Henry Moore, inspector jefe de Scotland Yard
"El animal más peligroso"
Capítulo 2.
El policía encargado de proteger la entrada del edificio vio aparcarse al coche de punto. Oyó el rechinar producido por el tirón que el cochero aplicó a las bridas, simultáneo al bufido con el cual mandaba detenerse a los sudorosos caballos. Al instante se abrió la portezuela de la cabina y descendió el elegante personaje, después de abonar los seis peniques que costaba el viaje. Los herrados cascos de los equinos volvieron a traquetear batiendo sobre la calle empedrada, mientras el carruaje taxi dejaba atrás a la sede central de Scotland Yard.
Frente al agente de la Policía Metropolitana Thomas Barrett se apersonaba el hombre fornido, pulcramente vestido, más próximo a los cincuenta años que a los cuarenta, de fino cabello castaño que principiaba a mermar, ojos grises, tez clara y rala barba entrecana. –Buenos días. Detective Arthur Legrand. – se presentó. Y abundó: –Aunque creo que usted ya sabe quién soy. He venido porque tengo una cita acordada con el inspector Henry Moore.
Al guardia el individuo le caía mal. No cabía dudar que fuese culto y que perteneciera a la alta sociedad. Daba la impresión de ser un presumido, pese a que se esforzara en disimularlo. Estas personas no eran del gusto del sencillo agente número de placa 226, que a diario trajinaba las calles lidiando con bribones de toda laya en la repartición H de Whitechapel.
Thomas Barrett, agente de la Policía Metropolitana en una fotografía de dudosa veracidad
Un agente de a pie al cual, sólo de vez en cuando, premiaban sacando del paupérrimo villorrio y trayéndolo a custodiar la sede central. Para peor aquel foráneo, en su corta frase de presentación ya le había zampado dos mentiras, queriéndolo tomar por imbécil. No era detective; es decir, no se trataba de un profesional de Scotland Yard ni de ningún cuerpo policial británico. Menos aún era verdad que tuviese una entrevista agendada con el inspector Moore; este sí un policía de carrera con todas las de la ley y uno de sus superiores directos.
El custodio ciertamente conocía a aquel caballero atildado. Lo había visto en otras ocasiones allegarse hasta allí, desde que estalló el revuelo provocado por los asesinatos en el este de la capital inglesa. Se obligó a tratarlo con cortesía, recordando el rezongo que el mandamás le había propinado la primera vez que el otro vino a verlo y él, ciñéndose al protocolo, lo dejó plantado en la acera durante media hora. Sabía que de la reprimenda verbal se pasaba al calabozo y, de reincidir, a la suspensión. Mínimo tres días sin goce de sueldo por desacato a un jerarca y Thomas, de treinta y dos años, casado con Elena, padre de un niño pequeño y con una segunda hija en camino, era lo último que podía permitirse. Por tal motivo fue que, tras estrechar la diestra que su interpelante le extendía, lo atendió con un marcial «a sus órdenes señor».
Pidió al compañero que tenía más cercano que, durante un rato, le relevase de la custodia y personalmente condujo al visitante hasta el despacho. Llamó a la puerta vidriada mediante un leve golpe de nudillos y, muy rígido, esperó a que su superior la entreabriese autorizándolo a anunciarse.
–Agente Barrett, inspector. Traigo conmigo al señor Legrand, quien tenía un encuentro previsto con usted– apuntó con voz inexpresiva.
Desde el interior de su despacho Moore empujó la puerta dejándola abierta de par en par y, sin más trámite, el extraño ingresó. Se hizo notorio que aquel no necesitaba preguntar si sería admitido, porque el jefe lo recibía prodigando un abrazo, que fue efusivamente retribuido.
–Arthur, amigo mío, hacía ya un tiempo que no venías a visitarme por aquí. Toma una silla y vamos hacia el escritorio, que tenemos bastante trabajo pendiente.
–Gracias Henry– le correspondió aquel, asiendo de su respaldo una de las cuatro sillas obrantes en ese sitio, la cual ubicó delante del sobrio escritorio, mientras aguardaba que el otro ejecutase un rodeo para ir a apoltronarse en el sillón principal. Pero antes de tomar asiento el jerarca se dirigió a su subordinado quien, cual una estatua, continuaba manteniendo posición de firme desde el otro extremo del habitáculo. Aún no le había sido concedido permiso para retirarse.
–Vaya en busca de una taza con café para el detective Legrand y traiga un sifón con agua mineral para mí, antes de volver a su puesto.
Trasmitió el mandato con timbre neutro, que únicamente alteró elevándolo una nota a fin de enfatizar la palabra «detective». No debió presentarlo meramente como «señor», sino otorgándole el respeto debido a un policía importante. A ver si el cabeza hueca lo entendía de una vez por todas.
Luego de que el subalterno salió en pos de cumplir la orden impartida, el visitante reiteró:
–De verás quiero agradecerte Henry. Sé que por estos lares hay gente a quien no le cae en gracia mi presencia y creen que me atribuyo familiaridades inapropiadas. Y no lo digo por el simplote de Barrett, que no me traga pero cuando menos tiene el tino de fingir, sino por varios de los jefazos.
–¡Al diablo con ellos! No te negaré que me consta que algunos piensan así, pero vaya que no se atreven a decírtelo en la cara, ni a mí tampoco. Saben de la amistad que nos une. Esos idiotas no tienen idea de lo útil que resultas para nuestra investigación y que, por cada dato que te aportamos, nos recompensas con creces. Y, por cierto, quien está en deuda contigo soy yo… ya sabes, por lo de la oreja. Fue un delicado gesto que me la mandases a mí y no a Abberline.
El inspector Frederick George Abberline, mencionado por Moore, devenía la rutilante estrella policial de entonces. En febrero de 1888 lo habían ascendido al cargo de inspector de primera clase, y había servido por casi diez años en Whitechapel. Al sobrevenir en ese distrito desde agosto varios homicidios contra meretrices, las jerarquías de Scotland Yard, atento a su cabal conocimiento de la zona, le asignaron el comando de las pesquisas.
Posible fotografía del inspector jefe Frederick George Abberline
Entre tanto, el guardia retornó portando una bandeja con el pedido, que ubicó cuidadosamente arriba del escritorio, al estilo de un mozo de restaurante. Al dejar la habitación el servicial custodio, Moore se puso de pie y, yendo hacia un pequeño armario, extrajo un decantador colmado de whisky. El sifón con agua mineral lo precisaba para rebajar el aguardiente. Tras servirse una generosa medida, escanció otra porción dentro de un segundo vaso que acercó a su compañero. Retiró la taza y fue hasta el diminuto lavatorio, en el cual arrojó el contenido amarronado. Sabía que a su amigo no le apetecía el café.
La orden emitida a Barrett había constituido una parodia destinada a guardar las apariencias delante del subordinado. Era dar un mal ejemplo consumir alcohol en horario de trabajo. Arthur apretó el pico del sifón y vertió un chorro diluyendo el líquido amarillento. Agitó su vaso y saboreó un primer buche. –Darte preferencia era lo mínimo que podía hacer por ti Henry. –No seas modesto, no fue poca cosa desoír las presiones que te hicieron los viejos del Comité de Vigilancia que, cuando menos formalmente, son tus patrones y me hicieras llegar a mí la carta y la oreja amputada antes que a nadie. Efectuó una pausa para beber y prosiguió: –Y lo mejor del caso fue que también evitaste que ya de entrada el órgano resultara examinado por los patólogos y que estos metieran sus narices dónde no debían.
Esta última declaración desubicó a su oyente. Era verdad que él antepuso su amistad hacia el inspector y le dio preferencia. Pero, no era menos cierto que vaciló mucho al decidir ocultar -aunque fuera de momento- el hallazgo a los médicos forenses. Después de todo, la labor de los patólogos consistía en analizar la anatomía. Sólo esos profesionales podían, con rigor científico, acreditar si el susodicho era un órgano extirpado a una víctima, o el despojo de una sala de disección clínica. O sea, si se estaba frente a un homicidio, o a la chanza de un estudiante de medicina, que hubiera robado la víscera de un cadáver apilado en la morgue.
–¡Y hablando de patólogos! – exclamó Moore haciendo una mueca, al venirle de improviso el recuerdo de un flamante acontecimiento. –Ahora soy yo quien tiene una jugosa primicia para ofrecerte. Revolvió dentro del último cajón de su escritorio. Retiró algo y extendió su brazo alcanzándole el sobre que había extraído de allí. El otro lo tomó y buscó sus anteojos a fin de comprobar las señas del matasellos y las marcas postales.
–Está abierto. Saca la carta y léela. Como su colega seguía sin comprender de qué iba el asunto, el pesquisa esbozó una sonrisa cómplice:
–Tienes en tus manos la gran novedad de este lunes 29 de octubre de 1888. Esta vez le tocó el turno al bueno del doctor Openshaw. Hoy a la mañana el presunto asesino se acordó también de él– ironizó, mientras su acompañante desplegaba el papel.
Médico patólogo Thomas Openshaw
La caligrafía era bastante prolija y el tenor del mensaje, escriturado con tinta negra, semejaba un acertijo burlesco. Un texto plagado de errores gramaticales y ortográficos. ¿Puestos allí adrede? se preguntó de inmediato el lector.
Al igual que aconteciera con el señor Lusk, el médico patólogo Thomas Horrocks Openshaw representaba una víctima propiciatoria para los guasones, al haber adquirido notoriedad merced a su actuación vinculada con los crímenes del momento. Era un galeno muy prestigioso, a quien en el anterior año de 1887 se le nombrase para ejercer el cargo de conservador en el Museo de Patología del Hospital de Londres. A sus treinta y dos años su carrera iba en meteórico ascenso y ya integraba la connotada Sociedad Clínica de la capital.
Por aquellos días se había convertido en deporte nacional para los ociosos mandar correspondencia con la pretensión de provenir del criminal. Nada podía extrañar que ahora hubiesen elegido a este cirujano como receptáculo de otra misiva sarcástica. Y todo por culpa de su reciente celebridad, obtenida cuando los periódicos publicaron sus conclusiones acerca del medio riñón enviado al Comité de Vigilancia.
En su informe sostuvo que aquel órgano era humano y no de origen animal, a diferencia de lo que el escandaloso The Star había propalado. Ese peritaje establecía la edad de la dueña de aquella víscera en torno a los cuarenta y cinco años. Y se trataba de un riñón izquierdo, con un fragmento de arteria renal adherido. Además, se hallaba asaz enfermo, a raíz de largos años de alcoholismo padecidos por su portadora.
El remitente se encaraba con el médico sirviéndose de estos términos:
«Bien tío, haz “acertao”, era el “riñó” izquierdo “voi” a “operar” otra vez cerca de tu “hospital” justo cuando “iva” a probar mi “cuchiyo” en su floreciente cuello, los polis me estropearon el juego, pero creo que volveré pronto al trabajo y te mandaré otro pedazo de tripas. Jack el Destripador… …O as visto al Diablo con su microscopio y el escalpelo mirando una rodaja de riñón prendida con su pasador.»
Carta enviada por "Jack el Destripador" al Dr. Openshaw
Su interlocutor, degustando un segundo trago de whisky, atrasaba su respuesta. Se quitó los lentes, como si portarlos le estorbase en el proceso de reflexionar. Trató de rememorar. Levantó su mentón desviando hacia un costado una mirada perdida, esquivando la expectación de su auditor. Rebuscaba en sus recuerdos, esforzándose por materializar una imagen que, rebelde, se negaba a presentarse.
–El individuo que escribió esta carta quiere hacer creer que es un bruto ignorante, para confundirnos, pero se trata de una persona culta. Como mínimo sabe mucho de literatura y de historia. Las faltas de ortografía y los gafes gramaticales son deliberados– soltó finalmente.
–Presta atención nada más a un ejemplo– y le aproximó el papel apuntando con su índice una de las líneas.
–Aquí menciona cometiendo una falta ortográfica el sustantivo «riñón». Y en esta otra frase– comentó, bajando unos centímetros el dedo hasta la curiosa postdata que aludía al demonio –la misma palabra aparece redactada en forma correcta. Un verdadero ignorante jamás haría algo semejante.
La rotundidad de sus asertos, lo seguro que sonaba la voz del investigador privado, la impecable lógica de su razonamiento, persuadió al jefe policial, quien no tenía previsto recibir una conclusión tan tajante. Si una faceta distinguía a aquel era su prudencia, su cautela llevada casi al exceso a la hora de emitir sus pareceres profesionales. Pero aun así, por hábito de detective veterano, Moore prefirió jugar el papel de escéptico.
–Demasiada molestia se ha tomado para solamente tratarse de un chistoso– terció. Y tras un cortísimo intervalo, mirando críticamente al visitante, agregó: –Quiero decir, un bromista no tendría por qué disimular tanto. Si se quería burlar de Openshaw no tenía necesidad de escribir esa chorrada del Diablo con su microscopio y el escalpelo, y lo de la rodaja de riñón prendida con su pasador. Y, además, yo creo que exageras. Este infeliz no puede ser un individuo culto versado en historia y en literatura nada más porque sepa escribir bien la palabra riñón. ¿De dónde sacaste tamaña idea?
–Como sabes, hace varios años que resido en el West End de Londres, pero nací en Francia; más concretamente en Cornualles. De allí procede mi apellido.
–Ya lo sé. ¿Pero qué carajo tiene eso que ver con esta cochina carta?
Moore empezaba a perder la paciencia. Y no se caracterizaba por tener demasiada. Su naturaleza práctica de policía combativo detestaba las argumentaciones alambicadas y los rodeos. Arthur era un gran sujeto, ¡pero salía con cada cosa!
Al interlocutor no pareció ofenderle el tono rudo usado por su interrogador. Por el contrario. Se llevó ambas manos a las sienes adoptando una actitud de concentración suprema, y entrecerrando los ojos, para desconcierto del otro, se puso a declamar:
«¡Aquí está el Diablo! Con su pico de madera y su pala Cavando por estaño en la fanega Con la cola prendida con un pasador.»
–¡Por fin lo logré recordar! Tal vez me haya equivocado en alguna palabra, pero en esencia así era como decía.– remató, tras su conciso recitado. El inspector estaba a punto de lanzar otro taco, pues su malestar no había hecho sino agudizarse tras ser testigo del histrionismo de su amigo. Seguía sin interpretar nada de lo que manifestase ese cretino. Legrand explicó: –Cuando era más joven me sabía de cabo a rabo todos los cuentos tradicionales de Cornualles. Lo que te recité es un pequeño poema inserto en uno de esos relatos. Si mi evocación no falla, se publicó en 1871; vale decir, hace ya diecisiete años.
La expresión facial de Moore mutó, pasando del ceñudo disgusto al asombro más puro. El francés no dejaba de sorprenderlo. ¡Qué cerebro tiene este tío! ¡Qué memoria tan prodigiosa, válgame Dios!
Apéndice.
Capítulo 2
Continuando con el hilo temporal del anterior segmento, en este la recreación discurre en la sede central de Scotland Yard por la tarde del lunes 29 de octubre de 1888. Aunque la escena se enfoca en el colaborativo encuentro entre el inspector Henry Moore y el inquiridor privado Arthur Legrand también podrá apreciarse a un tercer personaje, en apariencia marginal, destinado a adquirir cierto relieve en el entramado de El animal más peligroso: el guardia civil de la Policía Metropolitana Thomas Barrett, sobre quien retornaremos en el próximo capítulo. Henry Moore, en acción desde la página 41, contaba con cuarenta años al tiempo de los crímenes de Whitechapel, fungía desde el 25 de agosto de 1878 en el cargo de inspector y trabajaba en el Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard (CID) desde el 30 de abril de 1888, lo cual justifica que Legrand le pudiese haber visitado en el edificio en cuyas oficinas tenía su asiento este policía en octubre de aquel año. Dicho jerarca, junto con los inspectores Frederick Abberline y Walter Andrews, fue el encargado oficial de la indagatoria en el caso Ripper. (1) (2)
A su vez, Frederick George Abberline, mencionado en la página 42, era inspector de primera clase cuando acaecieron las fechorías del destripador. Había sido ascendido a ese cargo el 8 de febrero de 1888. Antes había laborado para la división H de Whitechapel como inspector local desde el 8 de abril de 1878 hasta el 26 de febrero de 1887, cuando fue asignado a la zona de Whitehall. (3) (4)
La relación que se formula en las páginas 44 y 45 concerniente al médico Thomas Openshaw y al medio riñón entregado para su análisis es veraz. Empero, ese peritaje clínico, a pesar de su sobrio profesionalismo, no fue categórico sino ambiguo. Contrario a esta postura fue el jefe de policía de la ciudad de Londres, comisario interino Henry Smith, quien estuvo a favor de que ese lúgubre remito lo había realizado el ultimador y así lo planteó en un libro editado en 1910.
bajo el rótulo «De Policía a Comisario» donde glosó sus memorias. (5)
La postura despectiva del inspector Henry Moore – carilla 43- con respecto a los patólogos y su presunto deseo de que éstos «no metieran sus narices donde no debían», es un eco de la posición de su tocayo el comisario Smith, quien se molestó por la ambigüedad de los dictámenes médicos. No obstante, al no haber quedado constancia documental sobre este punto, desconozco lo que en verdad pensaba Moore sobre la labor de los forenses, por lo cual la actitud desdeñosa que en el thriller le atribuyo es únicamente producto de mi intuición. Si bien, tal cual se refleja en la página 45, The Star inicialmente dio pábulo a la versión de que el trozo de riñón dirigido a míster Lusk era de origen animal, dicho diario se rectificó cuando publicitó, en su edición del 19 de octubre de 1888, un reportaje al doctor Thomas Openshaw. (6)
El contenido de la letra recibida por el patólogo, con sus gafes gramaticales anexados, es conforme se replica en la página 46. El tono artificioso de esa epístola fue puesto de relieve por estudiosos que percibieron las incongruencias subrayadas por Legrand en las páginas 46-47 y concluyeron que el redactor no era un bruto ignorante, sino que fingía serlo. (7)
La procedencia del texto original en el cual se habría inspirado el creador de la misiva que el investigador adjudica a Cornualles, Francia, es debatible. Los comentaristas no son contestes en sindicar a la Cornualles de Inglaterra o a su homónima ciudad gala como aquella de donde provendrían los cuentos tradicionales a que refiere el detective, en la carilla 48, frente al perplejo inspector Moore. (8) (9)
Enfrentado a la duda, opté por proponer que el fabricante de la carta con la rima del «…Diablo…con la cola prendida con un pasador» se inspiró en una leyenda de la literatura tradicional de esa ciudad francesa, en consideración a la nacionalidad que asigno al cardinal protagonista masculino.
Notas.
(1) Moore, Chief Inspector Henry, sitio digital Casebok Jack the Ripper, http://www.casebook.org/police_officials/po-henry_ moore.html.
(2) Evans, Stewart y Skinner, Keith, The ultimate Jack the Ripper sourcebook and illustrated encyclopedia, editorial Robinson, Londres, Inglaterra, 2001, ps.571-576 y 743. (3) Abberine, Frederick George, sitio web Casebook Jack the Ripper, https://www.casebook.org/police_officials/po-abber.html
(4) Jack the Ripper sourcebook and illustrated encyclopedia,
(5) Smith, Henry, From Constable to Comissioner, ps.154-155, citado en Jack el Destripador. Cartas desde el infierno, ps.100101.
(6) The Star, 19 octubre 1888, citado en Jack el Destripador. Cartas desde el infierno, ps.87-88.
(7) Retrato de un asesino. Jack el Destripador. Caso cerrado, p.179.
(8) McCormick, Donald, The identity of Jack the Ripper, editorial Jarrolds, Londres, Inglaterra, 1959, ps.155-156.
(9) Retrato de un asesino. Jack el Destripador. Caso cerrado, ps.179-180.
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