Blog del autor Gabriel Pombo dedicado a Jack el Destripador, la era victoriana y a otros asesinos en serie
miércoles, 8 de septiembre de 2021
Tributo a Annie Chapman: segunda víctima de Jack el Destripador
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ANNIE CHAPMAN: lo que se sabe de la mujer asesinada el ocho de septiembre de 1888 por Jack el Destripador.
ULTIMOS INSTANTES Y ASESINATO.
La mujer bajita, regordeta, de abultados mofletes y fatigados ojos celestes caminaba dificultosamente y parecía
estar en las últimas.
Amelia Farmer se cruzó por segunda vez ese día con ella y
se sorprendió ingratamente al notarla tan desmejorada.
Apenas unas horas atrás, en la escalinata de la Iglesia del
Cristo, había conversado con Annie Chapman.
Ya entonces advirtió que su amiga lucía sumamente
demacrada, pero ahora estaba aún peor; daba la sensación
de que sobre sus hombros se había precipitado de repente
el tiempo, además de los achaques. Aparentaba tener muchos más años de los cuarenta y siete con que realmente
contaba.
–Te ves muy enferma– le dijo Farmer.
–Es que he estado pasando por muchos apuros. No he
comido nada en todo el día, ni siquiera unas galletas o una
taza de té– repuso con voz hueca la interpelada. Y añadió:
–Tal vez pudiera albergarme un par de días en uno de
los asilos de Spitalfieds… no sé. En verdad lo necesito,
aunque tengo miedo de que allá me roben lo poco que
aún me queda. Aparte, no tengo fuerzas para trabajar en
uno de esos sitios a cambio de la comida.
–¡Adónde debes ir urgente es a la enfermería del London Hospital! ¡Allí pueden ayudarte!
–Ya he pasado por ahí en estos dos últimos días y no
me ha servido. Me han dado unas píldoras para mis dolores, pero para qué las quiero si sigo comiendo tan mal.
–Toma, cómprate las galletas y el té con esto– se apiadó
la otra, y le depositó en la mano unas monedas por valor
de un penique. –No es mucho lo que puedo darte, pero no
te vayas a gastar la plata en alcohol.
–Gracias amiga– le agradeció inexpresivamente, al tiempo que guardaba las monedas en uno de los bolsillos de su
raído abrigo.
–Tienes que dormir un poco. No puedes seguir recorriendo las calles tan tarde– le aconsejó con sincera preocupación Amelia.
–Es que ahora no puedo ponerme a descansar. No debo
rendirme...–parecía costarle articular las palabras– tengo
que reponerme y salir a ganar algunos peniques o no tendré donde dormir esta noche.
Chapman se despidió de su compañera y enfiló hacia
su hospedaje, ubicado en el número 35 de la calle Dorset.
No le bastaba con esas monedas para que la dejasen
pernoctar allí. De contar con algo más de dinero lo sumaría al penique regalado y abonaría el precio del catre.
¿De dónde iba a sacar los tres peniques que le faltaban
para pagarse el alojamiento?
Aunque estaba hambrienta, en vez de comer prefería
asegurarse unas horas de sueño digno y no dormir a la intemperie echada sobre un banco de la plaza. Su cuerpo le
pedía a gritos descansar bien arropada, al menos durante
algunas horas, libre del frío que la mortificaba en ese septiembre inglés.
En su viaje se detuvo frente a la casa de Edward Stanley, un jubilado del ejército que vivía sólo y al cual ella,
además de limpiarle la finca, lo bañaba –porque estaba
parcialmente tullido– y le prodigaba otros servicios más
íntimos aún.
El viejo era la única oportunidad que se le venía a la
mente para hacerse con el dinero faltante.
Su otra opción –para la que no tenía ánimo– consistía
en levantarse las polleras mientras se recostaba contra el
muro de un callejón y soportaba sobre ella el cuerpo maloliente de un cliente borracho y jadeante.
Annie no gozó de suerte esa vez.
Atizó con sus nudillos cuatro veces la vetusta puerta
del hogar de su amigo sin que nadie le abriera. No estaba.
Para colmo de males empezaba a llover. El agua empapaba su chaqueta y su falda y se escurría por debajo
del pañuelo de lana negro anudado a su cuello. Se puso a
tiritar.
Nada más le quedaba el maldito recurso de siempre,
pero antes pasaría por la cocina del albergue para secarse la
ropa y calentarse las manos.
Timothy Donovan la observó sentada delante del fuego
de la chimenea en la espaciosa cocina de la pensión. Era la
1.45 de la madrugada del sábado 8 de septiembre de 1888.
–Ya estás pasada de hora para andar todavía por aquí.
¿No subes a dormir en tu cama?– le inquirió el casero irlandés.
–No puedo, es que hoy no tengo nada de plata– repuso
con timbre lastimero la interrogada.
–En ese caso sabes bien que no es posible que te deje
quedar en la cocina, ya conoces el reglamento.
–Bueno lo comprendo, pero por favor no olvides reservarme una cama para más tarde. Conseguiré el dinero
como sea. Esta noche no quiero pasarla en la calle.
Con relación a las actividades de Annie Chapman una
vez que saliera del albergue de Donovan hay desacuerdo.
Se alegó que entre la 1 y las 2 de la madrugada la vieron bebiendo una copa en el pub Britannia con un cochero; este encuentro podría haberse producido tanto antes
como después de su estancia en la cocina del hospedaje.
En torno a similar horario, intercambió unas frases triviales en la calle con un obrero también residente de su
pensionado.
El ulterior avistamiento sobre la mujer data desde cuando la señora Elizabeth Long se cruzó con ella.
La vio junto con un hombre mal entrazado: de aspecto «harapiento» y que parecía «haber pasado por tiempos
mejores», conforme manifestaciones de la testigo en la instrucción judicial.
El sujeto aparentaba más de cuarenta años, su cutis era
trigueño, vestía una añosa capa oscura y portaba un gorro
de cazador de ciervos.
De acuerdo pretende este testimonio, la pareja hablaba
en voz baja y parecía llevarse bien. Al pasar próximo a ellos
Long observó de frente a su vecina, pero no distinguió el
rostro de su acompañante, el cual estaba de espaldas a ella.
El fragmento de la conversación captada por la testigo
fue de calidad sumamente pobre, pues únicamente oyó
cuando aquel le inquiría «¿Quieres?», ante lo cual la interpelada habría respondido «Sí».
Lo más valioso de esta deposición ciertamente no sindicó en ese lacónico diálogo, ni el aspecto del individuo,
tan vagamente descrito, sino en el sitio y en la hora en que
se habría visualizado a la meretriz con su cliente.
Elizabeth fue terminante al sostener que dicho encuentro se operó a las 5.30 de la mañana.
También se mostró segura cuando reportó en dónde
localizó a Annie y a su compañero: a la entrada del callejón adyacente al bloque de apartamentos número 29 de la
calle Hanbury.
«Estaban parados a unos metros de la valla que rodeaba
el callejón» precisó.
Los residentes del edificio allí emplazado ingresaban y
salían a todas horas, por lo que tanto la puerta delantera
como la trasera siempre quedaban abiertas.
Lo mismo ocurría con la entrada del acceso al patio interior, el cual solía ser utilizado para «fines inmorales» –de
acuerdo con una expresión de la época– por las prostitutas.
Las mujeres guiaban hasta ese sórdido zaguán a sus
clientes a fin de consumar su labor sexual.
John Davis, un estibador que residía en aquel edificio,
salió casi a las 6 de la mañana rumbo a su trabajo en el
mercado. Descubrió el cuerpo de Annie Chapman en el
piso entre la casa y la valla.
La víctima yacía con su mano derecha replegada bajo
su seno izquierdo y su otro brazo extendido. Su verdugo le
había levantado la ropa por encima de las rodillas, probablemente mientras él mismo se arrodillaba para efectuar las
mutilaciones a la mujer que apenas instantes atrás degollara.
Davis no dio vuelta al cadáver. Si hubiese osado hacerlo habría contemplado el abdomen rajado y los intestinos, quitados de la cavidad, esparcidos sobre el hombro
izquierdo.
El seccionamiento de la garganta era fruto de un tajo
tan hondo que casi había desprendido la cabeza del tronco,
en lo que parecía un intento de decapitación.
Pasmado frente a tamaña crueldad el trabajador regresó
corriendo y casi sin respirar, a su habitación. Bebió un largo
un trago de alcohol para infundirse coraje y pensar cómo
debía actuar.
Cuando pudo razonar, decidió ir hasta su taller por una
lona y con ella cubrió al cadáver, que no se animaba a mirar. Enseguida, salió a paso agitado en busca de un vigilante. Lo ubicó a tan sólo dos cuadras, y el custodio dio aviso
a la estación policial de la calle Comercial.
Desde allí compareció un inspector, el cual comprobó
el hallazgo y mandó a llamar al médico forense doctor
Phillips.
El punto de máxima intensidad en la actividad policial
aconteció el domingo 9 de setiembre, al otro día de perpetrado el homicidio.
Catorce sospechosos fueron arrestados y se los derivó
a la comisaría de la calle Comercial. Una cifra algo inferior
de indagados fue llevada casi a rastras a las comisarías de
las calles Upper Thames y Leman.
Los detenidos habitaban en los alrededores. Se trataba
de vagabundos, obreros en paro, rateros, proxenetas y personas de condición semejante.
Pronto todos fueron dejados en libertad, aunque no escasearon los malos tratos.
La prensa criticó con dureza a la policía acusándola
de utilizar métodos brutales y mostrar desesperación, pues
devenía palmario que contra ninguno de los aprehendidos
mediaban pruebas.
Las redadas tenían por propósito intimidar y buscaban
que alguien delatara al matador o, como mínimo, que diese información para su captura.
Aunque el despliegue dio la impresión de ser en vano,
una pista en apariencia interesante había surgido.
Mientras se conducía a la fuerza a desocupados y borrachos rumbo a las comisarías, inspectores de Scotland
Yard supervisaban a un equipo de agentes que revolvió de
cabo a rabo el callejón del crimen.
Su tenacidad pareció verse premiada cuando, en un lavadero adyacente al patio, localizaron un delantal o mandil
de cuero en el cual –aunque había sido fregado recientemente– podían distinguirse tenues trazos sanguinolentos.
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Otro descubrimiento prometedor tuvo efecto en el suelo de ese patio: un retazo de sobre color claro manchado
de sangre.
En el mismo lucía impresa la marca del regimiento de
Sussex y una estampilla expedida en Londres el 20 de agosto. Faltaba la dirección del remitente y sólo se visualizaba
una consonante mayúscula «M».
A centímetros de dónde se recogió dicho papel yacían
dos pastillas blancas.
El entusiasmo que suscitó aquel mandil y su posible
significado, se diluyó una vez que la dueña del edificio
de la calle Hanbury, la señora Amelia Richardson, explicó
que pertenecía a su hijo y que ella lo había lavado días atrás.
Lo dejó a secar al sol extendiéndolo encima del fregadero,
pero se había olvidado de retirarlo.
No obstante, la aparición de esa prenda dio origen a la
leyenda de «Mandil de Cuero» y cimentó el futuro arresto
de John Pizer, a quien motejaban con ese alias porque era
zapatero y usaba un delantal de cuero al practicar su oficio.
Y también quedó en agua de borrajas la pista de las píldoras y del fragmento de sobre con el sello del regimiento.
Al testificar en la instrucción, el casero de Annie explicó que cuando aquella estaba sentada, calentándose junto
al fuego en la cocina del albergue, tomó un sobre roto que
se hallaba en la repisa de la chimenea y envolvió con él un
par de pastillas blancas.
A la pregunta que le formulase Donovan al respecto,
ella habría contestado que se trataba de medicamentos que
le dieron en la enfermería de Whitechapel para aliviarle sus
dolencias.
* Texto extraído de "El animal más peligroso. Un thriller victoriano", 2ª edición, abril 2019, Montevideo/Uruguay.
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