ASESINATO DE KATE EDDOWES:
LA INVESTIGACION PRIVADA
(EL ANIMAL MAS PELIGROSO, CAPÍTULO 14)
Minutos después, los agentes policiales que acudieron
por motivo de la muerte de Elizabeth
Stride se enteraron que a unas cuadras en dirección oeste,
en Aldgate –que formaba parte de la City de Londres
y, por ende, quedaba fuera de la jurisdicción de la Policía
Metropolitana–, habían encontrado a una segunda víctima
salvajemente mutilada.
¡El «Asesino de Whitechapel» –pues así lo tildaba entonces
la prensa– había tenido el tupé de matar a dos mujeres
en la misma noche!
Edward Watkins, policía de la City, patrullaba circundando la plaza Mitre cada quince minutos, con tediosa regularidad. Enfocó el haz anaranjado de su linterna de ojo de buey hacia el pavimento de la plaza, pero no captó nada fuera de lo normal.
En su siguiente ronda, a la 1.45 de la madrugada, descubrió un cuerpo femenino con las polleras levantadas sobre el pecho. Yacía bañada en sangre. «La habían despanzurrado como si fuese un cerdo expuesto para la venta en el mercado. Sus entrañas estaban echadas formando un montón alrededor del cuello», relataría ulteriormente.
Corrió en pos de auxilio hasta la caseta ocupada el velador de los almacenes de la empresa Kearly and Tonge, que bordeaban aquel emplazamiento.
–Amigo, ¡Por favor ayúdeme!
–¿Qué pasa?–preguntó el cuidador, emergiendo de la modorra del sueño que a aquella tardía hora lo había vencido.
–¡Han despedazado a otra mujer! ¡El asesino volvió a atacar!– musitó Watkins, en sus diecisiete años de experiencia nunca se había enfrentado a una monstruosidad semejante, y a duras penas lograba disimular su pánico.
El primer profesional en llegar al escenario fue el doctor George William Sequeira, un residente del barrio.
Asistió al médico policial Frederick Gordon Brown quien arribó a las 2.18, según quedó anotado con puntillosa exactitud en el reporte de la autopsia.
También acudieron un inspector y dos agentes. Pronto comparecería allí asimismo el máximo responsable policial de la City de Londres, comisario interino Henry Smith. Al rato convocaron a este jerarca a la entrada de un edificio sito en la calle Goulston.
Sobre la acera yacía un retazo de delantal manchado con sangre que, conforme se sospechaba, el ejecutor le había arrancado a la mujer. La prenda parecía servir para señalar hacia la pared interna, donde lucía trazada con tiza blanca una extraña consigna: «Los Judíos son los hombres que no serán culpados por nada» (aunque en realidad en vez de «Judíos» decía «Juwes», expresión carente de significado).
A las 5 de la mañana se apersonó en el lugar de esa pintada el supremo jefe de la Policía Metropolitana, general Charles Warren, bajo cuya competencia caía aquella presunta prueba. El jerarca mandó borrar el grafiti sin esperar a que amaneciera para ser fotografiado. Henry Smith y otro inspector de la City allí presente aceptaron a regañadientes esa decisión.
Catherine Eddowes –tal era el nombre de la víctima de la plaza Mitre– había nacido en los Middlands, era hija de un artesano que trabajaba en hojalata y de niña fue trasladada a la capital británica, donde la criaron en una escuela de caridad. Contando con diecinueve años se fugó con un soldado bastante mayor llamado Thomas Conway, cuyas iniciales llevaba tatuadas en su antebrazo izquierdo. Convivió con el miliciano durante doce años y procreó tres hijos.
Durante sus últimos cuatro años mantuvo un vínculo estable con el vendedor ambulante John Kelly y desempeñaba labores zafrales como, por ejemplo, segar lúpulo en la ciudad de Kent, desde donde arribó con su pareja al East End días antes de su óbito. Aunque su amante y otros conocidos lo negaron en la instrucción, con toda probabilidad, ejercía el oficio más viejo del mundo en forma ocasional. En 1888 su vida discurría en neto deterioro. Con cuarenta y seis años vivía alejada de sus hijos, quienes renegaban de ella. Tanto le rehuían, que su hija mayor casada suministró una dirección falsa cuando Kate la buscó a fin de solicitarle un préstamo. Ese pedido de dinero frustrado fue la razón de que la mujer estuviera en Whitechapel por entonces, pues ella y John se habían gastado las magras ganancias obtenidas en la recolección de lúpulo. Empeñaron unas botas del hombre para que la noche anterior ella durmiera en una pensión y, como no alcanzaba para los dos, él se despidió en busca de un asilo masculino donde pernoctar.
A la mañana entrante se reencontraron en un mercadillo de ropa vieja ubicado en Houndsditch, entre las calles Aldgate y Bishopsgate, y desayunaron con lo que les quedaba del dinero recibido por las botas. Luego se marcharon cada uno por su lado, tras prometer volverse a reunir a la caída del sol en aquel mismo sitio.
Pero para ese momento la mujer ya se había olvidado de la cita convenida. Era una alcohólica redomada, y en tal estado se encontraba a la noche del 29 de setiembre.
–¡Tuuh, tuuh! ¡Abran paso! … ¡Tuuh, tuuh!– gritaba con voz estridente, pastosa por la ingesta de ginebra, imitando el ruido de un carro de bomberos, al tiempo que se aferraba como podía al caño de una farola a gas.
No resultaba una borracha violenta, pero sus chillidos ahuyentaban a los clientes del puestero delante de cuyo expendio se había ubicado, tras salir de la taberna. El comerciante mandó a su aprendiz en busca de algún vigilante, y al rato aparecieron dos policías de la comisaría más próxima, que era la de Bishopsgate.
–¡Vamos, ven con nosotros a la comisaría! Te quedarás encerrada hasta que se te pase la resaca –ordenó el más viejo de los dos.
No opuso resistencia y la transportaron asiéndola cada uno por un brazo, porque apenas podía mover las piernas. Una vez en la comisaría, fue conducida frente al escritorio del agente de guardia George Hutt, quien le preguntó:
–¿Cómo te llamas?
–Nada – rumió, al tiempo que se dejaba caer encima de un sargento, que trabajosamente la sostuvo.
–No puede ni mantenerse en pie. ¿La pongo en el calabozo? El otro frunció el ceño y asintió. Próximo a la 1 de la mañana se reincorporó y preguntó cuándo la dejarían marcharse.
–Cuando seas capaz de cuidar por ti misma –repuso el guardia, acercándose a la celda con el cuaderno de ingresos y una pluma en la mano. –Y, a propósito: ¿Cómo te llamas y dónde vives?
–Mi nombre es Mary Ann Kelly y vivo en el número 6 de la calle Fashion – mintió.
El policía tomó nota y, comprobando que al menos podía mantenerse erguida, le abrió la reja.
–Mi marido me dará un tremendo rezongo cuando se entere que estuve presa.
–Y te lo tendrás bien merecido. – contestó Hutt escoltándola hasta la salida. –No tienes derecho a emborracharte. Buenas noches.
El agente de guardia la había tratado bastante bien, pero Eddowes no toleraba a los polizontes. Al darse cuenta de que no irían a volver a encarcelarla se despidió con un insulto.
–Buenas noches, gallo viejo.
«Gallos viejos» o «moscardones azules» –por el color de su uniforme– representaban algunos de los epítetos despectivos con que los habitantes del East End se referían a los policías.
Luego de salir a la calle, a la 1.15 de la madrugada, la mujer giró hacia su izquierda en dirección a Houndsditch, donde prometiera reunirse con John Kelly nueve horas antes.
Sin embargo, no siguió recto por ese sendero sino que en cierto momento ejecutó un rodeo y, por razones que se desconocen, se encaminó con destino a la plaza Mitre. Menos de media hora después de haber abandonado la comisaría, Kate se encontró con Jack el Destripador.
Edward Watkins, policía de la City, patrullaba circundando la plaza Mitre cada quince minutos, con tediosa regularidad. Enfocó el haz anaranjado de su linterna de ojo de buey hacia el pavimento de la plaza, pero no captó nada fuera de lo normal.
En su siguiente ronda, a la 1.45 de la madrugada, descubrió un cuerpo femenino con las polleras levantadas sobre el pecho. Yacía bañada en sangre. «La habían despanzurrado como si fuese un cerdo expuesto para la venta en el mercado. Sus entrañas estaban echadas formando un montón alrededor del cuello», relataría ulteriormente.
Corrió en pos de auxilio hasta la caseta ocupada el velador de los almacenes de la empresa Kearly and Tonge, que bordeaban aquel emplazamiento.
–Amigo, ¡Por favor ayúdeme!
–¿Qué pasa?–preguntó el cuidador, emergiendo de la modorra del sueño que a aquella tardía hora lo había vencido.
–¡Han despedazado a otra mujer! ¡El asesino volvió a atacar!– musitó Watkins, en sus diecisiete años de experiencia nunca se había enfrentado a una monstruosidad semejante, y a duras penas lograba disimular su pánico.
El primer profesional en llegar al escenario fue el doctor George William Sequeira, un residente del barrio.
Asistió al médico policial Frederick Gordon Brown quien arribó a las 2.18, según quedó anotado con puntillosa exactitud en el reporte de la autopsia.
También acudieron un inspector y dos agentes. Pronto comparecería allí asimismo el máximo responsable policial de la City de Londres, comisario interino Henry Smith. Al rato convocaron a este jerarca a la entrada de un edificio sito en la calle Goulston.
Sobre la acera yacía un retazo de delantal manchado con sangre que, conforme se sospechaba, el ejecutor le había arrancado a la mujer. La prenda parecía servir para señalar hacia la pared interna, donde lucía trazada con tiza blanca una extraña consigna: «Los Judíos son los hombres que no serán culpados por nada» (aunque en realidad en vez de «Judíos» decía «Juwes», expresión carente de significado).
A las 5 de la mañana se apersonó en el lugar de esa pintada el supremo jefe de la Policía Metropolitana, general Charles Warren, bajo cuya competencia caía aquella presunta prueba. El jerarca mandó borrar el grafiti sin esperar a que amaneciera para ser fotografiado. Henry Smith y otro inspector de la City allí presente aceptaron a regañadientes esa decisión.
Catherine Eddowes –tal era el nombre de la víctima de la plaza Mitre– había nacido en los Middlands, era hija de un artesano que trabajaba en hojalata y de niña fue trasladada a la capital británica, donde la criaron en una escuela de caridad. Contando con diecinueve años se fugó con un soldado bastante mayor llamado Thomas Conway, cuyas iniciales llevaba tatuadas en su antebrazo izquierdo. Convivió con el miliciano durante doce años y procreó tres hijos.
Durante sus últimos cuatro años mantuvo un vínculo estable con el vendedor ambulante John Kelly y desempeñaba labores zafrales como, por ejemplo, segar lúpulo en la ciudad de Kent, desde donde arribó con su pareja al East End días antes de su óbito. Aunque su amante y otros conocidos lo negaron en la instrucción, con toda probabilidad, ejercía el oficio más viejo del mundo en forma ocasional. En 1888 su vida discurría en neto deterioro. Con cuarenta y seis años vivía alejada de sus hijos, quienes renegaban de ella. Tanto le rehuían, que su hija mayor casada suministró una dirección falsa cuando Kate la buscó a fin de solicitarle un préstamo. Ese pedido de dinero frustrado fue la razón de que la mujer estuviera en Whitechapel por entonces, pues ella y John se habían gastado las magras ganancias obtenidas en la recolección de lúpulo. Empeñaron unas botas del hombre para que la noche anterior ella durmiera en una pensión y, como no alcanzaba para los dos, él se despidió en busca de un asilo masculino donde pernoctar.
A la mañana entrante se reencontraron en un mercadillo de ropa vieja ubicado en Houndsditch, entre las calles Aldgate y Bishopsgate, y desayunaron con lo que les quedaba del dinero recibido por las botas. Luego se marcharon cada uno por su lado, tras prometer volverse a reunir a la caída del sol en aquel mismo sitio.
Pero para ese momento la mujer ya se había olvidado de la cita convenida. Era una alcohólica redomada, y en tal estado se encontraba a la noche del 29 de setiembre.
–¡Tuuh, tuuh! ¡Abran paso! … ¡Tuuh, tuuh!– gritaba con voz estridente, pastosa por la ingesta de ginebra, imitando el ruido de un carro de bomberos, al tiempo que se aferraba como podía al caño de una farola a gas.
No resultaba una borracha violenta, pero sus chillidos ahuyentaban a los clientes del puestero delante de cuyo expendio se había ubicado, tras salir de la taberna. El comerciante mandó a su aprendiz en busca de algún vigilante, y al rato aparecieron dos policías de la comisaría más próxima, que era la de Bishopsgate.
–¡Vamos, ven con nosotros a la comisaría! Te quedarás encerrada hasta que se te pase la resaca –ordenó el más viejo de los dos.
No opuso resistencia y la transportaron asiéndola cada uno por un brazo, porque apenas podía mover las piernas. Una vez en la comisaría, fue conducida frente al escritorio del agente de guardia George Hutt, quien le preguntó:
–¿Cómo te llamas?
–Nada – rumió, al tiempo que se dejaba caer encima de un sargento, que trabajosamente la sostuvo.
–No puede ni mantenerse en pie. ¿La pongo en el calabozo? El otro frunció el ceño y asintió. Próximo a la 1 de la mañana se reincorporó y preguntó cuándo la dejarían marcharse.
–Cuando seas capaz de cuidar por ti misma –repuso el guardia, acercándose a la celda con el cuaderno de ingresos y una pluma en la mano. –Y, a propósito: ¿Cómo te llamas y dónde vives?
–Mi nombre es Mary Ann Kelly y vivo en el número 6 de la calle Fashion – mintió.
El policía tomó nota y, comprobando que al menos podía mantenerse erguida, le abrió la reja.
–Mi marido me dará un tremendo rezongo cuando se entere que estuve presa.
–Y te lo tendrás bien merecido. – contestó Hutt escoltándola hasta la salida. –No tienes derecho a emborracharte. Buenas noches.
El agente de guardia la había tratado bastante bien, pero Eddowes no toleraba a los polizontes. Al darse cuenta de que no irían a volver a encarcelarla se despidió con un insulto.
–Buenas noches, gallo viejo.
«Gallos viejos» o «moscardones azules» –por el color de su uniforme– representaban algunos de los epítetos despectivos con que los habitantes del East End se referían a los policías.
Luego de salir a la calle, a la 1.15 de la madrugada, la mujer giró hacia su izquierda en dirección a Houndsditch, donde prometiera reunirse con John Kelly nueve horas antes.
Sin embargo, no siguió recto por ese sendero sino que en cierto momento ejecutó un rodeo y, por razones que se desconocen, se encaminó con destino a la plaza Mitre. Menos de media hora después de haber abandonado la comisaría, Kate se encontró con Jack el Destripador.
Excelente reseña de un thriller de magnífico nivel literario. La verdad es que El autor Gabriel Pombo se luce en esta novela victoriana. Los personajes están retratados con brillantez, siendo Arthur Legrand y Bárbara Doyle una pareja de detectives que hacen las delicias con sus pesquisas y su enfrentamiento contra dos asesinos seriales históricos terribles como fueron el Descuartizador del Támesis y Jack el Destripador.
ResponderEliminarLa trama es envolvente y el ritmo narrativo cautivante desde la primera página hasta el desenlace impactante e imprevisible. Se trata de una lectura adictiva, que nos da la oportunidad de aprender mucho sobre la época victoriana y acerca de estos dos casos criminales emblemáticos. Al pasar las páginas nos sentimos inmersos en la Inglaterra de fines del siglo XIX cuando gobernaba la reina Victoria. Las escenas nos atrapan en medio de las callejuelas neblinosas del este de Londres, transitadas por elegantes carruajes, con sus burdeles y sus tabernas a las cuales acudían prostitutas y personajes de mal vivir. Una novela que se lee de corrido en tres horas, o aun menos, plena en sobresaltos y de intriga, y que logra el objetivo de sacarnos de contexto durante un buen rato, proporcionándonos un intenso placer.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarSugieres Gabriel que lo que realmente la sentenció fue su mentira en la comisaría, su falsa identidad...interesante teoría.
ResponderEliminarQuerido Maior Dundee. En realidad no sugiero eso, sino que solo recojo, describo y analizo las hipótesis que sobre ese aspecto de la historia de Jack el Destripador se han planteado. Abrazo.
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