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Preludio
Ribera del Támesis. Setiembre
1873
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La casucha de madera camuflada entre el follaje era
un buen escondite. La patrulla policial del Támesis no solía allegarse hasta
aquel territorio. Sólo se preocupaban por reprimir a los contrabandistas, y
precaver que los trabajadores del muelle no robasen a sus patronos.
El hombre corpulento había escogido
hábilmente el lugar de la ceremonia. Luego lo incendiarían todo.
Bastaría con conservar el altar de los sacrificios, la estatua del macho cabrío, la cruz invertida y, por supuesto, los disfraces.
Bastaría con conservar el altar de los sacrificios, la estatua del macho cabrío, la cruz invertida y, por supuesto, los disfraces.
Eran necesarios para infundir terror. Ya
habría tiempo para cambiarlos por ropa más tradicional: pantalones, camisas, levitas y gabanes corrientes. También
suplantaría esas rústicas botas por zapatos de cabritilla, sus preferidos.
Pero allí precisaba portar aquel atuendo; y
así se había vestido, mientras aguardaba impaciente a sus acólitos, que ya no
podrían tardar mucho más.
Afuera, la noche cerrada, sin luna, se
cernía sobre la ribera sur del río, en Battersea. Un viento gélido silbaba
agitando ramas y hojas.
Adentro estaba él, encarándose a la
imagen que le devolvía el espejo, antes de partir rumbo a la sala ceremonial.
Su rostro tenso bajo el antifaz con
largas ranuras ovaladas, tras las cuales destellaban sus pupilas enrojecidas.
Aunque esta vez había inhalado poco opio, lo consumido alcanzaba para
provocarle ese desagradable efecto.
La
cara era lo que más debía aterrorizar y, consciente de ello, ajustó sobre la
mascarilla la piel de zorro moteado. El extremo puntiagudo del cuero cubría su
nariz, imprimiendo a su fisonomía el aspecto de un ave rapaz.
Sólo quedaban al descubierto sus mejillas mal afeitadas y su mentón cuadrado.
Tapaba su testa una oscura capucha azulada que llevaba muy abierta, sujeta a la base del cuello mediante un tosco cordel anudado.
Una larga capa de igual color y textura colgaba de sus hombros y, bajo ella, la chaqueta de paño opaco con una fila de redondos botones dorados, prendidos a sus ojales uno por uno.
Extrajo del cofre la daga de acero con
empuñadura bronceada, tan filosa como para degollar venados, y otros animales.
Por primera vez la utilizaría con humanos.
Dentro del habitáculo ritual se hallaba
su muy joven ayudante. Cabeza rapada y toga marrón que le llegaba hasta los
pies. Estaba encendiendo los cirios, e hizo una reverencia al advertir su
ingreso.
–¡A su servicio, mi Maestro!
Su superior se aproximó, y le musitó al oído la contraseña a tener en cuenta aquella ocasión.
Su superior se aproximó, y le musitó al oído la contraseña a tener en cuenta aquella ocasión.
–«Baphomet.»
El subalterno comprendió, y fue hacia
la dependencia trasera. A través de la rejilla del portón de hierro ahí
instalado, atisbó en espera de los cofrades.
No transcurrió mucho. Ya venían. La mujer maniatada, con la prieta mordaza sellándole la boca, nada podía hacer frente a sus dos captores.
No transcurrió mucho. Ya venían. La mujer maniatada, con la prieta mordaza sellándole la boca, nada podía hacer frente a sus dos captores.
Pese a que con toda evidencia éstos
pertenecían a su clan, el discípulo debía obedecer la orden impartida.
–¡La contraseña! – exigió, cuando se
anunciaron desde fuera.
–¡«Baphomet»!
Les abrió y entraron. La cautiva cayó
desvanecida. Se agachó para levantarla, y percibió el olor acre que despedían
sus labios. El brebaje era muy potente y luego de tenerla dominada, como
precaución extra, la habían obligado a beberlo.
–¿Y los niños?, preguntó a los esbirros.
–Escaparon. Tanto el chico como la niña.
–El maestro se pondrá furioso, con este
trabajo hecho a medias – los reprendió.
Agacharon sus cabezas.
El rapado de la toga marrón se
desentendió de ambos. Agarró a la desvanecida por los tobillos pero, a despecho
de su frágil apariencia, pesaba demasiado. Pidió ayuda para cargarla. El matón
más robusto la izó desde los hombros, y entre ambos la transportaron hasta la
antecámara.
Aquel recinto resplandecía con fulgor
infernal, por la llama de multitud de velas negras.
Encaramado sobre la tarima, el amo
presidía.
Había también otra presencia humana: una
mujer alta que lucía un atavío escarlata, y disimulaba su rostro con una
careta.
Depositaron a la prisionera arriba de la
mesa de sacrificio, dejando que su cabeza colgase. Tras esto, los tres adeptos
quedaron rígidos, paralizados ante la escultura del macho cabrío, que los
contemplaba con semblante maligno y estúpido.
Dio inicio a la liturgia. Voces guturales
emergieron de la garganta del supremo jefe y de su cómplice femenina. Un
lenguaje desconocido para los otros que, por incomprensible, más intimidante
resultaba aún.
Cuando cesó el cántico, la secuaz fue por
un amplio cuenco color oro y lo ubicó en el piso, centímetros abajo del cuello
de la víctima. Ésta comenzó a sacudirse de improviso. El sopor inducido por el
narcótico se diluía.
Debían apresurarse. Era una ofrenda al
gran Satán, no una carnicería. Por lo menos no lo sería mientras la persona a
inmolar estuviera con vida.
Luego habría que esparcir sus restos trozados por el río, conforme preceptuaba el libro sagrado.
Luego habría que esparcir sus restos trozados por el río, conforme preceptuaba el libro sagrado.
Pero ahora no había por qué infligir dolor
inútil. La asistente rogó con su mirada al encapuchado que no se retrasase más.
Los enrojecidos ojos bajo la máscara asintieron.
Excelente reseña de un thriller de magnífico nivel literario. La verdad es que El autor Gabriel Pombo se luce en esta novela victoriana. Los personajes están retratados con brillantez, siendo Arthur Legrand y Bárbara Doyle una pareja de detectives que hacen las delicias con sus pesquisas y su enfrentamiento contra dos asesinos seriales históricos terribles como fueron el Descuartizador del Támesis y Jack el Destripador.
ResponderEliminarLa trama es envolvente y el ritmo narrativo cautivante desde la primera página hasta el desenlace impactante e imprevisible. Se trata de una lectura adictiva, que nos da la oportunidad de aprender mucho sobre la época victoriana y acerca de estos dos casos criminales emblemáticos. Al pasar las páginas nos sentimos inmersos en la Inglaterra de fines del siglo XIX cuando gobernaba la reina Victoria. Las escenas nos atrapan en medio de las callejuelas neblinosas del este de Londres, transitadas por elegantes carruajes, con sus burdeles y sus tabernas a las cuales acudían prostitutas y personajes de mal vivir. Una novela que se lee de corrido en tres horas, o aun menos, plena en sobresaltos y de intriga, y que logra el objetivo de sacarnos de contexto durante un buen rato, proporcionándonos un intenso placer.
En su impotencia por terminar con los homicidios de Jack el Destripador el barrio creó un Comité de Vigilancia, y sus integrantes contrataron detectives privados para realizar el trabajo duro. Arthur Legrand, francés culto y brillante, comanda las operaciones. Su pareja, la joven periodista encubierta Bárbara Doyle, es pieza clave del pequeño equipo. Pero no solo el tenebroso suburbio de Whitechapel debe ser vigilado. Pronto los investigadores comprenderán que más sucesos macabros castigan a la población británica. Desde el río Támesis y sus cercanías irán emergiendo trozos de cadáveres, y el "Asesino del Torso" es el responsable. En realidad, sus andanzas han precedido a las del Destripador y, aunque es casi desconocido para el público, rivaliza con este en atrocidades y horrores.
ResponderEliminarInspirada en hechos reales, y escrita a modo de thriller, "El animal más peligroso" narra la historia de esos crímenes, de aquellos asesinos, y del hombre y de la mujer que los enfrentaron.