lunes, 20 de julio de 2015

¿Fue Catherine Eddowes una víctima de Jack the Ripper?

                      
                         EL ASESINATO DE KATE EDDOWES 
                         Y LOS COPYCATS VICTORIANOS
                                            Catherine Eddowes 
                                                            Imaginada por un periódico de la época
Jane Beadmoore asesinada.
Representación de Illustrated Police New

Joseph Lawende
   Dos fotografías del testigo que  describió a un asesino 
muy diferente a los sospechosos anteriores
Sorprendente parecido en las
    las mutilaciones de ambas víctimas


          Al principio de su carrera criminal el asesino serial de Whitechapel, que luego sería recordado como "Jack el Destripador", en verdad casi no destripaba.
          En los primeros asesinatos acaecidos en el bajo este de Londres (los perpetrados contra Mary Ann Nichols, Annie Chapman y, quizás también, en los óbitos de Emma Smith y Martha Tabram) se verificaron, durante el desarrollo de la fase de agresión, actos criminales consistentes en acuchillar, degollar, practicar incisiones abdominales, abrir en canal a las difuntas, e incluso –en ciertos casos– se les sustrajo algún órgano menor.
    Al sobrevenir el homicidio de Kate Eddowes tiene efecto un cambio conductual, en tanto se le sustrajeron a esa desventurada uno o ambos riñones y, tal vez, algún otro órgano mayor. Pero la moderna ciencia criminológica está de acuerdo en que caracteriza a un asesino en serie organizado el hecho de no encarnizarse con los cadáveres, mientras que, por el contrario, el homicida secuencial desorganizado ejercita una profusa mutilación post mórtem.
    Y ello puesto que durante los primeros crímenes de la secuencia emprendida por Jack el Destripador, no se advertía ese tan intenso ensañamiento que se llegó a considerar como pauta definitoria, marca de fábrica o firma de este criminal.
    Vale significar, en sus iniciales avances el perpetrador en realidad casi no evisceraba, sino que practicaba una menguada o nula laceración a los cadáveres, extremo que –acorde opiniones de la moderna ciencia criminológica– permitiría definirlo como "organizado".
    Recién una vez acontecido el homicidio de Eddowes, donde medió la extracción de grandes órganos y la realización de extensos cortes faciales, fue que se concretó una mayor rebanación post mórtem; sello o firma característica del accionar de un victimario serial desorganizado.
    Tomando en consideración este dato, deviene sorprendente que un ultimador secuencial no sólo mute algunos detalles en la ejecución de sus matanzas sino, sobre todo, que tales actos nuevos que añade lo exilien del mencionado esquema de clasificación, pasando de ser un asesino de perfil organizado a uno desorganizado, atento al inédito y abrupto ensañamiento que comienza a practicar sobre los organismos diseccionados.
    Por consiguiente, de atenernos al precedente criterio que  postula que un homicida serial deviene incapaz de modificar los patrones fundamentales de su conducta –lo cual comprende a los actos inmediatos ulteriores que comete sobre la víctima luego de ultimarla–, la extracción de grandes órganos del cadáver de Catherine podría justificarse por la irrupción en el teatro mortuorio de un nuevo criminal imbuído de afán imitativo.
    Un imitador mal informado por la prensa acerca de cuáles actos sádicos infligía a sus presas el matador al cual remedaba.
    Refuerza también la posibilidad de que Eddowes no fuera una víctima del Ripper, la circunstancia de que junto con su deceso tuvo efecto otra circunstancia excepcional, a saber: la enigmática pintada trazada con tiza en una pared interna de un edificio sito en los números 108-119 de la calle Goulston, en cuyas cercanías se especuló que el criminal arrojó, deliberadamente en el curso de su escape, un fragmento de delantal impregnado con la sangre de aquella víctima.
    Y es que la prensa ya había propalado, sin fundamento, la versión de que el homicida dejaba pintadas similares en los lugares donde asesinaba. Así, por caso, el 10 de setiembre de 1888 –es decir, veinte días previo a producirse el doble crimen que tuvo por víctimas a Stride y  Eddowes– The Times hizo circular el rumor de que el ultimador de Mary Ann Nichols, Annie Chapman, y las otras finadas cuyas muertes igualmente se le achacaban, había garrapateado sobre una pared la frase “Mataré cinco más, llego a quince y me entrego”. Algunos pretendieron que la consigna se dibujó usando sangre de la víctima, y que el muro en cuestión era el del patio de la calle Hanbury donde eliminasen a Annie La Morena, pero tal cosa no era cierta.
    Conforme a otra formulación semejante, esta vez pregonada por el Daily Telegraph también ese 10 de setiembre, el mismo mensaje no habría sido grabado en una pared sino redactado sobre un trozo de papel que la policía recogió de la calle. En igual fecha, otro periódico –Pall Mall Gazette– declaró que la historia era falsa.
     Aunque ya era tarde para desmentidos puesto que el comentario había echado a correr raudamente entre la población británica. Lo cierto fue que ese presunto mensaje no se consignó en el escenario del asesinato de Annie Chapman inferido el 8 de setiembre, y su eventual procedencia –y aún su veracidad– deviene extremadamente dudosa.
     No obstante, lo que interesa enfatizar es que por esas fechas se había ya instalado en la comunidad inglesa la idea de que aquel fantasmal verdugo, quien por entonces mantenía en vilo a la opinión pública, había adoptado la costumbre de redactar esos mensajes imprimiéndolos sobre los muros de casas y edificios del distrito, donde se refería a los homicidios ocasionados y anunciaba los que en breve planeaba emprender.
     Los reporteros continuaron propalando el rumor de que el perpetrador dejaba advertencias trazadas sobre las paredes del distrito, al punto tal de que el 29 de setiembre de 1888 otro rotativo, el Evening Times, anunció que Scotland Yard  había descubierto un comunicado escrito con tiza cuyo texto afirmaba: “Cinco más y me entrego”.
     La amenaza iba acompañada de una caricatura en donde se mostraba a un hombre apuntalando con su cuchillo a una mujer. A su turno, en ese mismo día el matutino Eco confirmó la especie, añadiendo que la intrigante pintada se había estampado en un muro de la zona de Kingsland Road.
    Se explicaría de esta manera, atendiendo a tal contexto, que un criminal imitador u oportunista pudiera haberse tomado en serio aquellas noticias, sintiéndose inducido a actuar.
    Resulta particularmente impactante el hecho de que a pocos días de  cobrar estado público la idea de que el homicida elaboraba esos grafitis, Catherine Eddowes fue victimada por un delincuente que le arrancó su delantal y lo arrojó al pie de una pared, a modo de indicador de la consigna allí grabada.
    Aunque en estudios recientes se cuestiona que la pintada impresa sobre el friso de la calle Goulston configurase en verdad obra del matador –en la medida de que la inscripción podía haberse escrito tiempo atrás y el delantal manchado con sangre pudo caer próximo a dicha pared por mera casualidad–[1], cabe pensar que la policía estimó que el anuncio era muy significativo y que configuraba una posible pista dejada adrede por el perpetrador, en virtud de la persistente creencia de que aquél tenía la manía de plantar tales mensajes.
    Otra notable diferencia apreciable entre el homicidio de Eddowes y los tres crímenes canónicos precedentes –Nichols, Chapman y Stride– reside en que el rostro de esta difunta resultó mutilado.
    Los estudiosos del asunto suelen justificar esa disparidad en la actitud observada por el criminal, esgrimiendo la opinión de que los ultimadores en serie se van tornando más audaces a medida que avanzan en sus ataques, y que necesitan operar cada vez con mayor encarnizamiento impelidos por un irrefrenable crescendo salvaje.
    Pero: ¿Si esto no hubiese acontecido así en el caso del Destripador? ¿Y si el asesino del East End no fue una única persona, sino que los crímenes se debieron a la intervención de sucesivos oportunistas imitadores de los homicidios precedentes?
    Si tal fuera la situación, el ultimador de Catherine por fuerza debió –en el acto de provocar mutilaciones faciales a esa agredida– obrar remedando la conducta observada por otro victimario al cual la gente consideraba como el verdadero causante de las muertes que se venían sucediendo.
    Lo más inquietante es que tal extremo pudo en verdad haber sucedido. Ocurrió que por las fechas en que cristalizó la secuencia de atentados, otra muerte más –aparte de las canónicas y las de Emma Smith y Martha Tabram– fue asignada a la saña del mismo perpetrador.
    Se trató del homicidio de una chica de nombre Jane Beadmoore ocurrido entre la noche el 22 y la madrugada del 23 de setiembre de 1888, en la localidad de Birttley Fell, County Durhan, una semana antes de ser finiquitada Catherine Eddowes. En esa emergencia, la fallecida sufrió extensas mutilaciones faciales. Vale significar, se trató de idéntico género de ataque que precisamente iría a reiterarse escasos días después en el crimen consumado en la plaza Mitre.
    La víctima contaba con veintiocho años, seis más que su matador, un joven que realizaba trabajos ocasionales. El sujeto, si bien se mostró hábil al imitar los precedentes crímenes del bajo Londres intentando así despistar, incurrió en errores muy torpes que facilitaron su captura. Entre éstos se cuenta el hecho de vender –dos días después del crimen– su ropa con manchas de sangre a una tienda de compra al menudeo. A su vez, hubo testigos que declararon haber visto a este hombre con la occisa en los momentos previos al ataque fatal; y la precipitada huida de la localidad emprendida por el sospechoso contribuyó a dejarlo en evidencia.
    Sin embargo, lo relevante es que para la prensa el homicidio de Jane Beadmoore y el sucedido una semana más tarde en la plaza Mitre eran obra del mismo perpetrador. Ese convencimiento caló muy fuerte en el público. Tanto fue así que, aunque luego se arrestó al homicida de Jane y se supo que el responsable era un rufián llamado William Waddell –que había sido amante de la muchacha y que la mató por despecho–, ese asesinato pudo servir de modelo al perpetrado contra Eddowes; pues durante algún tiempo fue echado a la cuenta de los consumados por Jack el Destripador.
    Por consiguiente, vale enfatizar que ya en la era de la Reina Victoria existían asesinos imitadores, y dicho extremo quedó comprobado, entre otros casos, por el crimen de la referida Beadmoore.
    Y ello en tanto resulta que, tras su captura, el matador confesó a sus interrogadores haberse inspirado en las muertes que venían  aconteciendo en los arrabales del este de Londres. Pero, a la parafernalia de aquellas matanzas precedentes que imitó, el ejecutor de la joven Jane le añadiría un nuevo y siniestro elemento: las mutilaciones faciales.
    Los modernos estudios sobre el comportamiento psicopático asesino coinciden en sostener que en crímenes particularmente sangrientos, donde preexiste una relación sentimental entre la víctima y el victimario, no resulta infrecuente que el ejecutor infiera tajos en la cara de la persona agredida, para de tal manera deshumanizarla. Se trata de un comportamiento habitual en los homicidas violentos que actúan poseídos por el denominado "pensamiento mágico".
    Como el matador de aquella joven era un ex amante suyo, la vinculación pasional incidió sobremanera. El crimen estuvo motivado por los celos, y por la frustración que experimentó el sujeto al verse rechazado en su tentativa de reanudar la relación sentimental.
    No se trató de un asesinato meramente impulsivo, sino que el responsable buscó en forma deliberada despistar y alejar de sí la atención de la policía, cuando decidió remedar la operativa del criminal de Whitechapel, procurando que los pesquisantes creyeran hallarse frente a otro deceso más de esa cadena de agresiones mortales.
    Sin embargo, Waddell no copió el cruel acto de rebanarle a cuchillo la faz a su víctima –menoscabo que no tenía planificado hacer y que no se había efectuado aún en los desquicios del East End– sino que ese brutal añadido obedeció a un impulso personal. Como el individuo conocía a la mujer y se hallaba ligado pasionalmente a ella, en forma inconsciente trató de "deshumanizarla" al provocar esa desfiguración facial puesto que, según confesaría a sus aprehensores: “No pude soportar cómo me miraba”.
    Los cortes deformantes practicados sobre los rostros de las difuntas no parecen justificarse en el caso de los crímenes atribuidos al Destripador, donde se presume que no mediaba relación personal o conocimiento previo de género alguno entre las mujeres agredidas y su atacante.
    Es que si la parafernalia y ritualidad criminal ya estaba completa a partir del primer homicidio de segura autoría –o sea, el consumado contra Polly Nichols–, por más que el accionar del exterminador fuese denotando un incremento en la vesanía desplegada a medida que se sucedían sus ataques, tal encarnizamiento debería haberse reiterado usando la metodología precedente. Las mutilaciones faciales, por consiguiente, implicaban un insólito agregado –y una macabra novedad– que se evadía enteramente del psicopático libreto exhibido hasta entonces por el despiadado ultimador.
    Atendiendo a estos factores, y considerando que el óbito de la juvenil Jane Beadmoore se presentó al público como otra mortal faena del mismo responsable de la nefasta retahíla homicida de Whitechapel la tesis del debut de un copycat, como responsable de la mutilación facial inferida a Catherine Eddowes, gana innegable atractivo y fuerza.
    Cuando esta mujer cayó abatida bajo el cuchillo del psicópata que la eliminó, ya había cobrado estado público la creencia de que el especialista en matar rameras las finiquitaba aplicándoles un profundo corte de izquierda a derecha en sus cuellos, luego las abría en canal para extraer órganos y, como último acto, mutilaba sus rostros. Todo ello atento a haber circulado ampliamente la mendaz especie de que a Annie Chapman se le había infligido ese desmedro, y la realidad de que a Beadmoore se le causaron tales heridas en su cara.
     De aquí que el 30 de setiembre de 1888, a sólo siete días de la muerte de aquella última mujer, todos quienes seguían expectantes a través de la prensa los avatares de los crímenes daban por descontado que el asesinato de Jane igualmente había resultado obra del mismo ejecutor.
     Eso también pudo pensar el asesino imitador que ultimó en la plaza Mitre a la infeliz Eddowes, y que se encarnizó con su rostro.
    Otro aspecto que torna a este salvaje crimen extrañamente diferente a otros catalogados como clásicos asesinatos perpetrados por Jack el Destripador, estriba en la descripción proporcionada por testigos respecto de la fisonomía de las últimas personas vistas en compañía de la víctima, momentos antes de operarse su luctuoso desenlace.
     En la emergencia de Catherine, la infortunada fémina fue vista en compañía de un hombre, instantes previos a su asesinato, al menos por tres testigos. El testimonio primordial lo rindió un emigrante húngaro de nombre Joseph Lawende, quien le aportó a la policía minuciosos detalles sobre el aspecto del eventual responsable del crimen.
      Pero la descripción que Lawende formuló de la fisonomía del posible ejecutor para nada concuerda con otras descripciones de sujetos avistados con las demás víctimas en los momentos próximos a sus muertes. Informó que, a eso de la 1 y 35 de la madrugada del 30 setiembre, observó hablando a un hombre con la prostituta en la entrada cubierta del Church Passage que conducía a la plaza Mitre. Diez minutos después de ese avistamiento la mujer ya estaba muerta.





[1]     Evans, Stewart y Skinner, Keith, Jack el Destripador. Cartas desde el infierno, traducción de María Teresa de Cuadra, Ediciones Jaguar, Madrid, España, 2003, pág. 208.

1 comentario:

  1. Excelente texto sobre lo ocurrido la noche del segundo acontecimiento. En realidad creo poco probable la posibilidad que el crimen sea una simple imitación de los crímenes de Jack el Destripador. Si pensamos en el hecho de que los crímenes se perpetraron la misma noche, y que en el primero de ellos el asesino no pudo finalizar su tarea, suena lógico el segundo crimen. En este sentido no descarto la existencia de Copycats Victorianos, (calculo que los mismos existieron) pero no es aplicable a la noche del segundo acontecimiento ya que sin lugar a dudas responde a una misma mano criminal. No obstante esta opinión es loable leer un texto que sobresale por su excelencia, como todo lo que usted, Dr. Pombo, escribe.-

    ResponderEliminar

Gracias por comunicarse con Gabriel Pombo.