Blog del autor Gabriel Pombo dedicado a Jack el Destripador, la era victoriana y a otros asesinos en serie
martes, 31 de agosto de 2021
A ciento treinta y tres años del primer asesinato de Jack el Destripador
POLLY NICHOLS: LA PRIMERA VÍCTIMA DEL ASESINO SERIAL MÁS INFAME.
Abajo: Fotografía mortuoria de Mary Ann "Polly" Nichols, de cuyo cruel homicidio se cumplen 133 años el 31 de agosto de 2021.
SOBRE LA VIDA DE POLLY NICHOLS.
El 26 de agosto de 1845 nació Mary Ann Nichols, hija de Caroline Walker y del herrero Edward Walker, quien con dieciocho años contrajo enlace con el maquinista impresor William Nichols el 16 de enero de 1864. Con su cónyuge engendró cuatro hijos, a saber: William Edward, nacido el 17 de diciembre de 1864, Edward John, nacido el 4 de julio de 1866, George Percy, nacido el 18 de julio de 1868 y Alice Esther, nacida el 2 de diciembre de 1870. La joven partera que la atendió en su cuarto alumbramiento, Rosetta Wall, se lió en una aventura amorosa clandestina con el marido de Polly. El adulterio prosperó y William Nichols terminó desplazando a su esposa, que se vio forzada a abandonar el hogar conyugal y su cómodo estilo de clase media. El alcoholismo, aunado a la falta de oportunidades, melló su existencia al extremo de que acabaría, años después, malviviendo en el este de Londres convertida en una bebedora contumaz, deambulando como nómade de una pensión miserable a otra, y sumergida en la prostitución más precaria para subsistir. Tal era su día a día en las iniciales horas del 31 de agosto de 1888.
RECREACIÓN DE SU CRIMEN Y DE LA ENCUESTA JUDICIAL SUBSIGUIENTE INSTRUIDA A RAÍZ DE SU OBITO.
Aquella madrugada Emily Holland, a quien también llamaban Ellen sus amigas y sus clientes, volvía a su alojamiento en el número 18 de la calle Thrawl.
No había esta vez candidatos a la vista para una cincuentona como ella, pero se conformaba recordando que
dentro de su modesto bolso guardaba los cuatro peniques
que costaba pagarse el catre. El resto del dinero lo había gastado en la compra de embutidos y ginebra mientras regresaba del muelle, luego de contemplar el ardiente panorama.
Había valido la pena la larga caminata. En el este del
Londres de la Reina Victoria raramente ocurría algún
evento atractivo. La caminante conservaba en sus retinas
el fulgor rojizo de las llamaradas que, tras propagarse desde un almacén de brandy en el dique seco de Ratcliffe Highway, arrasaron unas míseras casuchas y encendieron la
base de la iglesia.
Era casi de medianoche y los bomberos todavía no habían logrado sofocar la voracidad del fuego. Los resplandores se reflejaban sobre el río Támesis y se avistaban desde
los suburbios, a kilómetros de distancia.
Corrió de boca en boca la sensacional noticia y hasta
el puerto, curiosa y excitada, se dirigió ella, al igual que lo
hicieron en aquella ocasión centenares de pobladores de
Whitechapel.
Sin embargo todo lo bueno se acaba y también llegó
a su fin el gratuito entretenimiento nocturno de ese 30 de
agosto de 1888. Pronto se harían las 2.30 de la madrugada
del día entrante y, como quedó dicho, Emily Holland retornaba a su refugio.
Entonces fue que la vio.
La pequeña meretriz avanzaba tambaleándose contra
la pared. Producto de una borrachera –otra más de ellas–
sus piernas apenas coordinaban.
Vestía ropa más harapienta que de costumbre y el único toque disonante con la desastrada apariencia lo conformaba un sombrero de paja negro con ribetes de terciopelo
que parecía recién estrenado.
Ellen se aproximó a la patética figura para cerciorarse.
Sí, sin dudas, era ella. Su compañera de oficio y de albergue
Mary Ann Nichols, mejor conocida por el apodo de Polly.
–Pero, ¿si eres tú Polly? ¡Por Dios, qué mala cara traes!
–exclamó–. ¿Adónde vas? Ya son las dos y media de la
noche.
–Hola Ellen– respondió aquella con tono apagado. –
Es que debo ganarme la plata para pagarme la cama. No
tardaré mucho. Tengo que conseguir a otro. Esta noche ya
me gané tres veces el precio, pero las tres veces me lo bebí.
–No hay caso contigo, mujer. Tú sí que no puedes con
tu naturaleza. Bueno, te deseo que tengas buena suerte.
A pesar del aliento brindado, el timbre de voz de Holland delataba un matiz de reproche. Aunque a esta también le gustaba empinar el codo y en octubre de ese año
sufriría dos arrestos por embriagarse y generar escándalo
público, no se consideraba una beoda.
Pero Nichols era un caso perdido. Optó por cambiarle
de tema:
–Vengo desde el puerto adonde fui a ver el incendio.
¿Es que no te enteraste? Estalló un tremendo fuego en Ratcliffe Highway, en el muelle, y todavía sigue ardiendo. Incluso quemó a la iglesia de St George´s en el este. Fue todo
un espectáculo...
Ellen iba a terminar la frase, pero comprendió que la
otra no le prestaba atención. Era claro que su mente deambulaba muy lejos de allí. Escrutó el abotargado rostro de su
compañera y sintió lástima.
–Te noto muy cansada. ¿Por qué no me acompañas?
–No, gracias, tengo que conseguir dinero para pagarme
la cama.
–Cómo tú prefieras, yo me voy. Cuídate amiga.
Tan sólo un par de horas atrás Mary Ann esbozaba un
semblante afable y parecía disfrutar de ánimo alegre y buena salud. Aunque no era que tuviese muchos motivos reales de regocijo, porque la habían expulsado de la pensión
en donde se albergaba.
Desde los últimos cuatro meses se venía repitiendo ese ciclo nómade y ella continuaba sin establecerse en ningún lado.
La vieron salir a las 0.30 del 31 de agosto de la taberna
The Frying Pan (literalmente: La Sartén). Había bebido más
de la cuenta y parecía achispada, aunque se conservaba
bastante sobria todavía. Lo malo era que solamente le quedaban dos peniques y necesitaba dormir.
Se encaminó hacia el albergue de la calle Thrawl. Sabía
que ese dinero no le alcanzaba para pernoctar y que lo más
probable era que la rechazaran –allí el precio de la cama
ascendía al doble de esa suma, al igual que en los demás
malhadados hospedajes del distrito–, pero nada perdía
con hacer el intento.
–Vamos, te doy dos peniques que es lo único que tengo
encima. ¡Te juro que mañana te traigo lo que me falta!–
rogó ante el hombre que se mantenía impávido.
–Ya sabes cómo funciona esto. La cama cuesta cuatro
peniques. Si no los tienes esta noche duermes afuera.
–¡No puedo creer que por dos miserables peniques me
mandes a la calle!– fingió indignarse Nichols.
–Lo siento, no puede hacerse nada. No soy yo quien
fija las reglas aquí.
Era cierto, el gordito calvo y malhumorado al cual la
mujer le insistía para que la dejara entrar no era el encargado de la casa de huéspedes sino un suplente, y tenía que
cuidar su empleo.
Si el otro hubiese estado de guardia esa velada puede
que ella lo hubiera ablandado, tal vez habría logrado permutarle el precio del lecho por un servicio sexual rápido y
discreto.
No sería la primera vez.
Pero para su mala fortuna el dueño estaba lejos de allí
atendiendo otros menesteres.
Resignada, aunque alardeando confianza, dio media
vuelta y salió hacia la calle, no sin antes declarar al cruzarse con una conocida:
–No me importa. Sé que esta va a ser mi noche de suerte.
Mira qué lindo sombrerito nuevo llevo puesto – sonrió
mientras lo ladeaba.
Estaba persuadida de encontrar a los clientes con que
obtendría el dinero preciso para costearse la cama y, alentada por ese convencimiento, se internó en las neblinosas
callejuelas.
No obstante, otra compulsión aún más poderosa que la
de disponer de un techo bajo el cual cobijarse la gobernaba:
el alcohol.
Ansiaba con desespero beber cerveza, ron, ginebra o el
líquido que fuera, con tal de sumergirse en ese estado de
embriaguez en el cual el futuro no la angustiaba y su pasado quedaba en el olvido.
Buck´s Row era uno de los callejones del distrito, bordeaba el cementerio judío, y a mitad de su camino se ubicaba el matadero de Spitalfields. También constituía una
ruta obligada para ir al mercado. La región distaba a unos
quinientos metros de donde Ellen y Polly sostuvieran su
breve conversación.
Robert Paul iba rumbo a su trabajo en el mercado cuando, a lo lejos, vio a un hombre agachado al lado de una
forma humana tendida. El otro se percató de su presencia
y le gritó:
– ¡Hey! Ven a ver a esta mujer, está desmayada de tan
borracha.
Aquel individuo le era conocido. Laboraba para una
empresa trasladando a diario sus mercancías en un carro,
del cual se había bajado. Se llamaba Charles Lechmere,
también conocido por el apellido Cross.
–No creo que esté borracha. Esta tipa parece muerta–
musitó el interpelado, al tiempo que se arrimaba. Inclinándose sobre ella y colocándole una mano sobre el pecho
como si quisiera auscultar sus latidos, más para sí mismo
que para que lo oyese su acompañante, señaló:
–No, no está muerta. Me parece que la oigo respirar.
¡Ayúdame a ponerla de pie!
–¡Yo no la toco! – exclamó Lechmere, dando un respingo.
Ante esa negativa Paul, que se había reclinado sobre el
cuerpo tumbado, se irguió y torció el cuello atisbando hacia el fondo del callejón tenuemente iluminado por el gas
de una farola.
«En ese momento me asusté de verdad. Me di cuenta
que la habían matado y se me dio por pensar que el asesino
podía andar oculto cerca de ahí.» , recordaría en la instrucción judicial.
Al convencerse que no iba a obtener colaboración por
cuenta de su acompañante, su solidario entusiasmo se esfumó.
–Bueno, lo mejor será irnos de aquí y avisarle a los polis.
Los dos trabajadores giraron sobre sus talones, dejando atrás a la desharrapada figura yacente en las sombras.
Tras recorrer un corto trecho, dieron con un agente de
la división H de Whitechapel que cumplía con su ronda
habitual y le notificaron de su patético descubrimiento.
Antes de que ese guardia arribase al teatro del crimen
otro policía, John Neil –quien media hora antes recorriera
aquel sitio sin apreciar nada raro– se topó con el cadáver, y
comenzó a soplar su silbato en demanda de socorro. Eran
las 3 y 45 de la mañana.
Aquel custodio reparó en significativos detalles.
Además del impresionante tajo, y de la sangre
manando a través de la herida, estaban aquellos ojos muy
abiertos, casi en blanco y aterrorizados, que conferían un
aspecto horrible a la faz de la víctima.
Pensó que se trataba de un suicidio y en vano buscó
el arma capaz de haber infligido el corte. Recién entonces
cayó en la cuenta de que estaba frente a un homicidio ejecutado mediante degollamiento.
Ante los llamados de auxilio de su colega acudió un
segundo agente.
–¡Corre en busca de una ambulancia y por el médico!
¡Esta mujer fue asesinada! – le requirió Neil, quien se quedó montando guardia.
A las 4 hizo su aparición el doctor Rees Ralph Llewellyn, cirujano policial que vivía a pocas cuadras. Inició el
examen con ostensible desgano y sin reprimir su fastidio
por haber sido despertado a horas tan impropias. Esbozó
un ademán de desprecio al ver a un grupo de curiosos que
se arremolinaban en círculo, pero no requirió que despejasen el perímetro.
Cuando el segundo agente volvió con otro guardia
transportando la tosca carretilla que oficiaba de ambulancia les ordenó:
–¡Trasladen a la fallecida al depósito de cadáveres de
Old Montague! Yo iré hasta allí más tarde.
El depósito mortuorio consistía en un cobertizo emplazado en la sección trasera de un reformatorio que daba a la
calle Old Montague.
En tan rudimentario reducto el cuerpo de la occisa fue
extendido encima de un tosco banco de madera. Previo al
arribo del forense, dos internos del lugar –Robert Mann y
James Hatfield– lavaron el cadáver dejándolo pronto para
el análisis clínico.
Junto con el doctor Llewellyn llegó John Spratling, un
inspector de Scotland Yard, quien levantó el vestido de la
finada y comprobó que le habían amputado los intestinos.
A la vista quedaron sus enaguas, y sobre esta prenda
lucía impreso un sello del asilo de Lambeth, uno de los refugios donde la víctima había morado en fechas recientes.
Sus señas figuraban en el libro de ingresos de aquel establecimiento, extremo que permitió identificar a la mujer anónima como Mary Ann Nichols, de cuarenta y tres
años, separada de su esposo y madre de cinco hijos, con
los cuales desde largo tiempo no mantenía contacto.
El procedimiento legal a fin de determinar la causa del
óbito se encargó al juez Wynne Edwin Baxter de la división sudeste del condado de Middlesex.
Al magistrado que en Inglaterra preside la fase previa
en la indagatoria de una muerte se lo califica juez de guardia o coroner –atento a la versión inglesa del vocablo–.
La figura del coroner es inherente al derecho anglosajón. Se trata de un funcionario local que resuelve, en un
comparendo con asistencia de jurados, si el fallecimiento
de una persona –cuando no fue fruto de razones naturales– constituyó un accidente o un homicidio.
Una vez decidido ese punto, dicho juez ya no integra la
pesquisa policial, en caso de que la hubiere.
El sábado 1º de septiembre se celebró, en el llamado
Instituto de los muchachos trabajadores de Whitechapel, el inicial
comparendo de la causa judicial.
En el desastrado East End de 1888 no había un sólo edificio decoroso para ser empleado como sala de audiencia y
aquel ámbito fue lo mejor que se pudo conseguir.
Se abrió la sesión con un formulismo anglosajón, que
data de cientos de años, cuando el oficial de guardia proclamó con voz tonante:
–¡Oíd, oíd! Vosotros, los buenos ciudadanos de este
distrito, habéis sido convocados para investigar en nombre de vuestra soberana Su Majestad la Reina, cuándo,
cómo y por cuáles medios Mary Ann Nichols encontró la
muerte. Responded a los nombres.
Tras la fórmula de apertura se tomaron los juramentos
a los jurados.
Después, los designados se levantaron y fueron con el
juez de guardia al depósito de cadáveres para ver el cuerpo
de Polly, pues debían registrar todos los detalles antes de
volver a la sala de audiencia.
Una vez que retornaron al improvisado tribunal, se reinició la sesión recibiéndose las declaraciones de los obreros de mercado que hallaron a la víctima y, luego, de dos
inspectores: John Spratling de la división J, y Joseph Henri
Helson.
El primer policía indicó que comprobó las mutilaciones en el depósito de Old Montague y que cuando inspeccionó la zona de Buck´s Row casi no encontró rastros
de sangre, excepto una muy menguada cantidad debajo del
cuerpo, que fue rápidamente limpiada. Tampoco halló
arma alguna.
A su turno, el segundo detective manifestó que arribó
a la morgue a las 8 de la mañana.
Describió el aspecto de la fallecida haciendo hincapié
en el grueso corsé que llevaba puesto.
Adujo que esa prenda probablemente le impidió al
matador aplicar con más saña el cuchillo, limitando así la
extensión de las heridas.
El testigo en apariencia más relevante era el marido de
Mary Ann, el maquinista impresor William Nichols, quien
el día anterior fue a reconocer el cadáver en compañía
del inspector Frederick George Abberline, recientemente
nombrado para comandar las indagaciones.
La mujer lo había abandonado dejándole cuatro hijos
a cargo, el menor de ellos cuando tenía sólo dieciséis meses. Él, a su
vez, vivía en concubinato con la obstetra que atendiera a
su cónyuge en su último parto.
–Te perdono por lo que has sido y por lo que me hiciste– declaró frente al tieso organismo de la asesinada,
haciendo gala de sentido histriónico.
En el tribunal, el viudo narró la vida desarreglada que
llevaba la fallecida, su promiscuidad y su afición a la bebida.
Sin embargo, las declaraciones de William Nichols en realidad devinieron intrascendentes y meramente anecdóticas.
La declaración más significativa la brindó el médico forense actuante.
El juez de guardia mandó llamar al estrado al doctor Rees Ralph
Llewellyn, un cirujano con trece años de ejercicio que había estudiado en el London Hospital y era integrante de la
Sociedad Británica de Ginecología.
–La occisa presentaba una pequeña laceración en la
lengua y un hematoma en el lado derecho del maxilar inferior a raíz de un potente golpe de puño, o por la presión
imprimida por un pulgar– expuso, comentando los resultados de su autopsia.
Realizó una pausa aguardando preguntas del juez, o la
intervención de algún miembro de jurado. Al percatarse
que todos permanecían atentos a sus palabras continuó su
explicación con timbre monótono:
–De igual forma, mostraba una magulladura circular en
la zona izquierda de la cara, sobre el maxilar, cuyo origen
habría sido causado por el mismo golpe o presión. El cuello aparecía cortado en dos puntos. Un primer tajo medía
diez centímetros de largo y se iniciaba a dos centímetros y
medio por debajo de la oreja izquierda. La otra incisión
también nacía a partir del lado izquierdo, aunque a un par
de centímetros más abajo que la anterior.
–¿Eso podría significar que el criminal la atacó por la
espalda? preguntó Baxter.
–No. Soy del parecer de que la agresión se concretó de
frente. Creo que le tapó la boca con la mano derecha para
que no gritase y de allí vienen los moratones en la cara.
–¿Cuál considera que fue el proceso de las heridas infligidas?
–Primero le practicó varias incisiones en el abdomen
empuñando con su mano zurda un cuchillo de hoja fuerte,
larga y moderadamente afilado, que fue usado con gran
violencia. Estos cortes fueron suficientes para provocarle
la muerte a la víctima, y luego le cercenó la garganta. Los
tajos trazados de izquierda a derecha en el abdomen y en
el cuello indican que el homicida era zurdo, y que esgrimía
el arma con esa mano– concluyó el facultativo.
La instrucción soportó varias postergaciones.
En una de estas, se tomó declaración a los internos del
depósito que prepararon el cuerpo; y el asunto del corsé,
referido por el inspector Helson, salió de nuevo a relucir.
El magistrado le preguntó a James Hatfield:
–¿Qué prenda le quitaron primero al cadáver?
–Un impermeable, el cual pusimos en el piso. Después
la chaqueta.
–¿Fue necesario que cortasen la tela?
–No. El vestido lo llevaba muy flojo y no fue preciso
cortarle nada. Yo rompí las bandas de sus enaguas y las
quité con mis manos. También abrí su corpiño por delante
para poderlo sacar.
–¿Recuerda si la difunta llevaba puesto un corsé?
–No lo recuerdo, tengo mala memoria.
En ese instante, el presidente del jurado requirió la palabra y, mirando severamente al testigo, le conminó:
–Usted puso el corsé sobre el cadáver de la finada en mi
presencia para mostrarme lo corto que era. ¿Lo recuerda
ahora?
–Lo había olvidado– contestó Hatfield enrojeciendo.
Su voz, que de por sí era chillona, sonó ahora tan aflautada por el susto, que produjo una carcajada general en la
sala. El juez Baxter, afirmando su autoridad, interrumpió
con tono brusco:
–¡Silencio señores! ¡Silencio! No tienen derecho a burlarse del testigo. Este hombre admitió que tiene mala memoria.
El 17 de septiembre se celebró la vista final de la causa
y las actuaciones se cerraron con la declaración de que el
deceso de Mary Ann constituyó un asesinato a manos de
persona o personas desconocidas.
Pero lo que verdaderamente importaba no era esa conclusión obvia, sino la recolección de pruebas forenses y
de testimonios que irían a ser utilizados con provecho, en
caso de que la policía aprehendiese a un sospechoso al cual
se sometiera a juicio penal.
El coroner realizó una recapitulación cuyo objetivo pareció más político que legal, pues se despachó contra las
condiciones míseras en que la justicia tenía que llevarse a
cabo en el distrito.
Llegado a ese punto, el presidente del jurado solicitó
nuevamente el uso de la palabra.
Alabó al magistrado y se extendió en críticas contra
el ministro del interior sir Henry Mathews por no haber
ofrecido una retribución para quien ayudase a descubrir
al culpable, como tampoco se hizo cuando victimaron a
Martha Tabram, homicidio que, según él, era obra del mismo asesino.
–Si se hubiera propuesto una gratificación económica
en aquella ocasión se habría evitado el homicidio de esta
señora. No tengo dudas que no se hubiese dejado de entregar una remuneración si, en vez de tratarse de una mujer de
la calle, la víctima fuese una persona importante– aseguró.
Y como vio que el juez lo apoyaba y que los demás
estaban expectantes de su discurso, se envalentonó:
–En lo personal, estoy dispuesto a dar una recompensa
de veinticinco libras de mi bolsillo a aquel que colabore en
la captura del responsable. ¡Al fin de cuentas, estas pobres
mujeres tienen alma como todo el mundo!– proclamó.
Once días antes de verificarse esta última audiencia el
cadáver de Mary Ann Nichols aún permanecía enfriándose
en la morgue.
El jueves 6 de septiembre lo retiraron para introducirlo
en un tosco ataúd y previo a cerrar la tapa se le tomó la
única fotografía que se conserva.
Su féretro fue izado a un carruaje con caballos que se
dirigió al cementerio de Ilford, distante a diez kilómetros
de aquel antro fúnebre.
En una tarde gris y lluviosa se extrajo el cuerpo y se lo
colocó dentro de una fosa recién cavada, recibiendo sepultura directamente en la tierra.
El padre de la extinta, su cónyuge, tres de sus hijos y
algunos policías asistieron a la ceremonia.
*Texto extraído de "El animal más peligroso. Un thriller victoriano", páginas 144 a 157.
Tumba donde reposan los restos mortales de Mary Ann "Polly" Nichols
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