domingo, 2 de abril de 2017

Jack el Destripador: La investigación privada

LOS CRIMENES DEL DESTRIPADOR. 
ARTHUR LEGRAND Y SU EQUIPO INVESTIGAN.
EL ANIMAL MAS PELIGROSO, Capítulo 10.
Bárbara y Arthur almorzaban. Al haber amanecido muy tardíamente, tras su tan disfrutado escarceo nocturno, se habían salteado el desayuno. La comida no estaba sabrosa como en la cena consumida la noche anterior. De hecho, ese pollo sabía insípido y casi crudo, las patatas que lo acompañaban estaban duras y la salsa bastante agria. Quedaba claro que lo de su querido no eran las artes culinarias. Pero la chica optó por disimular su desagrado. Al menos hoy no tendría que sufrir a la cocinera metiche ni a la bruja Juliana. Se sentía obligada a ser consecuente con su declaración de ayer: «…prefiero zamparme unos embutidos y una cerveza en una  taberna de Whitechapel que comer caviar vigilada por esa arpía.»
Y la verdad era que al tratar de deglutir esa pechuga seca, que ni los generosos buches de agua mineral lograban remojar, casi añoraba los sancochos que servían en esos lugares. Pronto la periodista tuvo un nuevo motivo de disgusto: Tampoco esta noche asistirían a la velada del music hall, y ni siquiera a la del Lyceum Theatre, pese a que él le había prometido llevarla.
En aquel escenario hacía furor la obra donde actuaba ese norteamericano, Richard Mansfield. Su encarnación del monstruo que poseía diabólicamente a un noble doctor, tras la ingesta de una misteriosa pócima, era brillante; tan vívida y realista cómo para despertar rumores de que el intérprete tenía una malvada segunda personalidad. Cada madrugada, una vez concluidas aquellas funciones –creían los más impresionables–, el artista recorría las calles obsedido por un delirio vesánico y, munido de filosos cuchillos, merodeaba los suburbios ingleses en pos de cobrarse nuevas presas humanas. En la agencia de noticias todos sus compañeros ya habían visto y celebrado aquel soberbio espectáculo. Cabía apresurarse porque, en cualquier momento, la compañía teatral extranjera se marcharía de Inglaterra, y ella se quedaría sin conocer esa versión del extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Pero esta jornada habían poderosas razones para no salir de casa. Arribarían en un rato, a la mansión de Westminter, los demás componentes de la cofradía, le anunció su amante. Barrett que, al igual que ella, gozaba de su día franco, vendría desde Spitalfields. Su hermano Charles y Batchelor, lo harían desde Whitechapel. Todos acudirían valiéndose del eficiente servicio de ferrocarriles británico. Iba a llevarse a cabo una reunión especial, y el líder del grupo investigador deseaba contar con la asistencia de sus colaboradores, incluido entre éstos el agente de la división H que se venía ganando su confianza.
El anfitrión acondicionó su salón principal para recibirlos. Cargó hasta allí taburetes, pizarrón, lápices, cuadernos, una resma con papeles y decenas de tizas. Fue llenando de objetos el amplio escritorio de madera de abedul. Apiló sobre él recortes de periódicos prolijamente seleccionados, copias de informes policiales y de autopsias forenses.
Abundante material acumulado con paciencia durante meses de arduo trabajo. Se trataba en verdad de largo tiempo transcurrido, porque que él venía indagando sobre aquellos crímenes desde bastante antes de que el minúsculo conjunto de pesquisas fuese contratado por el Comité de Vigilancia de Whitechapel. Hecho acaecido algo después de que aquella entidad se fundara, tras el homicidio de Annie Chapman el 8 de  setiembre de 1888.
Llegaron. Primero lo hizo Thomas Barrett y, minutos más tarde, se apersonaron juntos Charles Legrand y John Batchelor. La joven los atendió, fungiendo el rol que le hubiese cupido a la gobernanta Juliana, de haberse encontrado ésta presente allí. Los condujo hasta la sala escritorio, y se retiró. Volvió, luego de un impase, portando una fina bandeja con cinco tazas de porcelana y tetera del mismo material, rebosante de té caliente. Los tres visitantes habían ocupado las correspondientes sillas de mimbre. Ella sirvió la infusión a cada uno y, tras colmar también su taza, tomó asiento. Al fondo del vasto ambiente, y con el pizarrón a su espalda, presidía el jefe; de pie y tiza en mano, cual un maestro presto a impartir clase a sus mejores alumnos. Ya habían sostenido otras reuniones desde que empezaron a trabajar, pero nunca una tan formal como ésta. Anticipándose al malestar de John y de su hermano Charles, aclaró:
 –La única manera de saber hacia dónde vamos en esta investigación es «ir por partes», como le gusta hacer al asesino a quien perseguimos.
 Esperó que alguno se riera del chiste de humor negro. Dado que nadie pareció captar la doble intención ninguna risa, siquiera de compromiso, se oyó. Prosiguió:
 –Debemos empezar por el principio. Hacer un pormenorizado recuento de todos los homicidios cometidos por el canalla que perseguimos. No sólo de los sobrevenidos desde que entramos en acción.
Se detuvo por si alguno deseaba intervenir. Fue Batchelor –cuyas mejillas encarnadas delataban que había ingerido algo más que el té que ahora bebía– quien le indicó, en son de queja:
–Para que esta reunión de verdad sea útil debes soltar toda la información que tienes guardada, amigo. Sé que eres muy precavido, pero a veces te pasas de la raya. Ni yo ni Charles conocemos la mitad de las pistas que recabas por tu cuenta. Cierto que resultas nuestro jefe, pero aunque nosotros sólo seamos asistentes no podemos rendir bien sabiendo las cosas a medias.
La sinceridad de su ayudante estaba motivada por el alcohol; eso quedaba claro. No llegaba a estar ebrio –era demasiado temprano aún–. Enteramente lúcido no hubiese osado hablarle así. Sobrio era capaz de gastarle bromas cínicas como aquella de la oreja cortada que puso dentro del bolso– recordó Legrand–, pero no se atrevía a cuestionar su manera de conducir al equipo parapolicial Por tanto, encarándose con los concurrentes, el dueño de casa replicó:
–Debo confesarles que tal vez no fui del todo honesto con ustedes. Me reservé información y, más que nada, no les trasmití todo lo que pienso. Esta vez les diré cuanto sé, o creo saber, sobre el asunto. Pero es fundamental que primero efectuemos juntos un repaso de los crímenes.
Luego, señalando a Barrett, lo presentó ante Charles, el cual aún no lo conocía.
–Este eficaz policía de la división H, es nuestra flamante incorporación. Constituye un honor para nosotros poder contar con su concurso. Thomas ha sido y será de gran ayuda. Su experiencia en la zona resulta invalorable.
Tras prodigar tales halagos, yendo al grano, manifestó:
–Antes que nada, creo que tendríamos que quitar a Emma Smith del listado de este loco matador. Forzosamente deberíamos empezar por analizar el caso de Martha Tabram. Ese mal suceso pudo ser la génesis de todo el caos. Y en este comienzo nuestro estimado agente supo cumplir un papel protagónico.
Se detuvo, e inquirió a su auditorio:
 –¿Alguna pregunta? Su hermano fue su interrogador.
–¿Por qué desechas tan alegremente a Emma Smith? La mayoría de los policías con los cuales hablé, dan por sentado que representó la inicial víctima de la secuencia.
El investigador dilató su contestación, y rememoró los acontecimientos que rodearon esa muerte que, tan rápidamente, los periódicos atribuyeron a la saña del ejecutor del este de Londres.
Aquella desdichada viuda, madre de dos hijos, cifraba cuarenta y cinco años y retornaba procedente de una taberna a su hogar a la 1.30 del lunes de Pascua 3 de abril de 1888. Una cuadrilla, que ella describió, a los enfermeros que la auxiliaron, como «de tres hombres jóvenes, y uno de ellos de no más de diecinueve años», la zurró brutalmente dejándola tendida con graves heridas, en la calle Osborn, distrito de Whitechapel. Al arribar en estado agónico al London Hospital, los médicos comprobaron que presentaba ruptura de peritoneo ocasionada por la violenta introducción de un objeto romo en su vagina, posiblemente un palo de escoba. Falleció al día siguiente de haber ingresado al nosocomio, a causa de una peritonitis.
Aquel cobarde atentado quedó sin resolver, aunque se atribuyó a tunantes que chantajeaban a las rameras, exigiéndoles dinero a cambio de supuesta protección. En esos tiempos, las más conocidas bandas del área eran la The Nichols Boys y la The Hoxton Market; designadas así por el nombre de la calle y del mercado donde esos gamberros poseían sus guaridas.
Después de recordar tales hechos, el detective evacuó la interrogante planteada por Charles.
–Descartaría a Emma Smith como víctima de nuestro asesino, o asesinos, porque no coincide la forma en que la mataron con los demás homicidios. Se trató de un apaleamiento terrible a manos de una pandilla. La moribunda llegó incluso a identificar en parte a sus agresores, pero la policía no siguió las pistas.
Batchelor, que coincidía en este punto con aquél, interlineó:
–El crimen de esa mujer huele a robo y a reprimenda infligida por extorsionistas. Le hurtaron sus miserables ganancias; y quizás no pagase la cuota fijada por algún chulo de medio pelo. Parece una golpiza propinada por los Chicos de la calle Nichols, u otras basuras como ellos. Legrand asintió, y completó ese pensamiento:
–La quisieron asustar y castigar, no matarla; pero se excedieron en la fuerza empleada. No estamos ante el mismo criminal, o criminales, que cometieron las restantes barbaridades.
Y tras hacer un alto, con tono pensativo, remató:
 –Los Chicos de la calle Nichols ciertamente son un problema, pero lidiar con estos rufianes está al alcance de la policía.
Esta declaración sonaba presuntuosa. Implicaba que ellos estaban destinados a acabar con el mal mayor, con el cual los policías no podían. No tenían que dilapidar sus energías combatiendo a mezquinos delincuentes, sino que debían focalizarse en atrapar a los peces gordos. Sin embargo, ninguno de los subordinados creyó fuera de lugar lo afirmado por su líder. Como no le plantearon nuevas preguntas, y sus cuatro oyentes parecían seguir atentos a su discurso, se enfrentó  a la pizarra y estampó con su tiza: «Emma Smith, descartada».
–La primera víctima sería entonces…– anunció, mientras se mantenía de espaldas y escribía con trazo blanco sobre el renegrido tapiz, sirviéndose de letras mayúsculas: «¿MARTHA TABRAM? »
La pregunta obvia fue pronunciada por la única voz femenina allí presente:
–¿Por qué los signos de interrogación? ¿Qué duda podría caber de que esa señora fue asesinada por el cuchillero del este de Londres?
–Precisamente, la duda surge porque no fue eviscerada. Un crimen salvaje. Treinta y nueve puñaladas; toda una guarrada. Pero, si el crápula hubiese querido, la pudo abrir en canal y extraerle órganos. Contó con el tiempo y la oportunidad de destazarla, pero eligió no hacerlo.
Su hermano, apoyándolo, interlineó:
–Además el sujeto estaba muy nervioso. No se aprecia aquí el método que se refleja en otros homicidios. –; y tras lo dicho, agregó:
–Lo que no entiendo, considerando todo esto, es por qué ya de entrada no la descartas. El motivo de esta reunión es que nos quede claro en qué asuntos deberíamos concentrarnos y en cuáles no.
–No conviene desecharla de plano porque es una situación dudosa. Por suerte para nosotros disponemos de un fiel registro de primera mano.– repuso el expositor.
Y dirigiéndose a la persona que aportaría dicho testimonio, le ordenó:
–¡Adelante Thomas, ven aquí! –exclamó, acercándole una tiza. –Usa la pizarra si quieres. Te pido que nos expliques qué ocurrió con esa pobre infeliz, en la madrugada del 7 de agosto pasado.
El guardia, con timidez, se paró y caminó hacia el frente. Recogió la tiza que el otro depositó en su mano, pero parecía no saber qué hacer con ella. Su patrón lo animó.
 –¡Vamos, cuéntanos todo lo que sabes! Fuiste el primer policía en ver el cadáver. Incluso la prensa te elogió.
Y para refrendar ese detalle, revolvió entre una pila de recortes de diarios hasta localizar el The East London Observer, edición del día posterior al homicidio. Mostrando el periódico a los demás concurrentes, apuntó con su índice.
 –Aquí vemos una columna donde a nuestro camarada lo alaban y reconocen sus méritos. No tiene por qué hacerse el modesto.
El rotativo, tras regodearse en alternativas morbosas de aquel crimen, describía al policía como: «…un joven agente que dio su evidencia de forma muy inteligente.»
La referencia hecha por el jefe fue astuta. Sirvió para que el joven se despojase del pánico escénico que lo había atenazado. Más confiado ahora, éste miró a los ojos a los tres auxiliares que, sentados, estaban pendientes de sus palabras.
–Gracias señor detective. Les contaré lo que me tocó vivir esa vez.
Sus oyentes, lápices en ristre, tomarían apuntes en los cuadernos que Legrand les había entregado. Y como el policía comenzó a narrar pero no utilizaba el pizarrón, su empleador fue escriturando allí, sirviéndose de una nueva tiza, los datos que ponderaba más relevantes de aquella evocación.
La historia dejó constancia de que el agente Thomas Barrett, placa número 226 de la división H, nacido en 1856 e ingresado a la Policía Metropolitana desde 1883, fue el inicial guardia en arribar a la escena del asesinato de Martha Tabram en George Yard Buildings.
Un testigo, de nombre John Reeves, le avisó sobre el homicidio, minutos después de haber hallado el cadáver, en torno a las 4.50. Thomas acudió a ver el cuerpo lacerado de Tabram, e inmediatamente ordenó buscar al médico forense. Su declaración rendida en la encuesta judicial el 9 de agosto de 1888, devino reproducida por The East London Observer, en su edición sabatina. En ese artículo el periódico comunicaba, incurriendo en error tipográfico, que el agente Thomas Barrett, de veintiséis años –en realidad contaba con seis más–, testificó luego de que lo hiciera el vecino que encontró a la finada. Informó que el martes 7 de agosto estaba de servicio alrededor de las 5,15, cuando el testigo pre declarante le alertó que se había cometido un crimen. Se encaminó al lugar que le fue señalado, y vio a la víctima acostada de espaldas en medio de un charco de sangre. Comprobó que había expirado. Mandó a otro policía en pos de un cirujano, el cual se dio cita escasos minutos más tarde, y declaró oficialmente muerta a la agredida.

 La misma reposaba sobre una entrada que daba a un penumbroso pasaje utilizado por las meretrices para mantener contactos íntimos. No se detectaron marcas de arrastre en la escalera, por lo que se concluyó que el cadáver no había sido movido antes del arribo del forense. Las manos de la fémina aparecían crispadas hacia arriba, y vacías. Sus ropas lucían desgarradas y en completo desorden, dejando a la vista los senos. La posición en la cual yacía hizo inferir al custodio que había sido objeto de relaciones carnales voluntarias o forzadas.
El policía también contó, al brindar su testimonio judicial, el encuentro que mantuvo con un soldado de la Guardia de la Torre de Londres, próximo a las 2 de esa mañana. En un memorandum de circulación interna describió este episodio, indicando que patrullaba el área de George Yard durante la noche del asesinato. A la hora antes referida, habló con un miliciano a quien interrogó sobre qué hacía en ese sitio; a lo cual éste le contestó que esperaba allí a un camarada que había salido con una mujer, a quien conocieron en una taberna.
La deposición del agente –aunada a la de una segunda informante– al apuntar a la sospechosa presencia en esa región de un guardia granadero, determinó que Scotland Yard ordenase ruedas de reconocimiento en el cuartel de la Torre de Londres y en el de Wellington. Se albergaba la esperanza de que uno de los testigos, o ambos, pudiesen identificar, entre la tropa a la cual se sometería a inspección, al soldado que habían avistado aquella madrugada.
Al concluir la narración de Barrett, sus escuchas cesaron de sacar apuntes y miraron al anfitrión quien, tiza en mano, se acercó a aquél y le dio una amistosa palmadita en el hombro, señalándole que podía volver a tomar asiento. Retomó la conducción de la reunión, y sosteniendo varios papeles que había colmado de anotaciones –con letra muy grande, para no tener que usar sus gafas– les informó que ahora pasaría a suministrarles la versión que él consideraba «oficial» referente a dicho deceso.
En su informe se explicaba que Martha Tabram –a quien también identificaban por el apellido Turner– de treinta y nueve años, resultó eliminada cuatro meses más tarde que Emma Smith, entre la noche del 6 y la madrugada del 7 de agosto, próximo al sitio donde atacaron a esa anterior víctima. La mujer era conocida por ser una «prostituta de soldados», pues se dedicaba a la atención de esta clase particular de clientes. Practicaba sus recorridas atravesando con regularidad los muelles, buscando a los soldados que estuviesen de guardia en la Torre de Londres. En esa mañana el portero del block de pisos de George Yard, oyó un potente grito de «¡Auxilio! ¡Me matan!». Pero le pareció habitual, y continuó durmiendo hasta tarde. Tampoco el cochero Albert Crow, que regresaba de trabajar a las 3.30, tomó en cuenta el bulto que vio caído cerca de la entrada cuando penetró en el edificio. Se trataba del cuerpo desangrado de Martha tendido sobre el zaguán de la primera planta. Crow justificó no haberse percatado que estaba en presencia de un homicidio porque no le prestó atención, pues: «Estaba muy cansado. Estoy acostumbrado a ver gente dormida o borracha echada sobre las escaleras de entrada», explicó cuando depuso en la instrucción.
Quien sí se percató de qué se trataba fue el estibador John Reeves, también arrendatario en el mismo bloque. No tuvo más remedio que advertirlo porque se cayó de bruces y se ensució sus ropas, tras resbalar con la sangre del copioso charco, que a la vera del cadáver de la extinta se había ido formando.
La habían apuñalado treinta y nueve veces, quizás con una bayoneta. Si tal hubiese sido el arma empleada para finiquitarla, este dato guardaba consistencia con quién habría sido su último cliente de esa velada. Y es que, según su compañera de oficio Mary Ann Connelly –apodada «Pearly Poll»–, ambas habían abandonado la taberna Blue Anchor con dos milicianos, uno de los cuales se identificó como cabo.
Una vez que salieron del pub discutieron el precio de los servicios y, no bien se pusieron de acuerdo en el importe, Martha y su soldado se dirigieron hacia los edificios George Yard, cuyo tenebroso rellano se utilizaba a fin de llevar a cabo relaciones sexuales. Connelly, a su turno, se encaminó con el cabo rumbo a los recovecos del denominado Callejón del Angel, recinto adecuado para el mismo propósito.
Cuando ambas busconas se despidieron eran casi las 2 de la mañana. Tabram moriría un rato después a manos de un victimario frenético. Su corazón, su hígado, su bazo y la mayoría de sus grandes órganos, fueron traspasados mediante incisiones cortas y extrañas, no facturadas con el filo de un cuchillo ordinario.
Su colega, y testigo principal en la indagatoria, era una mujerona alta, flaca y poco atractiva que moraba en el albergue de Crossingham en la calle Dorset, un tugurio plagado de ladrones, prostitutas y malhechores.
Tan asustada se la veía cuando rindió su testimonio en la instrucción sumarial que, más de una vez, el juez de guardia la amonestó requiriéndole que hablase alto. Cuanto más se esforzaba por alzar la voz menos se le entendía, y el alguacil del juzgado tuvo que repetir su declaración proporcionada en susurros.
La investigación se encargó al inspector Edmund Reid de Scotland Yard. Éste era el oficial de policía de más baja estatura de todo el cuerpo, pero compensaba sobradamente ese desmedro con tenacidad y sagacidad, cualidades que todos sus camaradas le reconocían. Se convenció que la mujer mentía para encubrir a alguien, y le exigió que fuese con él a la Torre de Londres, donde se organizó un improvisado desfile.
Barrett estaba allí, pues le habían dado la orden de tratar de identificar al soldado con el cual dialogó brevemente en George Yard la noche del crimen. Pero su presencia empalideció, y pasó a segundo plano, frente a la otra testigo convocada para participar en esa misma ronda de reconocimiento. Delante del agente de la sección H y de Pearly Poll – quien lucía un sombrero dotado de coloridas plumas y sus mejores atavíos– avanzaron de dos en dos los soldados y oficiales que habían librado del 6 al 7 de agosto. La amiga de la difunta los inspeccionó lentamente uno por uno, con fingida dignidad, y al final sentenció:
–No está aquí. No reconozco a ninguno.
La tarde entrante idéntico procedimiento se reiteró dentro de los cuarteles Wellington, en Birdcage Walk, 141 donde se obligó a desfilar para el examen a los guardias de ese regimiento. La denunciante parecía estar harta y deseando acabar, de una vez por todas, con aquellos fastidiosos trámites. Optó por cambiar de táctica:
–¡Éste, y aquél de allá!, el más alto, y el más delgado de todos. Ellos dos fueron los individuos que vinieron con nosotras– mintió.
Que mentía torpemente fue fácil de esclarecer. Y es que los dos militares acusados por la meretriz esgrimieron en su defensa sólidas coartadas. Uno de los guardias había estado de custodia dentro del cuartel desde las 22 horas de aquella noche, y le sobraban testigos con los cuales respaldar su afirmación. El otro acusado, si bien gozó de permiso en dicha emergencia, había pernoctado junto a su esposa en su hogar, el cual distaba a varios kilómetros del escenario del crimen, y también podía demostrarlo.


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