sábado, 25 de julio de 2015

La estafa del "diario" de Jack el Destripador

           
   LA INCREIBLE HISTORIA DE JAMES MAYBRICK
          DE VICTIMA DE HOMICIDIO A ASESINO SERIAL 
                                                 La elegancia de un gentleman inglés como 
                                           James Maybrick recorriendo las calles de Londres
                                    El distinguido James Maybrick fue el homicida, 
                                  de acuerdo con el "Diario" que así lo incrimina.
                                                   
                                  Página final del manuscrito donde luce la presunta
                                firma del comerciante confesando ser "Jack the Ripper"

                                                   Florence Chandler de Maybrick
                                          ¿La esposa infiel culpable de la catástrofe?


   ¿Qué cabría decir de una relativamente nueva hipótesis sobre la identidad del asesino de Whitechapel que vio la luz pública a partir del año 1992?
    De acuerdo se pretende en esta formulación, las muertes con mutilación del East End no se produjeron por causa del amor malsano que sentía el criminal respecto de alguna de las extintas, sino debido a los celos y al despecho que carcomían a un marido engañado.
    Así es, por increíble que suene, la peregrina historia no sólo fue planteada con visos de seriedad, sino que logró erigirse en una de las propuestas más seductoras y populares.
    Y ocurre que, en efecto, James Maybrick –tal el nombre y apellido del personaje en cuestión– ha devenido, desde hace ya unos cuantos años, uno de los candidatos más controversiales a ocupar el cargo de haber sido el responsable de estos precursores homicidios en cadena.
    Su figura ha dado origen a una verdadera Maybrickmanía, dividiendo y enfrentando acremente a los expertos.
    Este antiguo comerciante fungiendo en el rol de Jack the Ripper cuenta con tantos sostenedores como detractores. Y el interés por su persona, en vez de decrecer, parece aumentar año tras año.
    Al punto tal ello se tornó así que una de sus más entusiastas propagandistas, en un libro de bastante reciente data, sugirió que ese traficante de algodón ya estaba práctico en matanzas antes de perpetrar sus fechorías en el otoño de 1888, en tanto despacharía a siete mujeres y a un hombre –todos ellos de raza negra– en la localidad de Austin, estado de Texas de los Estados Unidos de Norteamérica, durante el ocaso de 1884 y a lo largo de 1885.[1]
    Aquellos atentados mortales serían recordados en las páginas negras del delito bajo la muletilla de La masacre de Austin; y al impune verdugo se lo conocería mediante el alias criminal de El Loco del Hacha, en atención al arma que esgrimiera a la hora de ultimar a aquellos desgraciados seres cuyas vidas cayeron segadas bajo su demencial saña.
     La referida masacre seguramente no fue producida por el anónimo perpetrador que tres años más adelante se volvería célebre al despanzurrar prostitutas en Londres. Sólo por citar algunas insalvables diferencias entre una y otra secuencia fatídica, vale resaltar que no sintonizan ni el modus operandi aplicado ni la elección de la clase de víctimas.
    Los crímenes seriales de Austin no fueron siquiera fruto del matador británico, y mucho menos aún, por cierto, se le podrían endilgar a James Maybrick aquellas violentas muertes ocurridas en suelo norteamericano.
    Pero, aunque con toda probabilidad el industrial de Liverpool no fue el Loco del Hacha –pese a que por razones mercantiles hubiese recalado en los Estados Unidos–, a partir de la divulgación del resonante manuscrito que se le atribuyó, se ganó sobradamente un lucido puesto dentro de la nómina de sospechosos a la identidad del eviscerador de tiempos de la Reina Victoria.
    La figura y el recuerdo de aquel empresario oriundo de la ciudad de Liverpool fueron rescatados del olvido merced al tenor de un vetusto álbum para postales y fotografías sobre cuyas páginas se reprodujo con tinta negra un diario íntimo, presuntamente redactado por el entonces acaudalado comerciante algodonero.
    Habían transcurrido más de cien años desde su muerte, sobrevenida en mayo de 1889, cuando un chatarrero británico desocupado, de nombre Michael Barrett, alegó haber encontrado fortuitamente un documento en dónde el extinto mercader se incriminaba, admitiendo su  responsabilidad en los asesinatos de Jack el Destripador.
    La credibilidad que merecía ese presunto recaudo privado, rápidamente fue puesta en entredicho ya desde el comienzo de ser develado su texto. La primera empresa editorial que se echó atrás ante la propuesta de publicar las notas fue Warner Books. Dicha compañía le encargó, en agosto de 1993, al experto en documentología Kenneth Rendell, redactar –con la colaboración de otros técnicos– un informe dando su parecer sobre la veracidad o no a del álbum que fuera utilizado para confeccionar sobre él un diario personal.
    Este especialista ofreció su reporte definitivo en el mes de setiembre de 1993, deviniendo sus conclusiones netamente desfavorables a la credibilidad del instrumento.
    Entre otros aspectos, el examinante percibía que la formación que se daba en el manuscrito a las letras no concordaba con la manera cómo se escribía a términos del siglo XIX en Inglaterra, y que se apreciaba uniformidad en el trazo de la tinta y en la inclinación de la escritura al pasarse de una anotación a la siguiente.
    Dado que lo lógico era suponer que tales anotaciones se habían formulado en ocasiones diferentes, forzosamente la letra tendría que delatar ciertas alteraciones, aunque hubiera sido escriturada por la misma mano.
    De aquí que la uniformidad en los trazos que, a su criterio, denotaba el diario le parecía en extremo sospechosa. Sin embargo, otras inferencias postuladas por este analista no parecerían, en principio, aptas para fundamentar conclusiones decisivas.
    Por ejemplo, sugirió que el análisis de la escritura por sí sólo devendría de importancia fundamental a la hora de establecer la falsedad del diario.
    A tales efectos, con el auxilio de dos peritos calígrafos, cotejó los grafismos del manuscrito con la caligrafía que exhibía la carta remitida a la Agencia Central de Noticias de Londres fechada el 25 de setiembre de 1888, conocida como Querido Jefe, partiendo de la suposición de que aquella había sido creada por el asesino a quien se le atribuyera.
    Kenneth Rendell consideró, respaldado por el parecer de los grafólogos, que la caligrafía de esa epístola no había resultado falseada, sino que era sincera y espontánea y, a su vez, los tres expertos concluyeron que la letra contenida en el diario para nada armonizaba con la grafía de aquel mensaje.
    De cualquier manera, esta prueba reputada irrefutable tal vez no lo sea tanto, si se atiende a que ni siquiera aquella misiva podría ser tajantemente ponderada una elaboración del verdadero criminal.
     Por ende, si la caligrafía del manuscrito no casa con la de las cartas, esa discordancia por sí sola deviene insuficiente para decretar la falsedad del instrumento examinado.
    También se llevó a cabo un sofisticado análisis con una máquina de transporte iónico sobre el papel y la tinta del documento, por medio de un microscopio de sonda escaneadora, con el objetivo de determinar la fecha aproximada en que la misma fue utilizada al escribir encima de dichos folios. Según este peritaje, la tinta fue aplicada en una fecha promedio establecida en 1921, con un margen de error de doce años.
    Pero, en contraposición con estos datos y pruebas, de acuerdo con los cuales sería apócrifo el diario y falso, por ende, el aparentemente fenomenal descubrimiento, existiría información verdaderamente significativa en pro de su veracidad que no puede ser descartada fácilmente, siquiera por los más escépticos.
     Entre ella emerge como primordial ejemplo el de la letra eme garabateada, aparentemente con la sangre de Mary Kelly, impresa en la pared interior de la habitación rentada por aquella víctima; y que en algunas fotografías puede visualizarse con bastante precisión. La presencia de tal consonante recién se habría advertido a posteriori de la publicación del diario.
    En el libro que incluye el texto adjudicado a Maybrick se ofrece una ampliación de la espeluznante fotografía del mutilado cadáver de aquella desgraciada meretriz donde, por encima de su cuerpo yacente, se puede apreciar con relativa nitidez una forma que semeja el contorno de un letra eme mayúscula y, a la izquierda de la misma, aunque ya no tan nítida, parece haberse garabateado la consonante efe, también mayúscula.
    Conforme narra el diario, la esposa del presunto autor –la hermosa y casquivana Florence Maybrick– fue la causa de los celos que incitaron la demencia homicida de James Maybrick; efe y eme constituían, pues, sus iniciales. Y tales letras son las que se pretende que el asesino dejó pintadas con sangre en la pared de esa habitación antes de huir.
    En su supuesta confesión el hombre habría hecho constar que la infortunada Mary Kelly le traía recuerdos de su adúltera esposa:
    «…me recordaba a la puta. Muy joven a diferencia de mi…»
    Y luego, en una especie de inconexo poema se apunta:
    «Su inicial allí
    Una inicial aquí y una inicial allí
    Hablarían de la madre putañera…» [2]

    La puta o la madre putañera constituyen algunos de los duros epítetos con que el redactor alude a Florence Chandler, cónyuge de James Maybrick, aunque en otros tramos de la narración se la calificará en forma afectuosa con el apodo de conejita.
    Así pues que en la especulación de que aquel industrial verdaderamente hubiera sido Jack el Destripador –y de lo que allí se cuenta resultase verídico– dichas letras, que en fechas bastante recientes fueron por primera vez percibidas en fotos de la época, coinciden con las iniciales del nombre y apellido de casada de Florie.
    Los impactantes trazos sanguinolentos en forma de iniciales efe y eme encartan una seria y válida interrogante: ¿Cómo en el diario fue posible hacer mención a estas consonantes, si ninguna información de la presencia de las mismas se poseyó, sino hasta después de publicado el manuscrito en el año 1993?
    Lo más desconcertante sería que en ninguna de las ediciones conocidas de libros o publicaciones sobre Jack the Ripper se habían hecho alusiones a la localización de esas letras, aparentemente dibujadas con sangre sobre la pared de aquel mísero cuartucho.
    Nos encontraríamos frente a un dato inédito acerca de un hecho comprobable que únicamente deviene mencionado en el diario.
    Ni Michael Barrett –en la hipótesis de que él hubiese sido el plagiador– ni otro falsificador, por mucho que esculcaran en la literatura vinculada con aquellos crímenes, hubiesen podido dar con esa información, puesto que nadie antes habría advertido ni divulgado la existencia de las sanguinolentas iniciales.
     Podría tratarse de un revelador detalle que exclusivamente lo podía saber el culpable.
    Deviene igualmente bastante novedoso el terrible dato de que el homicida le arrancó el corazón a Marie Jeannette Kelly. Este hecho fue omitido en la lista interna de la policía, y sólo se lo cita en las notas de su autopsia, la cual durante mucho tiempo estuvo extraviada y fue recuperada en fecha bastante reciente.
     Aparentemente por ningún conducto se podía haber sabido que el cadáver de aquella desgraciada fue profanado de tan cruel manera pero, pese a ello, en el manuscrito se formula una clara mención al robo de ese vital órgano.
    Al llegar casi al final de su redacción, y en uno de los raros párrafos donde el fabricante del diario parecería mostrar arrepentimiento pidiéndole perdón a Dios por las aberraciones que infirió sobre el cuerpo de la chica –única de las víctimas que designa por su nombre o, mejor dicho, por su apellido–, se deja constancia:
      «…esta noche rezaré por las mujeres que he asesinado. Que Dios me perdone los actos que cometí con Kelly, sin corazón, sin corazón…»[3]

    Otro posible dato corroborante radica en el descubrimiento, operado en junio de 1993, de un costoso reloj de oro de bolsillo con cadena, en cuya parte interna de su tapa porta grabada la firma James Maybrick. El elegante artefacto ostenta asimismo talladas las iniciales de los nombres de las cinco mujeres cuyo asesinato se debió con seguridad al psicópata y, además, la declaración: Yo soy Jack.
     De consuno con peritajes a cargo de técnicos en metalurgia, ese reloj habría sido elaborado por el año 1846, y la grabación ejecutada al imprimir las letras en el metal delataba poseer una vejez no inferior a los años 1888 o 1889. Las pericias que se efectuaron, no bien se descubriera la existencia del reloj y su dueño lo hiciera llegar al editor del diario de Jack el Destripador, fueron presuntamente positivas, aunque siempre cabía lugar para la suspicacia considerando que habían sido realizadas bajo encargo y a costo de la parte interesada.
    No obstante, se llevaron a cabo nuevos análisis por reputados especialistas de las universidades británicas de Manchester y de Bristol y sus resultados armonizaron con las primeras pericias, por lo cual la antigüedad no sólo del artefacto, sino de las llamativas referencias talladas sobre el metal, habría quedado acreditada.
    Por cuanto venimos relevando, se torna en extremo polémico el hallazgo de un recaudo albergando la confesión del responsable de tan atroces crímenes que cargaban con más de cien años sin resolverse; y existen datos, pruebas, y razonamientos válidos, en defensa tanto de la veracidad cuanto de la falsedad.
    El punto de máxima confusión se verificó en el año 1995 cuando Michael Barrett -el autoproclamado descubridor de aquel instrumento- se retractó públicamente admitiendo que había inventado toda la historia. Este hecho pareció ponerle punto final a la discusión.
    Sin embargo, tiempo después, el hombre se desdijo de su anterior retractación, alegando haberla efectuado bajo la insoportable presión de los medios y pretendió que, con esa fingida confesión de haber cometido plagio, sólo buscaba que la prensa lo dejara en paz.
    Así fue como la salida a luz del manuscrito que nos interesa recién se pudo llevar a término tras operarse variadas marchas y contramarchas, y la edición de aquellas notas, cuyo parto fuera tan dificultoso, sólo supondría  el preludio de los enconados debates que se originaron luego de que las mismas se transformaron en un libro y que se inició su circulación pública.
    El diario de Jack el Destripador fue publicado finalmente por la editorial Smith Gryphon Ltda en el año 1993, y contó con un extenso comentario a cargo de la escritora Shirley Harrison contratada al efecto.
    Lo más impactante del documento radica en que su autor culmina su confesión firmando con el archiconocido seudónimo delictivo y, aunque en ninguna porción del texto se alude de manera explícita a James Maybrick como su creador, los abundantes y concretos datos que allí se incorporan tornan imposible atribuirle la facturación de ese diario a otra persona que no fuese a él.
    El supuesto confeso ejecutor no deviene un desconocido para los anales de la criminología inglesa. Por el contrario, el caso que lo tuvo por protagonista fue uno de los más publicitados de su tiempo.
    Tanto lo fue que su notoriedad, sobrevenida a mediados del año 1889, desplazó de las primeras planas de los periódicos a las carnicerías del Destripador, las cuales no se habían vuelto a repetir desde el crimen del 9 de noviembre del año anterior.
    Pero este hombre no fue famoso por asesinar a alguien sino, a la inversa, por resultar –presuntamente– víctima de homicidio. Y es que ocurrió que el adinerado industrial algodonero había fallecido bajo circunstancias confusas en el mes de mayo de 1889.
    Tan extrañas fueron consideradas las alternativas que rodearon su deceso que Florie, su joven y bella esposa norteamericana, pasó varios años en la cárcel purgando condena bajo la acusación de haber sido causante del eventual homicidio de este hombre, al administrarle una forzada ingesta fatal de arsénico.
    El individuo postulado a constituir el celebérrimo criminal victoriano provenía de una respetable familia, que a la fecha de su nacimiento –24 de octubre de 1838– llevaba sesenta años instalada en la ciudad portuaria de Liverpool.
    De hecho, nuestro personaje fue el primogénito de sus padres porque William, el primer hijo del grabador de metales William Maybrick y su esposa Susannah, falleció cuando apenas contaba con tres años de edad.
    A James Maybrick luego le siguieron Michael –1841– quien de adulto se convertiría en un afamado compositor, así como Thomas –1846–, y Edwin –1851–. Estos dos últimos se inclinarían, al igual que James, por la actividad mercantil.
    El destino profesional de James sería el comercio algodonero, notablemente incrementado en Inglaterra a raíz de la guerra civil norteamericana que generó gran escasez de algodón, lo cual volvió el negocio de compra-venta abierto para los hábiles especuladores, actividad en la que este hombre destacaba por condiciones innatas.
    Durante 1868 se dio cabida en el Reino Unido a un sistema de ventas análogo a la bolsa de valores. Ello permitía vender el algodón que no se poseía con la expectativa de poder cubrir la venta comprando a un precio más bajo en el futuro, lo cual aumentó el aspecto azaroso de este rubro en el mercado.
    En 1878 el industrial se trasladó a Estados Unidos y fundó una agencia en el puerto algodonero de Norfolk, estado de Virginia. Desde entonces dividía su tiempo en la atención de negocios entre Gran Bretaña y los Estados Unidos de Norteamérica.
    Y fue en 1880, en el curso de uno de esos frecuentes viajes marítimos, cuando conoció a la joven Florence Chandler, de sólo dieciocho años.
    Un dato relevante es que James, tres años antes de ese hecho –en 1877 cuando cifraba treinta y nueve años– contrajo malaria. Su mejoría se debió a un tratamiento a base de estricnina y arsénico y, desde allí, su organismo se fue volviendo adicto a esas sustancias.
     Por su parte, aquella muchacha que resultaría su futura esposa, había nacido el 3 de setiembre de 1862 en la ciudad de Mobile, estado de  Alabama, procedente de una familia de elevada alcurnia. Florie era huérfana de padre, y su madre era la Baronesa Caroline Von Roques. La joven era por demás atractiva, de cabellera rubia y cautivantes ojos azules.
    Tras el casamiento, la pareja pasó a residir en una mansión palaciega sita en la zona más coqueta y reservada de Liverpool, a la cual llamaron Battlecrease House.
     Su estándar de vida era propio de la clase pudiente inglesa de fines del siglo XIX y disfrutaban de múltiples comodidades, dentro de las cuales se incluía el servicio doméstico de criadas, mayordomos, y jardineros.
    Empero, ninguno de tales bienes y privilegios devendría suficiente para evitar la desgracia destinada a recaer sobre los cónyuges, en tanto el ocio, el aburrimiento, y un matrimonio fundado en falsas expectativas, aparejarían consecuencias funestas.
    La infidelidad haría irrupción en escena.
    Aunque James Maybrick no se caracterizaba por ser un fiel esposo –puesto que como mínimo tenía una amante regular y frecuentaba los burdeles– serían los deslices de Florie los desencadenantes de la tragedia. Pues resultó que la bella Florence también encontraría un amante estable en la persona de un próspero comerciante vinculado a los negocios de su marido. Este amante sería Alfred Brierley, hombre apuesto y adinerado de treinta y seis años, con quien la infiel joven mujer mantendrá un tórrido amorío a escondidas.
     Según se nos cuenta en el diario, Maybrick sabía perfectamente de los devaneos e intrigas en que estaba inmersa su esposa, pero fingía desconocerlos. Seguiría con expectación y sigilo los avatares de la relación clandestina que vivía su cónyuge, y se iría fermentando en su interior una morbosa fascinación que, al cabo, lo convertiría en un sórdido voyeur de aquel amantazgo.
    Y peor aún –si concedemos crédito a lo que dice el manuscrito–, resultarían el dolor y la furia desatados al descubrir la infidelidad de su esposa, la causa motora que transformaría a James Maybrick de apacible y típico burgués de postrimerías de siglo XIX en un depravado asesino serial.
    Se trata de una narración digna de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, demasiado efectista para acompasar con el drama que los crímenes del matador en serie victoriano provocaron.
    Estamos en presencia, además, de una historia con ribetes casi románticos: la pasión sexual irrefrenable, el amor propio herido del esposo engañado, la doble moral burguesa de la Inglaterra de aquella época… Todos esos conceptos confluyendo como si se tratase de piezas de un demencial rompecabezas.
    Basta con agitar fuerte la retorta, y sale a escena el monstruo. Robert Louis Stevenson, creador de la fábula El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, que por el año 1888 hacía furor en los teatros ingleses, no podría haber quedado más complacido al contemplar cómo su fantasía resultaba tan fielmente copiada por la realidad.
    Claro está que la realidad no sería tan romántica ni espectacular si nos adscribimos a la postura de escéptica crítica que casi unánimemente han mostrado los ripperólogos respecto del contenido del diario, negando enfáticamente la existencia de cualquier veracidad en la historia allí relatada. Y es que las inconsistencias que revela la narración devienen demasiado groseras.
     El texto, conforme se dijera, fue impreso sobre un álbum destinado a guardar postales y fotografías, y carece de varias de sus hojas iniciales que fueron arrancadas.
     Sin embargo, el lector no pierde el hilo por esa ausencia de páginas, puesto que en la primera hoja disponible ya se entera cómo fue que el marido averiguó estar siendo objeto de engaño por parte de la chica.
    Maybrick se reserva para sí ese descubrimiento, pero adopta una decisión fatal: como revancha, al saberse traicionado, eliminará salvajemente a prostitutas profesionales, a quienes sacrificará en sustitución de su adúltera esposa.
    Contra estas infelices descargará toda su ira, la cual no se permite hacer caer sobre la madre de sus dos pequeños hijos, a la cual alternativamente –y de acuerdo a sus ciclotímicos cambios de humor– designa en el manuscrito con el cariñoso alias de conejita, o bajo los humillantes motes de la madre putañera o la puta.
    Amén de las muchas incongruencias que denota esta pretendida confesión escrita, tal vez la tacha más seria a oponerle a su pretensión de autenticidad finca en la notoria ausencia de razones para constituirse en asesino de meretrices que brinda el supuesto confeso victimario.
    En lugar de castigar a la infiel y al canalla seductor, el redactor se vengará… ¡Matando prostitutas en Londres!
     O sea, ni siquiera elige ultimarlas en su Liverpool natal sino en la capital británica, a la cual tiene razones de negocios legítimas para acudir, según se nos informa.
    Si bien es aceptado que los psicópatas carecen de motivaciones racionales para cometer sus crímenes, ya que el estudio de la mente de éstos demuestra que los móviles propulsores de sus actos suelen ser de lo más descabellados, por lo menos se  reconoce en ellos un elemento de transición, un proceso que los conduce fatalmente a incurrir en las patologías que los convierten en azote de sus semejantes.
     Un psicópata no deviene tal de golpe y porrazo por virtud de una única situación adversa, por muy estremecedora que la misma le pudiere significar.
    ¿Cuántos son los maridos de tiempos antiguos o modernos que, tras descubrir la infidelidad de sus cónyuges, toman venganza matando a terceras personas?
    Esto parecería que es llevar la ausencia de motivaciones lógicas a un extremo demasiado absurdo, aún para aplicarse sobre un caso de los más misteriosos y raros de la historia del delito, como lo fue el de Jack el Destripador. Pero toda regla tiene su excepción.
    En lo que atañe a la historia de James Maybrick y del dudoso documento a través del cual, transcurridos tantos años de las matanzas victorianas, se pretendiera incriminarlo, lo primero que cabría apuntar es que la ausencia de las iniciales páginas sobre las cuales se habría escrito aquel diario íntimo comporta un dato que sencillamente no puede pasarse por alto.
    Lo más simple a pensar es que un falsificador se hizo de un álbum para postales y fotografías familiares antiguo, y le arrancó los primeros folios, donde estarían pegados tales recortes, o bien cuando adquirió el álbum tales hojas ya se encontraban cortadas, por lo cual aprovechó las páginas restantes en blanco para fabricar sobre ellas la falsificación.
    Más adelante, en el diario se alude a las tribulaciones del comerciante algodonero antes de llevar a término su primer homicidio el cual, de acuerdo con esta versión, no se verificaría en Londres, sino que sería concretado en la ciudad de Manchester contra una anónima ramera.
    No se suministran pormenores de cómo fue que se ejecutó este supuesto crimen, por lo que no sabemos si el mismo llevó igual sello que los cometidos por Jack el Destripador. No queda claro si la eventual víctima fue ultimada mediante puñaladas, golpes, estrangulada, etcétera.
     Tales omisiones resultan muy convenientes, en particular si se considera que las autoridades de la época no tomaron nota de ningún asesinato al estilo de los del Ripper que hubiese sido perpetrado en Manchester por aquel entonces.
    En la parte que interesa a los crímenes, el autor refiere que alquiló un cuartito en la calle Middlesex, Whitechapel, con la intención de disponer de un escondrijo donde ocultarse tras consumar sus ataques.
     Posteriormente, pasa a describir su agresión contra Mary Ann Nichols sin brindar el nombre de la fémina; sólo menciona que la prostituta se mostró bien dispuesta a ejercer su oficio, y que no chilló cuando la rajó con su cuchillo.
     Dejará constancia de que lamentó no haber podido desprenderle la cabeza a la víctima, tal cual asegura era su intención.
    No se consigna la fecha de ninguna de las anotaciones, pero luego del primer homicidio dirá que no dejaría pasar mucho tiempo sin volver a asesinar, pues quería repetir el placer lo antes posible haciéndose, de ese modo, coincidir dichas manifestaciones con las fechas muy próximas entre sí en que fueron victimadas Polly Nichols y Annie Chapman.
    Del segundo crimen en el documento se realizan unas pavorosas alusiones a trozos de carne de la víctima que el escritor pensaba freír para comerse, lo cual supone otra coincidencia con hechos sabidos sobre aquel segundo asesinato canónico donde el perpetrador, cada vez más seguro de sí mismo, robase órganos a su presa humana.
    También se alude a los anillos de latón que quitó de los dedos de la  buscona muerta, y a la pista que habría dejado adrede en un sobre para cartas que se encontró cerca del cadáver de aquella occisa, a saber: una letra eme estampada en el anverso del mismo.
     En ninguno de los casos se trata de información que un falsificador estudioso de tales crímenes no pudiese conocer merced a la consulta de fuentes convencionales sobre el tema.
     Y cuando describe sus emociones tras la noche del doble acontecimiento, expresa su asombro de que no lo hayan atrapado, y el secreto regocijo que sintió ante el riesgo de ser detenido.
    Tanto odio le tomó al equino, y al testigo que lo conducía cuando lo interrumpieron, que manifiesta su deseo furioso de cortarle la cabeza:
    «…al maldito caballo y metérsela a la puta por la garganta hasta donde le cupiera…El necio se asustó, eso fue lo que me salvó…» [4]

    Deviene sospechosa esa referencia. En general se cree que el Destripador huyó sin terminar adecuadamente su feroz agresión al ser interrumpido, en efecto, por un transeúnte.
    Candidatos a constituir el peatón que involuntariamente molestó al criminal cuando iba a acometer la fase de destripamiento contra la asesinada Long Liz fueron, sobre todo, Israel Schwartz, John Gardner y J. Best; en tanto el primero aportó datos sobre el ataque sufrido por esa mujer, y los otros describieron a un sospechoso acompañante visto con la difunta.
    Pero sucede que Louis Diemschutz, quien fue el conductor del pony que se topó con el cadáver de Stride al costado de un club político, lo más posible es que no resultara quien interrumpió al matador en su vesánica labor, sino que aquél tras cortar el cuello a su presa ya habría escapado raudo de la escena del homicidio, inquieto tal vez por la presencia de testigos cercanos como los citados Schwartz, Gardner, y Best.
     De ser esto así, las referencias al “maldito caballo” y al “necio que se asustó” permitiéndole, gracias a ello, su exitosa huída, no concuerdan con los hechos reales.
       Más bien parecería que los anteriores comentarios estuvieron determinados por una lectura apresurada con relación a ese crimen en particular, donde siempre se destacó la escena del pony tropezándose con el cuerpo de esa víctima.
    También despierta suspicacia la mención que acto seguido se efectúa para describir el homicidio de Catherine Eddowes, sobre que:
    «… Antes de un cuarto de hora encontré a otra sucia perra dispuesta a vender su mercancía. La puta, como todas las demás, estaba más que dispuesta…»[5]

     Esta desgraciada mujer tal vez no fuese una prostituta profesional, sino más bien una alcohólica perdida que sólo ocasionalmente se vendía cuando no tenía dinero para pagar su vicio. En la antesala de la que sería su última noche con vida se comentó que dos policías la encontraron tambaleante, mientras gritaba imitando el sonido de un carro de bomberos, y la llevaron detenida a la estación policial de Bishopsgate.
    Una vez que abandonó la celda de esa comisaría, lo más probable es que todavía siguiera bajo la influencia del alcohol. Es plausible que Jack el Destripador la matase porque devenía una víctima fácil, más que porque estuviese muy dispuesta a ejercer su oficio, como dudosamente se sostiene en el diario.
    Finalmente, en cuanto atañe al último homicidio de la saga mortuoria, cabe admitir que en la llamada Agenda Maybrick se formulan ciertas alusiones que no resultan tan fáciles de descartar.
     La mención al hurto del corazón de Mary Jane Kelly no refiere a un hecho conocido sino en época reciente, al haber permanecido extraviado durante largo tiempo el texto original del informe de la autopsia practicada por el forense Thomas Bond, quien dejó constancia de que “el pericardio se hallaba abierto y el corazón ausente”.
    También poseen su considerable peso las posibles letras efe y eme dibujadas con trazos de sangre en la pared de la escuálida habitación, y respecto de las cuales no se conoce que hubieran referencias ciertas hasta después de publicarse el diario atribuido a Maybrick.
    En fin, las líneas precedentes no pretenden constituir más que un compendio sobre los informes y las pistas emergentes a partir de la lectura del problemático manuscrito.
     El texto, pues, por fuerza debe calificarse como muy contradictorio, y el primer impulso que nace es el de negar la veracidad de su contenido y coincidir con quienes opinan que se trató de un fraude bastante burdo.
    Algunos datos, sin embargo, no aceptan fácilmente tan cómoda explicación. La polémica encendida desde que se publicase aquel instrumento en el año 1993 prosigue en pie.
    James Maybrick, presumiblemente a su pesar se ha convertido, por obra y gracia del ingenio de los propulsores y beneficiarios del ya famoso diario, en uno de los sospechosos más populares a ocupar el cargo de haber sido el tristemente célebre y elusivo Jack el Destripador.







[1]    Harrison, Shirley, The american connection, Editorial John Blake Publishing Ltd, Londres, Inglaterra, 2004.
[2]    Harrison, Shirley, Jack el Destripador, Diario, traducción de Jordi Mustieles, Ediciones B grupo Z, Barcelona, España, 1993, pág. 413.
[3]   Jack el Destripador, Diario, pág. 461.
[4]    Jack el Destripador. Diario, pág. 389.
[5]    Jack el Destripador. Diario, pág. 389.

3 comentarios:

  1. Profundo analisis de esta nueva teoria sobre Jack el Destripador. Demas esta decir con relacion a esta tesis, que ha influido el marketing y la comercializacion y tan solo parece haber surgido para dichos fines. Excelente texto!

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  2. Muy amable hemisferio por tu comentario. Un gusto que leas este blog.

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Gracias por comunicarse con Gabriel Pombo.