que amortiguaban el ruido de sus pisadas. De igual forma, se percataron que cuando utilizaba zapatos portaba encima de los mismos unos chanclos de caucho de los cuales guardaba tres pares en su habitación logrando, de tal suerte, obtener un análogo efecto silenciador.
     En la mañana del 7 de agosto de 1888 –cuando tuvo cabida el asesinato de Martha Tabram– el casero permaneció en vela hasta elevadas horas de la noche aguardando el regreso de su esposa, quien había ido a visitar a su madre al campo. En torno a la hora 4 de esa madrugada vio venir a su huésped que parecía muy nervioso, demacrado, y con sus ropas –habitualmente impecables– sucias y maltrechas. Éste le contó que dos rufianes lo asaltaron en la zona de Bishopsgate quitándole un reloj de oro, y que se había demorado al formular la denuncia ante la policía. Ese dato ulteriormente se corroboró que era falso.
     Una vez que al día entrante la sirvienta ingresó para arreglar el cuarto del inquilino, encontró a la habitación sumida en completo desorden. Encima de la cama se visualizaba una gran mancha de sangre, y colgada en el baño se iba secando lentamente una camisa blanca con sus puños recientemente lavados. Meses más tarde, el arrendatario avisó que se marchaba a Canadá por motivos profesionales. Se trataba de otra mentira, pues escaso tiempo más tarde fue visto nuevamente merodeando por los alrededores del East End de la capital inglesa.
     El propietario también le informó al facultativo que su huesped resultaba un hombre raro en extremo, con su mente inmersa en ideas seudo religiosas. A menudo hacía saber del desagradable sentimiento que le inspiraban las prostitutas, al grado tal de detener por la vía pública a peatones, a quienes arengaba conminándolos a obrar contra la inmoralidad. Dedicaba sus horas de ocio a escribir extensas octavillas sobre tópicos religiosos, las cuales llegó a leerle a su locador. El tenor de éstas trasuntaba un rencor visceral hacia las mujeres de la calle a quienes, entre otros rudos epítetos, calificaba de «fuentes de infección» y «emisarias del maligno».
    Seguro de hallarse en la certera pista que conduciría hacia la captura del homicida, el doctor Winslow dio aviso a Scotland Yard brindando las señas precisas para que detuvieran al joven, pero la policía desechó su denuncia. Conforme pretendió el médico, sólo cuando aquel extraño terminó enclaustrado en un hospicio psiquiátrico fue que dejaron de sucederse los crímenes en el este de Londres.
    Recalcó que la manía religiosa llevada a grados enfermizos devino terreno fecundo para aquellas barbaridades. Insistió en que el lábil cerebro del desquiciado se vio conmocionado por el influjo lunar que actuó a manera de detonante, y lo impulsó a cobrase víctimas durante sus incursiones de los fines de semana, mientras la luna se hallaba en su plenitud o ingresando a su fase de cuarto menguante.
     El único de los asesinatos donde no se operó el funesto fenómeno celestial sugerido lo conformó el de la bella irlandesa Mary Jane Kelly, acontecido en la madrugada del 9 de noviembre de 1888. El alienista sustentó que ese crimen tendría que haberse concretado exactamente el día 7 de noviembre, cuando nuestro satélite atravesaba su etapa de luna nueva. Pero igualmente justificó la validez de su hipótesis al enfatizar que, en realidad, fue en esta última fecha cuando se preparó el homicidio, por más que su ejecución efectiva se difiriese para dos días más tarde.
     Adujo que un anónimo emisor, quien suscribió su remito ocultándose bajo el alias de «Lunigi», le había mandado una letra asegurándole que el próximo homicidio se iba a producir indefectiblemente entre los días 7 o 9 de ese mes. De atenernos a la versión suministrada por el facultativo, el matador victoriano le escribió de su puño y letra cuando menos dos misivas. Un inicial comunicado habría arribado a su domicilio el 4 de octubre de 1888, y en su texto el redactor se jactaba de la perversa tarea destructora que venía emprendiendo. En la segunda epístola, el presunto responsable se explayaba dando pormenores sobre el asesinato que planeaba perpetrar en el eje de los días 7 y 9 de noviembre.
     Lyttleton insistió que en el mensaje firmado por P.S.R Lunigi se puso por señas: «Poste restante, Charing Road», y se le requirió que le contestase a la estafeta de correos de dicha localidad a una dirección sita en el número 22 de la calle Hammersmith, Chelsea. La carta indicaba que, cuando el facultativo se pusiera en contacto con el remitente, le aportaría más detalles de cómo proyectaba consumar los anunciados crímenes.
     Llamativamente, en los archivos oficiales del Reino Unido glosa una larga epístola con fecha 8 de noviembre de 1889, redactada en tono de rima, donde se incluye una referencia a esta dirección de la calle Hammersmith. El pretenso asesino que la envía se describe como una persona sobria:
     «…No fumo, no bebo, ni toco la ginebra…»
    Y en la parte que a nuestro relato atañe cuenta:
      «…Una mala noche me encontré con un policía.
          Conversé y camine con él calle Mayor abajo.
          La carta dirigida al 22 de Hammersmith Road
          fue escrita por un mentiroso asqueroso…»
    Parecería manifiesto que quien elaboró esta extraña carta estaba al corriente de dicha versión, pues se tomó la molestia de refutar la veracidad de la información tildando de mentiroso e insultando al presunto comunicante. Cabe preguntarse si por el año 1889 el médico había comentado en los periódicos –a los que tanto gustaba dirigirse– la anécdota según la cual en esa calle se radicaba el pretendido domicilio del mutilador y, debido a tal indiscreción, ese dato ya pertenecía al dominio público.
    Otra curiosidad de esa misiva estriba en que el inconexo poeta que la redactó da muestras de ostentar el perfil de criminal misionero, que Forbes Winslow imaginó para Jack el Destripador, conforme se desprende de párrafos del siguiente tenor:
      «…El hombre está deseoso, rápido, y no deja huella.
          Mi sangre hierve y bramo con indignación,
          para perpetuar mis sangrientos ataques.
          Prostitución contra la que lucho desesperadamente,
          para destruir las asquerosas y repugnantes putas de la noche.
          Desanimadas, perdidas, melladas y flacas.
          Frecuentadoras de teatros, music halls,
          y bebedoras de la infernal ginebra.
          Mis cuchillos están afilados y ansiosos…»
     Vale aclarar que la traducción al castellano de estos fragmentos los torna más incoherentes todavía, y en nuestro idioma es imposible percibir la rima que está presente en su original en lengua inglesa.
     De todas formas, y por encima de tales curiosidades, el psiquiatra apuntó que, tras indagar más a fondo, descubrió que no existía ninguna calle en Inglaterra con el citado nombre. No obstante ello, el mensaje le pareció premonitorio y pensó que exclusivamente podía provenir del criminal, o de alguien que estaba al corriente de sus truculentas andanzas.
     Se trataría, de conformidad especuló el facultativo, de un cómplice del asesino quien –pese a revestir tal condición– se veía de tanto en tanto invadido por destellos de arrepentimiento, en los cuales le sobrevenían deseos de frenar las atrocidades del perpetrador, aunque no se atrevía a dar el paso de denunciarlo directamente ante las autoridades.
     No puede dejar de intercalarse, empero, que estudiosos modernos desconfían de la buena fe de nuestro alienista, y consideran que un descontrolado afán de protagonismo lo indujo a magnificar la relevancia de su intervención en el asunto. Incluso podría haber llegado al colmo de falsear las fechas de emisión de estas tan curiosas misivas.
    De tal suerte se ha hecho notar:
    «…Parece ser que Winslow aceptó estas epístolas, sin duda alguna, como comunicaciones auténticas del asesino. Puede que le viniese bien hacerlo, puesto que daba crédito a su relato de investigación de los asesinatos. La carta sobre el asesinato de noviembre… Aparentemente viene fechada el 19 de octubre del 88, pero un examen más detallado revela que las cifras “88” parecen haber sido retocadas y que en realidad ponía “89”. Parece inverosímil que otra persona que no fuera el mismo Winslow pudiese haber sido el responsable del cambio de la fecha del 88 a 89… »[1]

    El doctor sustentó que la grafía observable en esas dos problemáticas esquelas devenía idéntica a la letra del grafiti trazado bajo el arco del edificio de la calle Goulston, el cual únicamente podría haber sido escrito por el culpable. Nuestro diligente médico estuvo obsesionado con las barbaries infligidas en los barrios bajos, al extremo de que, a despecho de la indiferencia oficial hacia su fervoroso entusiasmo, se impuso el deber moral de perseguir y de desenmascarar al responsable. Con tal propósito visitó asiduamente el paupérrimo distrito. Manifestó a los reporteros que su labor era conocida no sólo por los agentes policiales que practicaban las rondas y por los dueños de las pensiones, sino también por las prostitutas, en cuyos cuerpos se cebaba el desalmado psicópata.
     «Estas pobres criaturas de la calle -declaró- llegaron a conocerme bien, y aterrorizadas corrían en mi busca una vez que obtenían cualquier mínima información o pista que pudiera servir para detener al monstruo. En mi presencia se sentían seguras, al punto tal que me recibían en sus pobres moradas y seguían al pie de la letra mis recomendaciones y encargos.»
     Razonó que el matador debía ser una persona que gozaba de desahogada posición financiera y residía en el West End. Presumió que cuando alcanzaba el paroxismo de su demencia, incitada por el influjo desequilibrante de la luna, el trastornado incurría en sus espeluznantes actos mortales; pero después regresaba calmadamente al calor de su hogar burgués, donde una especie de amnesia lo hacía olvidarse de los sanguinarios hechos. Únicamente recordaba los crímenes cuando volvía a ser gobernado por aquella maléfica influencia que lo compelía a caer una y otra vez en aquel círculo infernal.
     En definitiva, la descripción formulada por Winslow reviste puntos de contacto con clasificaciones que la moderna criminología muy ulteriormente diseñase con respecto a los tipos o perfiles de los asesinos en serie. Lo más peculiar, en el retrato psicológico diagramado por este profesional, reside en que el modelo de homicida que postuló para la identidad de Jack el Destripador mezcla rasgos de dos de tales categorías, a saber: la del «asesino misionero» y la del «asesino visionario».
      El victimario secuencial misionero resulta aquel al cual lo imbuye la creencia de que debe hacer algo en favor de su comunidad. Se considera un elegido por el destino o por la providencia, y está ciegamente persuadido de que sus víctimas merecen la muerte. Su convicción de hallarse embarcado en una misión de saneamiento social que lo trasciende determina que su autoestima crezca. A veces ataca a miembros de cierto grupo etareo o racial, basándose en traumas sufridos en su infancia cuando se vio amenazado por integrantes de ese colectivo sobre el cual –ahora que es adulto– descarga su venganza; usualmente exagerando la importancia de las ofensas recibidas, si es que las mismas existieron.
     Vale igualmente incluir dentro del elenco de los misioneros a los llamados «asesinos satánicos», quienes se creen en la obligación de asesinar para obtener una valiosa recompensa de manos de entidades demoníacas o supra naturales. Por su parte, el homicida serial visionario deviene un perturbado que arriba al crimen luego de creer oír voces resonando en su interior, o de imaginar visiones que lo impelen a cometer los nefastos actos. En algunos casos, tales fenómenos que experimenta se deben a cuadros agudos de esquizofrenia. Esta clase de enfermo es capaz, no obstante, de separar su vida habitual de sus crímenes, dado que no se siente en absoluto responsable por ellos.
     El matador en serie visionario emprende sus desmanes poseído por un estado de trance pero, una vez atravesada esa mórbida etapa, despierta y regresa a atender sus ocupaciones e intereses habituales. Las voces y/o imágenes que percibe el criminal se recrudecen después de inferir cada agresión. Por más que el sujeto afectado se resista termina por sucumbir, y obedece los mandatos implacables que lo conminan.
     En cuanto a constancias documentales de las investigaciones emprendidas por el doctor Winslow, en Scotland Yard se conserva, con fecha 23 de diciembre de 1889, un registro de la denuncia formulada en la referida ocasión por el psiquiatra; quien incluso llevó consigo –para dejarlos a guisa de prueba– un par de chanclos de caucho, presuntamente usados por el criminal, que adujo haber recibido de manos del dueño del hospedaje donde aquel monstruo había morado. La acusación fue desechada por la policía al no encontrase fundamento a la especie aportada.
     Aunque el animoso alienista se quejó con amargura en los medios de prensa por tamaña incomprensión, no se olvidó de destacar, muy ufano, que después de su intervención nunca más volvieron a consumarse nuevos homicidios en el distrito, y que tampoco en el resto del territorio inglés se registraron ataques con características tales como para ser imputados al
maníaco que él persiguiera.
     De un informe policial de circulación interna, debido al inspector jefe Donald Swanson, se supo que el inquilino sospechoso se llamaba G. Wentworth Bell Smith, financista que trabajaba para la Toronto Trust Society, y se hallaba de paso por Londres durante aquel período. El individuo ya había sido indagado por los pesquisas en el mes de agosto de 1888, en razón de una denuncia presentada por su locador donde se lo acusó de esconder revólveres en su habitación, así como de haber asumido actitudes demasiado extravagantes.
     Conforme con la descripción consignada por Swanson en aquel reporte, el denunciado caminaba de una forma por demás peculiar, dando pasos muy separados con las rodillas vueltas hacia dentro. La altura de ese hombre oscilaba entre el metro setenta y el metro setenta y cinco, tenía el cabello y la tez oscura, lucía bigote y barba recortada, y su dentadura presuntamente era falsa. A su vez, se mostraba bien vestido, su trato era agradable, su aspecto extranjero, y dominaba varios idiomas. Hablaba muy rápido, y expuso ante los policías férreas ideas religiosas criticando acremente a las mujeres de la calle.
     Los agentes lo interrogaron y, aunque percibieron que el indagado era un excéntrico, no hallaron mérito para proceder a su arresto ni para dar aviso a los jueces. De allí se explica por qué al repetirse tiempo después una denuncia similar –ahora a cargo de nuestro entusiasta doctor– no se le concedió importancia.
     La última novedad que propuso el psiquiatra con relación a los asesinatos, consistió en divulgar el tenor de una carta fechada el 19 de julio de 1910 que le fuese remitida por una señora –cuyo nombre no suministró– desde la ciudad de Melbourne, Australia. La razón alegada por la redactora para escribirle fincaba en su deseo de plantear su frontal desacuerdo con unos artículos periodísticos donde se hacía acopio de las afirmaciones del jerarca policial doctor en derecho (luego Sir) Robert Anderson.
    Este último sustentaba que la policía poseía exacto conocimiento de la identidad del Destripador, y que éste era –de conformidad con sus especulaciones– un judío pobre que había concluido sus días enclaustrado en un hospital psiquiátrico.  La remitente creía saber la verdadera identidad del responsable de la masacre. En su epístola sostenía que el agresor fue «espantado» por el doctor Winslow, y que había puesto pies en polvorosa viajando a Australia en un barco llamado Munambigde trabajando en el buque para pagarse su travesía a Melbourne, donde arribó en 1889.
     La anónima emisora narró que mantuvo un idilio amoroso con aquel sujeto; pero se cuidó de dejar en claro que el romance concluyó una vez que su novio le confesó que era el responsable de aquellos espantosos asesinatos, los cuales pretextó haber cometido tan sólo «por el afán de investigar»; luego de lo cual se habría desembarazado de los órganos extraídos a las víctimas arrojándolos a los hambrientos perros callejeros.
     Tampoco las autoridades australianas otorgarían crédito a la acusación levantada contra ese sospechoso cuando su compañera lo denunció poniéndolas al corriente de sus temores. «¿Ves qué idiotas son los policías?», se habría ulteriormente jactado éste frente a la mujer, «Soy el hombre al cual buscan por todo el mundo, pero me hacen pasar por una puerta y me sacan por la otra.»
     A raíz de este relato el psiquiatra cambió de idea con respecto a quién debía ser culpable, y en sus últimos días aseguró que el individuo escapado a Australia había sido efectivamente el criminal. Ese hombre pasó a ser su gran candidato a ocupar la identidad de Jack el Destripador.
     De tal manera fue cómo el doctor Winslow terminó descartando al estudiante de veterinaria o de medicina irremisiblemente orate confinado en un hospicio, y al extravagante financista de equívocas creencias religiosas, cuyas botas con suela de goma y chanclos le diera su amigo el arrendador y él hizo llegar a la policía cuando radicó su despreciada denuncia.






[1]     Jack el Destripador. Cartas desde el infierno, pág. 49.

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