MUERTE DE MARY JANE KELLY.
COMIENZA LA INVESTIGACION.
EL ANIMAL MAS PELIGROSO (CAPITULOS 6 y 7)
Aquella madrugada varias vecinas y colegas de oficio la vieron entrar y salir incansablemente de su pieza, llevando a ésta candidatos muy diversos. La señora Mary Ann Cox, una viuda de treinta y un años, también prostituta, la halló asida del brazo de un sujeto desarreglado, bajo, gordo, de mejillas sonrosadas por el exceso de alcohol y bigote rubio. Para tornarlo más ridículo aún, el cliente aferraba una jarra de cerveza. Jeannette abrió la puerta del número 13 y lo hizo pasar, pero antes de entrar ella misma vio a Cox que se retiraba de su habitación –que quedaba próxima a la ocupada por la pelirroja– y le anunció:–Amiga, te voy a dedicar una canción – tras lo cual se puso a entonar una balada titulada «Una violeta que arranqué de la tumba de mi madre».
Aparte de que la melodía era triste, la intérprete desafinaba. Al rato la viuda volvió a verla salir en busca de otro cliente. El último testigo que la habría avistado en esa velada fue un obrero amigo suyo: George Hutchinson, quien más tarde describiría al presunto último acompañante que esa noche ella tuviera como un individuo muy elegantemente vestido y «con pinta de extranjero, tal vez un judío».
El domingo 9 de noviembre era un día festivo para los londinenses en el cual se celebraba la fiesta del Lord Mayor, distinción que recibe el alcalde de Londres, York y otras ciudades importantes del Reino Unido. Pero no todos se sentían de espíritu alegre esa mañana.
Mientras oía el paso de la carroza que transportaba al Lord Mayor y los vítores de la muchedumbre, John McCarthy –locador de aquella joven meretriz, y dueño de un bazar con frente a las covachas del edificio designado «La Corte del Molino»– refunfuñaba al revisar sus cuadernos de cuentas.
Ocurría que, desde semanas atrás, los números no le cerraban y únicamente se venía sosteniendo gracias a las ventas de su negocio. En una situación normal sus ingresos primordiales derivaban de las habitaciones que alquilaba a las prostitutas en el edificio del número 26 de la calle Dorset, y ahora la mayoría de ellas le estaban adeudando. Al reflexionar acerca de la razón que provocaba esos atrasos masculló para sí: «¡Es por culpa de ese maldito de Jack el Destripador! Las mujerzuelas tienen miedo de salir a las calles a trabajar, y cada vez consiguen menos plata. Por eso les cuesta tanto pagar ahora.»
El arrendador se consideraba un hombre razonable. Entendía que había surgido una causa que justificaba que sus inquilinas ganaran menos, y por el momento haría la vista gorda y no las acosaría. Sin embargo, al puntear con su lápiz repasó la deuda que mantenía la pensionada del número 13. El valor ascendía a una libra y nueve chelines. Eso era mucho dinero. Por poco que estuviera trabajando le parecía claro que la irlandesa se estaba pasando de lista.
–¡Indian Harry! – voceó, identificando por el seudónimo a Thomas Bowyer, su empleado de cobranzas, que había salido del bazar para contemplar el desfile. –Ven aquí de una vez hombre, que te necesito.
–Sí señor, a la orden – contestó aquél, entrando con paso desganado y encaminándose hacia el escritorio donde su empleador hacía las cuentas.
–No te voy a mandar lejos. Quiero que cruces la calle y vayas hasta lo de la Kelly para que, de una vez por todas, me pague el alquiler que me debe – levantó el cuaderno, y apuntando con su dedo índice señaló el importe que la muchacha adeudaba. –Si no puedes obtener el total cuando menos no regreses con las manos vacías.
El otro asintió y fue hasta el perchero en procura de su abrigo. No es que hiciera mucho frío esa mañana, pero el gabán oscuro que ahora se ceñía completaba su apariencia de hombre serio, y él se figuraba que lo volvía más digno de respeto ante los morosos. A las 10.45 el cobrador aporreó a la puerta número 13. Tres, cuatro veces. No hubo respuesta. ¿Estaría la mujer adentro y fingiría no escuchar?
A efectos de salir de dudas, Indian Harry se dirigió hacia la parte lateral de la vivienda para husmear por la ventana. El vidrio tenía una rotura que permitía introducir la mano y descorrer la cortina. Cuidando no lastimarse apartó la sucia tela, y aplicó un ojo a la abertura con el fin de escrutar hacia el interior. Lo que vio le hizo proferir un grito de terror, y retiró tan rápido su mano que se raspó el dorso, el cual empezó a sangrar levemente.
Su miedo estaba justificado. El macabro hallazgo, que tuvo la desgracia de hacer, resultó uno de los más espantosos y depravados que consignan los anales de la criminología mundial.
Encima de la cama bañada en sangre reposaban maltrechos despojos de aquella que en vida fuera una sensual cortesana. Únicamente llevaba puesto un menguado camisón, que dejaba ver el atroz estropicio infligido a su organismo. Su estómago lucía abierto en canal, y habían seccionado su nariz, sus senos y sus orejas. Trozos de su muslo y fragmentos de piel de su cara yacían junto al cuerpo descarnado. Los riñones, el hígado y otros órganos se esparcían en torno al cadáver y sobre la mesa de luz.
El dantesco cuadro llenó de horror al cobrador, quién fue corriendo hasta el bazar de su patrón y le comunicó el espantoso descubrimiento. Ambos hombres se dirigieron a la pensión y, escudriñando desde la ventana, volvieron a comprobar el hecho. El dueño envió a su empleado a buscar ayuda a la comisaría de la calle Comercial, mientras él se quedaba montando guardia. Al rato, arribaron los inspectores Beck y Abberline, y el superintendente Arnold. También convocaron a los forenses Phillips y Bond. Entre otros agentes sin rango, se hizo presente Barrett de la división H de Whitechapel. Ninguno de los detectives se decidía a impartir la orden de forzar la puerta para acceder al teatro del crimen, pues aguardaban instrucciones de Sir Charles Warren. Pasaban las horas sin tenerse noticias de éste, hasta que se supo la sorprendente novedad de que el jefe supremo había presentado su dimisión esa misma mañana. A las 13.30 por fin el superintendente asumió la responsabilidad de mandar quitar la ventana para fotografiar el interior.
Una vez concretada esta medida, se requirió al propietario que rompiera la puerta a fin de hacer posible el ingreso; labor que éste hizo valiéndose de una piqueta.
«¡Parecía más la obra de un demonio que de un hombre!» exclamó McCarthy al testimoniar en la instrucción subsiguiente.
Con esas palabras dejó constancia de la tremenda impresión que le produjo el monstruoso hallazgo, que estremeció incluso a los más endurecidos policías que concurrieron a la tétrica habitación.
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Barrett fue el primero en venir a comunicarle la trágica novedad. Eran las 4 de la tarde del domingo 9 de noviembre, y lo hizo no bien pudo escapar de su labor en Miller´s Court. Nada más disponía de unos minutos. Luego debería volver a la comisaría de la calle Comercial, donde los inspectores jefes a cargo darían a sus subordinados las instrucciones pertinentes. La calle Flower and Dean le quedaba de paso, y a esa hora no resultaba tan peligrosa como durante las noches, donde sólo en parejas los agentes se atrevían a patrullar. No imaginaba que él estuviese dentro de esa casucha. Debía hallarse en su mansión del lujoso Westminster, de donde procedía. Por eso, ni siquiera llamó a la puerta sino que dejó el papelito, empujándolo a ras del suelo. Poco se anunciaba en ese recado más que el ruego de que lo ubicase cuanto antes, pues algo terrible, y sumamente relevante para la investigación, había tenido cabida de nuevo en ese distrito.
El interior de la chabola era pequeño: un baño con lavamanos y retrete, y una habitación dotada de repisa y lavatorio, a guisa de cocina. Ese ambiente también oficiaba de living y de comedor al mismo tiempo. Un vetusto biombo de mimbre separaba el dormitorio del resto, proporcionando a sus ocupantes una mínima intimidad. Un coqueto arcón de delicada madera emplazado en una esquina parecía fuera de contexto, aportando un matiz de distinción contrastante entre tanta modestia. Legrand percibió el roce de la hoja deslizarse por el piso. Estaba limpiando en el lavabo los platos sucios tras el almuerzo, que asimismo había sido desayuno porque él y ella, pese a ese horario tan tardío, sólo escasos minutos antes se habían despertado. La esquela arrojada por debajo de la puerta constituía parte de una clave convenida. Inmediatamente después, el visitante debía percutir dos rápidos golpecitos, que en este caso no se oyeron. Al leer el apremiante mensaje, Arthur entendió que debía darse prisa. Aunque se tratara de un colaborador, y no de un extraño, podía venir a buscarlo trayéndole información valiosa, y entonces debería salir de ese refugio, a recorrer las calles del East End para comprobar esa pista.
Debía, pues, ponerse una vez más el disfraz. Se implantó el postizo facial y, como no localizó su gastado sombrero de fieltro, se calzó a la carrera lo primero que halló: una gorra de cazador de ciervos.
Un par de tardes atrás portando esa misma gorra, unas falsas patillas negras, un impermeable claro y un bastón, escoltado por Batchelor y por varios miembros del Comité de Vigilancia, había seguido a un sospechoso que, después se sabría, sólo era un lunático inofensivo, de los muchos que atestaban aquellos villorrios.
Por su parte, detrás del reservado la muchacha se vestía. Era ya tiempo de ceñirse el traje sastre gris, que solía usar cuando acudía a la redacción de la agencia noticiosa. Adentro de su cartera, yacente sobre el piso, guardaba las notas de dos reportes que debía presentar a su redactor de prensa mañana lunes. Se trataba de artículos tocantes a asuntos sin conexión con los crímenes de los bajos fondos londinenses. Ni siquiera se reflejaban allí noticias policiales. Después de todo, mediaban casi cuarenta días sin consumarse nuevos homicidios, y el morbo colectivo de los ingleses daba síntomas de decaer.
El guardia ya se retiraba en dirección a su comisaría cuando escuchó el chiflido a su espalda. Agazapado tras la puerta entreabierta, su flamante patrono le gesticulaba conminándole que se acercase. Así lo hizo. Al primer vistazo, comprendió que aquél estaba acompañado por una fulana. Las medias de seda con liguero, que pendían colgadas del reservado, lo delataban. Se le franqueó el paso. Solamente tres sillas circundaban la esmirriada mesa. El otro se sentó y él lo imitó.
–Olvidaste dar los dos golpecitos de aviso luego de lanzar por debajo el papel – le reprendió.
Y como el recién llegado miraba hacia el biombo, detrás del cual se traslucía muy tenue la silueta femenina, agregó: –Cuando termine de cambiarse te la presentaré.
Ella vino y le tendió su mano izquierda, cuya tersa palma el hombre estrechó lo más delicadamente que pudo. No estaba habituado a palpar la mano de una mujer. En realidad, excepto con su esposa o con alguna obrera de fábrica que, muy de tarde en tarde, se liaba, el policía no sostenía relaciones con el sexo opuesto.
–Bárbara, él es Thomas. Thomas, ella es Bárbara – los presentó bromeando, mientras aquella ocupaba el vacío asiento restante.
Las piernas muy juntas, el seco trajecito sastre, la pollera al tono, que recatadamente le cubría los muslos y terminaba muy por debajo de sus rodillas. ¿Ésta es la joven tan bella y sensual que su patrón le describiera? Fea no era –admitió– aunque no llevaba coloretes, ni las cejas delineadas, ni rouge en los labios. Parecía una periodista discreta y severa, precisamente. Pero el custodio entonces recordó que él no había tratado jamás a una mujer que oficiase de reportera, por lo que mal podía saber si así era como debía lucir una de éstas.
–Y bien, ¿qué sucedió? – le interrogó su empleador sacándolo de su distracción.
El vigilante les contó todo cuanto sabía. Los detalles del monstruoso crimen, que tuvo la desgracia de presenciar pasado ese mediodía. Fue de los primeros policías en allegarse hasta el frente del mísero cuartucho, junto con el inspector Walter Beck y con un agente bisoño apellidado Dew, también de nombre Walter.
Según respondieron a sus preguntas el casero, el cobrador y algunos vecinos, la asesinada era una prostituta joven y todavía vistosa, de no más de veinticinco años. Procedía de Irlanda, como tantos inmigrantes que huían de las hambrunas que se habían ensañado con aquel país. La conocían mediante diversos alias, entre éstos: «Ginger» por su cabello de coloración entre rojo y zanahoria, e igualmente como «Jeannette», porque a veces se le daba por fingirse de procedencia francesa. Al menos, conforme pretendía, en su época de bonanza trabajó valiéndose de ese seudónimo en el West End, en la casa de lenocinio de una madame gala. Pero lo cierto era que la occisa respondía a un apellido irlandés muy común: Kelly. Sus nombres de pila devenían asimismo corrientes: Mary Jane. Llegado a ese instante de la narración, Arthur y Bárbara se miraron fugazmente, disimulando lo que sabían. No había confianza aun con Barrett, quien recién se integraba al elenco investigador. No tenía por qué conocer de sus andanzas nocturnas. Menos aún debía enterarse que la noche anterior, en el pub Britannia, habían estado bebiendo a apenas un par de metros de la difunta.
El guardia prosiguió contando anécdotas al efecto. Entre otras, indicó que los detectives a cargo tardaron varias horas en mandar derribar la entrada del cuarto dentro del cual yacía el cadáver. Esperaban a que les trajesen a dos sabuesos muy de moda por esos días quienes, tras olfatear en el escenario del crimen, podrían conducirlos hasta la guarida donde se escondía el homicida. «Barnaby» y «Burgho», se apodaban aquellos canes. Desconocían que su adiestrador los había asignado a otras tareas muy lejos del este de Londres, por lo que no estaban disponibles. Pero la tardanza mayor se produjo por aguardar órdenes del jefe máximo: el general Charles Warren. No sabían que el jerarca había renunciado esa precisa mañana. De hecho, en esas horas claves, la Policía Metropolitana se hallaba acéfala. Y tampoco se podía localizar al segundo en el mando: el doctor en derecho Robert Anderson.
A la larga, el superintendente ordenó retirar la ventana y se dio ingreso al fotógrafo de Scotland Yard con su aparatosa máquina. Pobre sujeto. Fue de los primeros en contemplar aquel desastre: sangre y vísceras por doquier.
Después, el casero rompió con una piqueta la puerta que el asesino había cerrado desde adentro. Entonces los médicos forenses George Bagster Phillips y Thomas Bond, pudieron llevar a cabo allí mismo su faena. Cabía compadecer también a estos galenos, por verse obligados a tener que registrar tamaño espanto. Alcanzado aquel punto de la crónica, el interés de su jefe aumentó de súbito, y le inquirió al narrador:
–¿El doctor Bond estuvo también presente?
El vigilante asintió.
–Pude escucharlo mientras examinaba el cuerpo y le dictaba a su ayudante los datos que iba observando para preparar el informe de la autopsia.
–Sí, ¿y que dijo el bueno de Bond? ¿Te acuerdas de algo al respecto? – indagó el otro.
–No mucho, expresiones muy técnicas usó. Pero sí recuerdo que me dio escalofrío cuando anotó que a la mujer le habían extirpado el corazón. «La víctima tenía el pericardio abierto y el corazón ausente», mencionó.
Y como si tuviese que justificar por qué se enteró de ese episodio, el policía aclaró:
–Yo estaba adentro de la habitación escoltando a los cirujanos. Mucho más no podía hacerse hasta que trasladasen los restos a la morgue, y limpiaran todo aquello. En realidad estuve en el interior sólo porque mis compañeros no soportaron la escena…
Se detuvo, creyendo haber dicho algo indebido. El leal Barrett no quería presumir coraje en desmedro de sus camaradas. Arthur le hizo un gesto de comprensión, animándolo a reanudar su relato.
–Hasta los inspectores Abberline y Beck salieron al exterior con la excusa de impartir órdenes para formar un cerco policial, y así contener a los curiosos – abundó. –También había mucha gente indignada que imprecaba y maldecía al asesino. Pero otros nos insultaban y amenazaban a nosotros. Si no hubiesen llegado pronto refuerzos lo habríamos pasado muy mal.
¿La gente de ese barrio estuvo a punto a atacar a la policía? ¡Qué insólito! ¿Por qué? se interrogó el detective. Y la respuesta que vino a su mente lo sacudió cual un rayo: Tal vez creyeran que Scotland Yard estuviese en connivencia con quienes estaban masacrando a sus mujeres.
El relator continuó aportando su versión:
–La población llegó al límite de su aguante. Y pensar que a sólo unas cuadras iba el desfile con todo el jolgorio de la fiesta del Lord Mayor. De a poco los que allí participaban se fueron enterando del nuevo asesinato. Hubo llantos y desmayos entre las mujeres; y mucho susto entre los hombres, aún en los que insultaban y clamaban venganza. Miedo, nunca sentí tanto miedo rondando a mi alrededor.
En esta ocasión sería el investigador quien quedase sorprendido, aunque gratamente, por la verborragia de su interlocutor. Aquel joven había hablado con el corazón, con sus pulsaciones palpitando a tope. Tantas emociones desbordadas habían transformado al sencillo policía en un locuaz expositor. También Bárbara se mostraba asombrada. Ni sus más experimentados colegas periodistas hubieran hecho una relación mejor. Fue su amante quien creyó necesario preguntarle al conmocionado agente:
–¿Y tú Thomas, sientes miedo?
–¡Soy humano! – exclamó. Lo cual obviamente suponía una respuesta afirmativa. Y buscando las palabras justas con las cuales explicar el estado de ánimo que le embargaba, muy despacio, agregó:
–Pero más que miedo, siento un odio intenso. Nunca odié tanto a alguien cómo al salvaje que le hizo esa atrocidad a aquella infeliz. Tengo impotencia, y rabia.
–Casi que trabajarías gratis en favor de esta causa, ¿verdad? – interlineó su empleador.
El interpelado se apresuró a asentir, pero el investigador francés sonriendo, le aclaró:
–No debes preocuparte. Recibirás tu merecida paga, por supuesto. Sólo traté de hacer una broma torpe, para relajarnos y que puedas olvidarte de tanto horror al cual acabas de asistir. Sé que lo que viviste instantes atrás resultó tremendo...
El sordo zumbido de un roce sobre el piso cortó la conversación. Otro papel deslizado desde fuera entrando al interior de la casa. Y ahora sí, al momento, un veloz « toc» «toc» repicando contra la madera. Este colaborador sí había hecho correctamente sus deberes, pensó el detective. Acudió hacia la puerta. Se agachó y recogió el recado, memorizando presuroso su lacónico texto: «Noticias interesantes, ábreme» era todo cuanto en el mismo se consignaba. Calculó que quién podía estar apostado detrás del pórtico sería su hermano Charles o su ayudante Batchelor. Aquella caligrafía basta y enrevesada podía pertenecer a cualquiera de ambos. Entreabrió y, de reojo, vio al último de los nombrados quien, por fortuna, parecía hallarse bastante sobrio.
Aquél así lo hizo. Le saludó, luego besó la mejilla de Bárbara, y yendo hacia Thomas le prodigó un cálido abrazo, que fue amistosamente retribuido.
–¿Se conocían?
–Claro, trabajamos juntos para la división H, en mis años de polizonte. Este muchacho por aquel entonces apenas era un novato, claro está. Le llevó casi veinte años – destacó el recién llegado.
–Me alegra, pues, que se hayan vuelto a reunir. Ahora todos estamos en el mismo equipo. Veteranos y jóvenes, luchando en pro de una causa justa en común – apostilló cordialmente el líder del grupo. Y, por si los otros no supieran en qué consistía el objetivo de dicha noble empresa, remarcó:
–Atrapar a estos hijos de perra, llevarlos frente a la justicia, y hacer que los cuelguen.
El plural utilizado desconcertó a ambos varones; no así a la fémina. No obstante, ninguno de los tres formuló preguntas. Ese silencio fue aprovechado por el cabecilla para requerirle a su nuevo visitante: –¿Qué te trajo hasta acá? ¿Cuáles son las novedades interesantes que tienes para contar? Supongo que no será avisarnos que mataron a otra mujer, porque si así fuera debo prevenirte que ya hubo alguien más diligente que tú – concluyó, apuntando hacia el policía con gesto de aprobación.
Los cuatro se hallaban de pie. De haberse querido sentar, uno hubiese tenido que quedarse parado; por lo que, en una suerte de acuerdo tácito, ninguno de ellos fue hacia la destartalada mesa entorno a la cual se ubicaban las sillas. Sin embargo, el educado anfitrión miró a la joven y le solicitó que tomase asiento. Ella desestimó la oferta, negando con un leve movimiento de cabeza.
A todo ello, el ayudante inició la conversación.
–A esta hora todos en el este de Londres ya lo saben. No, no son esas las noticias de interés a que me refiero. Di por descontado que ya ustedes estaban enterados del crimen…
Arthur lo escuchaba con visible impaciencia. Aunque él solía, por razones tácticas, dar rodeos a fin de ganar tiempo para pensar hasta encontrar la frase exacta con la cual desarmaba a sus oyentes, en realidad no le agradaba que otros se sirvieran del mismo método.
Batchelor comprendió que debía ir al grano:
–En un bar cercano un lugareño me describió al presunto último acompañante de la prostituta. Está convencido que se trata de su asesino. El hombre se hallaba muy afectado. Me manifestó que, además de ser su cliente, era amigo de ella. Quiere que agarren al crápula que la mató, pero no se anima a ir por la policía. No sé, tal vez tenga alguna cuenta pendiente.
–¿Y por qué ese extraño se abrió tanto contigo?
–La camaradería y unas copas gratis obran milagros. Ese es mi fuerte. Hacer amigos de ocasión entre un trago y otro. Al rato ya ni se acuerdan de quien eres, pero durante ese momento hasta los borrachos pueden brindarte alguna información útil, entre la mucha bazofia que te lanzan – explicó John con cierto desgano, porque le constaba que el otro conocía la respuesta. Y es que para eso le contrataba. Por su habilidad para sonsacarle información a esa gente, a quien al instruido pesquisa no le sería fácil acceder.
–Pensé que podría tratarse de una pista interesante – arguyó. –O sea, estaría bien que nosotros tuviésemos una descripción fiable del posible criminal. Claro que traté de averiguar qué era lo que aquel individuo realmente había visto, pero no me soltó prenda. No es tan confiado. Bueno, que se haga el misterioso me induce a creer que su información podría resultar veraz.
Realizó un alto.
–Le indiqué que, si no quería denunciar lo que sabía a los policías, se lo dijera a los detectives contratados por el Comité de Vigilancia. Pretexté que conocía a uno de ellos y que podría presentárselo, ja, ja. Pero no hubo caso. Tampoco quería saber nada con éstos. Para resumir, ya que no se lo iba a contar a la policía ni a los del Comité, le sugerí que acudiera a la prensa y que vendiera su versión a cambio de unas libras. Esta vez sí estuvo de acuerdo.
–¿A la prensa? – gruñó, más que preguntó Legrand. Pero su interlocutor se le anticipó:
–No soy tan estúpido. La prensa seríamos nosotros. Le aseguré que yo tenía un amigo periodista que escribía para The Star, que se le retribuiría por dar la primicia, y se lo mantendría anónimo.
The Star, flamantemente fundado ese año de 1888 se había convertido en el diario más sensacionalista de Gran Bretaña, y todos sabían de su obsesión por cubrir el caso del destripador. Había cuadruplicado sus tiradas gracias a los pormenores escabrosos, y muchas veces falsos, que aportaba a sus lectores.
–Bueno, del todo no le mentiste. En verdad sí conoces a un periodista, pero mujer – intercaló su jefe señalando a Bárbara. –Pero si le decías eso no te iba a creer-. Y abundó: –Estoy de acuerdo con entregarle dinero siempre que no se guarde nada de lo que sabe. Pero antes habría que indagar más acerca de este pelafustán. Bien podría tratarse de un canalla que sólo busca lucrar con una desgracia. Para empezar, al menos tendríamos que saber cómo se llama.
–Eso sí ya lo sé. Ya lo conocía de vista antes de hablar hoy con él, y sabía que le decían George. Pero ahora también averigüé cuál es su apellido: Hutchinson. George Hutchinson.
Observó a Batchelor de hito en hito. Sus ojos grises de pronto muy abiertos y azorados. El otro creyó que se había enojado con él. –¿Qué sucede? ¿Dije algo que no debía?
La joven periodista, a su vez, se le había aproximado y también lo miraba raro. ¿Qué diantres les pasaba a estos dos idiotas? Su jefe lo tranquilizó.
–Nada, nada compañero. Es que ese hombre es un antiguo conocido nuestro.
Y volviéndose hacia la fémina, le preguntó de manera asertiva: –¿No es cierto, Bárbara?
Ella asintió.
–Mira, como conocemos al bueno de George no podemos nosotros hacernos pasar ante él por periodistas – le comunicó. –Pero no hace falta que lo entreviste ningún presunto reportero. El fulano está sin un céntimo. Lo único que le interesa es la plata, y a cambio de ella largará la información que posee.
Y concluyó su idea, advirtiéndole al asistente:
–Puede que aun siga en la taberna donde hace un rato lo encontraste. Ve hasta allí y dile que hablaste con el cronista, que éste ahora tiene un compromiso y no puede ir a verlo, pero que te dio el dinero para abonarle. No olvides llevar un cuaderno donde registrar todo cuanto te diga.
El otro se mostró de acuerdo.
–Pero mucho no vamos a darle– anunció. Tras lo cual, dirigiéndose a la única mujer presente, le ordenó: –Entrégale a John aquellos cuatro peniques, para que le pague a nuestro amigo Hutchinson. La muchacha fue por su bolso de mano, extrajo las monedas y las depositó en la palma del ayudante. Después de que aquél saliera a concretar el encargo, ambos cruzaron sus miradas y, para extrañeza de Barrett, prorrumpieron en sonoras carcajadas. Rieron tanto que el hombre se atragantó, y debió ir en busca de un vaso con agua. Bebió y, cuando el líquido ingerido ayudó a calmar su pequeño ahogo, le dijo: –Sabemos que es de mala educación no compartir el chiste, pero de veras que no te lo podemos contar, Thomas.
Minutos más tarde, Batchelor se había vuelto a reunir con Hutchinson en un sitio más discreto que aquel bar.
Éste recogió los peniques dados en recompensa, sin soñarse que le estaban devolviendo las mismas monedas que había arrojado sobre la mesada del Britannia la pasada tarde, cuando lo apalearan.
Narró muy despacio, y con tono sincero, la versión que su escucha fue copiando línea por línea. Cuando se tornó ostensible que ya había concluido aquella relación, el oyente guardó cuaderno y pluma, y le agradeció los datos suministrados. A modo de despedida, estrechó con amistosa energía la diestra que el informante tímidamente ofrecía.
A aquél se le dibujó una mueca, y con la mano libre frotó su aterido antebrazo. Se había excedido de fuerza ese desconocido tan gentil. Sorprendido, el otro inquirió:
–¿Algo va mal?
–Ayer, mientras trabajaba, caí de mi caballo y todavía me duele el brazo del golpe que me pegué – mintió. La labor con la cual George se ganaba la vida ninguna vinculación guardaba con los equinos. El importe percibido era exiguo, pero cuando todavía resta una semana para que a uno le paguen el sueldo, y nada se tiene, un dinerito extra viene de perlas. Prefería tratar con los periodistas, aunque fueran unos buitres, que con los policías, a pesar de no mantener cuentas pendientes con la justicia. Empero, al transcurrir los días sintió remordimiento. Se lo debía a la pobre Jeannette. Aquella descripción podría ser útil para capturar a su homicida.
Por tal motivo, superando su aversión a los polizontes, se presentó tres días después del crimen, el 12 de noviembre, en la comisaría de la calle Comercial donde revistaba el agente Thomas Barrett. Su deposición oficial la recogió el sargento de guardia a cargo de dicha unidad.
Tan interesante pareció el testimonio proporcionado que se llamó al inspector Frederick Abberline a fin de interrogarlo. Este detective jefe aseguró, en un reportaje de prensa, que aquellas declaraciones le parecieron veraces y en extremo sugestivas.
Señaló en concreto: «Lo he interrogado esta tarde y tengo la opinión de que su declaración es verdadera. Él me informó que en ocasiones le había dado unos chelines a la fallecida y que la conocía desde hacía tres años. También me dijo que le sorprendió que el acompañante de Kelly fuera un hombre tan bien vestido.»
Si se da crédito a la especie que a Batchelor y a las autoridades aportó el testificante, por aquel tiempo se alojaba en el hogar Victoria de la calle Comercial y regresaba de Romford, en Essex, cuando advirtió cómo un individuo se apersonaba a la muchacha que él conocía mediante los alias de «Jeannette» y de «Ginger». Se trataba, a todas luces, de un posible cliente que requería los servicios de la atractiva ramera. De acuerdo cabía conjeturar, el deponente también resultaba, a su turno, uno de los clientes habituales de esa muchacha. Declaró que hacia las 2 de la madrugada del día 9 de noviembre, antes de arribar a la calle Flower and Dean, se vio con Mary Jane Kelly, la mujer asesinada. Ambos eran amigos o, cuando menos, tenían mucha confianza entre sí. De otra forma no se explica que la meretriz le preguntase si disponía de algo de dinero para prestarle, según informó Hutchinson. Él estaba sin un chelín, y así se lo manifestó. Ella le respondió que debía conseguir dinero para pagar el alquiler, y prosiguió su camino.
El denunciante relató de qué manera un individuo que venía transitando en dirección opuesta a la de la joven dio a ésta un golpecito sobre el hombro, y le musitó al oído unas palabras que la hicieron echarse a reír. Tras esto, habría escuchado que aquella le decía: «De acuerdo». A lo cual el presunto cliente contestó: «Saldrás ganando lo que ya te he dicho». Acto seguido, le acomodó su brazo derecho por sobre los hombros, y la pareja se marchó rumbo a la pensión de Miller´s Court. En la mano izquierda el sospechoso aferraba: «Una especie de paquete sujetado por una especie de correa», atento indicó con lenguaje redundante el testigo, quien añadió: «Yo estaba parado bajo la farola de la taberna Queen´s Head y me quedé mirándolo.»
La descripción suministrada proseguía dando cuenta de que el acompañante de Ginger resultaba ser un individuo de cabellos negros, y con apariencia de extranjero, posiblemente un judío. En cuanto concernía a su indumentaria, aquel hombre iba vestido con un gabán largo de color oscuro con cuellos y puños ribeteados en piel de astracán. Su chaqueta y sus pantalones eran de tono también sombrío; usaba camisa de cuello blanco y corbata negra. Portaba un sombrero de fieltro opaco, el cual llevaba tan hundido sobre la frente que no permitía observar con claridad su rostro. Calzaba polainas oscuras con botones claros encima de zapatos abotonados. Pendía de su chaqueta un reloj de bolsillo asido por una gruesa cadena de oro. Aquel artefacto traía engarzado un ostentoso sello adornado con una piedra de brillante color carmesí.
Un par de finos guantes de cabritilla enfundaban sus manos, y completaban así su elegante atuendo. En lo atinente a su estatura, la misma oscilaba en torno al metro setenta. Su edad cifraba entre los treinta y cuatro, y los treinta y cinco años. Su tez era de tonalidad clara tirando a pálida, y lucía un atildado bigote.
Esta novela de Gabriel Pombo sin duda es brillante. Nos transporta de lleno a la era victoriana y a los sórdidos asesinatos del Destripador y del Asesino del torso de Támesis. Me resultó imposible interrumpir la lectura desde en el primer capítulo. Impresionante la descripción de las andanzas macabras de la secta diabólica que asesina a las mujeres, y a la cual se enfrentan Arthur Legrand y Barbara Doyle. Esa pareja de detectives entrañables que mucho deseo vuelvan a estar juntos en una segunda entrega de esta magnifica obra.
ResponderEliminarExcelente reseña de un thriller de magnífico nivel literario. La verdad es que El autor Gabriel Pombo se luce en esta novela victoriana. Los personajes están retratados con brillantez, siendo Arthur Legrand y Bárbara Doyle una pareja de detectives que hacen las delicias con sus pesquisas y su enfrentamiento contra dos asesinos seriales históricos terribles como fueron el Descuartizador del Támesis y Jack el Destripador.
ResponderEliminarLa trama es envolvente y el ritmo narrativo cautivante desde la primera página hasta el desenlace impactante e imprevisible. Se trata de una lectura adictiva, que nos da la oportunidad de aprender mucho sobre la época victoriana y acerca de estos dos casos criminales emblemáticos. Al pasar las páginas nos sentimos inmersos en la Inglaterra de fines del siglo XIX cuando gobernaba la reina Victoria. Las escenas nos atrapan en medio de las callejuelas neblinosas del este de Londres, transitadas por elegantes carruajes, con sus burdeles y sus tabernas a las cuales acudían prostitutas y personajes de mal vivir. Una novela que se lee de corrido en tres horas, o aun menos, plena en sobresaltos y de intriga, y que logra el objetivo de sacarnos de contexto durante un buen rato, proporcionándonos un intenso placer.
"El animal más peligroso. Un thriller victoriano" de Gabriel Antonio Pombo (Uruguay, 2016) es un magnífico trabajo de investigación histórico donde se narra la persecución de los dos peores asesinos seriales de la Inglaterra de fines de siglo XIX
Inspirada en hechos reales esta novela es un icono y un emblema de gran calidad dentro de la narrativa de misterio victoriana