MUERTE DE POLLY NICHOLS. COMIENZAN LOS CRIMENES DE JACK THE RIPPER. (EL ANIMAL MAS PELIGROSO, Capítulos 19 y 11)
Discurrió algo más de un año y tres meses desde ese encuentro que el doctor Thomas Bond y el detective Arthur Legrand sostuvieron en la morgue. No se conocieron en Gran Bretaña otros hechos criminales, con similares características, durante aquel período. Sería la calma que precedía a la tempestad.
A las 2, 30 de la madrugada del 31 de agosto de 1888, en la esquina de las calles Osborn y Whitechapel Road, la prostituta Mary Ann Nichols, apodada Polly, dialogaba con su amiga Emily Holland. Desde la ventanilla, apenas descorrida, del elegante transporte, y a pesar de la distancia que separaba al observador de la pareja de mujeres, se revelaba una esencial diferencia entre ambas. Estaba claro que se trataba de trabajadoras sexuales. Ambas eran vulgares y de mediana edad. Pero la de complexión pequeña, que lucía un sombrerito de paja negro con ribetes de terciopelo, se veía notoriamente borracha. Constituía, por lo mismo, una presa fácil. El pasajero hizo una señal a su chofer, para que se mantuviese alerta. No bien las meretrices se separasen debía seguir a la más menuda. Así sucedió.
Una vez que quedó sola, y cuando se aprestaba a cruzar la esquina, el vehículo interceptó a la ebria tambaleante. Desde la calle podía divisarse, sentado dentro de la cabina del carruaje, al hombre de treinta y cinco años, cabello renegrido, sombrero hongo y corto bigotillo. Enjuto pero fuerte.
Las ruedas rechinaron sobre el empedrado, a raíz de la imperiosa frenada hecha a la vera de la caminante. Los caballos resoplaron. El inesperado ruido la sobresaltó.
Al levantar su cabeza, que llevaba gacha, miró hacia esa dirección advirtiendo a aquel sujeto atildado y sonriente que le hablaba desde su trono.
–Hola querida. ¿Damos un paseo? – propuso.
La mujer se sorprendió. Ese tipo parecía ser un caballero, pero era extraño que por esos andurriales apareciera uno de ellos realmente. Aun cuando sabía que, cada tanto, señoritos adinerados se escapaban de sus hogares burgueses del West End, y acudían allí en pos de diversión, no era frecuente que abordasen a una ramera veterana. Debido a tal rareza, más que por genuina desconfianza, fue que la interpelada contestó:
–Yo no me subo a tu carro. Si quieres tener algo conmigo, baja y ven a buscarlo.
Su tono vocal, pastoso a consecuencia de su lengua trabada por la ingesta de alcohol, trasuntaba un dejo de sorna. Sin embargo, bastaría muy escaso esfuerzo para persuadirla. Sólo algo de insistencia y habilidad. El oferente ni siquiera necesitó descender de su coche. Tenían prevista una eventual resistencia fingida. Fue el conductor quien se apeó, y le cerró el paso a la requerida. No fue grosero. Se quitó el gorro haciéndole una reverencia, y empezó a conversar. Usó el lenguaje propio de un obrero, al cual aquella estaba habituada.
Le dijo cosas tranquilizantes: Su patrón era un hombre normal y saludable deseoso de compañía. Venía escapado de su copetuda esposa, le confió. No quiere tener problemas, ni te los va a traer a ti. Nada de gustos pervertidos ni de extravagancias. Únicamente busca un alivio rápido, y te ofrece una generosa retribución a cambio. Llegado a ese punto extrajo ocho peniques, al tiempo de que le prometía entregarle un monto igual al finalizar el trabajo sexual. Ella recogió el dinero sin chistar. Ya no dormiría a la intemperie en lo que restaba de aquella madrugada. El chofer proseguía explicándose: Su empleador resultaba un poco tímido, aclaró. Ya sabes cómo son estos señorones. Además, no debería hacerlo, en un sucio callejón. Se la trataría cual si fuese una dama. Primero darían un paseo saliendo del este de Londres hasta arribar a un hostal limpio y confortable. Una vez concluida su labor, se la traería de vuelta al distrito, a dónde ella quisiera que se la dejase. Y, tras un intervalo, a manera de argumento final que se le hubiese ocurrido de repente, comentó:
–En el interior del vehículo hay bombones y fino licor para que vayas disfrutando por el camino. Nada de ginebra barata.
Seguidamente, para ganar su confianza, el individuo le alargó una petaca llena hasta la mitad con whisky. La beoda no se hizo rogar. Aceptó ese convite llevando a sus labios el extremo destapado del recipiente y, dando un profundo sorbo, empinó todo el espirituoso contenido.
–Cómo se llama el tipo? – inquirió luego.
–James Smith – repuso el cochero. La buscona rio por lo bajo.
–Nombre y apellido demasiado corrientes para tratarse de un ricachón, ja, ja. Ya sé que me estás mintiendo, pero igual no me importa.
Nichols ya no recelaba. Vino junto al otro caminando rumbo al carruaje. Posó su pie en el pescante y, ayudada por aquel mozo, tomó impulso saltando hacia la cajuela. Allí su cliente la aguardaba. Cerró la cortinilla y, con ademán galante, le indicó que se acomodase a su lado. En su mano asía una copa rebosante de licor y se la ofreció. La mujer se sentó sin saludar. Tomó el cristal y escanció todo el líquido de un buche. Tragó sin paladear. Hubiese sido inútil que lo hiciera. De tanto alcohol trasegado, sus papilas gustativas ya no funcionaban a aquella hora. No logró darse cuenta si la bebida era de tan alta calidad, conforme se le había asegurado. Tampoco se percató que había ingerido algo más que licor. El narcótico mezclado en el aguardiente no la sedaría en forma instantánea. A la invitada le bastó con comprobar que era cierto que le daban de beber, tal cual le prometiesen. Tras ello, él depositó con delicadeza, sobre el regazo femenino, una cajita abierta conteniendo chocolates. Ese convite la puso de mejor humor aun. Ya era momento de dejar de hacerse la difícil.
–¡Hola cariño! – le saludó al fin –Prometo que te haré pasar un rato muy agradable.
Y sonriendo sin abrir casi la boca, para que no se le notasen los dientes faltantes, añadió.
–Pareces ser una buena persona, James Smith. Aunque estoy segura de que no te llamas así.
No podía imaginarse que aquellos sí representaban sus nombres y apellidos verdaderos. No se le había ocultado la identidad de su distinguido cliente. Ni siquiera se molestaron en mentirle al respecto. De cualquier forma, ambos hombres sabían que Polly no sobreviviría tras aquel viaje.
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Una versión de los últimos instantes, y de los sucesos ulteriores al óbito de aquella víctima, es la siguiente:
Esa madrugada Emily Holland, a quien también llamaban Ellen sus amigas y sus clientes, volvía a su alojamiento en el número 18 de la calle Thrawl. No había esta vez candidatos a la vista para una cincuentona como ella, pero se conformaba recordando que dentro de su modesto bolso guardaba los cuatro peniques que costaba pagarse el catre. El resto del dinero lo había gastado en la compra de embutidos y ginebra mientras regresaba del muelle, luego de contemplar el ardiente panorama. Había valido la pena la larga caminata. En el este del Londres de la Reina Victoria raramente ocurría algún evento atractivo. La caminante conservaba en sus retinas el fulgor rojizo de las llamaradas que, tras propagarse desde un almacén de brandy en el dique seco de Ratcliffe Highway, arrasaron unas míseras casuchas y encendieron la base de la iglesia. Era casi de medianoche y los bomberos todavía no habían logrado sofocar la voracidad del fuego. Los resplandores se reflejaban sobre el río Támesis y se avistaban desde los suburbios, a kilómetros de distancia.
Corrió de boca en boca la sensacional noticia y hasta el puerto, curiosa y excitada, se dirigió ella, al igual que lo hicieron en aquella ocasión centenares de pobladores de Whitechapel. Sin embargo todo lo bueno se acaba, y también llegó a su fin el gratuito entretenimiento nocturno de ese 30 de agosto de 1888. Pronto se harían las 2.30 de la madrugada del día entrante y, como quedó dicho, Emily Holland retornaba a su refugio. Entonces fue que la vio. La pequeña meretriz avanzaba tambaleándose contra la pared. Producto de una borrachera –otra más de ellas– sus piernas apenas coordinaban. Vestía con ropa más harapienta que de costumbre, y el único toque disonante con la desastrada apariencia lo conformaba un sombrero de paja negro con ribetes de terciopelo que parecía recién estrenado. Ellen se aproximó a la patética figura para cerciorarse. Sí, sin dudas, era ella. Su compañera de oficio y de albergue Mary Ann Nichols, mejor conocida por el apodo de «Polly».
–Pero, ¿si eres tú Polly? ¡Por Dios, qué mala cara traes! –exclamó–. ¿A dónde vas? Ya son las dos y media de la noche.
–Hola Ellen– respondió aquella con tono apagado–. Es que debo ganarme la plata para pagarme la cama. No tardaré mucho. Tengo que conseguir a otro. Esta noche ya me gané tres veces el precio, pero las tres veces me lo bebí.
–No hay caso contigo, mujer. Tú sí que no puedes con tu naturaleza. Bueno, te deseo que tengas buena suerte.
A pesar del aliento brindado, el timbre de voz de Holland delataba un matiz de reproche. Aunque a ésta también le gustaba empinar el codo, y en octubre de ese año sufriría dos arrestos por embriagarse y generar escándalo público, no se consideraba una beoda. Pero Nichols era un caso perdido. Optó por cambiarle de tema:
–Vengo desde el puerto a donde fui a ver el incendio. ¿Es que no te enteraste? Estalló un tremendo fuego en Ratcliffe Highway, en el muelle, y todavía sigue ardiendo. Incluso quemó a la iglesia de St George´s en el este. Fue todo un espectáculo...
Ellen iba a terminar la frase, pero comprendió que la otra no le prestaba atención. Era claro que su mente deambulaba muy lejos de allí. Escrutó el abotargado rostro de su compañera y sintió lástima.
–Te noto muy cansada. ¿Por qué no me acompañas?
–No, gracias, tengo que conseguir plata para pagarme la cama.
–Cómo tú prefieras, yo me voy. Cuídate amiga.
Tan sólo un par de horas atrás Mary Ann esbozaba un semblante afable, y parecía disfrutar de ánimo alegre y buena salud. Aunque no era que tuviese muchos motivos reales de regocijo, porque la habían expulsado de la pensión en donde se albergaba. Desde los últimos cuatro meses se venía repitiendo ese ciclo nómade y ella continuaba sin establecerse en ningún lado. La vieron salir a las 0.30 del 31 de agosto de la taberna The Frying Pan (literalmente: La Sartén). Había bebido más de la cuenta y parecía achispada, aunque se conservaba bastante sobria todavía. Lo malo era que solamente le quedaban dos peniques y necesitaba dormir. Se encaminó hacia el albergue de la calle Thrawl. Sabía que ese dinero no le alcanzaba para pernoctar y que lo más probable era que la rechazaran –allí el precio de la cama ascendía al doble de esa suma, al igual que en los demás malhadados alojamientos del distrito–, pero nada perdía con hacer el intento.
–Vamos, te doy dos peniques que es lo único que tengo encima. ¡Te juro que mañana te traigo lo que me falta!– rogó ante el hombre que se mantenía impávido.
–Ya sabes cómo funciona esto. La cama cuesta cuatro peniques. Si no los tienes esta noche duermes afuera. –¡No puedo creer que por dos miserables peniques me mandes a la calle!– fingió indignarse Nichols.
–Lo siento, no puede hacerse nada. No soy yo quien fija las reglas aquí.
Era cierto, el gordito calvo y malhumorado al cual la mujer le insistía para que la dejara entrar no era el encargado de la casa de huéspedes sino un suplente, y tenía que cuidar su empleo. Si el otro hubiese estado de guardia esa velada puede que ella lo hubiera ablandado, tal vez habría logrado permutarle el precio del lecho por un servicio sexual rá- pido y discreto. No sería la primera vez. Pero para su mala fortuna el dueño estaba lejos de allí atendiendo otros menesteres. Resignada, aunque alardeando confianza, dio media vuelta y salió hacia la calle, no sin antes declarar al cruzarse con una conocida:
–No me importa. Sé que ésta va a ser mi noche de suerte. Mira qué lindo sombrerito nuevo llevo puesto – sonrió mientras lo ladeaba.
Estaba persuadida de encontrar a los clientes con que obtendría el dinero preciso para costearse la cama y, alentada por ese convencimiento, se internó en las neblinosas callejuelas. No obstante, otra compulsión aún más poderosa que la de disponer de un techo bajo el cual cobijarse la gobernaba: el alcohol. Ansiaba con desespero beber cerveza, ron, ginebra o el líquido que fuera, con tal de sumergirse en ese estado de embriaguez en el cual el futuro no la angustiaba y su pasado quedaba en el olvido.
Buck´s Row era uno de los callejones del distrito, bordeaba el cementerio judío, y a mitad de su camino se ubicaba el matadero de Spitalfields. También constituía una ruta obligada para ir al mercado. La región distaba a unos quinientos metros de donde Ellen y Polly sostuvieran su breve conversación.
Robert Paul iba rumbo a su trabajo en el mercado cuando, a lo lejos, vio a un hombre agachado al lado de una forma humana tendida. El otro se percató de su presencia y le gritó:
– ¡Hey! Ven a ver a esta mujer, está desmayada de tan borracha.
Aquel individuo le era conocido. Laboraba para una empresa trasladando a diario sus mercancías en un carro, del cual se había bajado. Se llamaba Charles Lechmere, también conocido por el apellido Cross.
–No creo que esté borracha. Esta tipa parece muerta – musitó el interpelado, al tiempo que se arrimaba. Inclinándose sobre ella y colocándole una mano sobre el pecho como si quisiera auscultar sus latidos, más para sí mismo que para que lo oyese su acompañante, señaló:
–No, no está muerta. Me parece que la oigo respirar. ¡Ayúdame a ponerla de pie!
–¡Yo no la toco! – exclamó Lechmere, dando un respingo.
Ante esa negativa Paul, que se había reclinado sobre el cuerpo tumbado, se irguió, y torció el cuello atisbando hacia el fondo del callejón tenuemente iluminado por el gas de una farola. «En ese momento me asusté de verdad. Me di cuenta que la habían matado y se me dio por pensar que el asesino podía andar oculto cerca de ahí.» recordaría en la instrucción judicial. Al convencerse que no iba a obtener colaboración por cuenta de su acompañante, su solidario entusiasmo se esfumó.
–Bueno, lo mejor será irnos de aquí y avisarle a los polis.
Los dos trabajadores giraron sobre sus talones, dejando atrás a la desharrapada figura yacente en las sombras. Tras recorrer un corto trecho, dieron con un agente de la división H de Whitechapel que cumplía con su ronda habitual, y le notificaron de su patético descubrimiento.
Antes de que ese guardia arribase al teatro del crimen otro policía, John Neil –quien media hora antes recorriera aquel sitio sin apreciar nada raro– se topó con el cadáver, y comenzó a soplar su silbato en demanda de socorro. Eran las 3 y 45 de la mañana.
Aquel custodio reparó en significativos detalles. Además del impresionante tajo, y de la sangre manando a través de la herida, estaban aquellos ojos muy abiertos, casi en blanco y aterrorizados, que conferían un aspecto horrible a la faz de la víctima. Pensó que se trataba de un suicidio, y en vano buscó el arma capaz de haber infligido el corte. Recién entonces cayó en la cuenta de que estaba frente a un homicidio ejecutado mediante degollamiento.
Ante los llamados de auxilio de su colega acudió un segundo agente.
–¡Corre en busca de una ambulancia y por el médico! ¡Esta mujer fue asesinada! – le requirió Neil, quien se quedó montando guardia.
A las 4 hizo su aparición el doctor Rees Ralph Llewellyn, cirujano policial que vivía a pocas cuadras. Inició el examen con ostensible desgano y sin reprimir su fastidio por haber sido despertado a horas tan impropias. Esbozó un ademán de desprecio al ver a un grupo de curiosos que se arremolinaban en círculo, pero no requirió que despejasen el perímetro.
Cuando el segundo agente volvió con otro guardia transportando la tosca carretilla que oficiaba de ambulancia les ordenó:
–¡Trasladen a la fallecida al depósito de cadáveres de Old Montague! Yo iré hasta allí más tarde.
El depósito mortuorio consistía en un cobertizo emplazado en la sección trasera de un reformatorio que daba a la calle Old Montague. En tan rudimentario reducto el cuerpo de la occisa fue extendido encima de un tosco banco de madera. Previo al arribo del forense, dos internos del lugar –Robert Mann y James Hatfield– lavaron el cadáver dejándolo pronto para el análisis clínico. Junto con el doctor Llewellyn llegó John Spratling, un inspector de Scotland Yard, quien levantó el vestido de la finada y comprobó que le habían amputado los intestinos.
Al magistrado que en Inglaterra preside la fase previa en la indagatoria de una muerte se lo califica juez de guardia o coroner –atento a la versión inglesa del vocablo–. La figura del coroner es inherente al derecho anglosajón. Se trata de un funcionario local que resuelve, en un comparendo con asistencia de jurados, si el fallecimiento de una persona –cuando no fue fruto de razones naturales– constituyó un accidente o un homicidio. Una vez decidido ese punto, dicho juez ya no integra la pesquisa policial, si la hubiere.
El sábado 1º de setiembre se celebró, en el llamado Instituto de los muchachos trabajadores de Whitechapel, el inicial comparendo de la causa judicial. En el desastrado East End de 1888 no había un sólo edificio decoroso para ser empleado como sala de audiencia, y aquel ámbito fue lo mejor que se pudo conseguir. Se abrió la sesión con un formulismo anglosajón, que data de cientos de años, cuando el oficial de guardia proclamó con voz tonante:
–¡Oíd, oíd! Vosotros, los buenos ciudadanos de este distrito, habéis sido convocados para investigar en nombre de vuestra soberana Su Majestad la Reina, cuándo, cómo y por cuáles medios Mary Ann Nichols encontró la muerte. Responded a los nombres.
Tras la fórmula de apertura se tomaron los juramentos a los jurados. Después, los designados se levantaron y fueron con el juez de guardia al depósito de cadáveres para ver el cuerpo de Polly, pues debían registrar todos los detalles antes de volver a la sala de audiencia. Una vez que retornaron al improvisado tribunal, se reinició la sesión recibiéndose las declaraciones de los obreros de mercado que hallaron a la víctima y, luego, de dos inspectores: John Spratling de la división J, y Joseph Henri Helson. El primer policía indicó que comprobó las mutilaciones en el depósito de Old Montague y que cuando inspeccionó la zona de Buck´s Row casi no encontró rastros de sangre, excepto una muy pequeña cantidad debajo del cuerpo, que fue rápidamente limpiada. Tampoco halló arma alguna.
A su turno, el segundo detective manifestó que arribó a la morgue a las 8 de la mañana. Describió el aspecto de la fallecida haciendo hincapié en el grueso corsé que llevaba puesto. Adujo que esa prenda probablemente le impidió al matador aplicar con más saña el cuchillo, limitando así la extensión de las heridas.
–Te perdono por lo que has sido y por lo que me hiciste– declaró frente al tieso organismo de la asesinada, haciendo gala de sentido histriónico. En el tribunal, el viudo narró la vida desarreglada que llevaba la fallecida, su promiscuidad y su afición a la bebida. Sin embargo, las declaraciones de William Nichols en realidad devinieron intrascendentes y meramente anecdóticas.
La deposición más significativa la brindó el médico forense actuante. El juez de guardia mandó llamar al estrado al doctor Llewellyn, un cirujano con trece años de ejercicio que había estudiado en el London Hospital y era integrante de la Sociedad Británica de Ginecología.
–La occisa presentaba una pequeña laceración en la lengua y un hematoma en el lado derecho del maxilar inferior a raíz de un potente golpe de puño, o por la presión imprimida por un pulgar– expuso, comentando los resultados de su autopsia. Realizó una pausa aguardando preguntas del juez, o la intervención de algún miembro de jurado. Al percatarse que todos permanecían atentos a sus palabras continuó su explicación con timbre monótono:
–De igual forma, mostraba una magulladura circular en la zona izquierda de la cara, sobre el maxilar, cuyo origen habría sido causado por el mismo golpe o presión. El cuello aparecía cortado en dos puntos. Un primer tajo medía diez centímetros de largo y se iniciaba a dos centímetros y medio por debajo de la oreja izquierda. La otra incisión también nacía a partir del lado izquierdo, aunque a un par de centímetros más abajo que la anterior.
–¿Eso podría significar que el criminal la atacó por la espalda? – preguntó Baxter.
–No. Soy del parecer de que la agresión se concretó de frente. Creo que le tapó la boca con la mano derecha para que no gritase, y de allí vienen los moratones en la cara.
–¿Cuál considera que fue el proceso de las heridas infligidas?
–Primero le practicó varias incisiones en el abdomen empuñando con su mano zurda un cuchillo de hoja fuerte, larga y moderadamente afilado, que fue usado con gran violencia. Estos cortes fueron suficientes para provocarle la muerte a la víctima, y luego le cercenó la garganta. Los tajos trazados de izquierda a derecha en el abdomen y en el cuello indican que el homicida era zurdo, y que esgrimía el arma con esa mano– concluyó el facultativo.
La instrucción soportó varias postergaciones. En una de éstas, se tomó declaración a los internos del depósito que prepararon el cuerpo; y el asunto del corsé, referido por el inspector Helson, salió de nuevo a relucir. El magistrado le preguntó a James Hatfield:
–¿Qué prenda le quitaron primero al cadáver?
–Un impermeable, el cual pusimos en el piso. Después la chaqueta.
–¿Fue necesario que cortasen la tela?
–No. El vestido lo llevaba muy flojo y no fue preciso cortar nada. Yo rompí las bandas de sus enaguas y las quité con mis manos. También abrí su corpiño por delante para poderlo sacar.
–¿Recuerda si la difunta llevaba puesto un corsé?
–No lo recuerdo, tengo mala memoria.
En ese instante, el presidente del jurado requirió la palabra y, mirando severamente al testigo, le conminó:
–Usted puso el corsé sobre el cadáver de la finada en mi presencia para mostrarme lo corto que era. ¿Lo recuerda ahora?
–Lo había olvidado– contestó Hatfield enrojeciendo. Su voz, que de por sí era chillona, sonó ahora tan aflautada por el susto, que produjo una carcajada general en la sala. El juez Baxter, afirmando su autoridad, interrumpió con tono brusco:
–¡Silencio señores! ¡Silencio! No tienen derecho a burlarse del testigo. Este hombre admitió que tiene mala memoria.
El 17 de setiembre se celebró la vista final de la causa, y las actuaciones se cerraron con la declaración de que el deceso de Mary Ann constituyó un asesinato a manos de persona o personas desconocidas. Pero lo que verdaderamente importaba no era esa conclusión obvia, sino la recolección de pruebas forenses y de testimonios que irían a ser utilizados con provecho, en caso de que la policía aprehendiese a un sospechoso al cual se sometiera a juicio penal. El coroner realizó una recapitulación cuyo objetivo pareció más político que legal, pues se despachó contra las condiciones míseras en que la justicia tenía que llevarse a cabo en el distrito.
Llegado a ese punto, el presidente del jurado solicitó nuevamente el uso de la palabra. Alabó al magistrado, y se extendió en críticas contra el ministro del interior Sir Henry Mathews por no haber ofrecido una retribución para quién ayudase a descubrir al culpable, como tampoco se hizo cuando victimaron a MarthaTabram, homicidio que, según él, era obra del mismo asesino.
–Si se hubiera propuesto una gratificación económica en aquella ocasión se habría evitado el homicidio de esta señora. No tengo dudas que no se hubiese dejado de entregar una remuneración si, en vez de tratarse de una mujer de la calle, la víctima fuese una persona importante– aseguró. Y como vio que el juez lo apoyaba y que los demás estaban expectantes de su discurso, se envalentonó:
–En lo personal, estoy dispuesto a dar una recompensa de veinticinco libras de mi bolsillo a aquél que colabore en la captura del responsable. ¡Al fin de cuentas, estas pobres mujeres tienen alma como todo el mundo!– proclamó.
Once días antes de verificarse esta última audiencia el cadáver de Mary Ann Nichols aún permanecía enfriándose en la morgue. Ese jueves 6 de setiembre lo retiraron para introducirlo en un tosco ataúd, y previo a cerrar la tapa se le tomó la única fotografía que se conserva.
Su féretro fue izado a un carruaje con caballos que se dirigió al cementerio de Ilford, distante a diez kilómetros de aquel antro fúnebre.
En una tarde gris y lluviosa se extrajo el cuerpo y se lo colocó dentro de una fosa recién cavada, recibiendo sepultura directamente en la tierra. El padre de la extinta, su cónyuge, tres de sus hijos y algunos policías asistieron a la ceremonia.
Excelente reseña de un thriller de magnífico nivel literario. La verdad es que El autor Gabriel Pombo se luce en esta novela victoriana. Los personajes están retratados con brillantez, siendo Arthur Legrand y Bárbara Doyle una pareja de detectives que hacen las delicias con sus pesquisas y su enfrentamiento contra dos asesinos seriales históricos terribles como fueron el Descuartizador del Támesis y Jack el Destripador.
ResponderEliminarLa trama es envolvente y el ritmo narrativo cautivante desde la primera página hasta el desenlace impactante e imprevisible. Se trata de una lectura adictiva, que nos da la oportunidad de aprender mucho sobre la época victoriana y acerca de estos dos casos criminales emblemáticos. Al pasar las páginas nos sentimos inmersos en la Inglaterra de fines del siglo XIX cuando gobernaba la reina Victoria. Las escenas nos atrapan en medio de las callejuelas neblinosas del este de Londres, transitadas por elegantes carruajes, con sus burdeles y sus tabernas a las cuales acudían prostitutas y personajes de mal vivir. Una novela que se lee de corrido en tres horas, o aun menos, plena en sobresaltos y de intriga, y que logra el objetivo de sacarnos de contexto durante un buen rato, proporcionándonos un intenso placer.
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