miércoles, 7 de enero de 2015

Un enigma con solución: El empleo de la ciencia para identificar a Jack el Destripador

                  
                       JACK EL DESTRIPADOR. 
                   UN ENIGMA CON SOLUCION

    INVESTIGACION CIENTIFICA DE EDUARDO CUITIÑO
                        
                                                                Portada del ensayo

                                                           Eduardo Cuitiño en el acto
                                                                           de lanzamiento de su libro


El pasado 4 de enero de 2015 se cumplió el primer aniversario del lanzamiento, en el hotel Conrad de Punta del Este, del libro "Jack el Destripador. Un enigma con solución"; investigación criminológica debida al matemático uruguayo Eduardo Cuitiño.

La obra, que desde entonces circula en las librerías uruguayas, comprende un esfuerzo de investigación científica que con toda justicia cabe calificar de trascendente y valioso.

La identificación del infame homicida secuencial se practica valiéndose de métodos científicos. El autor apela a Goole Maps y Google Earth para establecer el lugar donde más posiblemente se radicaba el criminal. A tal efecto, y haciendo acopio del sistema de análisis geográfico popularizado por los criminólogos David Canter y Larkin, localiza como sitio más plausible a la plaza de Finisbury Circus, en Whitechapel; en cuyos alrededores residían  muchos doctores en medicina. En especial, resalta que allí se emplazaba -en el número 17 de la calle Finisbury en la Square Mile- la finca de un forense relacionado con los acontecimientos del otoño de terror de 1888: un cirujano que revistaba para la policía de la City de Londres, el doctor Frederick Gordon Brown.(capítulo XIII, páginas 165 a 173)

Por entonces ese galeno daba albergue en su casa no sólo a su esposa Emily Appleford, sino a dos hermanas solteras de aquella y a un hermano de 36 años también médico, llamado Stephen Herbert Appleford. Precisamente, el supra nombrado será la persona postulada por el matemático para ocupar la elusiva identidad del ejecutor serial londinense.

¿Quién fue Stephen Herbert Appleford? No se trató, por cierto, de un personaje al que algún investigador hubiese antes vinculado a la historia de Jack the Ripper. No se lo menciona en ninguno de los textos -tanto de no ficción como de ficción- publicados al respecto. El ensayista posee el mérito de sacar del anonimato a ese médico que por el año 1888 era, de hecho, un completo desconocido. Empero, Appleford a lo largo de su existencia se erigió en un profesional muy destacado que llegó, entre otros logros, a presidir la distinguida Sociedad Médica Hunteriana.

El candidato reúne condiciones para el cargo. No sólo vivía próximo a dónde se perpetraron los homicidios, sino que era un varón blanco entrado en la treintena, cuya fisonomía podría concordar con los rasgos de los individuos observados junto a las meretrices previo a sus decesos, según la descripción de los testigos de la época.

El escritor utiliza la técnica del análisis grafológico, y a tal fin coteja la caligrafía del sindicado con las grafías de las misivas con mayores posibilidades de haber sido elaboradas por el culpable. No sólo percibe coincidencias en las letras sino, igualmente, indicios caligráficos delatores de trastorno antisocial de la personalidad (página 198).

Otros comportamientos extraños generan suspicacia sobre el novel sospechoso. En una revista médica, a saber: la British Medical Journal, edición del 14 de septiembre de 1895, se anunció que Appleford patentó como suyo -luego se sabría que se  lo plagió a otro galeno- un curioso invento consistente en un estuche para ocultar bajo las ropas el kit esencial de un cirujano. "The watch pocket compactum instrument case" se llamó a dicho accesorio.

El ingenioso invento fue elogiado por su eficacia y por su práctica comodidad, pues gracias a ese estuche un médico que fuese llamado de improviso a prestar asistencia siempre tendría el instrumental básico para, cuando menos, ejercitar una operación menor de urgencia. ¡Y vaya que las víctimas del Destripador fueron objeto de intervenciones quirúrgicas de urgencia!, en tanto el perpetrador concluía su faena en pocos minutos mutilando, abriendo en canal, y extrayendo órganos. Y pese a tan sangriento despliegue siempre conseguía esconder las pruebas infamantes.

Bien mirado, un individuo que deambulase portando un portafolios o una valija de cirujano por aquellos lúgubres arrabales hubiera sido visto con recelo por la policía y, más aún, por las propias víctimas. El matador debía llevar consigo, disimuladamente, las armas letales, y éstas tenían que conformar un verdadero "kit de asesinato"; no un mero cuchillo pues, además de degollar, evisceraba, y esa cruel labor le exigía contar con el instrumental quirúrgico apropiado.

La nota de la revista médica prevenía, asimismo, que el creador de aquel adminículo llevaba ya seis años usándolo. "Este detalle lo transforma en sospechoso potencial, puesto que le permitía esconder los cuchillos y a su vez trabajar con rapidez. El mismo se planta como sospechoso...", propondrá Eduardo Cuitiño (página 201).

El victimario podría haberse servido del auxilio de cómplices. Esta suposición es consistente con datos registrados en  algunos de los homicidios. El caso más notorio se verificó en la madrugada del 30 de septiembre de 1888, durante el asesinato de Elizabeth Stride, donde el testigo Israel Schwartz denunció la participación de dos atacantes. Mientras uno consumaba la agresión el otro oficiaba de "campana". Al advertir a este dúo en acción el testigo se acobardó retirándose presuroso de la escena del crimen, pero describió con minucia la fisonomía y la conducta delictiva de esa pareja al declarar a los periódicos Star y  Evennig Post.

Para el autor de esta obra el segundo homicida que ayudaba al victimario principal en su tarea era un camarada de eventos deportivos -práctica de remo- de nombre S. Peen (páginas 218 a 221).

A su vez, el doctor Frederick Gordon Brown pudo fungir de encubridor, dada la relación parental que lo ligaba a su cuñado. De paso, podría haberse beneficiado con información privilegiada a la hora de realizar su muy pormenorizada autopsia sobre el cadáver de Kate Eddowes; pues qué mejor información de primera mano que la aportada por su pariente político; o sea por el mismísimo ultimador de la mujer. "Sus conocimientos tan detallados sobre Catherine Eddowes y sus logros en base al reconocimiento de la autopsia, lo transforman en un sospechoso con fundamentos...", sostendrá el ensayista (página 163).

Pero, más allá de la parte especulativa que siempre será discutible en un caso tan espinoso como éste -que lleva ya 126 años sin resolverse, y donde "El tiempo que pasa es la verdad que huye" al decir del criminólogo Edmund Locard- vale poner de relieve la tenacidad de la indagatoria, el arduo acopio de datos y la intención de aplicar herramientas científicas para interpretarlos. En tal sentido, el trabajo de Eduardo Cuitiño cumple, sin lugar a dudas, con tal propósito. Haya sido o no el médico Stephen Herbert Appleford -secundado por su cuñado y por su equívoco compañero,-el monstruo de Whitechapel, las 360 páginas de este ensayo no dejarán indiferente al lector, y dan cima a un  relevante aporte a la literatura ripperológica.
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