ASESINATO DE LIZ STRIDE:
LA INVESTIGACION PRIVADA
(EL ANIMAL MAS PELIGROSO, CAPÍTULO 13)
Transcurrieron tres semanas.
En torno de las 11.45 de la noche del 29 de setiembre
Elizabeth Stride paseaba asida del brazo de un caballero
llamativamente bien vestido –para los valores de
elegancia que se manejaban en el East End– y se aproximó
junto con éste a la pequeña tienda donde Mathew
Packer vendía frutas y verduras en el número 44 de la
calle Berner, a unas puertas del Club Educativo Internacional
de Obreros.
Tan minúscula resultaba la tienda que las operaciones
forzosamente se debían materializar a través del escaparate
sobre el cual se exponía la mercadería.
Más adelante, el dueño del negocio describiría al
acompañante de la fémina como de mediana edad, unos treinta y cinco años, un metro setenta de alto, robusto y
con pinta de oficinista.
–¿Cuál es el precio de esas uvas? –le preguntó aquel hombre.
–Seis peniques las negras y cuarto de libra las verdes– repuso el comerciante.
–En ese caso denos media libra de las negras.
El comprador pagó y agarró los racimos, que dividió con su compañera. El hombre y la mujer cruzaron despacio la calzada mientras saboreaban la fruta y entablaron una vivaz charla durante más de media hora, sin hacer caso a la llovizna que en esos instantes comenzó a mojarlos.
–¿Cuál es el precio de esas uvas? –le preguntó aquel hombre.
–Seis peniques las negras y cuarto de libra las verdes– repuso el comerciante.
–En ese caso denos media libra de las negras.
El comprador pagó y agarró los racimos, que dividió con su compañera. El hombre y la mujer cruzaron despacio la calzada mientras saboreaban la fruta y entablaron una vivaz charla durante más de media hora, sin hacer caso a la llovizna que en esos instantes comenzó a mojarlos.
Al viejo tendero le causó extrañeza que la pareja no
buscara algún refugio bajo el cual guarecerse, y ese hecho
banal llevó a que les prestara más atención que la
habitual.
Por eso no vaciló al identificar a la difunta.
Incluso recordaba haberle comentado a su esposa:
«Mira a ese par de tontos, quedarse allí parados en medio de
la lluvia».
Según el vendedor, al rato los tontos volvieron a cruzar la calzada y enfilaron hacia la entrada del club político, donde se detuvieron para escuchar la música que procedía desde allí. A las 00.15 del sábado 30 de setiembre el dueño cerró su negocio y dejó de verlos. «Supe que era esa hora porque las tabernas ya habían cerrado», comentó.
La mujer parecía muy entretenida y de buen humor junto a su gentil compañero. Como si éste no fuera un cliente más, y no se tratara de una de las tantas transacciones mercantiles que noche tras noche hacía ofreciendo su castigado físico para sobrevivir.
Además de Packer dos transeúntes testificaron haber visto a «Long Liz» –Liz la Larga– Stride con un individuo próximo a las 11 de esa noche; vale decir, antes de la compra de las uvas en el diminuto expendio.
La pareja se hallaba de pie frente al establecimiento de Bricklayers´Arms, y los jóvenes reconocieron a la buscona mientras permanecía junto a aquel cliente, no tan sobrio en este caso.
Uno de esos viandantes incluso se permitió a la pasada gastarle una broma:
–Ten cuidado nena, ese tipo que está contigo es «Mandil de Cuero».
Ni Elizabeth ni su admirador se percataron del paso de los intrusos. El hombre la magreaba contra la pared.
– ¡Te gusta! ¡Dime que sí te gusta!–jadeaba el sujeto.
–Si me gusta, pero aquí no. Hay un patio cerca de acá al que podemos ir. Ven, te lo enseñaré.
–¿Un patio? ¿Está limpio?
–Sí, y allí tenemos un establo donde podemos hacerlo. Pero si me sigues apretando tanto no podré llevarte –se rio Liz zafando del abrazo de su ansioso galán.
Lo tomó de la mano y se dirigió con él rumbo a Dutfield´s Yard, un patio lindante con las instalaciones de un fabricante de sacos el cual, en virtud de su oscuridad permanente, se utilizaba para satisfacer los deseos que urgían al acompañante de Elizabeth Stride.
Si se da crédito al testimonio del frutero habría que descartar a ese burdo cliente como posible victimario de la meretriz, la cual ya había cumplido su rápida labor y salió en procura de otro candidato que pagara por sus favores, encontrando en ese momento al señor pulcramente vestido con aires de oficinista.
Próximo a la 0.30 de la mañana del 30 de setiembre, mientras cumplía su ronda, un policía de la metropolitana londinense creyó haber visto –y así lo afirmó en la instrucción– a Long Liz junto a un caballero que portaba saco negro, sombrero de fieltro, camisa blanca y corbata oscura. Advirtió que la señora, por su parte, lucía prendida en su chaqueta una flor roja.
Un rato antes, otra persona también la habría identificado. Iba con un hombre diferente, pues la fisonomía de aquél no cuadraba con la de los clientes antes referidos. Ese testigo habría pasado tan cerca de la pareja como para oír que el individuo, con el cual la meretriz caminaba asida del brazo, le decía unas extrañas palabras: «Dirías cualquier cosa menos tus oraciones.»
Sin embargo, la frase no resultaría tan enigmática para la mujer, y debió formar parte de un chiste que el otro le estaba narrando, pues al escucharla ella se echó a reír ruidosamente junto con aquél. Escasos minutos más tarde Liz ya no contaba con la compañía de los hombres descritos, y no tenía motivo alguno para reírse. Estaba a la entrada del pasaje adyacente al Club Educativo Internacional de Obreros, y la agredían a golpes y empujones.
El homicidio de la prostituta sueca o, cuando menos, los actos inmediatamente previos al mismo, fueron presenciados por un testigo en apariencia clave. El mismo fue Israel Schwartz, un judío húngaro que extrañamente no depuso en la encuesta instruida tras el crimen, sino que sus declaraciones únicamente devinieron reproducidas por la prensa mediante ediciones de los periódicos The Star y Evening Post. Este inmigrante, que apenas hablaba inglés y recién había arribado a Londres, adujo haber visto, desde el extremo opuesto de la calle, a un hombre que abordaba a una fémina parada junto al portillo del patio lindante al local político. Aquel individuo arremetió contra ella, la arrojó al suelo y la introdujo en el callejón a empujones. De acuerdo recordaba el declarante: «La mujer dio tres gritos, pero no muy fuerte».
El ofensor cifraba unos treinta años, lucía un bigote castaño y portaba una gorra con visera negra. Lo más curioso de esta deposición consiste en que Schwartz narró que, casi al mismo tiempo, un segundo hombre salió de la cervecería situada en la esquina de la calle Fairclough, y se detuvo silenciosamente en la sombra mientras encendía una pipa. Este último aparentaba unos treinta y cinco años, medía un metro ochenta y vestía con decoro, a diferencia del gandul que agredió a la ramera.
El atacante se percató de la cercana presencia del testigo y de su notoria apariencia extranjera y, para ahuyentarlo, le espetó en son de amenaza: «¡Lipski! ».
Se trataba de un insulto, ya que Lipski era el apellido de un judío que el año anterior había sido acusado de victimar a una mujer en el East End.
Tanto Israel Schwartz como el hombre bien vestido se alejaron cautelosamente de allí; y esa asustadiza prudencia sellaría la suerte de Long Liz cuyo cuerpo inerte, con la garganta segada de izquierda a derecha, sería avistado minutos después por el conductor de un pony.
Se consideró que este testimonio representó el más certero de cuantos aportaron la fisonomía del homicida. La descripción ventilada por los periódicos habría puesto tan nervioso al criminal que aquél se creyó en la necesidad de intimidar al testigo. Abona tal sospecha una misiva fechada el 6 de octubre de 1888 remitida a éste por alguien que, tras iniciar su mensaje con la frase «Te creíste muy listo cuando informaste a la policía», le prevenía que se equivocaba si pensaba que no lo había visto.
Concluía sus líneas con la amenaza de matarlo y de enviarle las orejas a su esposa si enseñaba esa carta a la prensa, o si ayudaba a la policía de cualquier manera.
El degollado cadáver apareció en el pasaje del club político donde se celebrara una animada reunión. Los concurrentes fueron alertados por Louis Diemschutz, portero de ese establecimiento que transitaba en su carro arrastrado por un pony y que, literalmente, se chocó con el tendido organismo. Dieron la voz de alerta y, además de los pesquisantes, concurrió allí un médico que vivía en el barrio. Luego arribó el forense de la policía doctor George Bagster Phillips. Ambos galenos se abocaron al análisis in situ del cuerpo, y dispusieron que fuese trasladado en una ambulancia manual a la morgue. Mientras tanto, y a modo de medida precautoria, los custodios examinaron las manos y la ropa de aquellos asistentes a la reunión política que todavía no se habían retirado. No detectaron nada sospechoso. Simultáneamente, otro grupo de policías requisaba las viviendas y los albergues aledaños, e irrumpía en las tabernas en pos de cazar al degollador, u obtener pistas para posibilitar su aprehensión. También esta vez la providencia les fue esquiva.
Según el vendedor, al rato los tontos volvieron a cruzar la calzada y enfilaron hacia la entrada del club político, donde se detuvieron para escuchar la música que procedía desde allí. A las 00.15 del sábado 30 de setiembre el dueño cerró su negocio y dejó de verlos. «Supe que era esa hora porque las tabernas ya habían cerrado», comentó.
La mujer parecía muy entretenida y de buen humor junto a su gentil compañero. Como si éste no fuera un cliente más, y no se tratara de una de las tantas transacciones mercantiles que noche tras noche hacía ofreciendo su castigado físico para sobrevivir.
Además de Packer dos transeúntes testificaron haber visto a «Long Liz» –Liz la Larga– Stride con un individuo próximo a las 11 de esa noche; vale decir, antes de la compra de las uvas en el diminuto expendio.
La pareja se hallaba de pie frente al establecimiento de Bricklayers´Arms, y los jóvenes reconocieron a la buscona mientras permanecía junto a aquel cliente, no tan sobrio en este caso.
Uno de esos viandantes incluso se permitió a la pasada gastarle una broma:
–Ten cuidado nena, ese tipo que está contigo es «Mandil de Cuero».
Ni Elizabeth ni su admirador se percataron del paso de los intrusos. El hombre la magreaba contra la pared.
– ¡Te gusta! ¡Dime que sí te gusta!–jadeaba el sujeto.
–Si me gusta, pero aquí no. Hay un patio cerca de acá al que podemos ir. Ven, te lo enseñaré.
–¿Un patio? ¿Está limpio?
–Sí, y allí tenemos un establo donde podemos hacerlo. Pero si me sigues apretando tanto no podré llevarte –se rio Liz zafando del abrazo de su ansioso galán.
Lo tomó de la mano y se dirigió con él rumbo a Dutfield´s Yard, un patio lindante con las instalaciones de un fabricante de sacos el cual, en virtud de su oscuridad permanente, se utilizaba para satisfacer los deseos que urgían al acompañante de Elizabeth Stride.
Si se da crédito al testimonio del frutero habría que descartar a ese burdo cliente como posible victimario de la meretriz, la cual ya había cumplido su rápida labor y salió en procura de otro candidato que pagara por sus favores, encontrando en ese momento al señor pulcramente vestido con aires de oficinista.
Próximo a la 0.30 de la mañana del 30 de setiembre, mientras cumplía su ronda, un policía de la metropolitana londinense creyó haber visto –y así lo afirmó en la instrucción– a Long Liz junto a un caballero que portaba saco negro, sombrero de fieltro, camisa blanca y corbata oscura. Advirtió que la señora, por su parte, lucía prendida en su chaqueta una flor roja.
Un rato antes, otra persona también la habría identificado. Iba con un hombre diferente, pues la fisonomía de aquél no cuadraba con la de los clientes antes referidos. Ese testigo habría pasado tan cerca de la pareja como para oír que el individuo, con el cual la meretriz caminaba asida del brazo, le decía unas extrañas palabras: «Dirías cualquier cosa menos tus oraciones.»
Sin embargo, la frase no resultaría tan enigmática para la mujer, y debió formar parte de un chiste que el otro le estaba narrando, pues al escucharla ella se echó a reír ruidosamente junto con aquél. Escasos minutos más tarde Liz ya no contaba con la compañía de los hombres descritos, y no tenía motivo alguno para reírse. Estaba a la entrada del pasaje adyacente al Club Educativo Internacional de Obreros, y la agredían a golpes y empujones.
El homicidio de la prostituta sueca o, cuando menos, los actos inmediatamente previos al mismo, fueron presenciados por un testigo en apariencia clave. El mismo fue Israel Schwartz, un judío húngaro que extrañamente no depuso en la encuesta instruida tras el crimen, sino que sus declaraciones únicamente devinieron reproducidas por la prensa mediante ediciones de los periódicos The Star y Evening Post. Este inmigrante, que apenas hablaba inglés y recién había arribado a Londres, adujo haber visto, desde el extremo opuesto de la calle, a un hombre que abordaba a una fémina parada junto al portillo del patio lindante al local político. Aquel individuo arremetió contra ella, la arrojó al suelo y la introdujo en el callejón a empujones. De acuerdo recordaba el declarante: «La mujer dio tres gritos, pero no muy fuerte».
El ofensor cifraba unos treinta años, lucía un bigote castaño y portaba una gorra con visera negra. Lo más curioso de esta deposición consiste en que Schwartz narró que, casi al mismo tiempo, un segundo hombre salió de la cervecería situada en la esquina de la calle Fairclough, y se detuvo silenciosamente en la sombra mientras encendía una pipa. Este último aparentaba unos treinta y cinco años, medía un metro ochenta y vestía con decoro, a diferencia del gandul que agredió a la ramera.
El atacante se percató de la cercana presencia del testigo y de su notoria apariencia extranjera y, para ahuyentarlo, le espetó en son de amenaza: «¡Lipski! ».
Se trataba de un insulto, ya que Lipski era el apellido de un judío que el año anterior había sido acusado de victimar a una mujer en el East End.
Tanto Israel Schwartz como el hombre bien vestido se alejaron cautelosamente de allí; y esa asustadiza prudencia sellaría la suerte de Long Liz cuyo cuerpo inerte, con la garganta segada de izquierda a derecha, sería avistado minutos después por el conductor de un pony.
Se consideró que este testimonio representó el más certero de cuantos aportaron la fisonomía del homicida. La descripción ventilada por los periódicos habría puesto tan nervioso al criminal que aquél se creyó en la necesidad de intimidar al testigo. Abona tal sospecha una misiva fechada el 6 de octubre de 1888 remitida a éste por alguien que, tras iniciar su mensaje con la frase «Te creíste muy listo cuando informaste a la policía», le prevenía que se equivocaba si pensaba que no lo había visto.
Concluía sus líneas con la amenaza de matarlo y de enviarle las orejas a su esposa si enseñaba esa carta a la prensa, o si ayudaba a la policía de cualquier manera.
El degollado cadáver apareció en el pasaje del club político donde se celebrara una animada reunión. Los concurrentes fueron alertados por Louis Diemschutz, portero de ese establecimiento que transitaba en su carro arrastrado por un pony y que, literalmente, se chocó con el tendido organismo. Dieron la voz de alerta y, además de los pesquisantes, concurrió allí un médico que vivía en el barrio. Luego arribó el forense de la policía doctor George Bagster Phillips. Ambos galenos se abocaron al análisis in situ del cuerpo, y dispusieron que fuese trasladado en una ambulancia manual a la morgue. Mientras tanto, y a modo de medida precautoria, los custodios examinaron las manos y la ropa de aquellos asistentes a la reunión política que todavía no se habían retirado. No detectaron nada sospechoso. Simultáneamente, otro grupo de policías requisaba las viviendas y los albergues aledaños, e irrumpía en las tabernas en pos de cazar al degollador, u obtener pistas para posibilitar su aprehensión. También esta vez la providencia les fue esquiva.
Excelente reseña de un thriller de magnífico nivel literario. La verdad es que El autor Gabriel Pombo se luce en esta novela victoriana. Los personajes están retratados con brillantez, siendo Arthur Legrand y Bárbara Doyle una pareja de detectives que hacen las delicias con sus pesquisas y su enfrentamiento contra dos asesinos seriales históricos terribles como fueron el Descuartizador del Támesis y Jack el Destripador.
ResponderEliminarLa trama es envolvente y el ritmo narrativo cautivante desde la primera página hasta el desenlace impactante e imprevisible. Se trata de una lectura adictiva, que nos da la oportunidad de aprender mucho sobre la época victoriana y acerca de estos dos casos criminales emblemáticos. Al pasar las páginas nos sentimos inmersos en la Inglaterra de fines del siglo XIX cuando gobernaba la reina Victoria. Las escenas nos atrapan en medio de las callejuelas neblinosas del este de Londres, transitadas por elegantes carruajes, con sus burdeles y sus tabernas a las cuales acudían prostitutas y personajes de mal vivir. Una novela que se lee de corrido en tres horas, o aun menos, plena en sobresaltos y de intriga, y que logra el objetivo de sacarnos de contexto durante un buen rato, proporcionándonos un intenso placer.
"El animal más peligroso. Un thriller victoriano" de Gabriel Antonio Pombo (Uruguay, 2016) es un magnífico trabajo de investigación histórico donde se narra la persecución de los dos peores asesinos seriales de la Inglaterra de fines de siglo XIX
Inspirada en hechos reales esta novela es un icono y un emblema de gran calidad dentro de la narrativa de misterio victoriana