jueves, 16 de marzo de 2017

El animal más peligroso. Aventura en la taberna

EL ANIMAL MAS PELIGROSO. UN THRILLER VICTORIANO (CAPÍTULO 5)


Aquel sujeto se había puesto demasiado cargoso. Cierto que ella, acodada contra la mesada de la taberna mientras saboreaba su segunda ginebra de la tarde, se veía por demás insinuante. Sus senos restallando debajo del ajustado vestido color lila chillón sobre el sedoso corsé. 
–No estoy en horario de trabajo, querido. ¿Por qué mejor no te largas? 
–Te haces la difícil cuando en realidad no eres más que una puta barata. Y las putas están a la venta ¿verdad? 
El hedor rancio a alcohol que exhalaba alcanzó la cara de la pelirroja, forzándole un mohín de asco. Ese pelmazo estaba parado a su vera, y desde aquella sesgada posición le hablaba.También sin enfrentarlo, de soslayo, la muchacha lanzó una mirada de odio cuando advirtió que el individuo, de a poco, iba deslizando sus codos por la tarima del bar en dirección a ella, al tiempo que empujaba su vaso lleno de cerveza. 
–¡No te me acerques! 
Él, sin paladear su bebida, tragó un largo buche que corrió a través de su garganta, produciéndole una cálida sensación de mareo. No es que necesitase hacerse de coraje para abordar a esa furcia presumida. Conocía al dedillo cómo funcionaba aquel antro. Sabía que por esas horas el dueño no estaba. Atendía su gorda mujer, y ésta era ciega, sorda y muda. Nadie iría a causarle problemas si él usaba la fuerza para llevarse de allí a la ramera. A sólo una cuadra de distancia se localizaba ese baldío, donde la obligaría a darle sexo gratis. Más le valdría no hacerse la dura con él. De cualquier forma, resultaba preferible tratar de obtener su propósito por las buenas:
 –Ya son más de las siete de la tarde. Se viene la noche. ¡Asegúrate los primeros cuatro peniques de la jornada! – gruñó. Acto seguido, arrojó con desprecio las monedas arriba del mostrador. 
Ese argumento hubiese bastado para persuadir a cualquiera de las otras prostitutas que estaban en ese lugar. 
 Pero la mocosa necia se resistía: 
–Mira, allá en el fondo, alrededor de aquella mesa, tienes sentadas esperando a dos compañeras mías; quizás tengas mejor suerte con ellas. 
–El cliente paga y manda, nena. Yo soy quien elijo. 
Le frotó la palma áspera por el revés del vestido, sobando su espalda hasta alcanzar el pronunciado escote trasero que la dejaba al descubierto. Consiguió introducir tres dedos rozándole la piel. Fue lo máximo a lo que pudo llegar. 

Otros dedos más fuertes que los suyos, y que ciertamente no eran los de la joven, prensaron su muñeca retorciéndole el brazo mediante un brusco agarrón.
 –¿Qué diablos? – gritó, más que preguntó, al sentir que alguien lo inmovilizaba. 
–Cuida los modales con mi amiga– le requirió el otro. El que, apareciendo desde la nada, encepó su brazo derecho doblándoselo hacia atrás, forzándolo a reclinarse contra la barandilla de la cantina.
 –¡Mierda! –, volvió a insultar el agredido. Pero imprecar era lo único que podía hacer. Aquel individuo, aunque no era más corpulento que él, lo había tomado por sorpresa y sacaba partido de esa ventaja.
 –¡Cretino de porquería! – gritó en su oído el atacante, haciéndole retumbar los tímpanos. –¿Crees acaso que mi chica vale nada más que cuatro míseros peniques?
Sin dejarlo replicar –en caso de que el vapuleado hubiese querido decir algo– le oprimió aún más el brazo y lo empujó contra la mesada, hasta cortarle la respiración. Tras tenerlo a merced aflojó la presión, aunque apenas lo imprescindible para permitirle farfullar:
 –Perdona amigo. No sabía que era tuya. Te doy seis peniques más por ella. Es todo lo que tengo – gimió. 
–No está en venta hoy. ¡Y no me tutees, cabrón!
Se lo exclamó con un susurro musitado contra su oído. Nadie más lo oyó, pero las palabras repicaron dentro de su cabeza cual andanadas de fusil. 
El maniatado cliente hizo un esfuerzo por dar pelea. Forcejeó una y otra vez, sin poder escaparse de la llave que su antagonista le había aplicado con rigor profesional. Cada espasmo que daba tratando de zafarse le generaba más sufrimiento. Dolor intolerable. Se maldijo al darse cuenta que las lágrimas empañaban sus ojos y que, sin poderlo evitar tampoco, un chorro de orina se escurría desde su vejiga cargada de alcohol, y manchaba sus pantalones.
 –Voy a soltarte ahora. Te vas a dar vuelta y a largarte de aquí muy despacito. No pruebes hacer nada raro, o te quedarás sin dientes. 
A la amenaza escupida en su oreja le siguió una punzada en los riñones. Un ardor paralizante. Ese condenado le había atizado duro usando una porra de policía. Era verdad que iría a romperle los dientes con ese palo, si él buscaba revancha. 
Por tal motivo, aun cuando se vio libre del cepo que atenazaba su brazo, no ofreció resistencia. De reojo, por primera vez lo vio. Un fugaz vislumbre de aquél rostro de tez clara, furiosos ojos grises y cerrada barba negra, bajo un gastado sombrero de fieltro, calado contra la frente.
Se echó a andar con paso vacilante, procurando salir de la taberna. Para mayor escarnio, durante su trayecto de retorno, percibió el cuchicheo de las dos desgarbadas busconas cuyos servicios había despreciado. 
–Esta vez sí que encontraste la horma de tu zapato, Hutchinson, ja, ja – se burló la más desdentada. 
–Sí, vaya que te apalearon como a un perro, pedazo de idiota. Eso te pasa por buscar carne fresca en vez de venir con nosotras – remató, con timbre pastoso, su compinche. Irguió la cabeza que llevaba gacha, y miró hacia dónde procedían las mofas y risotadas. Conocía a esas dos golfas. Iba a insultarlas, pero se frenó. Con su mala suerte tal vez hasta aquellas mugrosas contarían con un defensor y, con su brazo diestro tan machacado, hoy ya no se atrevía a batirse contra nadie.
La humillación padecida por el hombre tenía otra testigo. Petrificada bajo el dintel de la entrada ella lo contemplaba azorada, con sus bellos ojos azules muy abiertos.
 –George. ¡Santo cielo, qué mal se te ve! Déjame acompañarte a la enfermería del hospital. Podrías tener roto el hueso. 
La noble samaritana debía ser una meretriz. No sólo porque raramente una mujer que ponía sus pies en ese tugurio no lo fuese, sino por cómo iba vestida. Su indumentaria delataba el oficio que ejercía. La ropa era de corte similar, aunque más vieja, a la de la muchacha por la cual su amigo había sido zurrado. Y es que aquél debía ser amigo suyo, además de cliente, atento a la sincera preocupación que ésta le prodigaba. Le palpó el brazo derecho que lucía fatal y casi descoyuntado. Con suavidad, arremangando su camisa, frotó su muñeca y su antebrazo para aliviarlo, a la par que le consolaba. La charla que mantuvieron apenas duró segundos. Dialogaron en tono tan quedo que ninguno de los presentes llegó a entender qué decían. 
Ella parecía tener la misma edad, estatura y lozanía que la otra chica. Su cabellera era rojiza también, pero más larga, rebelde y vital que la de su camarada. Y en esto diferían ambas mujeres: Los cabellos de la primera, pese a lucir peinados con donaire, se veían opacos y sin vida; cosa muy explicable al tratarse de una peluca, por más que fuese de excelente calidad como era aquella. 
Atisbando desde el otro extremo del pub, el presunto proxeneta controlaba que su oponente terminase de escabullirse. Después de despedirse de la joven que lo asistiera, aquel individuo se retiró. 
A todo esto, su vencedor, volviéndose hacia la fémina de vestido color lila chillón y respingados senos, le ordenó:
 –¡Recoge esos cuatro peniques! Ella, obediente, tomó el dinero y lo guardó en un pliegue de sus ropas –Están más que merecidos. – se mofó él. –Y ahora debemos cambiarnos de sitio. Quedamos demasiado expuestos acá. 
Conseguir una mesa libre, munida de sus toscos taburetes, no representaba dificultad. Había muy poca gente por entonces en el interior del pub Britannia, popularmente conocido como el «Ringer» en honor al apellido de su propietario.
Por increíble que sonara, casi ningún parroquiano se percató de la pelea. El protector había obrado con discreción y profesional eficacia. Nada de escándalos. Tan sólo un escarmiento certeramente propinado. 
Ese desinterés de la concurrencia tuvo, sin embargo, una excepción que pasó inadvertida. Un cliente, demasiado bien vestido para una taberna del East End, registró el incidente desde su génesis. Vigilaba a la sensual joven del escotado traje lila. Permanecía acodado en un extremo de la larga mesada, dando espaldas al resto. Durante todo el rato fingió estar concentrado leyendo un periódico, a la par que bebía con parsimonia su trago. 
El pelandrún de George se le había anticipado cuando se aprestaba a abordarla. A buen seguro ella hubiese aceptado gustosa su invitación.Un hombre cortés, distinguido y de mundo no podía compararse con los desaseados individuos que esas trabajadoras sexuales soportaban, en ausencia de otra opción mejor. Además de ofrecerle una paga acorde a su fresca belleza, tampoco le hubiese propuesto que lo sirviera en un sucio callejón. Su cochero privado esperaba a la salida de la taberna, con los caballos embridados al elegante carruaje. Sabría actuar sin mostrar apuro. Llevaría a la señorita a dar un paseo, fuera del pobre distrito. Por el camino, la convidaría con ron de fina marca y racimos de uva. La haría sentirse una verdadera dama. 
Pero sus planes se frustraron por culpa de ese estúpido, que muy merecida tenía la tunda sufrida. Cuando menos, se divirtió viendo la disputa a partir de su inicio. Oyó con claridad la voz de la chica repeliendo al latoso; un timbre vocal firme y un modo de hablar educado, llamativo en una ramera. No sería la última vez que escucharía esa voz. Aunque él no pudiera imaginarse en qué circunstancias volvería a hacerlo. 
Le gustaba la muchacha para sus fines, pero ahora tales proyectos se habían truncado. El caballero que la acompañaba ya había acreditado su rudeza. Por eso, el parroquiano bien ataviado estaba a un tris de solicitar su cuenta, abonar lo consumido y marcharse, cuando apareció la segunda meretriz que asistió al maltrecho gandul. Sin perder su sigilo, desde mediana distancia, se dedicó a fisgonear por arriba del diario que simulaba leer. 
Muy juvenil y atractiva también la recién venida. Le apetecían mujeres jóvenes esa vez. Esperaría hasta que abandonase el antro, y la seguiría. 
Aquella prostituta, por su parte, tomó asiento en torno a una mesa alejada a la barra, y chasqueando sus dedos captó la atención de la señora que servía, quien se le aproximó exhibiendo una ancha sonrisa. 
–Hola Jeannette, me alegra verte. Pensé que nos habías abandonado. Hacía más de un mes que no te dejabas caer por acá – saludó la obesa esposa del encargado de aquel bar de copas, que era el más cercano a dónde ella se alojaba: en el número 26 de la calle Dorset, una especie de conventillo llamado Miller´s Court. 
–Buenas tardes señora Ringer, yo también me alegro de verla nuevamente a usted. Aquí puedo venir a empinar un trago sin pensar en mi tarea, ni ser molestada cuando no tengo ganas de atender a un fulano. 
–¿Quieres que te sirva ginebra, o prefieres una pinta de cerveza? 
–La cerveza me sentaría mejor hoy. 
En realidad la samaritana de George prefería la ginebra, pero la cerveza resultaba más barata, y tendría que ahorrar o pronto la echarían literalmente a patadas de su habitación número 13 por morosa. Aunque era demasiado joven, comparada con las ruinosas cuarentonas victimadas en las últimas semanas– pues sólo tenía veinticinco años–, la irlandesa pelirroja de ojos azules había comenzado a abismarse en una pendiente sin salida. El día anterior, una casi adolescente vecina suya acudió hasta su cuarto a visitarla, y allí emprendieron una animada plática que fue interrumpida bruscamente por ella, quien le aconsejó a su oyente: «Hagas lo que hagas, no termines como yo», palabras sombrías que devendrían premonitorias. 
Extrañaba a Joseph Barnett; su concubino hasta nueve días atrás. El pasado 30 de octubre aquél había abandonado la vivienda que compartían, luego de una violenta trifulca donde ambos amantes se arrojaron con cuanto objeto tuvieron a mano. Incluso rompieron el cristal de la ventana contigua a la puerta de ingreso. La chica ni siquiera podía recordar ahora el origen de aquella gresca, de lo ebria que estaba. Sin su pareja ocupando la habitación se le facilitaba el trabajo. No tendría que practicar la molesta labor de pie, en los recovecos de un callejón. Además, podía conseguir clientes mejores; dispuestos a pagar una cifra decorosa por la comodidad de una cama y de un cuarto caliente.
A unos pasos de dónde ella estaba, la muchacha del amplio escote trasero y su acompañante esperaban a que les trajesen su pedido. La única camarera que ayudaba a la cónyuge del dueño –una chiquilla de incisivos separados, flaca, y con aspecto de ser menor de edad– llegó portando el servicio: una botella de cerveza de elevado precio. El hombre se encargó de escanciarla. Rellenó hasta el borde los dos vasos limpios que también les dejaron, a la vez que oteaba de reojo, para asegurarse de que nadie los estuviese espiando. 
–¿Conoces a la amiguita del tal George Hutchinson? – interrogó. Y añadió, previniéndole: 
–¡Cuidado! No te vayas a dar vuelta ni mires hacia allí. Está bebiendo cerveza a un par de metros detrás de tu espalda – le susurró. 
Ella succionó su trago con lentitud, e igualmente en voz baja, repuso: 
–No la he tratado en persona, pero sé que su nombre es Mary Jane Kelly, proviene de Irlanda y vive en una pensión de la calle Dorset. De cualquier manera, no es del paladar de Jack – replicó sonriendo. Y concluyó: –No está en riesgo. Casi diría que podemos descartarla. 
–Sí… ¿y por qué? 
–Nuestro criminal las prefiere viejas y más bien feas. Recuerda: Emma, cuarenta y cinco años, Martha, treinta y nueve, Polly, cuarenta y tres, la Morena, cuarenta y siete, la Sueca, cuarenta y cinco y Kate, cuarenta y seis. 
Hizo un impase, y redondeó su idea: –Todas estas edades las extraje de las encuestas judiciales. Pero esta mujer ronda entre los veinticuatro y los veintiséis años a lo máximo; si mi clínico ojo femenino no se equivoca.
Había practicado un fiel repaso, citándolas por sus nombres de pila o por sus alias, de las finadas que la prensa reputase víctimas del maníaco que cazaba en la región donde, en aquel instante, ellos consumían sus bebidas. 
Tras oír muy atento la exposición de la dama, su galán sopló dentro del vaso para correr la espuma y sorber el líquido amargo. Un prolongado buche apagó su sed. Movió los hombros varias veces a fin de aflojar la tensión nerviosa acumulada en su cuerpo. La refriega con aquel rufián le había cansado más de lo que estaba dispuesto a admitir frente a su amante. Ya no tenía veinte años, y ni siquiera treinta. Aunque muchos admirasen su impecable estado atlético, estaba más próximo a la cincuentena que a los cuarenta años. Había tenido suerte de pillar desprevenido al imbécil. En una lucha abierta y frontal el resultado podría haberle sido adverso. Escudriñó por encima del delicado hombro de Bárbara, hacia donde se hallaba la otra muchacha. La veía ingerir esa cerveza barata que le trajeron.
 Se concentró en aquella cara transida por la desazón y la angustia, sumida en tristes pensamientos. ¿En qué estaría pensando? ¿Quién sería ella en realidad? No tenía el perfil de una víctima del destripador. En eso le daba la razón a su querida. Pero entre la niebla de esas sórdidas callejuelas nadie estaba seguro. Ni siquiera él. 
Afuera del pub la tiniebla volcaba su telón sobre un cielo que perdía su celeste. Llegaba la noche que daría paso a la madrugada del 9 de noviembre. 
Entre tanto, la fémina objeto del escrutinio de Legrand comenzó de repente a mirarlos, tropezando su visión con la nívea piel que el escote trasero generosamente ofrecía. No envidiaba a esa colega. Más bien sentía pena por ésta, si es que pudiese permitirse el lujo de experimentar una emoción semejante. Tan joven al igual que ella, y ya en camino hacia el abismo. 
Whitechapel era el infierno. La miseria había empujado a Mary hasta allí. Las hambrunas de su Irlanda natal. Su marido muerto al explotar la mina de carbón donde trabajaba. Quedar viuda con apenas dieciséis primaveras. Luego, la huida a Gran Bretaña. Los intentos de mantener una vida honesta. Sus días dorados en el West End a los veinte años. Sus amantes ricos, que la mimaban y no le dejaban pasar necesidades. Si hasta vivía cómoda cuando atendía a sus iniciales clientes en la mansión de aquella madame francesa. Buenos años. Grandes sueños. ¿Cómo pudo hundirse tan rápido en el podrido este de Londres? Escalón tras escalón, despeñándose rumbo al averno. Y ahora ya era el colmo. No podía pagar siquiera la renta de la mezquina pieza. Ni un penique obtenido durante semanas enteras. Todo por el miedo, por culpa del pánico a salir a trotar las calles. Por eludir el cuchillo sangriento que se estaba cebando con sus hermanas de oficio. Alguien, o algo, las quería castigar por ser putas, sin  importarle que el hambre y la desesperación las forzara a venderse.
Por eso, sintió lástima de la otra mujer, que a pesar de ser tan fresca y atractiva ya se consumía en esa hoguera. 
¡Pobre infortunada! ¿Crees que ese matón, que vive de las ganancias que deja tu cuerpo, te sacará del fango? ¡Qué ingenua! Ningún hombre quiere, ni puede, salvarte. 
Por lo menos –pensó, y se conformó- ella no tenía que soportar un chulo que la desplumase. Los peniques que cobraba eran sólo suyos. Debía volver a trabajar, y recobrar su dignidad. Si lograba conservarse sobria durante unos pocos días lo conseguiría. Se haría con la plata precisa para marcharse de aquel maldito barrio. Volvería a empezar. 
Con ese objetivo fijo en su mente, Mary Jane Kelly, apodada Jeannette, apuró el último sorbo de su cerveza y se despidió de la señora Ringer, que una vez más tuvo la gentileza de fiarle. Esa misma noche regresaría a las calles. No podía continuar viviendo así. Necesitaba ganar dinero.


3 comentarios:

  1. Esta novela de Gabriel Pombo sin duda es brillante. Nos transporta de lleno a la era victoriana y a los sórdidos homicidios del Destripador y del Asesino del torso de Támesis. Me resultó imposible interrumpir la lectura desde en el primer capítulo. Impresionante la descripción de las andanzas macabras de la secta diabólica que asesina a las mujeres, y a
    la cual se enfrentan Arthur Legrand y Barbara Doyle. Esa pareja de detectives entrañables que mucho deseo vuelvan a estar juntos en una segunda entrega de esta magnifica obra.

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  2. Excelente reseña de un thriller de magnífico nivel literario. La verdad es que El autor Gabriel Pombo se luce en esta novela victoriana. Los personajes están retratados con brillantez, siendo Arthur Legrand y Bárbara Doyle una pareja de detectives que hacen las delicias con sus pesquisas y su enfrentamiento contra dos asesinos seriales históricos terribles como fueron el Descuartizador del Támesis y Jack el Destripador.
    La trama es envolvente y el ritmo narrativo cautivante desde la primera página hasta el desenlace impactante e imprevisible. Se trata de una lectura adictiva, que nos da la oportunidad de aprender mucho sobre la época victoriana y acerca de estos dos casos criminales emblemáticos. Al pasar las páginas nos sentimos inmersos en la Inglaterra de fines del siglo XIX cuando gobernaba la reina Victoria. Las escenas nos atrapan en medio de las callejuelas neblinosas del este de Londres, transitadas por elegantes carruajes, con sus burdeles y sus tabernas a las cuales acudían prostitutas y personajes de mal vivir. Una novela que se lee de corrido en tres horas, o aun menos, plena en sobresaltos y de intriga, y que logra el objetivo de sacarnos de contexto durante un buen rato, proporcionándonos un intenso placer.

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Gracias por comunicarse con Gabriel Pombo.