viernes, 30 de abril de 2021

Ritual satánico

Diana, quien para ella tenía otro nombre, había sido muy generosa. No cualquiera hubiese acogido, proporcionando techo y comida, a una muchacha fugada de provincias, que llevaba consigo a su bebé bastardo. A una paria expulsada de la casa paterna, castigada por la deshonra pública, tras haber cedido a la tentación. Y todo por culpa de aquel caballero, que demostró rápidamente no ser más que un patán aprovechador. Un desconsiderado que le prometiera villas y castillos, para después del parto desaparecer. Debido a tan poderosa razón, ella iba muy confiada durante ese viaje, con su corazón alegre, dentro del espacioso carro. Sólo le afligía haberse tenido que apartar por ese fin de semana de su niñito. Pero las jóvenes que atendían a los críos en la guardería le parecieron de fiar. Eran humildes y trabajadoras. Las escasas semanas que las trató resultaron suficientes para hacerle sentir que se trataba de buenas madres sustitutas. Otra gentileza de su ama, quien también se hacía cargo de aquel gasto. Lo menos que podía hacer por la noble señora, a quien ya estimaba más una amiga que una patrona, era limpiarle y acondicionarle lo mejor posible su coqueta casita de invierno. Corrían los primeros días de septiembre de 1888, pero el otoño no tardaría en hacer acto de presencia. Y su empleadora deseaba que el chalecito escondido en el bosque, a tiro de piedra del río, quedase confortable para poder recibir en él a sus glamorosas relaciones de Westminster. Mientras el amable cochero guiaba a los caballos, la chica miraba por la ventanilla, adormilada por el monótono zarandeo. Había sido un trecho bastante largo que parecía llegar finalmente a su destino. En pocos minutos conocería el refugio del que tanto se le hablara. A la pálida luz del atardecer, avistó una solitaria construcción de madera. Desde largo rato el vehículo que la transportaba había dejado atrás regiones pobladas. Se le había asegurado que sólo el anciano cuidador la esperaba, que le entregaría las llaves y se retiraría usando el mismo carruaje; el cual retornaría dentro de dos jornadas a buscarla. La despensa estaría repleta y no precisaría comprar nada. Las libras que le habían dado y que celosamente guardaba en su bolsito de mano, no tendría en qué gastarlas. No se divisaba por la zona almacén ni negocio alguno. A decir verdad, el lugar se mostraba más desolado de lo que pensó. Final del viaje. Arribaron a su destino. El cochero la ayudó a bajar la maleta y llamó a la puerta. Les atendió un hombre joven de cabeza rapada. Muy gentil y sonriente. Esa presencia no anunciada le sorprendió y no pudo evitar decirle: –Esperaba que me recibiese un señor mayor. El otro le contestó, manteniendo dibujada en su cara la deferente sonrisa: –Mi padre sufrió un pequeño accidente mientras trozaba leña. Esta mañana debió acudir a la enfermería del pueblo. Yo vine a sustituirle. Y mientras la hacía pasar, seguida por el chofer que portaba la valija, agregó: –La buena noticia es que hay madera de sobra para alimentar el fuego de la estufa. No sentirás frío alguno. Tu estadía aquí será muy acogedora. Le extrañó que en la antesala no hubiese ningún mobiliario. Su interlocutor pareció darse cuenta y, a fin de aventar suspicacias, le informó: –Acomodé todos los muebles en la sala mayor para que así te resulte más fácil asear este sector. Se dirigió al fondo y entreabrió una puerta interior. -Debes haber tenido un viaje muy agotador.- le dijo el joven -En esta habitación dispones de un lecho cómodo y dentro del armario encontrarás ropas adecuadas, pero tal vez sea mejor que antes de ponerte a trabajar tomes una siesta para reponerte, por tus ojeras se nota que te caes de sueño. El conductor, a su vez, había cerrado el pórtico de ingreso, quedándose dentro de la casa con el trasto reposando a sus pies. La chica no dio trascendencia a ese detalle. El muchacho rapado le parecía muy atractivo y distraía su atención. Tras ingresar a la habitación ella comprobó que la cama estaba tendida y en el coqueto arcón entreabierto colgaban prendas femeninas. Un pequeño espejo y una mesilla de luz completaban el sobrio mobiliario. Su anfitrión se despedió y cerró con suavidad la puerta. La chica no tuvo tiempo de agradecerle, pues una modorra cada vez más intensa fue invadiéndola, y se acostó vestida sobre el lecho. Rato más tarde recobró la consciencia. No recordaba haberse quedado dormida en aquella cama, aunque sí el viaje que la había llevado hasta allí. ¿Qué le había dado a beber el cochero para apagar su sed? Quizás lo que que ingirió le causara esa sonñolencia que fue creciendo hasta provocarle el desmayo.Tampoco recordaba haberse desvestido. Se reincorporó aún mareada. Su joven y sensual cuerpo desnudo. Tal vez sus ropas estuvieran en la sala ingreso. Se sorprendió de no sentir miedo sino una irrefrenable curiosidad por recorrer aquella finca misteriosa, por lo cual salió de ese cuarto y pasó por la sala principal que estaba vacía. Al final vislumbró un pasillo. Lo atravesó con paso vacilante hasta adivinar entre las sombras un nuevo habitáculo. Una fuerza extraña la impulsaba a entrar allí. Por ello no dudó en penetrar a aquella habitación a través del acceso entreabierto. No bien dio un par de pasos dentro de aquel ambiente debió cubrirse los ojos con una mano. El fulgor resultaba deslumbrador. –¿Qué es esto? – exclamó. No podía advertir las decenas de velas negras encendidas. La descomunal fogata generada por aquellas lumbres la privaron del uso de la vista. No percibiría nada hasta tanto sus retinas se acostumbrasen a ese resplandor. Al brillo infernal del salón ceremonial. Cuando pudo volver a ver ya estaba aferrada. Unas manos le liaron sus muñecas a la espalda. Otras capturaron sus tobillos y la levantaron en vilo. Rumbo a aquel túmulo cubierto con un paño rojo. Presidido a un lado por la escultura de esa cabra repugnante, y al otro por la cruz invertida tallada en ébano. Gritó y gritó. Luego únicamente pudo emitir sollozos ahogados por la mordaza. Como no se quedaba quieta y, a despecho de los amarres, se revolvía espasmódica sobre la tosca mesa donde la acostaron, procedieron a inmovilizarla totalmente. La ataron tanto que sólo podía alzar su cabeza, torciendo hacia arriba el cuello, que le dejaron sin apoyo. Había también una mujer entre aquellos dementes. Alta, cabellera muy negra, vestido escarlata y rostro tapado con un antifaz. Llevaba en sus manos un amplio cuenco dorado. Se agachó a su vera y dejó en el piso ese recipiente, centímetros debajo de su cuello colgante. De soslayo, en el paroxismo de su terror, creyó reconocerla; pese al disfraz y al embozo que la ocultaba.¡No era posible! Su ama. A ello, el joven rapado había echado, por encima de su chaqueta de obrero, una burda toga marrón. Se ubicó detrás de la amarrada joven. La jaló por los cabellos de su nuca obligando a erguir la cabeza. Le ajustó todavía más la mordaza. Desde esa posición la prisionera no podía dejar de ver a quien, sin duda, era el jefe de todos. A aquel gigante enfundado en una oscura capa azulada y bajo cuya cogulla exhibía la máscara con semblante de pájaro diabólico. Lo oyó canturrear en una lengua exótica. La pérfida dama de pupilas color esmeralda que la había traicionado también profería sonidos broncos, que retumbaban ensordecedores. Un intenso mareo fue apoderándose de su conciencia. El griterío cesó. El ave rapaz enorme se le aproximaba. Sostenía un puñal reluciente, de tan afilado. Ella apretó los ojos con todas sus fuerzas. –Es sólo un mal sueño, una pesadilla. No puede ser verdad-, se dijo. Tal vez se habría quedado dormida dentro del coche durante el prolongado trayecto. Sí, eso tenía que ser. Un esfuerzo de voluntad y lograría al fin despertarse. Abrió los párpados. Pero no; no se hallaba en el interior del carruaje. El ave rapaz enorme continuaba allí y blandía el mismo cuchillo. A su vez su artera empleadora se había aproximado y colocó una vela blanca encendida sobre un tosco túmulo puesto a los pies de la mesa de sacrificio. Ella no podía dejar de contemplar la ardiente lumbre, y tampoco el rostro de la malvada que, con estudiada lentitud, iba quitándose la careta tras la cual lo escondía. Ahora al fin iba a reconocer su cara verdadera. Pero no. Lo que vio no fue la faz de esa crápula, no fueron esas facciones delicadas, casi pálidas, ni esos hermosos ojos color esmeralda. Estoy drogada, pensó. No fue solo agua fresca lo que el cochero le dio a beber por el camino, seguramente fue un narcótico muy potente que ahora finalmente hacía efecto y la trastornaba. ¡No! no podía ser cierto lo que sus ojos se empeñaban en mostrarle. Las bellas pupilas verdes se ennegrecían y titilaban feroces hasta tornarse de un tono rubí sangriento. También de rojo sangre era la túnica y la capucha que llevaba Diana y bajo la cual sobresalían sus negros cabellos cayendo a ambos lados de la pálida frente. Pero al mirar hacia abajo de esa frente le esperaba lo peor: la nariz, la grácil nariz de aristócrata de su patrona ya no estaba allí. En su lugar había un agujero. El asqueroso hueco de una calavera. Tampoco estaban ya sus pómulos ni sus tersas mejillas, no había carne, solo el hueso. El rostro monstruoso se acercaba más y más por detrás de la flama de esa vela. También había cráneos blancuzcos que flotaban por delante y detrás de la toga escarlata. Todo daba vueltas y vueltas enloquecedoras. Ahora volvía a oír el cántico retumbante. Estaba inerme, amarrada a merced de las calaveras, de la mujer horrible de la túnica y la cogulla escarlata, del pájaro demoníaco con el afilado cuchillo de sacrificio en su mano... Para su fortuna ya no supo cómo proseguiría esa pesadilla, que era su realidad. Se desmayó. EPILOGO: Esta nueva víctima resultó desmembrada. Porciones de su anatomía esparcidas en el Támesis y sus aledaños fueron localizadas durante el mes de septiembre de 1888, cuando cursaba su apogeo la cacería del exterminador de meretrices del East End. El día 11 de aquel mes se avistó un brazo femenino flotando en el río, en la región de Pimlico. A su vez, el 28 de septiembre otro brazo se encontró yaciendo a la vera de la carretera de Lambeth. Por último, el 2 de octubre fue advertido el torso de una mujer al cual le faltaba la cabeza. Ese fragmento humano se descubrió en los cimientos del edificio en construcción del Nuevo Scotland Yard y, a tal episodio, la prensa lo motejó el «Misterio de Whitehall», en honor al nombre de la calle en la cual se emplazaba dicho edificio. Se llamó para estudiar los restos de ese cadáver a varios médicos forenses, entre estos al doctor Thomas Bond. Este experto ponderó que, de tratarse de un crimen, el ultimador había justificado ostentar cierto grado de sapiencia anatómica. En general, los profesionales intervinientes no pudieron dar con evidencia apta para dilucidar de qué forma pereció la malograda difunta. El también cirujano forense Charles Alfred Hebbert, ayudante del Dr Thomas Bond, opinó que el brazo rescatado del río correspondía al organismo sin vida de la víctima cuyo torso apareciera en la obra en construcción. Consideró ello debido a la limpieza del corte asestado para separar ese miembro del tronco y por el diámetro de la amputación que exhibía el cuerpo en el lugar en que el mismo se le cercenase. En su examen clínico, dicho galeno anotó que: «Pensé que el brazo fue cortado por una persona que, si bien no era necesariamente un anatomista, sin duda sabía lo que estaba haciendo, pues conocía dónde estaban las articulaciones y daba muestras de que practicaba este tipo de cortes con bastante regularidad.» La encuesta judicial subsiguiente se llevó a cabo el 8 de octubre bajo la presidencia del juez John Troutbeck, de Westminster. Se convocó al estrado a Frederick Wildborn, primera persona en percatarse de los restos dejados en el sótano del edificio. El testigo declaró que residía en el número 17 de la Avenida Mansell, en Clapham Junction y que trabajaba de carpintero para la empresa Grover and Sons en la edificación de la nueva sede de Scotland Yard. Manifestó que a las 6 en punto de la mañana del 1º de octubre se dirigió a las bóvedas con el propósito de recuperar unas herramientas que allí guardaba y percibió lo que creyó era un abrigo raído tumbado contra una esquina. Aquel sector del recinto estaba muy oscuro, incluso en el medio del día y el carpintero no pudo ubicar sus herramientas. Por la noche, a las 5.30 volvió a descender en el escabroso reducto y notó que el paquete permanecía en el mismo sitio, aunque no despedía olor nauseabundo. En esta ocasión decidió avisar a otros dos obreros, quienes destrabaron las ligaduras del cordel que rodeaba aquel envoltorio de viejos periódicos. Ante la mirada atónita de los tres hombres emergió el repugnante contenido. Se dedujo, a partir de este y de otros testimonios, que el individuo que transportó el trozo cadavérico hasta dónde finalmente fuera encontrado, necesariamente lo hizo sirviéndose de luz artificial, dadas las penumbras que cernían aquel lugar. El perímetro se hallaba protegido mediante vallas que obstruían el paso. Quedó claro que el bromista –si fuese un cuerpo birlado de una sala de disección– o el criminal –si se trataba de un homicidio– corrió enorme riesgo de ser atrapado. Al cabo del sumario el jurado convocado al efecto, obviando los indicios de que estaban frente a un homicidio, otra vez pronunció un ambiguo veredicto de «Found dead» (Encontrado muerto).

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