jueves, 30 de septiembre de 2021

La noche cruel : Doble asesinato de Jack el Destripador

En torno de las 11.45 de la noche del 29 de septiembre Elizabeth Stride paseaba asida del brazo de un caballero llamativamente bien vestido –para los valores de elegancia que se manejaban en el East End– y se aproximó junto con este a la pequeña tienda donde Mathew Packer vendía frutas y verduras en el número 44 de la calle Berner, a unas puertas del Club Educativo Internacional de Obreros. Tan minúscula resultaba la tienda que las operaciones forzosamente se debían materializar a través del escaparate sobre el cual se exponía la mercadería. Más adelante, el dueño del negocio describiría al acompañante de la fémina como de mediana edad, unos treinta y cinco años, un metro setenta de alto, robusto y con pinta de oficinista. –¿Cuál es el precio de esas uvas? –le preguntó aquel hombre. –Seis peniques las negras y cuarto de libra las verdes– repuso el comerciante. –En ese caso denos media libra de las negras. El comprador pagó y agarró los racimos, que dividió con su compañera. El hombre y la mujer cruzaron despacio la calzada mientras saboreaban la fruta y entablaron una vivaz charla durante más de media hora, sin hacer caso a la llovizna que en esos instantes comenzó a mojarlos. Al viejo tendero le causó extrañeza que la pareja no buscara algún refugio bajo el cual guarecerse, y ese hecho banal llevó a que les prestara más atención que la habitual. Por eso no vaciló al identificar a la difunta. Incluso recordaba haberle comentado a su esposa: «Mira a ese par de tontos, quedarse allí parados en medio de la lluvia». Según el vendedor, al rato los tontos volvieron a cruzar la calzada y enfilaron hacia la entrada del club político, donde se detuvieron para escuchar la música que procedía desde allí. A las 00.15 del sábado 30 de septiembre el dueño cerró su negocio y dejó de verlos. «Supe que era esa hora porque las tabernas ya habían cerrado», comentó. La mujer parecía muy entretenida y de buen humor junto a su gentil compañero. Como si este no fuera un cliente más y no se tratara de una de las tantas transacciones mercantiles que noche tras noche hacía ofreciendo su castigado físico para sobrevivir. Además de Packer dos transeúntes testificaron haber visto a «Long Liz» –Liz. La larga– Stride con un individuo próximo a las 11 de esa noche; vale decir, antes de la compra de las uvas en el diminuto expendio. La pareja se hallaba de pie frente al establecimiento de Bricklayers´Arms y los jóvenes reconocieron a la buscona mientras permanecía junto a aquel cliente, no tan sobrio en este caso. Uno de esos viandantes incluso se permitió a la pasada gastarle una broma: –Ten cuidado nena, ese tipo que está contigo es «Mandil de Cuero». Ni Elizabeth ni su admirador se percataron del paso de los intrusos. El hombre la magreaba contra la pared. –¡Te gusta! ¡Dime que sí te gusta!–jadeaba el sujeto. –Sí me gusta, pero aquí no. Hay un patio cerca al que podemos ir. Ven, te lo enseñaré. –¿Un patio? ¿Está limpio? –Sí, y allí tenemos un establo donde podemos hacerlo. Pero si me sigues apretando tanto no podré llevarte –se rio Liz zafando del abrazo de su ansioso galán. Lo tomó de la mano y se dirigió con él rumbo a Dutfield´s Yard, un patio lindante con las instalaciones de un fabricante de sacos el cual, en virtud de su oscuridad permanente, se utilizaba para satisfacer los deseos que urgían al acompañante de Elizabeth Stride. Si se da crédito al testimonio del frutero habría que descartar a ese burdo cliente como posible victimario de la meretriz, la cual ya había cumplido su rápida labor y salió en procura de otro candidato que pagara por sus favores, encontrando en ese momento al señor pulcramente vestido con aires de oficinista. Próximo a la 0.30 de la mañana del 30 de septiembre, mientras cumplía su ronda, un policía de la metropolitana londinense creyó haber visto –y así lo afirmó en la instrucción– a Long Liz junto a un caballero que portaba saco negro, sombrero de fieltro, camisa blanca y corbata oscura. Advirtió que la señora, por su parte, lucía prendida en su chaqueta una flor roja. Un rato antes, otra persona también la habría identificado. Iba con un hombre diferente, pues la fisonomía de aquel no cuadraba con la de los clientes antes referidos. Ese testigo habría pasado tan cerca de la pareja como para oír que el individuo, con el cual la meretriz caminaba asida del brazo, le decía unas extrañas palabras: «Dirías cualquier cosa menos tus oraciones.» Sin embargo, la frase no resultaría tan enigmática para la mujer, y debió formar parte de un chiste que el otro le estaba narrando, pues al escucharla ella se echó a reír ruidosamente junto con aquel. Escasos minutos más tarde Liz ya no contaba con la compañía de los hombres descritos y no tenía motivo alguno para reírse. Estaba a la entrada del pasaje adyacente al Club Educativo Internacional de Obreros y la agredían a golpes y empujones. El homicidio de la prostituta sueca o, cuando menos, los actos inmediatamente previos al mismo, fueron presenciados por un testigo en apariencia clave. El mismo fue Israel Schwartz, un judío húngaro que extrañamente no depuso en la encuesta instruida tras el crimen, sino que sus declaraciones únicamente devinieron reproducidas por la prensa mediante ediciones de los periódicos The Star y Evening Post. Este inmigrante, que apenas hablaba inglés y recién había arribado a Londres, adujo haber visto, desde el extremo opuesto de la calle, a un hombre que abordaba a una fémina parada junto al portillo del patio lindante al local político. Aquel individuo arremetió contra ella, la arrojó al suelo y la introdujo en el callejón a empujones. De acuerdo recordaba el declarante: «La mujer dio tres gritos, pero no muy fuerte». El ofensor cifraba unos treinta años, lucía un bigote castaño y portaba una gorra con visera negra. Lo más curioso de esta deposición consiste en que Schwartz narró que, casi al mismo tiempo, un segundo hombre salió de la cervecería situada en la esquina de la calle Fairclough y se detuvo silenciosamente en la sombra mientras encendía una pipa. Este último aparentaba unos treinta y cinco años, medía un metro ochenta y vestía con decoro, a diferencia del gandul que agredió a la ramera. El atacante se percató de la cercana presencia del testigo y de su notoria apariencia extranjera y, para ahuyentarlo, le espetó en son de amenaza: «¡Lipski!». Se trataba de un insulto, ya que Lipski era el apellido de un judío que el año anterior había sido acusado de victimar a una mujer en el East End. Tanto Israel Schwartz como el hombre bien vestido se alejaron cautelosamente de allí y esa asustadiza prudencia sellaría la suerte de Long Liz cuyo cuerpo inerte, con la garganta segada de izquierda a derecha, sería avistado minutos después por el conductor de un pony. Se consideró que este testimonio representó el más certero de cuantos aportaron la fisonomía del homicida. La descripción ventilada por los periódicos habría puesto tan nervioso al criminal que aquel se creyó en la necesidad de intimidar al testigo. Abona tal sospecha una misiva fechada el 6 de octubre de 1888 remitida a este por alguien que, tras iniciar su mensaje con la frase «Te creíste muy listo cuando informaste a la policía», le prevenía que se equivocaba si pensaba que no lo había visto. Concluía sus líneas con la amenaza de matarlo y de enviarle las orejas a su esposa si enseñaba esa carta a la prensa, o si ayudaba a la policía de cualquier manera. El degollado cadáver apareció en el pasaje del club político donde se celebrara una animada reunión. Los concurrentes fueron alertados por Louis Diemschutz, portero de ese establecimiento que transitaba en su carro arrastrado por un pony y que, literalmente, se chocó con el tendido organismo. Dieron la voz de alerta y, además de los pesquisantes, concurrió allí un médico que vivía en el barrio. Luego arribó el forense de la policía doctor George Bagster Phillips. Ambos galenos se abocaron al análisis in situ del cuerpo, y dispusieron que fuese trasladado en una ambulancia manual a la morgue. Mientras tanto, y a modo de medida precautoria, los custodios examinaron las manos y la ropa de aquellos asistentes a la reunión política que todavía no se habían retirado. No detectaron nada sospechoso. Simultáneamente, otro grupo de policías requisaba las viviendas y los albergues aledaños, e irrumpía en las taber- nas en pos de cazar al degollador, u obtener pistas para posibilitar su aprehensión. También esta vez la providencia les fue esquiva. Minutos después, los agentes policiales que acudieron por motivo de la muerte de Elizabeth Stride se enteraron que a unas cuadras en dirección oeste, en Aldgate –que formaba parte de la city de Londres y, por ende, quedaba fuera de la jurisdicción de la Policía Metropolitana–, habían encontrado a una segunda víctima salvajemente mutilada. ¡El Asesino de Whitechapel –pues así lo tildaba entonces la prensa– había tenido el tupé de matar a dos mujeres en la misma noche! Edward Watkins, policía de la city, patrullaba circundando la plaza Mitre cada quince minutos, con tediosa regularidad. Enfocó el haz anaranjado de su linterna de ojo de buey hacia el pavimento de la plaza, pero no captó nada fuera de lo normal. En su siguiente ronda, a la 1.45 de la mañana, descubrió un cuerpo femenino con las polleras levantadas sobre el pecho. Yacía bañada en sangre. «La habían despanzurrado como si fuese un cerdo expuesto para la venta en el mercado. Sus entrañas estaban echadas formando un montón alrededor del cuello»,relataría ulteriormente. Corrió en pos de auxilio hasta la caseta ocupada por el velador de los almacenes de la empresa Kearly and Tonge, que bordeaban aquel emplazamiento. –Amigo, ¡Por favor ayúdeme! –¿Qué pasa?–preguntó el cuidador, emergiendo de la modorra del sueño que a aquella tardía hora lo había vencido. –¡Han despedazado a otra mujer! ¡El asesino volvió a atacar!– musitó Watkins, en sus diecisiete años de experiencia nunca se había enfrentado a una monstruosidad semejante y a duras penas lograba disimular su pánico. El primer profesional en llegar al escenario fue el doctor George William Sequeira, un residente del barrio. Asistió al médico policial Frederick Gordon Brown quien arribó a las 2.18, según quedó anotado con puntillosa exactitud en el reporte de la autopsia. También acudieron un inspector y dos agentes. Pronto comparecería allí asimismo el máximo responsable policial de la city de Londres, comisario interino Henry Smith. Al rato convocaron a este jerarca a la entrada de un edificio sito en la calle Goulston. Sobre la acera yacía un retazo de delantal manchado con sangre que, conforme se sospechaba, el ejecutor le había arrancado a la mujer. La prenda parecía servir para señalar hacia la pared interna, donde lucía trazada con tiza blanca una extraña consigna: «Los Judíos son los hombres que no serán culpados por nada» (aunque en realidad en vez de «Judíos» decía «Juwes», expresión carente de significado). A las 5 de la madrugada se apersonó en el lugar de esa pintada el supremo jefe de la Policía Metropolitana, general Charles Warren, bajo cuya competencia caía aquella presunta prueba. El jerarca mandó borrar el grafiti sin esperar a que amaneciera para ser fotografiado. Henry Smith y otro inspector de la city allí presente aceptaron a regañadientes esa decisión. Catherine Eddowes –tal era el nombre de la víctima de la plaza Mitre– había nacido en los Middlands, era hija de un artesano que trabajaba en hojalata y de niña fue trasladada a la capital británica, donde la criaron en una escuela de caridad. Contando con diecinueve años se fugó con un soldado bastante mayor llamado Thomas Conway, cuyas iniciales llevaba tatuadas en su antebrazo izquierdo. Convivió con el miliciano durante doce años y procreó tres hijos. Durante sus últimos cuatro años mantuvo un vínculo estable con el vendedor ambulante John Kelly y desempeñaba labores zafrales como, por ejemplo, segar lúpulo en la ciudad de Kent, desde donde arribó con su pareja al East End días antes de su óbito. Aunque su amante y otros conocidos lo negaron en la instrucción, con toda probabilidad, ejercía el oficio más viejo del mundo en forma ocasional. En el otoño de 1888 su vida discurría en neto deterioro. Con cuarenta y seis años vivía alejada de sus hijos, quienes renegaban de ella. Tanto le rehuían, que su hija mayor casada suministró una dirección falsa cuando Kate la buscó a fin de solicitarle un préstamo. Ese pedido de dinero frustrado fue la razón de que la mujer estuviera en Whitechapel por entonces, pues ella y John se habían gastado las magras ganancias obtenidas en la recolección de lúpulo. Empeñaron unas botas del hombre para que la noche anterior ella durmiera en una pensión y, como no alcanzaba para los dos, él se despidió en busca de un asilo masculino donde pernoctar. A la mañana entrante se reencontraron en un mercadillo de ropa vieja ubicado en Houndsditch, entre las calles Aldgate y Bishopsgate y desayunaron con lo que les quedaba del dinero recibido por las botas. Luego se marcharon cada uno por su lado, tras prometer volverse a reunir a la caída del sol en aquel mismo sitio. Pero para ese momento la mujer ya se había olvidado de la cita convenida. Era una alcohólica redomada, y en tal estado se encontraba a la noche del 29 de septiembre. –¡Tuuh, tuuh! ¡Abran paso! … ¡Tuuh, tuuh!– gritaba con voz estridente, pastosa por la ingesta de ginebra, imitando el ruido de un carro de bomberos, al tiempo que se aferraba como podía al caño de una farola a gas. No resultaba una borracha violenta, pero sus chillidos ahuyentaban a los clientes del puestero delante de cuyo expendio se había ubicado, tras salir de la taberna. El comerciante mandó a su aprendiz en busca de algún vigilante y al rato aparecieron dos policías de la comisaría más próxima, que era la de Bishopsgate. –¡Vamos, ven con nosotros a la comisaría! Te quedarás encerrada hasta que se te pase la resaca –ordenó el más viejo de los dos. No opuso resistencia y la transportaron asiéndola cada uno por un brazo, porque apenas podía mover las piernas. Una vez en la comisaría, fue conducida frente al escritorio del agente de guardia George Hutt, quien le preguntó: –¿Cómo te llamas? –Nada – rumió, al tiempo que se dejaba caer encima de un sargento, que trabajosamente la sostuvo. –No puede ni mantenerse en pie. ¿La pongo en el calabozo? El otro frunció el ceño y asintió. A las 12 y 30 de la noche se reincorporó y preguntó cuándo la dejarían marcharse. –Cuando seas capaz de cuidar por ti misma –repuso el guardia, acercándose a la celda con el cuaderno de ingresos y una pluma en la mano. –Y, a propósito: ¿cómo te llamas y dónde vives? –Mi nombre es Mary Ann Kelly y vivo en el número 6 de la calle Fashion – mintió. El policía tomó nota y, comprobando que al menos podía mantenerse erguida, minutos después, siendo la 1 de la mañana del 30 de septiembre, le abrió la reja. –Mi marido me dará un tremendo rezongo cuando se entere que estuve presa. –Y te lo tendrás bien merecido. – contestó Hutt escoltándola hasta la salida. –No tienes derecho a emborracharte. Buenas noches. El agente de guardia la había tratado bastante bien, pero Eddowes no toleraba a los polizontes. Al darse cuenta de que no irían a volver a encarcelarla se despidió con un insulto. –Buenas noches, gallo viejo. «Gallos viejos» o «moscardones azules» –por el color de su uniforme– representaban algunos de los epítetos despectivos con que los habitantes del East End se referían a los policías. Luego de salir a la calle, a la 1.15 de la madrugada la mujer giró hacia su izquierda en dirección a Houndsditch, donde prometiera reunirse con John Kelly nueve horas antes. Sin embargo, no siguió recto por ese sendero sino que en cierto momento ejecutó un rodeo y, por razones que se desconocen, se encaminó con destino a la plaza Mitre. Menos de media hora después de haber abandonado la comisaría, Kate se encontró con Jack el Destripador

1 comentario:

Gracias por comunicarse con Gabriel Pombo.