EL ANIMAL MAS PELIGROSO: UN THRILLER VICTORIANO
2
Londres. octubre a noviembre 1888
Golpeaban a la puerta con insistencia. Tres, cuatro, cinco veces. Los llamados retumbaron arrancándolo del sopor del sueño, y él se reincorporó lentamente, empujando a un lado las sábanas húmedas de transpiración. Estaba claro que no le dejarían dormir su siesta.
–¡Ya va!, esperen…
Con pesadez Arthur Legrand abandonó la cama. Dejó atrás el dormitorio mientras iba abotonando a su torso desnudo la primera camisa que encontró, y se calzaba los zapatos. El pantalón ya lo llevaba puesto, casi sin arrugas de tan cansado que había caído a lo largo del colchón, después de dos noches en vela. Atravesó el living y pasó por la arcada que daba acceso al frente de su residencia. Los ruidos cesaron.
El causante de los estridentes golpeteos había oído desde la calle el rumor seco de las pisadas aproximarse. Supuso que, antes de abrirle, el hombre que estaba del otro lado escudriñaría a través de la mirilla. Así de precavido era su jefe.
Sin embargo, en esta ocasión se llevó una sorpresa: la puerta se entreabrió con brusquedad, dejándole libre el camino.
El dueño de casa no necesitaba comprobar nada. A esa hora únicamente dos personas podían acudir en su busca. Una de ellas era su amante Bárbara Doyle, y él conocía muy bien la manera cómo la joven se anunciaba. Lo hacía con insistencia pero suavemente, con un dejo de sensualidad. Su método de tocar a la puerta componía parte de su personalidad: femenina, inteligente, sagaz.
Por eso al anfitrión no le quedaban dudas de quién resultaba el individuo que aporreaba el pórtico de roble, haciendo percusión con sus nudillos curtidos y ásperos. Nada más podía tratarse del latoso de John Batchelor, su detective auxiliar, su amigo, el borracho de John.
–¡Pasa! Tranquilo que no hay nadie conmigo.
John, el borracho, estaba sobrio en ese momento tan temprano de la tarde. Atisbó receloso a su alrededor previo a ingresar. Costumbre profesional. No vio moros en la costa. Avanzó ágilmente, y no bien traspasó el umbral el otro cerró. Lo hizo muy rápido asimismo, para que ningún peatón tuviese tiempo de identificar al que entraba. También por deformación profesional.
–¿A qué viene tanta urgencia? ¿Ya capturaron al criminal?
Era evidente que bromeaba, y su interlocutor así lo entendió.
–Si lo atrapan nos perdemos este empleo, ¿no crees? No, por cierto que no le echaron el guante todavía. Para eso nos contrataron a nosotros– apostilló con sorna, mientras escoltaba a su empleador y amigo hasta la sala en donde se instalaba la biblioteca y el escritorio principal.
Una vez allí, zafó de su hombro la correa del bolso de lona alquitranada que traía a cuestas y lo depositó en el piso, poniendo cuidado al realizar la maniobra. Hecho esto, se sentó en una de las sillas de mimbre destinadas a las visitas.
Había confeccionado para uso propio una copia manual de aquel mensaje que le prestaron a fin de que lo exhibiera a su jefe, con el ruego de que no lo extraviase. Introdujo su mano derecha en el ancho bolsillo del abrigo buscando el papelito que contenía el original.
El otro detective privado, a su turno, se había acomodado en el sillón revestido de cuero gris con posa brazos de madera de abedul, y cansinamente ordenaba su escritorio, conforme se iba espabilando.
Dos noches de insomnio, y a menos de cuarenta minutos de conciliar el sueño John irrumpía con sus novedades, que casi siempre implicaban pura pérdida de tiempo. Más le valdría que ahora tuviese una razón genuina para haberlo despertado. Advirtió que su compañero revolvía en el fondo de los bolsillos.
–Vale la pena la molestia– afirmó, anticipándose a lo que el otro pensaba, y desplegó arriba de la mesa la hoja doblada en cuatro.
–¿No me digas que otra carta?
–Sí, pero ésta vale la pena– reiteró con redundancia, haciendo concesión al desgano que se trasuntaba en el timbre vocal de su auditor.
–Ésta también se la mandaron al señor Lusk; y aunque el judío quedó temblando otra vez del susto prefiere que nosotros la leamos, y le aportemos nuestra opinión antes de dar aviso a la policía.
George Lusk, presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel
–¡Qué considerado de su parte!– bufó irónico Legrand, quitándole sin miramientos el folio.
Al primer vistazo corroboró que la grafía del texto era especial. Diferente a la letra ampulosa y burda de la anterior epístola. La que hizo que el empresario constructor George Akin Lusk, presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, empezara a sentir miedo. Aquella esquela con lamparones sanguinolentos que, acompañada por una cajita de cartón, arribó al domicilio del comerciante el 16 de octubre de 1888.
Una cajita en cuyo interior se escondía un trozo de riñón humano preservado en glicerina.
No hacía falta ser un experto grafólogo para darse cuenta que esta flamante correspondencia provenía de un emisor distinto. La caligrafía lucía elegante, pero el tamaño de las letras era pequeño.
El lector esculcó en el segundo cajón de su escritorio y recogió sus gafas. Por vanidad las ocultaba de Bárbara para que la mujer, más de veinte años menor que él, no descubriera que precisaba usarlas. Pero con su subordinado y amigo no le importaba que saliera a luz ese vergonzante detalle.
Montó encima del puente de su nariz el armazón metálico, y a través de los cristales las manchas borrosas, que danzaban frente a sus retinas, comenzaron a adquirir sentido. Estaba escrita con tinta roja sobre ese papel barato, y en los bordes se notaban rastros de suciedad. Las huellas desvaídas de unas yemas y una palma.
Leyó:
«…Me gusta matar gente porque es divertido. Es más excitante que cazar animales salvajes en el bosque porque el ser humano es el animal más peligroso de todos. Matar personas es la experiencia más emocionante. Es incluso mejor que tener sexo con una mujer. Y lo mejor de todo es que cuando muera renaceré, y aquellos a los que he matado serán mis esclavos en el más allá. Sigan la ruta que lleva al río y allí los restos de mis esclavos encontrarán. Pero yo estaré ya demasiado lejos de ustedes, y regresaré una y otra vez para cazar…»
Eso era todo, carecía de firma.
John observaba con atención a Arthur, esperando percibir en su fisonomía algún cambio gestual. Calmo, sin mostrar emoción tras su pausada lectura, aquél le inquirió:
–¿Trajiste también el sobre? Dámelo para cotejarlo con el de la carta del riñón, así vemos si lo remitieron desde el mismo circuito distrital de correos.
Como su compañero demoraba en contestarle el pesquisa salió de su estado de ensimismamiento, y alzó la mirada apremiando una respuesta. Su visitante se encogió de hombros.
–No hay ningún sobre, ese mensaje no portaba sobre alguno. Sólo el papel doblado en cuatro partes tal cual te lo di.
–¿Qué?
–No lo enviaron desde una oficina de correos. Este recado lo encontró Lusk anoche, arriba de la mesa de su cocina cuando volvió de la casa pública La Corona donde, como ya sabes, se celebran las reuniones nocturnas del Comité.
Esta declaración produjo una mueca en su oyente, cuya faz perdió el cariz inexpresivo. El mentón se distendió y las cejas se enarcaron, en señal de asombro, mientras retiraba los lentes. Batchelor explicó:
–Su esposa estaba ausente. Se hallaba reunida con unas amigas jugando una partida de bridge. Además, era el día franco de la sirvienta. El canalla controló minuciosamente los movimientos habituales de la familia, y averiguó que a cierta hora no había nadie allí. Al parecer, forzó una ventana y se zambulló adentro como Jimmy por su casa.
Si algo faltaba para que el investigador terminara de espabilarse fue oír aquel relato. Dejó el comunicado encima del escritorio y se levantó. Su rostro de cuarentón que llevaba bien los años lucía ahora arrugado. Concentrado en sus pensamientos, febril, empezó a pasear por la sala, olvidándose de la presencia de su colaborador.
Salió del lugar, y al minuto retornó trayendo un portafolio. Lo abrió y extrajo la copia de aquella otra misiva hecha en papel calco. Bien sabía que las caligrafías no casaban, pero igual confrontó ambos comunicados, examinándolos desde el sector donde la luz natural alumbraba con más intensa claridad.
Absorto, volvió a calzarse las gafas y repasó el tenor de la primera epístola, y después el de la segunda.
Se fue deteniendo en cada contorno de las letras, en las sangrías, en las protuberancias formadas por la tinta aplicada sobre aquellos papeles. Con las yemas recorrió sutilmente desde un extremo al otro los dos folios, aquilatando su textura y su rugosidad.
El asistente, tras girar su silla para no quedar a espaldas del abstraído detective, le preguntó:
–¿Qué piensas? ¿Esta última carta la escribió también el loco a quién apodan Jack el Destripador, o se trata del chiste de algún hijo de mala madre?
El interpelado sospechó que su interrogador sabía de antemano la contestación que iba a suministrarle, pero pacientemente argumentó:
–No. Es suficiente con observarlas, y rompe los ojos que estamos ante dos personas muy distintas. Aunque tal cosa sería lo de menos. Como sabes, tuve la posibilidad de leer decenas de remitos como éste, que inundaron las oficinas de Scotland Yard y de la prensa, y todos daban la impresión de proceder de manos diferentes...
Cortó la explicación, dando tiempo a que le fuese formulada alguna pregunta. Al percatarse que el otro se limitaba a contemplarlo expectante, retomó su exposición:
–Resulta notorio que la carta del riñón, aparte de parecer haber sido elaborada por un casi analfabeto, podría realmente provenir del homicida del este de Londres. Basta con leerla.
Y por enésima vez, para fastidio de Batchelor, hombre práctico al cual le desagradaban las repeticiones, leyó en voz alta aquel escueto texto:
«…Desde el Infierno: Sr. Lusk. Señor: Le envío la mitad del riñón que saqué de una mujer, lo guardé para usted. La otra mitad la freí y me la comí, estaba exquisita. Puedo mandarle el cuchillo ensangrentado con que la saqué si sólo espera un poco. Firmado: Atrápame si puedes. Señor Lusk…»
Dieciséis días previos a que esta comunicación llegase a poder del presidente del Comité de Vigilancia, un anónimo delincuente al cual se tildaba El Asesino de Whitechapel ultimó a dos prostitutas en el East End. Con su última presa humana de esa noche, de nombre Catherine Eddowes, se ensañó atrozmente: la degolló, laceró su rostro, la abrió en canal y le sustrajo varios órganos, entre ellos uno de sus riñones.
Tras finalizar la concisa lectura, reemprendió su caminata a través de la habitación en torno a su ayudante, al tiempo que sostenía una carta en cada mano y proseguía con sus razonamientos.
–Pero aquí hay algo que no cierra: si se tratase de un bromista ¿Por qué iría a colarse clandestinamente en la casa de Lusk? Debía suponer que podría estar siendo vigilada por nosotros o por la policía. Corrió demasiado peligro un chistoso arriesgándose a sufrir una paliza si era pillado y que luego, para colmo de sus males, lo encerrasen en la cárcel hasta que pudiera justificar que no era un delincuente, sino tan solo un idiota guasón...
Aunque de cuando en cuando el expositor hacía un alto en espera de que su oyente interviniera, bastaba con mirar a éste para comprender que su interés y paciencia declinaban a ojos vista.
Se aburría ya, pues –como quedó dicho– no era un analítico, sino más bien un individuo de acción. Por respeto a su empleador apretaba la mandíbula, refrenando el bostezo que pugnaba por escaparse.
Pero su interlocutor, absorto en su mundo, meditaba cada vez a mayor velocidad. Embriagado por un arranque de verborragia y asumiendo un talante doctoral, siguió disertando:
–Aparte, la mención a que el hombre es el animal más peligroso, y a que los restos de sus esclavos se encontrarán junto al río, no guarda relación con los asesinatos del susodicho destripador. Pero, por otro lado, el que escribió esas frases no podría ser más que un tarado, nada prueba que se trate del verdadero homicida. Lo que sucede es que Lusk se ha convertido en un cartón ligador, y todos los pícaros de Inglaterra pretenden divertirse a su costa. En especial ahora que trascendió el asunto de la caja con el medio riñón. Y después de que el doctor Openshaw dictaminó que se trataba de un órgano humano con secuelas de la enfermedad de Bright. Esta es una dolencia renal degenerativa muy frecuente entre los alcohólicos. La tal Eddowes era una borracha perdida, y le extirparon uno de sus riñones luego de apuñalarla. Eso deviene consistente con un ataque del criminal ahora conocido como Jack...
Batchelor ya había tenido suficiente por hoy.
Aguantar a los viejos engreídos del Comité de Vigilancia, que cada día estaban más paranoicos, gastar las suelas de sus zapatos rondando el sucio distrito de Whitechapel, en busca de sacarle información a los polizontes y a los pillos del barrio, dormir en pensiones de mala muerte; tanto trajinar le empezaba a pasar factura.
En aquel instante comprendió que, aunque le debía muchos favores a Arthur, no podía evitar envidiarlo. Ese señor, al igual que él, estaba más próximo a los cincuenta años que a los cuarenta. Pero las vidas de ambos distaban un abismo. El otro disponía de su propio dinero, y en abundancia. Trabajaba cuando se le antojaba, haciendo alarde de ser un experto sabueso detective. Y, como si lo anterior fuese poco, se daba el lujo de acostarse con una periodista que no frisaba siquiera los veinticinco años; y ¡qué par de pechos, por Dios!
Fantaseó imaginando a Bárbara desnuda a su merced, el aroma de su piel fresca y dulzona, la punzante sensación que experimentaría si la lograse poseer, las diabluras que la chica sería capaz de hacerle en la cama. Y, a todo esto, el sabiondo parlanchín continuaba hablando y hablando.
Tenía que hacerlo callar a como diera lugar. Entonces se le ocurrió aquella idea. Tomó el morral alquitranado que reposaba a la vera del asiento, y lo subió a su regazo. Conocía la irrefrenable curiosidad que caracterizaba a su patrono.
El truco rindió sus frutos. Bastó con efectuar ese sencillo movimiento para que aquél interrumpiese su perorata.
–¿No me digas que ahora guardas en ese bolso las petacas con el whisky?
–Nada de eso, de hecho estoy pensando en abandonar el alcohol. Si me das un aumento te prometo que dejaré de beber, al menos un día a la semana– bromeó, en tanto mecía el morral y destrababa el cordel que lo anudaba.
Amagó hurgar dentro del mismo pero, en vez de sacar alguna cosa de allí, extrajo desde un bolsillo de su chaqueta un pitillo y lo encendió, mientras volvía a ubicar el bulto en el suelo y se ponía de pie.
–Salgo de aquí porque sé que no toleras respirar el humo del tabaco– dijo, retirándose y dejándolo a solas. No había acabado de fumar el cigarrillo cuando lo oyó vociferar.
–¡Qué mierda es esto! – vio cómo Legrand atravesaba la sala con el rostro congestionado, rojo encarnado asomando entre la barba rala y entrecana.
Venía furioso en dirección a él. Aferraba un ajado pedazo de diario en su mano izquierda, y en la derecha aquel colgajo frío y sangrante… una oreja amputada.
–No me diste tiempo de advertirte. No debías haber metido la mano dentro del bolso sin antes preguntarme, amigo.
Y como su interlocutor parecía seguir sin comprender John poniendo cara de ingenuo, a la par que gozaba con su picardía, le explicó:
–Es la oreja arrancada a una mujer. Se la dejaron a Lusk, junto con la carta que menciona eso del animal más peligroso. Venía dentro de una tela de arpillera, envuelta con ese viejo papel de periódico.
EXELENTE ......MUY BIEN LOGRADO NOTABLE NOVELA QUE ATRAPA
ResponderEliminarHace algunas semanas le comentaba, estimado señor Pombo, de la posibilidad de que sus libros estuvieran en la plataforma de amazon para mayor difusión. Hoy me llevé la sorpresa de encontrar en dicha plataforma tanto "El animal mas peligroso", como "la leyenda continua",es de más decir que inmediatamente han sido agregadas a mi kindle. Es un gusto deleitarse con sus escritos. Gracias por su labor, estamos siempre al tanto de los mismos. por cierto, el título de su novela me remite por fuerza al caso del zodiaco, me parece , como titulo de la obra, excelente. Exitos.
ResponderEliminarMuy gentil Halford por pasar nuevamente por mi blog luego de bastante tiempo que no lo hacías. Dado que mis libros no han llegado en papel a otros mercados y países más allá de mi país Uruguay y de Argentina, me pareció positivo difundirlos digitalmente vía la plataforma de Amazón para que otros lectores que lo deseen puedan acceder a mis modestas obras.
EliminarMil gracias por tus palabras.
Excelente reseña de un thriller de magnífico nivel literario. La verdad es que El autor Gabriel Pombo se luce en esta novela victoriana. Los personajes están retratados con brillantez, siendo Arthur Legrand y Bárbara Doyle una pareja de detectives que hacen las delicias con sus pesquisas y su enfrentamiento contra dos asesinos seriales históricos terribles como fueron el Descuartizador del Támesis y Jack el Destripador.
ResponderEliminarLa trama es envolvente y el ritmo narrativo cautivante desde la primera página hasta el desenlace impactante e imprevisible. Se trata de una lectura adictiva, que nos da la oportunidad de aprender mucho sobre la época victoriana y acerca de estos dos casos criminales emblemáticos. Al pasar las páginas nos sentimos inmersos en la Inglaterra de fines del siglo XIX cuando gobernaba la reina Victoria. Las escenas nos atrapan en medio de las callejuelas neblinosas del este de Londres, transitadas por elegantes carruajes, con sus burdeles y sus tabernas a las cuales acudían prostitutas y personajes de mal vivir. Una novela que se lee de corrido en tres horas, o aun menos, plena en sobresaltos y de intriga, y que logra el objetivo de sacarnos de contexto durante un buen rato, proporcionándonos un intenso placer.
Me gusto enserio es la primera vez que comienzo a leer libros y enserio a sigo algo fantástico
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