EL ASESINATO DE KATE EDDOWES
Y LOS COPYCATS VICTORIANOS
Catherine Eddowes
Imaginada por un periódico de la época
Jane Beadmoore asesinada.
Representación de Illustrated Police New
Joseph Lawende
Dos fotografías del testigo que describió a un asesino
muy diferente a los sospechosos anteriores
Sorprendente parecido en las
las mutilaciones de ambas víctimas
Al principio de su carrera criminal el asesino serial de Whitechapel, que luego sería recordado como "Jack el Destripador", en verdad casi no destripaba.
En los primeros asesinatos acaecidos en el bajo este de Londres (los perpetrados contra Mary Ann Nichols, Annie Chapman y, quizás también, en los óbitos de Emma Smith y Martha Tabram) se verificaron, durante el desarrollo de la fase de agresión, actos criminales consistentes en acuchillar, degollar, practicar incisiones abdominales, abrir en canal a las difuntas, e incluso –en ciertos casos– se les sustrajo algún órgano menor.
Al sobrevenir el homicidio de Kate Eddowes
tiene efecto un cambio conductual, en tanto se le sustrajeron a esa
desventurada uno o ambos riñones y, tal vez, algún otro órgano mayor. Pero la
moderna ciencia criminológica está de acuerdo en que caracteriza a un asesino
en serie organizado el hecho de no encarnizarse con los cadáveres, mientras
que, por el contrario, el homicida secuencial desorganizado ejercita una
profusa mutilación post mórtem.
Y ello puesto que durante los primeros
crímenes de la secuencia emprendida por Jack el Destripador, no se advertía ese
tan intenso ensañamiento que se llegó a considerar como pauta definitoria,
marca de fábrica o firma de este criminal.
Vale significar, en sus iniciales avances
el perpetrador en realidad casi no evisceraba, sino que practicaba una menguada
o nula laceración a los cadáveres, extremo que –acorde opiniones de la moderna
ciencia criminológica– permitiría definirlo como "organizado".
Recién una vez acontecido el homicidio de
Eddowes, donde medió la extracción de grandes órganos y la realización de
extensos cortes faciales, fue que se concretó una mayor rebanación post mórtem;
sello o firma característica del accionar de un victimario serial
desorganizado.
Tomando en consideración este dato, deviene
sorprendente que un ultimador secuencial no sólo mute algunos detalles en la
ejecución de sus matanzas sino, sobre todo, que tales actos nuevos que añade lo
exilien del mencionado esquema de clasificación, pasando de ser un asesino de
perfil organizado a uno desorganizado, atento al inédito y abrupto ensañamiento
que comienza a practicar sobre los organismos diseccionados.
Por
consiguiente, de atenernos al precedente criterio que postula que un homicida serial deviene
incapaz de modificar los patrones fundamentales de su conducta –lo cual comprende
a los actos inmediatos ulteriores que comete sobre la víctima luego de ultimarla–,
la extracción de grandes órganos del cadáver de Catherine podría justificarse
por la irrupción en el teatro mortuorio de un nuevo criminal imbuído de afán
imitativo.
Un imitador mal informado por la prensa
acerca de cuáles actos sádicos infligía a sus presas el matador al cual
remedaba.
Refuerza también la posibilidad de que
Eddowes no fuera una víctima del Ripper, la circunstancia de que junto
con su deceso tuvo efecto otra circunstancia excepcional, a saber: la
enigmática pintada trazada con tiza en una pared interna de un edificio sito en
los números 108-119 de la calle Goulston, en cuyas cercanías se especuló que el
criminal arrojó, deliberadamente en el curso de su escape, un fragmento de
delantal impregnado con la sangre de aquella víctima.
Y es que la prensa ya había propalado, sin
fundamento, la versión de que el homicida dejaba pintadas similares en los
lugares donde asesinaba. Así, por caso, el 10 de setiembre de 1888 –es decir,
veinte días previo a producirse el doble crimen que tuvo por víctimas a Stride
y Eddowes– The Times hizo circular el
rumor de que el ultimador de Mary Ann Nichols, Annie Chapman, y las otras
finadas cuyas muertes igualmente se le achacaban, había garrapateado sobre una
pared la frase “Mataré cinco más, llego a quince y me entrego”. Algunos
pretendieron que la consigna se dibujó usando sangre de la víctima, y que el
muro en cuestión era el del patio de la calle Hanbury donde eliminasen a Annie
La Morena, pero tal cosa no era cierta.
Conforme a otra formulación semejante, esta
vez pregonada por el Daily Telegraph también ese 10 de setiembre, el mismo
mensaje no habría sido grabado en una pared sino redactado sobre un trozo de
papel que la policía recogió de la calle. En igual fecha, otro periódico –Pall
Mall Gazette– declaró que la historia era falsa.
Aunque ya era tarde para desmentidos puesto
que el comentario había echado a correr raudamente entre la población
británica. Lo cierto fue que ese presunto mensaje no se consignó en el
escenario del asesinato de Annie Chapman inferido el 8 de setiembre, y su
eventual procedencia –y aún su veracidad– deviene extremadamente dudosa.
No
obstante, lo que interesa enfatizar es que por esas fechas se había ya
instalado en la comunidad inglesa la idea de que aquel fantasmal verdugo, quien
por entonces mantenía en vilo a la opinión pública, había adoptado la costumbre
de redactar esos mensajes imprimiéndolos sobre los muros de casas y edificios
del distrito, donde se refería a los homicidios ocasionados y anunciaba los que
en breve planeaba emprender.
Los
reporteros continuaron propalando el rumor de que el perpetrador dejaba
advertencias trazadas sobre las paredes del distrito, al punto tal de que el 29
de setiembre de 1888 otro rotativo, el Evening Times, anunció que
Scotland Yard había descubierto un
comunicado escrito con tiza cuyo texto afirmaba: “Cinco más y me entrego”.
La amenaza iba acompañada de una
caricatura en donde se mostraba a un hombre apuntalando con su cuchillo a una
mujer. A su turno, en ese mismo día el matutino Eco confirmó la especie,
añadiendo que la intrigante pintada se había estampado en un muro de la zona de
Kingsland Road.
Se explicaría de esta manera, atendiendo a tal
contexto, que un criminal imitador u oportunista pudiera haberse tomado en
serio aquellas noticias, sintiéndose inducido a actuar.
Resulta particularmente impactante el hecho
de que a pocos días de cobrar estado
público la idea de que el homicida elaboraba esos grafitis, Catherine Eddowes
fue victimada por un delincuente que le arrancó su delantal y lo arrojó al pie
de una pared, a modo de indicador de la consigna allí grabada.
Aunque en estudios recientes se cuestiona
que la pintada impresa sobre el friso de la calle Goulston configurase en verdad
obra del matador –en la medida de que la inscripción podía haberse escrito
tiempo atrás y el delantal manchado con sangre pudo caer próximo a dicha pared
por mera casualidad–[1], cabe pensar que la policía estimó que el anuncio era
muy significativo y que configuraba una posible pista dejada adrede por el perpetrador,
en virtud de la persistente creencia de que aquél tenía la manía de plantar
tales mensajes.
Otra notable diferencia apreciable entre el
homicidio de Eddowes y los tres crímenes canónicos precedentes –Nichols,
Chapman y Stride– reside en que el rostro de esta difunta resultó mutilado.
Los estudiosos del asunto suelen justificar
esa disparidad en la actitud observada por el criminal, esgrimiendo la opinión
de que los ultimadores en serie se van tornando más audaces a medida que
avanzan en sus ataques, y que necesitan operar cada vez con mayor
encarnizamiento impelidos por un irrefrenable crescendo salvaje.
Pero: ¿Si esto no hubiese acontecido así en
el caso del Destripador? ¿Y si el asesino del East End no fue una única
persona, sino que los crímenes se debieron a la intervención de sucesivos oportunistas
imitadores de los homicidios precedentes?
Si tal fuera la situación, el ultimador de Catherine
por fuerza debió –en el acto de provocar mutilaciones faciales a esa agredida–
obrar remedando la conducta observada por otro victimario al cual la gente
consideraba como el verdadero causante de las muertes que se venían sucediendo.
Lo más inquietante es que tal extremo pudo
en verdad haber sucedido. Ocurrió que por las fechas en que cristalizó la
secuencia de atentados, otra muerte más –aparte de las canónicas y las de Emma
Smith y Martha Tabram– fue asignada a la saña del mismo perpetrador.
Se trató del homicidio de una chica de
nombre Jane Beadmoore ocurrido entre la noche el 22 y la madrugada del 23 de
setiembre de 1888, en la localidad de Birttley Fell, County Durhan, una semana
antes de ser finiquitada Catherine Eddowes. En esa emergencia, la fallecida
sufrió extensas mutilaciones faciales. Vale significar, se trató de idéntico
género de ataque que precisamente iría a reiterarse escasos días después en el
crimen consumado en la plaza Mitre.
La víctima contaba con veintiocho años,
seis más que su matador, un joven que realizaba trabajos ocasionales. El
sujeto, si bien se mostró hábil al imitar los precedentes crímenes del bajo
Londres intentando así despistar, incurrió en errores muy torpes que
facilitaron su captura. Entre éstos se cuenta el hecho de vender –dos días después
del crimen– su ropa con manchas de sangre a una tienda de compra al menudeo. A
su vez, hubo testigos que declararon haber visto a este hombre con la occisa en
los momentos previos al ataque fatal; y la precipitada huida de la localidad
emprendida por el sospechoso contribuyó a dejarlo en evidencia.
Sin embargo, lo relevante es que para la
prensa el homicidio de Jane Beadmoore y el sucedido una semana más tarde en la
plaza Mitre eran obra del mismo perpetrador. Ese convencimiento caló muy fuerte
en el público. Tanto fue así que, aunque luego se arrestó al homicida de Jane y
se supo que el responsable era un rufián llamado William Waddell –que había
sido amante de la muchacha y que la mató por despecho–, ese asesinato pudo
servir de modelo al perpetrado contra Eddowes; pues durante algún tiempo fue
echado a la cuenta de los consumados por Jack el Destripador.
Por
consiguiente, vale enfatizar que ya en la era de la Reina Victoria existían
asesinos imitadores, y dicho extremo quedó comprobado, entre otros casos, por
el crimen de la referida Beadmoore.
Y ello en tanto resulta que, tras su
captura, el matador confesó a sus interrogadores haberse inspirado en las
muertes que venían aconteciendo en los
arrabales del este de Londres. Pero, a la parafernalia de aquellas matanzas
precedentes que imitó, el ejecutor de la joven Jane le añadiría un nuevo y
siniestro elemento: las mutilaciones faciales.
Los modernos estudios sobre el
comportamiento psicopático asesino coinciden en sostener que en crímenes particularmente
sangrientos, donde preexiste una relación sentimental entre la víctima y el
victimario, no resulta infrecuente que el ejecutor infiera tajos en la cara de
la persona agredida, para de tal manera deshumanizarla. Se trata de un
comportamiento habitual en los homicidas violentos que actúan poseídos por el
denominado "pensamiento mágico".
Como el matador de aquella joven era un ex
amante suyo, la vinculación pasional incidió sobremanera. El crimen estuvo
motivado por los celos, y por la frustración que experimentó el sujeto al verse
rechazado en su tentativa de reanudar la relación sentimental.
No se trató de un asesinato meramente
impulsivo, sino que el responsable buscó en forma deliberada despistar y alejar
de sí la atención de la policía, cuando decidió remedar la operativa del
criminal de Whitechapel, procurando que los pesquisantes creyeran hallarse
frente a otro deceso más de esa cadena de agresiones mortales.
Sin embargo, Waddell no copió el cruel acto
de rebanarle a cuchillo la faz a su víctima –menoscabo que no tenía planificado
hacer y que no se había efectuado aún en los desquicios del East End– sino que
ese brutal añadido obedeció a un impulso personal. Como el individuo conocía a
la mujer y se hallaba ligado pasionalmente a ella, en forma inconsciente trató
de "deshumanizarla" al provocar esa desfiguración facial puesto que, según
confesaría a sus aprehensores: “No pude soportar cómo me miraba”.
Los cortes deformantes practicados sobre
los rostros de las difuntas no parecen justificarse en el caso de los crímenes
atribuidos al Destripador, donde se presume que no mediaba relación personal o
conocimiento previo de género alguno entre las mujeres agredidas y su atacante.
Es que si la parafernalia y ritualidad
criminal ya estaba completa a partir del primer homicidio de segura autoría –o
sea, el consumado contra Polly Nichols–, por más que el accionar del
exterminador fuese denotando un incremento en la vesanía desplegada a medida
que se sucedían sus ataques, tal encarnizamiento debería haberse reiterado
usando la metodología precedente. Las mutilaciones faciales, por consiguiente,
implicaban un insólito agregado –y una macabra novedad– que se evadía
enteramente del psicopático libreto exhibido hasta entonces por el despiadado
ultimador.
Atendiendo a estos factores, y considerando
que el óbito de la juvenil Jane Beadmoore se presentó al público como otra
mortal faena del mismo responsable de la nefasta retahíla homicida de
Whitechapel la tesis del debut de un copycat,
como responsable de la mutilación facial inferida a Catherine Eddowes, gana
innegable atractivo y fuerza.
Cuando esta mujer cayó abatida bajo el
cuchillo del psicópata que la eliminó, ya había cobrado estado público la
creencia de que el especialista en matar rameras las finiquitaba aplicándoles
un profundo corte de izquierda a derecha en sus cuellos, luego las abría en
canal para extraer órganos y, como último acto, mutilaba sus rostros. Todo ello
atento a haber circulado ampliamente la mendaz especie de que a Annie Chapman
se le había infligido ese desmedro, y la realidad de que a Beadmoore se le
causaron tales heridas en su cara.
De
aquí que el 30 de setiembre de 1888, a sólo siete días de la muerte de aquella
última mujer, todos quienes seguían expectantes a través de la prensa los
avatares de los crímenes daban por descontado que el asesinato de Jane
igualmente había resultado obra del mismo ejecutor.
Eso
también pudo pensar el asesino imitador que ultimó en la plaza Mitre a la
infeliz Eddowes, y que se encarnizó con su rostro.
Otro aspecto que torna a este salvaje
crimen extrañamente diferente a otros catalogados como clásicos asesinatos
perpetrados por Jack el Destripador, estriba en la descripción proporcionada
por testigos respecto de la fisonomía de las últimas personas vistas en
compañía de la víctima, momentos antes de operarse su luctuoso desenlace.
En
la emergencia de Catherine, la infortunada fémina fue vista en compañía de un
hombre, instantes previos a su asesinato, al menos por tres testigos. El
testimonio primordial lo rindió un emigrante húngaro de nombre Joseph Lawende, quien
le aportó a la policía minuciosos detalles sobre el aspecto del eventual
responsable del crimen.
Pero la descripción que
Lawende formuló de la fisonomía del posible ejecutor para nada concuerda con
otras descripciones de sujetos avistados con las demás víctimas en los momentos
próximos a sus muertes. Informó que, a eso de la 1 y 35 de la madrugada del 30
setiembre, observó hablando a un hombre con la prostituta en la entrada
cubierta del Church Passage que conducía a la plaza Mitre. Diez minutos después
de ese avistamiento la mujer ya estaba muerta.
[1] Evans, Stewart y Skinner, Keith,
Jack el Destripador. Cartas desde el infierno, traducción de María
Teresa de Cuadra, Ediciones Jaguar, Madrid, España, 2003, pág. 208.
Excelente texto sobre lo ocurrido la noche del segundo acontecimiento. En realidad creo poco probable la posibilidad que el crimen sea una simple imitación de los crímenes de Jack el Destripador. Si pensamos en el hecho de que los crímenes se perpetraron la misma noche, y que en el primero de ellos el asesino no pudo finalizar su tarea, suena lógico el segundo crimen. En este sentido no descarto la existencia de Copycats Victorianos, (calculo que los mismos existieron) pero no es aplicable a la noche del segundo acontecimiento ya que sin lugar a dudas responde a una misma mano criminal. No obstante esta opinión es loable leer un texto que sobresale por su excelencia, como todo lo que usted, Dr. Pombo, escribe.-
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