Los cuadernos de cada asistente se habían ido colmando con los pormenores de aquellas violentas muertes. Aunque todos acusaban ya cansancio, estoicos, se abstuvieron de pedir un alto en la tarea. Mientras tanto, las horas transcurridas hicieron que la luz natural, filtrada a través del ventanal, comenzara a declinar oscureciendo el ambiente.
Arthur se dio cuenta, y ordenó efectuar un recreo. Encendió la iluminación a gas. Después acudió a la cocina, retornando al rato con una nueva ronda de té caliente acompañado de más pastas. Cuando depositó la bandeja arriba del escritorio, para servir a sus convidados, vio la cara de decepción de Batchelor y, apiadándose de su amigo, fue hacia el armario donde guardaba bebidas más espirituosas. Extrajo de ese mueble la que sabía que aquél –de poder elegir– más apetecería: una botella de brandy; la cual ubicó, junto con su respectiva copa, encima de una mesilla a la vera de su asiento.
Los demás aceptaron, de aparente buena gana, la infusión que el anfitrión vertió en cada taza, previo volver a ocupar su puesto delante de la pizarra saturada con trazos de tiza.
Ninguno había formulado preguntas, ni realizado observaciones o comentarios desde que Barrett expuso la crónica de su intervención en la pesquisa del crimen de Martha Tabram. Advertida de ello, Bárbara resultó la primera en romper el hielo.
–Deberíamos mantener un orden, y discutir qué hay de relevante acerca de Mary Ann Nichols– propuso. Los otros se mostraron conformes, y el líder aguardó que sus asistentes planteasen las interrogantes que dicho homicidio les sugería. A éstos les tocaba ahora llevar a cabo el ejercicio de reflexionar. Para tal fin habían recogido sus notas, tras recibir en esa reunión los mejores datos posibles. Una información selecta, con la cual ni siquiera Scotland Yard contaba.
Charles Legrand dio comienzo al examen:
–Lo que salta a la vista es que este evento resultó distinto a los dos anteriores. A Emma Smith la liquidaron tras un exceso de fuerza. Tal vez sólo deseaban castigarla. En el segundo crimen, el matador seguramente fue un soldado. Podría haber sido el que habló con Thomas esa noche. Pero da la sensación de haberse tratado de una riña entre un cliente y la prostituta, por causas que desconocemos. El patán se descontroló, y es notorio que aquí hubo intención de matar. No se le asestan treinta y nueve cuchilladas a alguien si no se lo quiere ver muerto.
–Y bueno, ¿cuál es tu conclusión? – terció su hermano.
–Que Nichols representó la inicial víctima de una seguidilla homicida. Para mí no queda otra cosa por pensar. El bribón llamado Jack el Destripador fue quien ultimó a esta infeliz. Hizo un intervalo, y completó: –Y también asesinó a las restantes.
Como ninguno de los presentes aportó nada más, el principal del equipo anunció:
–Hay consenso en lo que dices. Y dado que el Comité nos contrató para acabar con los homicidios, debemos enfocarnos sólo en capturar a ese individuo. Los que finiquitaron a Smith y a Tabran son delincuentes que no reincidirían en matar. Nuestro problema nació a partir de la madrugada del 31 de agosto cuando victimaron a Polly. ¡Pasemos ahora al caso de Annie Chapman!
La joven Doyle volvió a hablar.
–La autopsia prueba que la violencia aumentó a ritmo de vértigo. Le extirparon órganos y quisieron decapitarla. Pero fue obra del mismo loco. También acá le cortó la garganta, y luego cometió todo aquel desastre, encarnizándose con el cadáver.
Inesperadamente, Batchelor interrumpió:
–Yo no estoy seguro de que fuera el mismo tipo. A la anterior no le sacaron órganos, y a ésta sí. Justo coincidió con la información que diera el juez. Aquí parece entrar en juego un grupo de traficantes…– dejó la frase inconclusa.
Su jefe completó aquel pensamiento.
–Sí. Te refieres a la hipótesis de que a las víctimas las destriparon para comerciar con sus órganos-.
La encuesta judicial a raíz del óbito de Chapman incidió en el sensacionalismo que fue permeando a esos sucesos. La especie del tráfico de órganos como móvil de los crímenes se recogió por los periódicos, extendiéndose al público cual reguero de pólvora.
El doctor Edwin Baxter, quien presidiera la instrucción, narró que las autoridades de una facultad de medicina británica le llamaron, asegurándole disponer información de máximo interés para la causa judicial. Se dirigió a dicha entidad, donde el vice conservador del Museo Patológico de Londres lo puso al corriente.
Según pretendían, meses atrás, un norteamericano había visitado esa institución rogando que se le facilitase cierto tipo de órganos, coincidentes con los que a posteriori faltarían en el cadáver de la difunta. Ofreció pagar veinte libras esterlinas a cambio de cada pieza anatómica. El extranjero adujo ser un cirujano que venía trabajando en un tratamiento para curar trastornos femeninos. Explicó que su intención radicaba en conservar las muestras orgánicas en glicerina, en vez de alcohol, manteniéndolas así en estado flácido a fin de que arribaran intactas a los Estados Unidos. La petición del misterioso presunto médico fue rechazada por los responsables de la facultad.
Tras rememorar tales hechos, escéptico, Arthur Legrand manifestó su opinión.
–La anécdota es muy vistosa, pero no me la creo. Que estos asesinatos tuvieran por objetivo robar vísceras a unas prostitutas, arriesgándose los culpables a ir a la horca, suena a dislate. Les bastaba con comprar piezas anatómicas, extirpadas de fallecidos, en las morgues. Siempre podrían sobornar a un cuidador o a un médico, y hacerse con ese material.
John no insistió con la versión del tráfico de órganos, y los demás estuvieron de acuerdo con que la reciente matanza acaecida en Whitechapel no parecía impulsada por tan extravagante móvil.
Pero el expositor estimó más concluyente zanjar el punto mediante una referencia criminológica.
–Después de todo, ya hace mucho tiempo que ocurrió lo de Burke y Hare– remarcó.
Iba a abordar otro asunto, cuando percibió el desconcierto reflejado en sus oyentes. Ninguno tenía la menor noticia acerca de aquel célebre y lóbrego caso policial, que dio por sentado todos conocían. Ni siquiera Bárbara, quien cabía presumir que fuese la más informada de los cuatro. Le pareció una descortesía dejarlos en ascuas, y aunque resumir la historia de los infames tratantes de cuerpos constituyese una digresión, les refirió muy someramente de que iba aquello.
Siglo y medio atrás en Edimburgo, Escocia, dos truhanes, encargados de una pensión, se dedicaron a asesinar, mediante estrangulación, a huéspedes y a vagabundos, que por ese hostal repostaban. ¿La razón de tamaña perfidia? Vender los cadáveres a un cirujano que los diseccionaba para sus clases de anatomía. Tras salir a luz los delitos, William Burke, que oficiaba como el ejecutor principal fue colgado en una plaza pública.
Realizado ese breve e ilustrativo paseo por el pasado criminal británico, Arthur retomó el control del encuentro.
–Llegamos ahora al 30 de setiembre. ¿Qué pueden decir de la amiga Long Liz?
Sabía que Charles y John habían entrevistado al frutero Mathew Packert previo a que éste declarase ante la prensa y la policía. Su hermano resumió:
–Ese viejo no sabe demasiado. Nos describió al individuo que estaba con Stride a las 00,15 y le compró las uvas. Era un oficinista echando una canita al aire y engañando a su esposa. Al menos esa fue la sensación que le dio. De ser así, no creo que se trate de un sospechoso válido.
Había concluido su intervención, pero al notar los rostros interrogativos de sus colegas, creyó menester redondear el concepto vertido, y añadió:
–Un verdadero asesino no se deja ver con una ramera a la vista de todos. Se puso a escuchar, junto con ella, la música que provenía del local público de Berner, pero eso no prueba nada en su contra. Legrand señaló a Barrett, que aún no había intervenido, animándolo a emitir su parecer. Venciendo su habitual timidez, el guardia les puso al corriente de su participación en la redada. Fue de los agentes que revisaron el club político, en cuyo pasaje lateral aquella infeliz muriese acuchillada. Refirió cómo indagó a Louis Diemschutz, el portero que iba hacía allí con su carro de venta ambulante de baratijas la cual, de hecho, constituía su segunda actividad. Un aspecto de su rememoración pareció revestir especial interés, cuando contó:
–El hombre estaba nervioso. No era para menos. Dijo que su pony se negó abruptamente a seguir adelante, y entonces él se dio cuenta que había un bulto caído en ese pasadizo. Se bajó del carro, encendió una cerilla y vio a la mujer muerta, con la garganta abierta y sangrante. Estaba convencido de que el culpable acechaba aún, oculto en el callejón.
–Sí, y ¿por qué? – se le interrogó.
–Me explicó que el pony estaba asustado. Que el equino era muy sensible, y había olfateado la presencia del extraño agazapado en las sombras.
Ese dato pintaba interesante, pero no arrojaba mayor luz. Aquel vendedor ambulante no pudo aportar una descripción del ejecutor, porque no lo vio. No obstante, su especulación de que éste se hallaba escondido, cuando él irrumpió con su carro por aquel pasaje, servía para suponer que el ataque había sido muy reciente, y que la sanguinaria faena quedó a medio hacer.
Legrand así lo entendía, y concluyó:
–Si fuese cierto que lo interrumpieron antes de que pasara a destripar podría, en verdad, tratarse de nuestro homicida.
Su atractiva amante levantó una mano pidiendo la palabra. A él ese gesto le causó gracia. Parecía una alumna escolar dirigiéndose a su maestro.
–Y pudo tratarse aquí de dos asesinos; o de un asesino y su cómplice, que le despejaba el camino y le advertía si se aproximaban extraños- puntualizó.
–Muy interesante esta teoría tuya. Pero, ¿qué pruebas dispones de tal cosa?
La chica se explicó:
–Como ustedes sabrán, tengo mis contactos entre los reporteros de The Star. Ese periódico publicó sólo una parte de las verdaderas declaraciones que les formuló el húngaro. Omitieron un dato esencial.
Hizo una pausa, con el fin de dotar de mayor suspenso a su intervención, y destacó:
–En realidad, el segundo sujeto, que oficiaba de «campana», sacó un cuchillo para intimidarlo, y no una pipa, como los diarios erradamente difundieron.
Conforme momentos atrás se había descrito, el judío húngaro Israel Schwartz representó un testigo clave. Sorprendió a un rufián golpeando a Elizabeth en el pasaje de la calle Berner, donde instantes más tarde se la encontraría muerta. Casi al mismo tiempo, vio a otro hombre aparecer de súbito. Éste miraba hacia el lugar en que se consumaba el ataque, pero también escudriñaba nerviosamente en derredor, cual si estuviese controlando, presto a brindarle cobertura al agresor. El The Star y también el Evening Post –que copió esa crónica- afirmaron que este individuo se asustó al percatarse de la dramática escena y –al igual que Schwartz- se alejó presuroso de allí. Divulgaron que aquel desconocido había extraído de sus ropas una pipa, y que la mantuvo asida en su mano, como para disponerse a fumarla. Dado que el testigo no sabía hablar inglés, era fácil hacer creer que refirió a que el otro sostenía una pipa, y no un cuchillo.
Los presentes tomaron nota de la curiosa anécdota que la periodista acababa de relatarles. ¡Dos asesinos! ¿Cómo si no bastase con uno sólo?
Charles intervino:
–Si ese otro sacó un cuchillo para amenazar al testigo y correrlo, esto significa que el que degolló a Long Liz tenía un compinche activo. Y si el matador de la sueca era Jack el Destripador, ya no nos enfrentamos a un criminal solitario. Eso podría explicar por qué está costando tanto prenderlo.
Nadie refutó esa razonable deducción, y con ella pareció darse por saldado el análisis del inicial ataque fatídico perpetrado ese 30 de setiembre.
Pero minutos después de concretarse aquel crimen, esa madrugada, se halló el cadáver de otra meretriz terriblemente mutilado en la plaza Mitre. En su papel de moderador, el cabecilla recordó que debían tratar el caso de Catherine Eddowes.
Los investigadores coincidieron en que era palmario que a aquella la eliminó el destripador. Resultaba llamativo que a la 1 de la mañana la dejasen salir del calabozo de la comisaría de Bishopsgate, y poco después le quitasen la vida. ¿Y qué decir del críptico mensaje trazado en la pared donde arrojaron un delantal con trazas de sangre, que podría haber pertenecido a la finada? Allí se anunciaba que los judíos serán los hombres a quienes no se culpará de nada. ¿Pero en verdad se aludía a los judíos?
La palabra estaba mal escrita. Aparte, aquella consigna antisemita podían haberla estampado previo a que la sucia prenda fuese arrojada en ese sitio, y quizás no guardase vinculación alguna con el homicidio de Kate.
A su vez: ¿el que había degollado a Stride no estaba saciado y necesitaba, con feroz urgencia, volver a asesinar y a eviscerar?, se preguntaron.
Como todas estas interrogantes quedaban sin respuesta, el detective jefe reanudó su exposición:
–Y por si fuera poco dos homicidios en un mismo día, para colmo, esto– anunció a sus escuchas. Tras lo cual, buscó en su escritorio hasta ubicar una copia de la epístola que dio su alias al anónimo victimario del East End londinense.
Todos conocían el contenido de aquella misiva que, tres días antes de la noche del doble crimen, arribó a la Agencia Central de Noticias de Londres, donde Bárbara trabajaba. Pero el director del equipo no se privó de leerla ante ellos, en voz alta, una vez más.
«Querido Jefe: Constantemente oigo que la policía me ha atrapado pero no me echarán mano todavía. Me he reído cuando parecen tan listos y dicen que están tras la pista correcta. Ese chiste sobre ”Mandil de Cuero” me hizo partir de risa. Odio a las putas y no dejaré de destriparlas hasta que me harte. El último fue un trabajo grandioso. No le di tiempo a la señora ni de chillar. ¿Cómo me atraparán ahora? Me encanta mi trabajo y quiero empezar de nuevo si tengo la oportunidad. Pronto oirán hablar de mí y de mis divertidos jueguecitos. Guardé algo de la sustancia roja en una botella de cerveza de jengibre para escribir, pero se puso tan espesa como la cola y no la pude usar. La tinta roja servirá igual, espero, ja, ja. En el próximo trabajo le cortaré las orejas a la dama y las enviaré a la policía para divertirme. Guarden esta carta en secreto hasta que haya hecho un poco más de trabajo y después tírenla sin rodeos. Mi cuchillo es tan bonito y afilado que quisiera ponerme a trabajar ahora mismo si tengo la ocasión. Buena suerte. Sinceramente suyo. Jack el Destripador» Y en una especie de posdata impresa transversalmente, el redactor del comunicado se mofaba:
«No se molesten si les doy mi nombre profesional. No estaba bastante bien para enviar esto antes de quitarme toda la tinta roja de las manos. Maldita sea. No ha habido suerte todavía, ahora dicen que soy médico, ja, ja».
Estaba redactada con tinta roja, y, en cuanto a su forma, en el mensaje aparecían patentes americanismos como «boss» (jefe), «fix me» (atraparme) y «shan´t quit» (no abandonaré).
–Y bien, ¿alguna opinión sobre esta carta?– inquirió, recorriendo su vista por cada uno de ellos.
A cuál más agotado a esa tardía hora. Todos lo estaban excepto John, quien rato atrás vaciara su botella de brandy, y ahora descansaba. Sus ojos cerrados por el sueño, y sus ronquidos, lo delataban. Afuera se cernía la noche. El interrogador mostró compasión, y dio por concluida la reunión de trabajo. Agradeció a sus asistentes y, tras despertar al dormido con un ligero zamarreo, procedió a pagar una extra de su salario a cada uno. Hecho ello, mandó venir carruajes para trasladarlos a sus respectivos hogares.
Cuando sus tres colaboradores masculinos partieron, dio a la chica un cariñoso beso, y la alabó efusivamente por su actuación durante esa jornada. Recalentaron los restos de la cena anterior, elaborada por una cocinera de verdad, y cenaron. La invitada sintió alivio al ver que su amado no intentó cocinar algo por su cuenta. Ya había tenido bastante con el pollo casi crudo del mediodía. Luego de la ingesta, pasaron a saborear uno de los vinos reservados de la bodega personal del anfitrión. Al cabo, la muchacha le dijo:
–¡Cómo emborrachaste a Batchelor! Lograste que olvidase preguntarte de nuevo qué era lo que sabías y no querías compartir.
Él sonrió, y ella prosiguió:
–No quisiste que los otros supieran lo del Asesino del Torso, según lo apodó tu amigo el doctor Bond.
El Asesino del Torso, los crímenes del Támesis, recordó Arthur. Y su mente deambuló al pasado.
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Que genial me encanta 😄
ResponderEliminarMuy agradecido Bel por pasarte por mi blog. Me alegra saber que estos temas son de tu agrado
ResponderEliminarBuenas desde España.Como puedo registrarme??davidzen8yahoo.es.Muchas gracias.
ResponderEliminarPasear por Whitechapel fue una experiencia increíble.
ResponderEliminarEs gratificante ver y leer a alguien de habla hispana seguir este apasionante tema.
ResponderEliminarMis felicitaciones.
Gracias por pasarte por mi blog, puedes escribirme a gabpombo@gmail.com si deseas. Saludos.
EliminarGabriel Pombo
Esta novela de Gabriel Pombo sin duda es brillante. Nos transporta de lleno a la era victoriana y a los sórdidos asesinatos del Destripador y del Asesino del torso de Támesis. Me resultó imposible interrumpir la lectura desde en el primer capítulo. Impresionante la descripción de las andanzas macabras de la secta diabólica que asesina a las mujeres, y a
ResponderEliminarla cual se enfrentan Arthur Legrand y Barbara Doyle. Esa pareja de detectives entrañables que mucho deseo vuelvan a estar juntos en una segunda entrega de esta magnifica obra.
Excelente reseña de un thriller de magnífico nivel literario. La verdad es que El autor Gabriel Pombo se luce en esta novela victoriana. Los personajes están retratados con brillantez, siendo Arthur Legrand y Bárbara Doyle una pareja de detectives que hacen las delicias con sus pesquisas y su enfrentamiento contra dos asesinos seriales históricos terribles como fueron el Descuartizador del Támesis y Jack el Destripador.
ResponderEliminarLa trama es envolvente y el ritmo narrativo cautivante desde la primera página hasta el desenlace impactante e imprevisible. Se trata de una lectura adictiva, que nos da la oportunidad de aprender mucho sobre la época victoriana y acerca de estos dos casos criminales emblemáticos. Al pasar las páginas nos sentimos inmersos en la Inglaterra de fines del siglo XIX cuando gobernaba la reina Victoria. Las escenas nos atrapan en medio de las callejuelas neblinosas del este de Londres, transitadas por elegantes carruajes, con sus burdeles y sus tabernas a las cuales acudían prostitutas y personajes de mal vivir. Una novela que se lee de corrido en tres horas, o aun menos, plena en sobresaltos y de intriga, y que logra el objetivo de sacarnos de contexto durante un buen rato, proporcionándonos un intenso placer.
Novela que discurre en los meandros de la lúgubre historia de Jack el Destripador aunque holísticamente pretende dar cuenta también de los casos atribuibles al "Asesino del Torso del Támesis". Con una pluma de estilo clásico pero ágil y amena tendiendo así un puente a lo contemporáneo y, más allá de los inevitables ingredientes novelescos con una sujeción a hechos históricos certificados con la transcripción exacta de documentos de época de lectura recomendable por lo literaria e instructiva. Como estudioso de estos temas y remito al lector interesado al blog del neón (autor Juan Bautista Pfeiffer con algunos artículos sobre el particular), felicito sin dudas a su autor.
ResponderEliminarMuchas gracias Niko kroft, Alicia Vergara y Juan Bautista Pfeifer por vuestras amables palabras, dejando aquí la impresión que a cada uno le causó "El animal más peligroso. Un thriller victoriano". Tener lectores como ustedes me llena el espíritu.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMagnífico de verdad. Una auténtica joya.
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