ASESINATO DE ANNIE CHAPMAN:
LA INVESTIGACION PRIVADA
(EL ANIMAL MAS PELIGROSO, CAPÍTULO 12)
Nadie podía imaginar que apenas dos días después
de que los sepultureros desocuparan la escuálida
caja de madera para regresarla al depósito de Old Montague
–en patética muestra de la pobreza de recursos que
imperaba en el East End– en ese mismo cubículo iría a
reposar el cadáver de la nueva presa cobrada por el asesino
de Polly.
La mujer bajita, regordeta, de abultados mofletes y fatigados
ojos celestes caminaba dificultosamente, y parecía
estar en las últimas.
Amelia Farmer se cruzó por segunda vez ese día con ella,
y se sorprendió ingratamente al notarla tan desmejorada.
Apenas unas horas atrás, en la escalinata de la Iglesia
del Cristo, había conversado con Annie Chapman.
Ya entonces advirtió que su amiga lucía sumamente demacrada, pero ahora estaba aún peor; daba la sensación de que sobre sus hombros se había precipitado de repente el tiempo, además de los achaques. Aparentaba tener muchos más años de los cuarenta y siete con que realmente contaba.
–Te ves muy enferma– le dijo Farmer.
–Es que he estado pasando por muchos apuros. No he comido nada en todo el día, ni siquiera unas galletas o una taza de té– repuso con voz hueca la interpelada. Y añadió: –Tal vez pudiera albergarme un par de días en uno de los asilos de Spitalfieds… no sé. En verdad lo necesito, aunque tengo miedo de que allá me roben lo poco que aún me queda. Aparte, no tengo fuerzas para trabajar en uno de esos sitios a cambio de la comida.
–¡A dónde debes ir urgente es a la enfermería del London Hospital! ¡Allí pueden ayudarte!
–Ya he pasado por ahí en estos dos últimos días y no me ha servido. Me han dado unas píldoras para mis dolores, pero para qué las quiero si sigo comiendo tan mal.
–Toma, cómprate las galletas y el té con esto– se apiadó la otra, y le depositó en la mano unas monedas por valor de un penique. –No es mucho lo que puedo darte, pero no te vayas a gastar la plata en alcohol.
–Gracias amiga– le agradeció inexpresivamente, al tiempo que guardaba las monedas en uno de los bolsillos de su raído abrigo.
–Tienes que dormir un poco. No puedes seguir recorriendo las calles tan tarde– le aconsejó con sincera preocupación Amelia.
–Es que ahora no puedo ponerme a descansar. No debo rendirme...–parecía costarle articular las palabras– tengo que reponerme y salir a ganar algunos peniques o no tendré donde dormir esta noche. Chapman se despidió de su compañera y enfiló hacia su hospedaje, ubicado en el número 35 de la calle Dorset. No le bastaba con esas monedas para que la dejasen pernoctar allí. De contar con algo más de dinero lo sumaría al penique regalado y abonaría el precio del catre.
¿De dónde iba a sacar los tres peniques que le faltaban para pagarse el alojamiento? Aunque estaba hambrienta, en vez de comer prefería asegurarse unas horas de sueño digno y no dormir a la intemperie echada sobre un banco de la plaza. Su cuerpo le pedía a gritos descansar bien arropada, al menos durante algunas horas, libre del frío que la mortificaba en ese setiembre inglés.
En su viaje se detuvo frente a la casa de Edward Stanley, un jubilado del ejército que vivía sólo y al cual ella, además de limpiarle la finca, lo bañaba –porque estaba parcialmente tullido– y le prodigaba otros servicios más íntimos aún. El viejo era la única oportunidad que se le venía a la mente para hacerse con el dinero faltante. Su otra opción –para la que no tenía ánimo– consistía en levantarse las polleras mientras se recostaba contra el muro de un callejón, y soportaba sobre ella el cuerpo maloliente de un cliente borracho y jadeante.
Annie no gozó de suerte esa vez. Atizó con sus nudillos cuatro veces la vetusta puerta del hogar de su amigo sin que nadie le abriera. No estaba. Para colmo de males empezaba a llover. El agua empapaba su chaqueta y su falda, y se escurría por debajo del pañuelo de lana negro anudado a su cuello. Se puso a tiritar. Nada más le quedaba el maldito recurso de siempre, pero antes pasaría por la cocina del albergue para secarse la ropa y calentarse las manos.
Timothy Donovan la observó sentada delante del fuego de la chimenea en la espaciosa cocina de la pensión. Era la 1.45 de la madrugada del sábado 8 de setiembre de 1888.
–Ya estás pasada de hora para andar todavía por aquí. ¿No subes a dormir en tu cama?– le inquirió el casero irlandés.
–No puedo, es que hoy no tengo nada de plata– repuso con timbre lastimero la interrogada.
–En ese caso sabes bien que no es posible que te deje quedar en la cocina, ya conoces el reglamento. –Bueno lo comprendo, pero por favor no olvides reservarme una cama para más tarde. Conseguiré el dinero como sea. Esta noche no quiero pasarla en la calle.
Con relación a las actividades de Annie Chapman una vez que saliera del albergue de Donovan hay desacuerdo.
Se alegó que entre la 1 y las 2 de la madrugada la vieron bebiendo una copa en el pub Britannia con un cochero; este encuentro podría haberse producido tanto antes como después de su estancia en la cocina del hospedaje.
En torno a similar horario, intercambió unas frases triviales en la calle con un obrero también residente de su pensionado.
El ulterior avistamiento sobre la mujer data desde cuando la señora Elizabeth Long se cruzó con ella. La vio junto con un hombre mal entrazado: de aspecto «harapiento» y que parecía «haber pasado por tiempos mejores», conforme manifestaciones de la testigo en la instrucción judicial.
El sujeto aparentaba más de cuarenta años, su cutis era trigueño, vestía una añosa capa oscura y portaba un gorro de cazador de ciervos.
De acuerdo pretende este testimonio, la pareja hablaba en voz baja y parecía llevarse bien. Al pasar próximo a ellos Long observó de frente a su vecina, pero no distinguió el rostro de su acompañante, el cual estaba de espaldas a ella.
El fragmento de la conversación captada por la testigo fue de calidad sumamente pobre, pues únicamente oyó cuando aquél le inquiría «¿Quieres? », ante lo cual la interpelada habría respondido «Sí».
Lo más valioso de esta deposición ciertamente no sindicó en ese lacónico diálogo, ni el aspecto del individuo, tan vagamente descrito, sino en el sitio y en la hora en que se habría visualizado a la meretriz con su cliente. Elizabeth fue terminante al sostener que dicho encuentro se operó a las 5.30 de la mañana.
También se mostró segura cuando reportó en dónde localizó a Annie y a su compañero: a la entrada del callejón adyacente al bloque de apartamentos número 29 de la calle Hanbury. «Estaban parados a unos metros de la valla que rodeaba el callejón» precisó.
Los residentes del edificio allí emplazado ingresaban y salían a todas horas, por lo que tanto la puerta delantera como la trasera siempre quedaban abiertas. Lo mismo ocurría con la entrada del acceso al patio interior, el cual solía ser utilizado para «fines inmorales» –de acuerdo con una expresión de la época– por las prostitutas. Las mujeres guiaban hasta ese sórdido zaguán a sus clientes a fin de consumar su labor sexual.
John Davis, un estibador que residía en aquel edificio, salió casi a las 6 de la mañana rumbo a su trabajo en el mercado. Descubrió el cuerpo de Annie Chapman en el piso entre la casa y la valla. La víctima yacía con su mano derecha replegada bajo su seno izquierdo y su otro brazo extendido. Su verdugo le había levantado la ropa por encima de las rodillas, probablemente mientras él mismo se arrodillaba para efectuar las mutilaciones a la mujer que apenas instantes atrás degollara.
Davis no dio vuelta al cadáver. Si hubiese osado hacerlo habría contemplado el abdomen rajado y los intestinos, quitados de la cavidad, esparcidos sobre el hombro izquierdo. El seccionamiento de la garganta era fruto de un tajo tan hondo que casi había desprendido la cabeza del tronco, en lo que parecía un intento de decapitación.
Pasmado frente a tamaña crueldad el trabajador regresó corriendo, y casi sin respirar, a su habitación. Bebió un largo un trago de alcohol para infundirse coraje y pensar cómo debía actuar. Cuando pudo razonar, decidió ir hasta su taller por una lona y con ella cubrió al cadáver, que no se animaba a mirar. Enseguida, salió a paso agitado en busca de un vigilante. Lo ubicó a tan sólo dos cuadras, y el custodio dio aviso a la estación policial de la calle Comercial. Desde allí compareció un inspector, el cual comprobó el hallazgo y mandó a llamar al médico forense doctor Phillips.
El punto de máxima intensidad en la actividad policial aconteció el domingo 9 de setiembre, al otro día de perpetrado el homicidio. Catorce sospechosos fueron arrestados y se los derivó a la comisaría de la calle Comercial. Una cifra algo inferior de indagados fue llevada casi a rastras a las comisarías de las calles Upper Thames y Leman. Los detenidos habitaban en los alrededores. Se trataba de vagabundos, obreros en paro, rateros, proxenetas y personas de condición semejante. Pronto todos fueron dejados en libertad, aunque no escasearon los malos tratos.
La prensa criticó con dureza a la policía acusándola de utilizar métodos brutales y mostrar desesperación, pues devenía palmario que contra ninguno de los aprehendidos mediaban pruebas. Las redadas tenían por propósito intimidar y buscaban que alguien delatara al matador o, como mínimo, que diese información para su captura.
Aunque el despliegue dio la impresión de ser en vano, una pista en apariencia interesante había surgido. Mientras se conducía a la fuerza a desocupados y borrachos rumbo a las comisarías, inspectores de Scotland Yard supervisaban a un equipo de agentes que revolvió de cabo a rabo el callejón del crimen. Su tenacidad pareció verse premiada cuando, en un lavadero adyacente al patio, localizaron un delantal o mandil de cuero en el cual –aunque había sido fregado recientemente– podían distinguirse tenues trazos sanguinolentos.
Otro descubrimiento prometedor tuvo efecto en el suelo de ese patio: un retazo de sobre color claro manchado de sangre. En el mismo lucía impresa la marca del regimiento de Sussex y una estampilla expedida en Londres el 20 de agosto. Faltaba la dirección del remitente, y sólo se visualizaba una consonante mayúscula «M». A centímetros de dónde se recogió dicho papel yacían dos pastillas blancas.
El entusiasmo que suscitó aquel mandil, y su posible significado, se diluyó una vez que la dueña del edificio de la calle Hanbury, la señora Amelia Richardson, explicó que pertenecía a su hijo y que ella lo había lavado días atrás. Lo dejó a secar al sol extendiéndolo encima del fregadero, pero se había olvidado de retirarlo. No obstante, la aparición de esa prenda dio origen a la leyenda de «Mandil de Cuero», y cimentó el futuro arresto de John Pizer, a quien motejaban con ese alias porque era zapatero y usaba un delantal de cuero al practicar su oficio.
Y también quedó en agua de borrajas la pista de las píldoras y del fragmento de sobre con el sello del regimiento. Al testificar en la instrucción, el casero de Annie explicó que cuando aquella estaba sentada, calentándose junto al fuego en la cocina del albergue, tomó un sobre roto que se hallaba en la repisa de la chimenea, y envolvió con él un par de pastillas blancas.
A la pregunta que le formulase Donovan al respecto, ella habría contestado que se trataba de medicamentos que le dieron en la enfermería de Whitechapel para aliviarle sus dolencias.
Ya entonces advirtió que su amiga lucía sumamente demacrada, pero ahora estaba aún peor; daba la sensación de que sobre sus hombros se había precipitado de repente el tiempo, además de los achaques. Aparentaba tener muchos más años de los cuarenta y siete con que realmente contaba.
–Te ves muy enferma– le dijo Farmer.
–Es que he estado pasando por muchos apuros. No he comido nada en todo el día, ni siquiera unas galletas o una taza de té– repuso con voz hueca la interpelada. Y añadió: –Tal vez pudiera albergarme un par de días en uno de los asilos de Spitalfieds… no sé. En verdad lo necesito, aunque tengo miedo de que allá me roben lo poco que aún me queda. Aparte, no tengo fuerzas para trabajar en uno de esos sitios a cambio de la comida.
–¡A dónde debes ir urgente es a la enfermería del London Hospital! ¡Allí pueden ayudarte!
–Ya he pasado por ahí en estos dos últimos días y no me ha servido. Me han dado unas píldoras para mis dolores, pero para qué las quiero si sigo comiendo tan mal.
–Toma, cómprate las galletas y el té con esto– se apiadó la otra, y le depositó en la mano unas monedas por valor de un penique. –No es mucho lo que puedo darte, pero no te vayas a gastar la plata en alcohol.
–Gracias amiga– le agradeció inexpresivamente, al tiempo que guardaba las monedas en uno de los bolsillos de su raído abrigo.
–Tienes que dormir un poco. No puedes seguir recorriendo las calles tan tarde– le aconsejó con sincera preocupación Amelia.
–Es que ahora no puedo ponerme a descansar. No debo rendirme...–parecía costarle articular las palabras– tengo que reponerme y salir a ganar algunos peniques o no tendré donde dormir esta noche. Chapman se despidió de su compañera y enfiló hacia su hospedaje, ubicado en el número 35 de la calle Dorset. No le bastaba con esas monedas para que la dejasen pernoctar allí. De contar con algo más de dinero lo sumaría al penique regalado y abonaría el precio del catre.
¿De dónde iba a sacar los tres peniques que le faltaban para pagarse el alojamiento? Aunque estaba hambrienta, en vez de comer prefería asegurarse unas horas de sueño digno y no dormir a la intemperie echada sobre un banco de la plaza. Su cuerpo le pedía a gritos descansar bien arropada, al menos durante algunas horas, libre del frío que la mortificaba en ese setiembre inglés.
En su viaje se detuvo frente a la casa de Edward Stanley, un jubilado del ejército que vivía sólo y al cual ella, además de limpiarle la finca, lo bañaba –porque estaba parcialmente tullido– y le prodigaba otros servicios más íntimos aún. El viejo era la única oportunidad que se le venía a la mente para hacerse con el dinero faltante. Su otra opción –para la que no tenía ánimo– consistía en levantarse las polleras mientras se recostaba contra el muro de un callejón, y soportaba sobre ella el cuerpo maloliente de un cliente borracho y jadeante.
Annie no gozó de suerte esa vez. Atizó con sus nudillos cuatro veces la vetusta puerta del hogar de su amigo sin que nadie le abriera. No estaba. Para colmo de males empezaba a llover. El agua empapaba su chaqueta y su falda, y se escurría por debajo del pañuelo de lana negro anudado a su cuello. Se puso a tiritar. Nada más le quedaba el maldito recurso de siempre, pero antes pasaría por la cocina del albergue para secarse la ropa y calentarse las manos.
Timothy Donovan la observó sentada delante del fuego de la chimenea en la espaciosa cocina de la pensión. Era la 1.45 de la madrugada del sábado 8 de setiembre de 1888.
–Ya estás pasada de hora para andar todavía por aquí. ¿No subes a dormir en tu cama?– le inquirió el casero irlandés.
–No puedo, es que hoy no tengo nada de plata– repuso con timbre lastimero la interrogada.
–En ese caso sabes bien que no es posible que te deje quedar en la cocina, ya conoces el reglamento. –Bueno lo comprendo, pero por favor no olvides reservarme una cama para más tarde. Conseguiré el dinero como sea. Esta noche no quiero pasarla en la calle.
Con relación a las actividades de Annie Chapman una vez que saliera del albergue de Donovan hay desacuerdo.
Se alegó que entre la 1 y las 2 de la madrugada la vieron bebiendo una copa en el pub Britannia con un cochero; este encuentro podría haberse producido tanto antes como después de su estancia en la cocina del hospedaje.
En torno a similar horario, intercambió unas frases triviales en la calle con un obrero también residente de su pensionado.
El ulterior avistamiento sobre la mujer data desde cuando la señora Elizabeth Long se cruzó con ella. La vio junto con un hombre mal entrazado: de aspecto «harapiento» y que parecía «haber pasado por tiempos mejores», conforme manifestaciones de la testigo en la instrucción judicial.
El sujeto aparentaba más de cuarenta años, su cutis era trigueño, vestía una añosa capa oscura y portaba un gorro de cazador de ciervos.
De acuerdo pretende este testimonio, la pareja hablaba en voz baja y parecía llevarse bien. Al pasar próximo a ellos Long observó de frente a su vecina, pero no distinguió el rostro de su acompañante, el cual estaba de espaldas a ella.
El fragmento de la conversación captada por la testigo fue de calidad sumamente pobre, pues únicamente oyó cuando aquél le inquiría «¿Quieres? », ante lo cual la interpelada habría respondido «Sí».
Lo más valioso de esta deposición ciertamente no sindicó en ese lacónico diálogo, ni el aspecto del individuo, tan vagamente descrito, sino en el sitio y en la hora en que se habría visualizado a la meretriz con su cliente. Elizabeth fue terminante al sostener que dicho encuentro se operó a las 5.30 de la mañana.
También se mostró segura cuando reportó en dónde localizó a Annie y a su compañero: a la entrada del callejón adyacente al bloque de apartamentos número 29 de la calle Hanbury. «Estaban parados a unos metros de la valla que rodeaba el callejón» precisó.
Los residentes del edificio allí emplazado ingresaban y salían a todas horas, por lo que tanto la puerta delantera como la trasera siempre quedaban abiertas. Lo mismo ocurría con la entrada del acceso al patio interior, el cual solía ser utilizado para «fines inmorales» –de acuerdo con una expresión de la época– por las prostitutas. Las mujeres guiaban hasta ese sórdido zaguán a sus clientes a fin de consumar su labor sexual.
John Davis, un estibador que residía en aquel edificio, salió casi a las 6 de la mañana rumbo a su trabajo en el mercado. Descubrió el cuerpo de Annie Chapman en el piso entre la casa y la valla. La víctima yacía con su mano derecha replegada bajo su seno izquierdo y su otro brazo extendido. Su verdugo le había levantado la ropa por encima de las rodillas, probablemente mientras él mismo se arrodillaba para efectuar las mutilaciones a la mujer que apenas instantes atrás degollara.
Davis no dio vuelta al cadáver. Si hubiese osado hacerlo habría contemplado el abdomen rajado y los intestinos, quitados de la cavidad, esparcidos sobre el hombro izquierdo. El seccionamiento de la garganta era fruto de un tajo tan hondo que casi había desprendido la cabeza del tronco, en lo que parecía un intento de decapitación.
Pasmado frente a tamaña crueldad el trabajador regresó corriendo, y casi sin respirar, a su habitación. Bebió un largo un trago de alcohol para infundirse coraje y pensar cómo debía actuar. Cuando pudo razonar, decidió ir hasta su taller por una lona y con ella cubrió al cadáver, que no se animaba a mirar. Enseguida, salió a paso agitado en busca de un vigilante. Lo ubicó a tan sólo dos cuadras, y el custodio dio aviso a la estación policial de la calle Comercial. Desde allí compareció un inspector, el cual comprobó el hallazgo y mandó a llamar al médico forense doctor Phillips.
El punto de máxima intensidad en la actividad policial aconteció el domingo 9 de setiembre, al otro día de perpetrado el homicidio. Catorce sospechosos fueron arrestados y se los derivó a la comisaría de la calle Comercial. Una cifra algo inferior de indagados fue llevada casi a rastras a las comisarías de las calles Upper Thames y Leman. Los detenidos habitaban en los alrededores. Se trataba de vagabundos, obreros en paro, rateros, proxenetas y personas de condición semejante. Pronto todos fueron dejados en libertad, aunque no escasearon los malos tratos.
La prensa criticó con dureza a la policía acusándola de utilizar métodos brutales y mostrar desesperación, pues devenía palmario que contra ninguno de los aprehendidos mediaban pruebas. Las redadas tenían por propósito intimidar y buscaban que alguien delatara al matador o, como mínimo, que diese información para su captura.
Aunque el despliegue dio la impresión de ser en vano, una pista en apariencia interesante había surgido. Mientras se conducía a la fuerza a desocupados y borrachos rumbo a las comisarías, inspectores de Scotland Yard supervisaban a un equipo de agentes que revolvió de cabo a rabo el callejón del crimen. Su tenacidad pareció verse premiada cuando, en un lavadero adyacente al patio, localizaron un delantal o mandil de cuero en el cual –aunque había sido fregado recientemente– podían distinguirse tenues trazos sanguinolentos.
Otro descubrimiento prometedor tuvo efecto en el suelo de ese patio: un retazo de sobre color claro manchado de sangre. En el mismo lucía impresa la marca del regimiento de Sussex y una estampilla expedida en Londres el 20 de agosto. Faltaba la dirección del remitente, y sólo se visualizaba una consonante mayúscula «M». A centímetros de dónde se recogió dicho papel yacían dos pastillas blancas.
El entusiasmo que suscitó aquel mandil, y su posible significado, se diluyó una vez que la dueña del edificio de la calle Hanbury, la señora Amelia Richardson, explicó que pertenecía a su hijo y que ella lo había lavado días atrás. Lo dejó a secar al sol extendiéndolo encima del fregadero, pero se había olvidado de retirarlo. No obstante, la aparición de esa prenda dio origen a la leyenda de «Mandil de Cuero», y cimentó el futuro arresto de John Pizer, a quien motejaban con ese alias porque era zapatero y usaba un delantal de cuero al practicar su oficio.
Y también quedó en agua de borrajas la pista de las píldoras y del fragmento de sobre con el sello del regimiento. Al testificar en la instrucción, el casero de Annie explicó que cuando aquella estaba sentada, calentándose junto al fuego en la cocina del albergue, tomó un sobre roto que se hallaba en la repisa de la chimenea, y envolvió con él un par de pastillas blancas.
A la pregunta que le formulase Donovan al respecto, ella habría contestado que se trataba de medicamentos que le dieron en la enfermería de Whitechapel para aliviarle sus dolencias.
Esta novela de Gabriel Pombo sin duda es brillante. Nos transporta de lleno a la era victoriana y a los sórdidos asesinatos del Destripador y del Asesino del torso de Támesis. Me resultó imposible interrumpir la lectura de una trama que me capturó con las poderosas imágenes del primer capítulo. Impresionante la descripción de las andanzas macabras de la secta diabólica que asesina a las mujeres, y a la cual se enfrentan Arthur Legrand y Barbara Doyle. Esa pareja de detectives entrañables que mucho deseo vuelvan a estar juntos en una segunda entrega de esta magnifica obra.
ResponderEliminarExcelente reseña de un thriller de magnífico nivel literario. La verdad es que El autor Gabriel Pombo se luce en esta novela victoriana. Los personajes están retratados con brillantez, siendo Arthur Legrand y Bárbara Doyle una pareja de detectives que hacen las delicias con sus pesquisas y su enfrentamiento contra dos asesinos seriales históricos terribles como fueron el Descuartizador del Támesis y Jack el Destripador.
ResponderEliminarLa trama es envolvente y el ritmo narrativo cautivante desde la primera página hasta el desenlace impactante e imprevisible. Se trata de una lectura adictiva, que nos da la oportunidad de aprender mucho sobre la época victoriana y acerca de estos dos casos criminales emblemáticos. Al pasar las páginas nos sentimos inmersos en la Inglaterra de fines del siglo XIX cuando gobernaba la reina Victoria. Las escenas nos atrapan en medio de las callejuelas neblinosas del este de Londres, transitadas por elegantes carruajes, con sus burdeles y sus tabernas a las cuales acudían prostitutas y personajes de mal vivir. Una novela que se lee de corrido en tres horas, o aun menos, plena en sobresaltos y de intriga, y que logra el objetivo de sacarnos de contexto durante un buen rato, proporcionándonos un intenso placer.
"El animal más peligroso. Un thriller victoriano" de Gabriel Antonio Pombo (Uruguay, 2016) es un magnífico trabajo de investigación histórico donde se narra la persecución de los dos peores asesinos seriales de la Inglaterra de fines de siglo XIX
Inspirada en hechos reales esta novela es un icono y un emblema de gran calidad dentro de la narrativa de misterio victoriana