y JACK THE RIPPER
"El animal más peligroso".
Capítulo 3.
Posible fotografía, de dudosa composición, del agente de la Metropolitana Thomas Barrett
A las 8 de la mañana del domingo 4 de noviembre, Thomas Barrett desayunaba en la minúscula cocina de su casa de Spitalfields, situada a escasas cuadras de la comisaría donde usualmente prestaba funciones: en la división H, del vecino distrito de Whitechapel. Sobre la llama del mechero a gas, la sartén fritaba unas lonjas de panceta, mientras los huevos revueltos crujían. Cuando estimó que su alimento estaba a punto, retiró el contenido con el revés de una cuchilla vertiéndolo dentro del plato colocado en la deslucida mesa. Se sentó y entre un bocado y otro, intercalados con sorbos de té tibio, atisbaba a través de la ventanita hacia la calle para distraerse.
La humilde morada se emplazaba en una esquina, y la cocina daba al lateral con vista al exterior. Elena había descorrido la cortina antes de salir llevándose al pequeño para que, durante un rato, dejase en paz a su padre en el único día libre que este disfrutaba. También portaba a la futura segunda hija de su marido, en un vientre apenas hinchado debajo del vestido de lino azul desvaído. Su indumentaria preferida para ir de compras al bullicioso mercadillo. El dueño de casa se incorporó, e iba en procura de su segunda ración, cuando oyó un ruido proveniente de fuera. Se dio vuelta con el plato aún en la mano.
Advirtió que alguien estaba del otro lado y repiqueteaba sus nudillos contra el cristal. Un sujeto desaliñado de barba negra y con un viejo sombrero de fieltro, que calado contra la frente le ocultaba parte del rostro. No se trataba de un pordiosero sino que tenía el aspecto de un vecino corriente de la zona, por más que a él le resultase desconocido. Al fijar en este su atención, observó cómo el extraño agitaba una mano en son de saludo.
–¡Déjame entrar Thomas! Sé que ahora estás sólo. Vi a Elena ir rumbo al mercado y ya sabemos que las mujeres se ponen a cotillear con sus vecinas y tardan una eternidad en volver.
El agente pasó de la preocupación al asombro. Destrabó el pasador de la celosía, la levantó y sacó su cabeza hacia afuera a través del marco para enfrentarse con aquel impertinente. Y por más que lo miraba de hito en hito seguía sin darse cuenta de quien era. Pero devenía notorio que el otro sí lo conocía a él, considerando la familiaridad con que osaba tratarlo. ¿Y cómo sabía el nombre de su esposa?
Entre irritado y temeroso –días atrás había roto los dientes con su porra a uno de los gandules del barrio, en un exceso policial, y se la tenían jurada– le espetó al intruso:
–¿Quién narices eres? ¡Más te vale que no pretendas meterte conmigo!
Por toda respuesta el viandante se quitó el sombrero dejando su rostro al descubierto. O al menos lo que se podía apreciar de este, pues una cerrada barba negra, con sus respectivos bigotes, lo cubría.
El resto de su cara, al alcance de la inspección, consistía en unos ojillos grises, que se movían inquietos bajo unas cejas castañas y un fino cabello de igual color, aunque algo escaso. El policía dio unos pasos atrás. Su mirada se dirigió hacia la tabla, donde reposaba la cuchilla de cocina.
–¡Ni se te ocurra! – gritó con voz perentoria el otro adivinándole la intención, a medida de que se acercaba aún más y, con descaro, introducía su cabeza a través del hueco de la ventana abierta.
–¿Todavía no comprendiste quién soy? Voy a terminar dándole la razón a Moore que cree que no eres más que un torpe bueno para nada.
Dibujo del Inspector jefe de Scotland Yard: Henry Moore
Dibujo del Inspector jefe de Scotland Yard: Henry Moore
¿Moore? ¿Cómo podía conocer aquel desgraciado al inspector jefe? ¿Y si fuera…? No, no podía ser…
–Sí agente Barrett, yo soy precisamente el tipo en el cual ahora estás pensando.
Y, a guisa de colofón, llevándose los dedos de su mano izquierda hacia la base de la mandíbula, con un tirón, se arrancó el postizo. A la vista quedó su barba verdadera, rala y entrecana.
–¡Arthur Legrand!
–El mismo que viste y calza. Y ahora, ábreme la puerta y permíteme pasar. Tenemos que conversar de negocios.
Lo primero que ambos hombres hicieron, una vez sentados frente a frente en la diminuta habitación que fungía de cocina, fue convenir el pago de los servicios. Los dos soberanos de oro, que el visitante extrajo de un bolsillo de su desgastada chaqueta y puso encima de la mesa, eran una suma más que razonable como adelanto. Equivalía a un mes del salario del policía. Se pactó que los pagos se concretarían cada semana; otro gancho atractivo para un pobretón que a mitad de mes solía quedarse ya sin blanca.
Pero no fue únicamente su malhadada economía la que indujo al guardia a aceptar tan rápido la propuesta, aunque en su germen su «Sí, de acuerdo» pudo fundarse en dicho motivo. Al transcurrir los minutos en compañía de ese individuo tan peculiar, comprendió que la resolución tomada –su impulsiva decisión de formar parte de aquel equipo de pesquisas– no radicaba tanto en el dinero, por mucho que su escasez le acuciase, sino que pesaba más la curiosidad y la sensación de aventura que aquella inesperada oferta entrañaba.
Y había algo más todavía. No podía entender exactamente cómo, pero la personalidad de ese hombre, que al principio le rechinaba, había comenzado a atraerle. Su convencimiento en lo que estaba haciendo, su autocontrol, la absoluta seguridad que irradiaba. Legrand no era un vulgar mercenario pagado por los bobos del Comité de Vigilancia. Estaba claro que trabajar para ese grupo de comerciantes constituía para este una mera fachada, una excusa. Ese investigador tenía plata propia de sobra. Se dedicaba a esto porque le gustaba. Y tal vez lo hiciera también para satisfacer su ego, supuso Barrett. Quería llevarse los laureles de aprehender al criminal de moda, que estaba volviéndolos locos a todos. Deseaba la gloria para sí; pero una porción de la victoria se derramaría sobre los pocos que hubiesen cooperado con él en aquella empresa justa.
Arthur lo supo seducir. Necesitaba un agente con experiencia en Whitechapel y en los distritos aledaños, dentro de la región donde cazaba el matador, le manifestó. Su hermano menor Charles Legrand y el ex policía John Batchelor trabajaban duramente a diario en el East End y eran colaboradores comprometidos con la causa. Pero no le bastaba únicamente con el concurso de ellos, prosiguió comentándole. Él, a su vez, había rentado una guarida en el vecindario y se hacía pasar por un lugareño; vestimenta al tono y postizos faciales incluidos, exhibiendo sus dotes de camaleón, tal cual el vigilante ya había podido comprobar. Pero aun así tampoco resultaba suficiente.
Los demás ayudantes externos no pasaban de ser simples aficionados: obreros en paro, que por unos chelines se unían a la búsqueda, estudiantes entusiastas que patrullaban las calles gratuitamente, así como vecinos y amigos de los fundadores del Comité de Vigilancia. Valía significar: personas bien intencionadas, pero carentes de preparación policial, y enteramente ineficaces.
–En definitiva Thomas, necesito los servicios de un policía de verdad como eres tú, que opere dentro del mismísimo campo de acción del asesino o asesinos– puntualizó, acentuando el plural en asesinos, porque barruntaba que su interlocutor no había tomado en serio esa segunda posibilidad.
Viendo la cara dubitativa de su oyente, recalcó:
–No debes perder de vista que los criminales podrían ser más de uno.
El joven seguía confundido e inquirió:
–¿Por qué yo, Arthur? Es decir, habiendo tantos policías de la división H. Se sorprendió de haberlo tuteado, aunque el otro sí lo tutease a él. Pese a que su educación no era de las peores, comparada con la de algunos de sus colegas del cuerpo, le costaba desenvolverse ante ese caballero de mundo, que lo trataba con deferencia y que, aparentando sinceridad, le contestó:
–Es que veo en ti a un asistente disciplinado y discreto que, sin dejar de lado su trabajo oficial en Scotland Yard, podría actuar con suma eficacia bajo mis directivas.
El investigador sabía cómo dorar la píldora. El custodio sintió que la vida le brindaba la oportunidad de pasar a pertenecer a un selecto clan. De ser uno de aquellos elegidos. Por otra parte, creyó lo que el otro le insinuaba: su policía jamás iba a descubrir ni a capturar a Jack el Destripador. De pronto intuyó que si alguien podría lograrlo ese era el hombre que ahora estaba delante de él. Esos breves minutos compartidos con el detective –ahora sí lo consideraba un detective con todas las letras– habían activado en su fuero íntimo un aluvión de sentimientos y de pensamientos contradictorios, pero exaltantes. La voz de su nuevo patrono lo sacó de su ensoñación.
–¡Hombre, se te va a enfriar el desayuno! Esos huevos revueltos y esa panceta frita no parecen estar nada mal.
–En realidad, ya no tengo más apetito.
–En realidad, ya no tengo más apetito.
–Bueno, si no te molesta, yo me los termino – le dijo, tomando un plato limpio, un cuchillo, un tenedor y, por último, una cuchara, con la cual raspó hasta despegar los residuos adheridos a la sartén. Aquel visitante no dejaba de descolocarlo. ¡Iba a engullirse las sobras de su desayuno delante de él!
–No hay como una rica y frugal comida casera para emprender la jornada con optimismo. Aunque para ti es un día de franco, yo hoy estoy en plena faena. Estos son los mejores días para estar atento a cuanto ocurre por Spitalfields y Whitechapel. Noche y madrugada de viernes o de sábado, los domingos y los días festivos. En estas ocasiones es cuando él prefiere atacar.
–¿Él? – Thomas se había distraído de nuevo.
–Ya sabes de quien te hablo.– replicó pacientemente, entre un mordisco y otro, –Del crápula que mantiene en jaque a tus superiores y a los señores del Comité de Vigilancia que me contrataron para apresarlo.
Sorbió un abundante trago de té ya frío, a fin de bajar el alimento consumido, y puso un pañuelo sobre su boca amortiguando el inevitable eructo. Una cosa era impresionar a aquel muchacho, haciéndole ver que él no era un señorito caído de la cuna sino uno de los suyos, pero muy distinto era incurrir en maneras groseras. Y el detective galo, criado en una familia de la alta burguesía de Cornualles, no iba a perder los refinados modales adquiridos tanto tiempo atrás. Continuó explicándole a su camarada:
Sorbió un abundante trago de té ya frío, a fin de bajar el alimento consumido, y puso un pañuelo sobre su boca amortiguando el inevitable eructo. Una cosa era impresionar a aquel muchacho, haciéndole ver que él no era un señorito caído de la cuna sino uno de los suyos, pero muy distinto era incurrir en maneras groseras. Y el detective galo, criado en una familia de la alta burguesía de Cornualles, no iba a perder los refinados modales adquiridos tanto tiempo atrás. Continuó explicándole a su camarada:
–Me estoy refiriendo al delincuente a quien primero se designó por nuestra prensa «El Asesino de Whitechapel». ¡Qué originales fueron con ese seudónimo! ¿No crees?, ja, ja – se burló. –Si los homicidios se hubiesen consumado en el barrio del centro de Londres dónde yo resido, lo habrían llamado «El Asesino de Westminster». El segundo mote que le endilgaron ya sonaba algo mejor: «Mandil de Cuero», por lo del judío aquel. Ese mequetrefe sí que habría resultado un jodido cabeza de turco.
Arthur llevó a sus labios la taza y tragó el resto del té, apagando la sed producida por la salada comida en proceso de digestión. Mandil de Cuero, recordó. Así calificaron los periódicos ingleses al zapatero John Pizer, en atención al delantal que usaba para ejercer su oficio. Un individuo de turbia reputación que hizo todo lo posible por parecer sospechoso.
Dibujo imaginario del sospechoso John Pizer, alias "Mandil de cuero"
El investigador estaba presente cuando se instruía la encuesta judicial a raíz de uno de aquellos crímenes y lo vio ingresar al estrado bajo escolta. Un infeliz muerto de miedo. Tartamudeaba cuando empezó a testificar, mientras el juez, el procurador fiscal y el ujier lo observaban sentados detrás de la tarima. Al ser interpelado, se defendió acusando de racista al sargento que lo detuvo; de meterlo preso sólo porque él era judío. No era cierto. El remendón había amenazado a varias busconas exigiéndoles sexo gratis. A una de las más feas, en vez de intimidad carnal, le requirió dinero blandiendo una cuchilla. Aunque apocado y asustadizo por naturaleza, al emborracharse se convertía en pendenciero. Y aparte de esos culposos antecedentes estaba su aspecto: desagradable, sucio, mal hablado. El indagado odiaba a los polizontes pero, por ironía del destino, uno de ellos fue quien le salvó el pellejo. Un agente policial que lo conocía del barrio declaró que John se hallaba entre los curiosos que en el muelle de Ratcliffe Highway contemplaban un pavoroso incendio, que todavía ardía cuando acuchillaron a Mary Ann Nichols, víctima indudable del perpetrador.
El magistrado ordenó su liberación y el acusado se marchó de la sala arrastrando los pies y con la cabeza gacha bajo el escrutinio de los concurrentes, entre ellos el sargento que le había arrestado. Nada podía reprocharse a Wynne Edwin Baxter, el juez de guardia; quien adoptó su decisión conforme a estricto derecho. Sólo Dios gozaba del don de poder estar presente en dos lugares al mismo tiempo.
Después de rememorar ese episodio, el detective enfocó la mirada hacia su escucha quien, respetuoso, aguardaba que continuase hablando, y este así lo hizo.
–Aunque claro está, mi joven amigo, nada supera al mote que ahora le fabricaron. Eso de «Jack el Destripador» sí que está verdaderamente goloso. ¡Estos reporteros! ¡Qué raza tan funesta la de los cronistas policiales! Pero a mí no me engañan con las mentiras que inventan. Hacen lo que
sea con tal de vender unos ejemplares más que sus competidores. Conozco sus tretas de primera mano porque, de hecho, casi convivo con una periodista.
El detective era una ráfaga. Sabía jugar con los tiempos cual consumado artista y mediante repentinos giros y golpes de efecto desarmaba a su oponente, lanzándole información tras información. En la escasa media hora que llevaba dentro de la vivienda, el dueño de casa se había ido amoldando al carisma de su flamante empleador, aunque aún no conseguía encasillarlo. Una personalidad tan compleja quedaba fuera de la experiencia del agente, quien carecía de ejemplos con los cuales cotejar a aquel hombre.
–¿Una mujer periodista?
El francés había hecho un intervalo, tras aportarle a su oyente el dato de que su pareja era una periodista y preveía esa obvia pregunta. Ya tenía preparada su respuesta:
–Y muy bonita y sensual por cierto. Bueno, en realidad trabaja encubierta. Hay más cronistas mujeres en el actual periodismo británico de las que te imaginas. Elabora unos artículos magníficos, pero salen rubricados para consumo del público bajo un alias masculino. Nuestra sociedad es muy prejuiciosa…
Hizo otra interrupción y del interior de su desgastada chaqueta extrajo un reloj de bolsillo. Era de oro macizo con engarces de diamante y platino. Valía una fortuna. Un toque discordante con las humildes ropas que vestía. Miró fugazmente la hora –las manillas señalaban las 8 con 40 minutos– y ocultó el costoso artefacto lejos del alcance de ojos indiscretos.
–Tu esposa no puede tardar ya mucho más en regresar. Es mejor que me conozca; o sea, que conozca al personaje que interpreto. Le dirás que soy tu primo lejano Arthur, que vine desde provincias y ando de paso por Spitalfields. Que me estoy alojando junto con una joven amante que se gana la vida como meretriz– le instruyó, al tiempo que se implantaba la barba y los bigotes falsos.
–Cumpliré sus órdenes como corresponde. Pero discúlpeme esta pregunta: ¿por qué mencionar lo de la amante prostituta?
–Es que tal vez algún día venga a visitarte junto con una chica. Mi novia Bárbara. Ella se sabe disfrazar tan bien como yo y el de ramera es uno de los atuendos que mejor le van; muy acorde con este barrio.
El pesquisa se incorporó, haciendo caso omiso a la perplejidad reflejada en las facciones del otro, y empezó a pasear por la habitación. Durante todo el rato en que dialogó con el anfitrión no había dejado de husmear, cada tanto, hacia la ventana, manteniendo su oído alerta a los sonidos provenientes de la calle. Finalmente, captó un ligero taconeo y un murmullo que se fue tornando cada vez más audible. Una mujer rezongando al chiquillo caprichoso que traía a rastras asido con su mano izquierda, mientras aferraba en la diestra el bolsón portando las compras.
Oteó a través de la abertura y vislumbró la silueta femenina que embozaba su pequeña panza bajo un vestido de lino azul desvaído. Volvió a sentarse.
–Está llegando Elena. Es hora de efectuar la presentación Thomas.
Apéndice:
Capítulo 3.
Thomas Barrett, quien de forma inopinada asume un relativo protagonismo, vivía en Spitalfield y revistaba a la orden de la Policía Metropolitana en la división H del aledaño distrito de Whitechapel, con asiento en la comisaría de la calle Comercial. El dato de que en ese tiempo estaba casado con una joven de nombre Elena, que era padre de un niño pequeño y que la pareja aguardaba una segunda hija responde a la realidad y consta en el Casebook Jack the Ripper. (1)
Su inclusión en la obra representa mi humilde tributo al esforzado policía de a pie británico. Estos agentes rasos a menudo fueron olvidados o minimizados en la literatura y en las películas dedicadas a Jack el Destripador. Nos ubicamos aquí en la mañana del domingo 4 de noviembre de 1888, y seis días atrás el detective había dialogado de manera fugaz con ese guardia, mientras aquel custodiaba el ingreso a las oficinas de la policía londinense. Quizás por entonces se percató de que podría serle útil contratarlo. Arthur es consciente de que necesita contar con más asistentes en su elenco parapolicial. Por ello, el despliegue histriónico que el investigador realiza -y que se describe en las páginas 52-57- para impresionar a este agente y lograr su concurso (disfraz incluido), tiene su explicación en motivos narrativos. La rememoración del inquiridor francés, incluida en la página 58, sobre los apelativos que la prensa había endilgado al asesino, previo a tornarse notorio por su celebérrimo alias, me sirvió para ofrecer un pantallazo de ese improbable culpable que fue John Pizer.
El 10 de septiembre de 1888, a consecuencia del deceso de Annie Chapman, fue arrestado un zapatero judío al cual apodaban «Delantal de Cuero» o «Mandil de Cuero» que residía en aquel distrito en compañía de su madrastra y su cuñada en el número 22 de la calle Mulberry esquina calle Comercial. El sargento de la Policía Metropolitana William Thick practicó su detención y lo condujo a la comisaría de la calle Leman, donde se le sometió a interrogatorio, mientras en su casa eran incautados filosos cuchillos de larga hoja, inherentes a su oficio. El detenido clamó ser inocente y su liberación tuvo lugar el 12 de septiembre siguiente gracias, sobre todo, al testimonio de un policía que lo reconoció junto a otros curiosos contemplando el incendio en el muelle de Ratccliffe Highway por la mañana del 31 de agosto de 1888, en horario coincidente con el homicidio de Polly Nichols, atento se menta en la carilla 59. (2)
La ironía de Arthur, al confiar a Barrett su certeza de que quien fabuló el alias «Jack el Destripador» fue un periodista y, más exactamente, un reportero policial (páginas 59-60), está justificada. Representaba una creencia muy en boga, compartida por los oficiales de mayor rango a cargo de las pesquisas, que la prensa movía los hilos detrás de aquel embrollo.
El jerarca más connotado que responsabilizó a los medios de inventar el mote fue el segundo al mando en Scotland Yard, es decir: el abogado y, luego sir, Robert Anderson, quien al publicar sus memorias confesó sentirse tentado de divulgar la identidad del periodista responsable del plagio, siempre y cuando el editor de su libro asumiera el riesgo de una demanda por injuria. (3)
A su turno, el inspector jefe John George Littlechild no sólo suscribió igual parecer sino que reveló el nombre del reportero felón (4), según veremos en la reseña al capítulo 24. Ese cronista laboraba para el mismo órgano de difusión que la novia de Legrand, o sea: La Agencia Central de Noticias de Londres, como más tarde sabremos. De allí el comentario socarrón del protagonista hacia los cronistas policiales calificándolos de «raza funesta». Y es que, dada su asociación con la joven periodista encubierta, cabría inferir que estuviese al tanto del rumor de que la carta que fabricó su nombre de guerra al homicida era un bulo periodístico.
Notas.
Capítulo 3
(1) Police Constable Thomas Barrett, 226H.Witness at Martha Tabram’s inquest, sitio digital Casebok Jack the Ripper, https:// www.casebook.org/witnesses/w/Thomas_Barrett.html#cite_ ref-2.
(2) Begg, Paul, Jack the Ripper. The definitive history, editorial Pearson Education Limited, Londres, Inglaterra, 2005, p.196.
(3) Jack el Destripador. Recapitulación y veredicto, ps.42-43.
(4) Jack el Destripador. Cartas desde el infierno, ps.77-78.
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