Los cuadernos de cada asistente se habían ido colmando con los pormenores de aquellas violentas muertes. Aunque todos acusaban ya cansancio, estoicos,
se abstuvieron de pedir un alto en la tarea. Mientras tanto, las horas transcurridas hicieron que la luz natural, filtrada a través del ventanal, comenzara a declinar oscureciendo el ambiente. Arthur se dio cuenta y ordenó efectuar un recreo. Encendió la iluminación a gas. Después acudió a la cocina, retornando al rato con una nueva ronda de té caliente acompañado de más pastas. Cuando depositó la bandeja arriba del escritorio, para servir a sus convidados, vio la cara de decepción de Batchelor y, apiadándose de su amigo, fue hacia el armario donde guardaba bebidas más espirituosas. Extrajo de ese mueble la que sabía que aquél –de poder elegir– más apetecería: una botella de brandy; la cual ubicó, junto con su respectiva copa, encima de una mesilla a la vera de su asiento. Los demás aceptaron, de aparente buena gana, la infusión que el anfitrión vertió en cada taza, previo volver a ocupar su puesto delante de la pizarra saturada con trazos de tiza. Ninguno había formulado preguntas, ni realizado observaciones o comentarios ante la exposición de Arthur desde que Barrett hizo la crónica de su participación en la pesquisa del crimen de Martha Tabram, salvo la intervención y las preguntas de Barbara al examinarse el homicido de Mary Jane Kelly. Ahora nuevamente sería la joven periodista la primera en romper el hielo.
–Deberíamos mantener un orden, y discutir qué hay de relevante acerca de Mary Ann Nichols– propuso.
Los otros se mostraron conformes y el líder aguardó que sus asistentes planteasen las interrogantes que dicho homicidio les sugería. A éstos les tocaba ahora llevar a cabo el ejercicio de reflexionar. Para tal fin habían recogido sus notas, tras recibir en esa reunión los mejores datos posibles. Una información selecta, con la cual ni siquiera Scot- land Yard contaba. Charles dio comienzo al examen:
–Lo que salta a la vista es que este evento resultó distinto a los dos anteriores. A Emma Smith la liquidaron tras un exceso de fuerza. Tal vez sólo deseaban castigarla. En el segundo crimen, el matador seguramente fue un soldado. Podría haber sido el que habló con Thomas esa noche. Pero da la sensación de haberse tratado de una riña entre un cliente y la prostituta, por causas que desconocemos. El patán se descontroló y es notorio que aquí hubo intención de matar. No se le asestan treinta y nueve cuchilladas a alguien si no se lo quiere ver muerto.
–Y bueno, ¿cuál es tu conclusión? – terció su hermano.
–Que Nichols representó la inicial víctima de una seguidilla homicida. Para mí no queda otra cosa por pensar. El bribón llamado Jack el Destripador fue quien ultimó a esta infeliz.
Hizo un intervalo y completó:
–Y también asesinó a las restantes.
Como ninguno de los presentes aportó nada más, el principal del equipo anunció:
–Hay consenso en lo que dices. Y dado que el Comité nos contrató para acabar con los homicidios, debemos enfocarnos sólo en capturar a ese individuo. Los que finiquitaron a Smith y a Tabran son delincuentes que no reincidirían en matar. Nuestro problema nació a partir de la madrugada del 31 de agosto cuando victimaron a Polly. ¡Pasemos ahora al caso de Annie Chapman!
La joven Doyle volvió a hablar.
–La autopsia prueba que la violencia aumentó a ritmo de vértigo. Le extirparon órganos y quisieron decapitarla. Pero fue obra del mismo loco. También aquí le cortó la garganta y luego cometió todo aquel desastre, encarnizándose con el cadáver. Inesperadamente, Batchelor interrumpió:
–Yo no estoy seguro de que fuera el mismo tipo. A la anterior no le sacaron órganos y a ésta sí. Justo coincidió con la información que diera el juez. Aquí parece entrar en juego un grupo de traficantes…– dejó la frase inconclusa.
Su jefe completó aquel pensamiento.
–Sí. Te refieres a la hipótesis de que a las víctimas las destriparon para comerciar con sus órganos.
La encuesta judicial a raíz del óbito de Chapman incidió en el sensacionalismo que fue permeando a esos sucesos. La especie del tráfico de órganos como móvil de los crímenes se recogió por los periódicos, extendiéndose al público cual reguero de pólvora. El doctor Baxter, quien presidiera la instrucción, narró que las autoridades de una facultad de medicina británica le llamaron, asegurándole disponer información de máximo interés para la causa judicial. Se dirigió a dicha entidad, donde el vice conservador del Museo Patológico de Londres lo puso al corriente. Según pretendían, meses atrás, un norteamericano había visitado esa institución rogando que se le facilitase cierto tipo de órganos, coincidentes con los que a poste- riori faltarían en el cadáver de la difunta. Ofreció pagar veinte libras esterlinas a cambio de cada pieza anatómica. El extranjero adujo ser un cirujano que venía trabajando en un tratamiento para curar trastornos femeninos. Explicó que su intención radicaba en conservar las muestras orgánicas en glicerina, en vez de alcohol, manteniéndolas así en estado flácido a fin de que arribaran intactas a los Estados Unidos. La petición del misterioso presunto médico fue rechazada por los responsables de la facultad. Tras rememorar tales hechos, escéptico, Legrand manifestó su opinión.
–La anécdota es muy vistosa, pero no me la creo. Que estos asesinatos tuvieran por objetivo robar vísceras a unas prostitutas, arriesgándose los culpables a ir a la horca, suena a dislate. Les bastaba con comprar piezas anatómicas, extirpadas de fallecidos, en las morgues. Siempre podrían sobornar a un cuidador o a un médico, y hacerse con ese material.
John no insistió con la versión del tráfico de órganos y los demás estuvieron de acuerdo con que la reciente matanza acaecida en Whitechapel no parecía impulsada por tan extravagante móvil. Pero el expositor estimó más concluyente zanjar el punto mediante una referencia criminológica.
–Después de todo, ya hace mucho tiempo que ocurrió lo de Burke y Hare– remarcó.
Iba a abordar otro asunto, cuando percibió el desconcierto reflejado en sus oyentes. Ninguno tenía la menor noticia acerca de aquel célebre y lóbrego caso policial, que dio por sentado todos conocían. Ni siquiera Bárbara, quien cabía presumir que fuese la más informada de los cuatro. Le pareció una descortesía dejarlos en ascuas y aunque resumir la historia de los infames tratantes de cuerpos constituyese una digresión, les refirió muy someramente de que iba aquello. Sesenta años atrás en Edimburgo, Escocia, dos truhanes, encargados de una pensión, se dedicaron a asesinar mediante estrangulación, a huéspedes y a vagabundos que por ese hostal repostaban. ¿La razón de tamaña perfidia? Vender los cadáveres a un cirujano que los diseccionaba para sus clases de anatomía. Tras salir a luz los delitos, William Burke, que oficiaba de ejecutor principal fue colgado en una plaza pública. Realizado ese breve e ilustrativo paseo por el pasado criminal británico, Arthur retomó el control del encuentro.
–Llegamos ahora al 30 de septiembre. ¿Qué pueden decir de la amiga Long Liz?
Sabía que Charles y John habían entrevistado al frutero Mathew Packert previo a que éste declarase ante la prensa y la policía. Su hermano resumió:
–Ese viejo no sabe demasiado. Nos describió al individuo que estaba con Stride a las 00,15 y le compró las uvas. Era un oficinista echando una canita al aire y engañando a su esposa. Al menos esa fue la sensación que le dio. De ser así, no creo que se trate de un sospechoso válido.
Había concluido su intervención, pero al notar los rostros interrogativos de sus colegas, creyó menester redondear el concepto vertido y añadió:
–Un verdadero asesino no se deja ver con una ramera a la vista de todos. Se puso a escuchar, junto con ella, la música que provenía del local público de Berner, pero eso no prueba nada en su contra.
Legrand señaló a Barrett, que aún no había intervenido, animándolo a emitir su parecer. Venciendo su habitual timidez, el guardia les puso al corriente de su participación en la redada. Fue de los agentes que revisaron el club político, en cuyo pasaje lateral aquella infeliz muriese acuchillada. Refirió cómo indagó a Louis Diemschutz, el portero que iba hacía allí con su carro de venta ambulante de ba- ratijas la cual, de hecho, constituía su segunda actividad. Un aspecto de su rememoración pareció revestir especial interés, cuando contó:
–El hombre estaba nervioso. No era para menos. Dijo que su pony se negó abruptamente a seguir adelante y entonces él se dio cuenta que había un bulto caído en ese pasadizo. Se bajó del carro, encendió una cerilla y vio a la mujer muerta, con la garganta abierta y sangrante. Estaba convencido de que el culpable acechaba aún, oculto en el callejón.
–Sí, y ¿por qué? – se le interrogó.
–Me explicó que el pony estaba asustado. Que el equino era muy sensible y había olfateado la presencia del extraño agazapado en las sombras.
Ese dato pintaba interesante, pero no arrojaba mayor luz. Aquel vendedor ambulante no pudo aportar una descripción del ejecutor, porque no lo vio. No obstante, su especulación de que éste se hallaba escondido, cuando él irrumpió con su carro por aquel pasaje, servía para suponer que el ataque había sido muy reciente, y que la sanguinaria faena quedó a medio hacer. Legrand así lo entendía y concluyó:
–Si fuese cierto que lo interrumpieron antes de que pasara a destripar podría, en verdad, tratarse de nuestro homicida.
Su atractiva amante levantó una mano pidiendo la palabra. A él ese gesto le causó gracia. Parecía una alumna escolar dirigiéndose a su maestro.
–Y pudo tratarse aquí de dos asesinos; o de un asesino y su cómplice, que le despejaba el camino y le advertía si se aproximaban extraños- puntualizó.
–Muy interesante esta teoría tuya. Pero, ¿qué pruebas dispones de tal cosa?
La chica se explicó:
–Como ustedes sabrán, tengo mis contactos entre los reporteros de The Star. Ese periódico publicó sólo una parte de las verdaderas declaraciones que les formuló el húngaro. Omitieron un dato esencial.
Hizo una pausa, con el fin de dotar de mayor suspenso a su intervención y destacó:
–En realidad, el segundo sujeto, que oficiaba de «campana», sacó un cuchillo para intimidarlo y no una pipa, como los diarios erradamente difundieron.
Conforme momentos atrás se había descrito, el judío húngaro Israel Schwartz representó un testigo clave. Sorprendió a un gandul aporreando a Elizabeth en el pasaje de la calle Berner, donde instantes más tarde se la encontraría muerta. Casi al mismo tiempo, vio a otro hombre aparecer de súbito. Éste miraba hacia el lugar en que se consumaba el ataque, pero también escudriñaba nerviosamente en derredor, cual si estuviese controlando, presto a brindarle cobertura al agresor. El The Star y también el Evening Post –que copió esa crónica- afirmaron que este individuo se asustó al percatarse de la dramática escena y –al igual que Schwartz- se alejó presuroso de allí.
Divulgaron que aquel desconocido había extraído de sus ropas una pipa y que la mantuvo asida en su mano, como para disponerse a fumarla. Dado que el testigo no sabía hablar inglés, era fácil hacer creer que refirió a que el otro sostenía una pipa y no un cuchillo. Los presentes tomaron nota de la curiosa anécdota que la periodista acababa de relatarles. ¡Dos asesinos! ¿Cómo si no bastase con uno sólo? Charles intervino:
–Si ese otro sacó un cuchillo para amenazar al testigo y correrlo, esto significa que el que degolló a Long Liz tenía un compinche activo. Y si el matador de la sueca era Jack el Destripador, ya no nos enfrentamos a un criminal solitario. Eso podría explicar por qué está costando tanto prenderlo.
Nadie refutó esa razonable deducción y con ella pareció darse por saldado el análisis del inicial ataque fatídico perpetrado ese 30 de septiembre. Pero minutos después de concretarse aquel crimen, esa madrugada, se halló el cadáver de otra meretriz terriblemente mutilado en la plaza Mitre. En su papel de moderador, el cabecilla recordó que de- bían tratar el caso de Catherine Eddowes. Los investigadores coincidieron en que era palmario que a aquella la eliminó el destripador. Resultaba llamativo que a la 1 de la mañana la dejasen salir del calabozo de la comisaría de Bishopsgate y poco después le quitasen la vida. ¿Y qué decir del críptico mensaje trazado en la pared donde arrojaron un delantal con trazas de sangre, que podría haber pertenecido a la finada? Allí se anunciaba que los judíos serán los hombres a quienes no se culpará de nada. ¿Pero en verdad se aludía a los judíos? La palabra estaba mal escrita. Aparte, aquella consigna antisemita podían haberla estampado previo a que la sucia prenda fuese arrojada en ese sitio y quizás no guardase vinculación alguna con el homicidio de Kate. A su vez: ¿el que había degollado a Stride no estaba saciado y necesitaba, con feroz urgencia, volver a asesinar y a eviscerar? se preguntaron. Como todas estas interrogantes quedaban sin respuesta, el detective reanudó su exposición:
–Y por si fuera poco dos homicidios en un mismo día, para colmo, esto– anunció a sus escuchas.
Tras lo cual, buscó en su escritorio hasta ubicar una copia de la epístola que dio su alias al anónimo victimario del East End londinense. Todos conocían el contenido de aquella misiva que, tres días antes de la noche del doble crimen, arribó a la Agencia Central de Noticias de Londres, donde Bárbara trabajaba. Pero el director del equipo no se privó de leerla ante ellos, en voz alta, una vez más.
«Querido Jefe: Constantemente oigo que la policía me ha atrapado pero no me echarán mano todavía. Me he reído cuando parecen tan listos y dicen que están tras la pista correcta. Ese chiste sobre ”Mandil de Cuero” me hizo partir de risa. Odio a las putas y no dejaré de destriparlas hasta que me harte. El último fue un trabajo grandioso. No le di tiempo a la señora ni de chillar. ¿Cómo me atraparán ahora? Me encanta mi trabajo y quiero empezar de nuevo si tengo la oportunidad. Pronto oirán hablar de mí y de mis divertidos jueguecitos. Guardé algo de la sustancia roja en una botella de cerveza de jengibre para escribir, pero se puso tan espesa como la cola y no la pude usar. La tinta roja servirá igual, espero, ja, ja. En el próximo trabajo le cortaré las orejas a la dama y las enviaré a la policía para divertirme. Guarden esta carta en secreto hasta que haya hecho un poco más de trabajo y después tírenla sin rodeos. Mi cuchillo es tan bonito y afilado que quisiera ponerme a trabajar ahora mismo si tengo la ocasión. Buena suerte. Sinceramente suyo. Jack el Destripador»
Y en una especie de posdata impresa transversalmente, el redactor del comunicado se mofaba:
«No se molesten si les doy mi nombre profesional. No estaba bastante bien para enviar esto antes de quitarme toda la tinta roja de las manos. Maldita sea. No ha habido suerte todavía, ahora dicen que soy médico, ja, ja».
Estaba redactada con tinta roja y, en cuanto a su forma, en el mensaje aparecían patentes americanismos como «boss» (jefe), «fix me» (atraparme) y «shan´t quit» (no abandonaré).
–Y bien, ¿alguna opinión sobre esta carta?– inquirió, recorriendo su vista por cada uno de ellos.
A cuál más agotado a esa tardía hora. Todos lo estaban excepto John, quien rato atrás vaciara su botella de brandy, y ahora descansaba. Sus ojos cerrados por el sueño y sus ronquidos, lo delataban. Afuera se cernía la noche. El interrogador mostró compasión y dio por concluida la reunión de trabajo. Agradeció a sus asistentes y, tras despertar al dormido con un ligero zamarreo, procedió a pagar una extra de su salario a cada uno. Hecho ello, mandó venir carruajes para trasladarlos a sus respectivos hogares. Cuando sus tres colaboradores masculinos partieron, dio a la chica un cariñoso beso y la alabó efusivamente por su actuación durante esa jornada. Recalentaron los restos de la cena anterior, elaborada por una cocinera de verdad y cenaron. La invitada sintió alivio al ver que su amado no intentó cocinar algo por su cuenta. Ya había tenido bastante con el pollo casi crudo del mediodía. Luego de la ingesta, pasaron a saborear uno de los vinos reservados de la bodega personal del anfitrión. Al cabo, la muchacha le dijo:
–¡Cómo emborrachaste a Batchelor! Lograste que olvidase preguntarte de nuevo qué era lo que sabías y no querías compartir.
Él sonrió y ella prosiguió:
–No quisiste que los otros supieran lo del Asesino del Torso, según lo apodó tu amigo el doctor Bond.
El Asesino del Torso, los crímenes del Támesis, recordó Arthur. Y su mente deambuló al pasado.
Apéndice:
Capítulo 15
Tras la extensa información aportada por el líder a los concurrentes se da inicio a la discusión parapolicial. Por cierto que los tópicos que abordan los detectives resultan aleatorios, y se ofrecen con el fin de dotar de amenidad a la trama.
Las anécdotas inherentes al misterio que rodea a Jack el Destripador son muy abundantes, y aquí nada más cabía escoger unas pocas como soporte del intercambio de ideas donde los investigadores analizan las pruebas emergentes de cada feminicidio.
La elección que llevé a cabo dejó de lado, forzosamente, mucho material valioso.
De desear cubrir este vacío informativo, el lector interesado en la temática puede consultar con provecho libros de investigación y ensayos, como los que se listan en las notas bibliográficas a este apéndice.
La murmuración de la cual se hace eco Batchelor, en la página , sobre que un comercio de órganos era la razón de aquellos homicidios, gozó de rauda repercusión en el periodismo contemporáneo gracias a su morbosidad, y fue refrendada por diversas vías (1) (2) (3).
En la encuesta judicial a raíz del asesinato de Annie Chapman ocurrió una rareza: el 26 de septiembre de 1888 el respetable magistrado Wynne Baxter pronunció sus conclusiones finales, y asombró a todos los presentes en la sala al plantear la teoría de que el perpetrador podría ser un extranjero dedicado al robo de órganos para su venta a entidades médicas.
El juez, en la síntesis replicada en las páginas , confió sus recelos de que un tráfico de vísceras humanas podría haber motivado ese homicidio. Se habría hecho público algo que el gobierno ocultaba, pero que el pueblo llano intuía, a saber: la existencia de un trasiego de órganos más o menos solapado, y de organizaciones delictivas que lucraban con tan repudiable comercio.
Las elucubraciones de Su Señoría pronto se difundieron en la prensa, y el británico promedio se sintió recorrido por un escalofrío. Estos crímenes que se venían consumando en el este de Londres desde el fin del verano y en el otoño de 1888, con mutilaciones y sustracción de entrañas a las presas humanas, traían lúgubres reminiscencias, pues les hicieron recordar unos lógrevos eventos acaecidos sesenta años atrás.
El escabroso antecedente de Burke y Hare que, tras percibir el desconcierto de sus subordinados, el cabecilla del grupo reseña sucintamente en la carilla , se me figuró demasiado jugoso como para no introducirlo en la narrativa.
William Burke y William Hare pasaron a la historia con el mote de «Los traficantes de cadáveres», «Los profanadores de cuerpos» y varios otros epítetos inícuos.
Se trató de dos jóvenes norirlandeses que se conocieron en 1818, mientras laboraban de obreros en la construcción del llamado «Canal de la Unión». Su amistad perduró y, en 1827 cuando Hare se casó con una viuda que regenteaba una pensión para huéspedes, le propuso a Burke que viniese a ayudarles junto a su joven esposa Helen. Aparentemente, trabajaron en forma honesta y normal durante un tiempo.
Sin embargo, ya sea porque las ganancias que arrojaba ese hostal eran magras, o ya fuese por ambición de mejoría económica, los hombres comenzaron a emprender una segunda actividad. Por las noches solían acudir a los cementerios de Edimburgo, Escocia, para desenterrar cadáveres recientemente sepultados. Luego los vendían a instituciones médicas. Cabe precisar que esta práctica, que hoy nos se nos antoja tan increíble, devenía bastante común en aquél entonces. Lo no habitual, empero, fue el proceder ulterior de estos desenterradores de cuerpos. Un día un molinero borrachín falleció de un síncope en una de las habitaciones de la casa de inquilinato de los Hare, y ese cadáver estaba demasiado fresco como para desperdiciarlo. Raudamente, el dúo transportó el cuerpo al consultorio de un reputado anatomista que era cliente de ellos: el doctor Robert Knox. Y ya fuese porque la suculenta cifra que esa vez percibieron, muy superior a la que les pagaban por otros cadáveres en mal estado, les estimuló la codicia, o ya fuese por mero sadismo, lo cierto es que ese episodio dio génesis a la aventura sanguinaria de estos compinches.
Desde entonces, si algún viajero sin familia caía enfermo en el hospedaje William Burke ponía fin a sus padecimientos, asesinándolo a través de una maniobra de estrangulación que pasó a la historia forense con el nombre de «Método Burke».
Hare y las mujeres colaboraban pero, al parecer, la tarea ultimadora quedaba en exclusiva a cargo del robusto socio. Una retahíla de arcánicas desapariciones confluía en la casa de huéspedes. pero nadie reclamaba a los ausentes. Se trataba de personas sin techo ni familia, vagabundos, enfermos mentales o prostitutas menores de edad escapadas de sus hogares. Se adujo que la orgía vesánica sumó dieciséis víctimas, aunque los ejecutores fueron procesados por un número inferior de muertes.
El homicidio, particularmente cruel, de una vieja pordiosera constituyó el último. Otra inquilina sospechó y, valiéndose de un descuido de Burke quien había salido para ir a emborracharse a una tasca, penetró en el sucio y desordenado aposento. Debajo de unas sábanas manchadas de sangre yacía destrozada la infeliz anciana.
Sobrevino la denuncia y las autoridades actuaron. El grupo fue puesto bajo arresto, y el matrimonio Hare delató a su socio y amigo, llegando a un acuerdo con el fiscal para salvar el pellejo. William Burke terminó ajusticiado en una plaza pública, y las esposas cómplices abandonaron Escocia bajo identidades falsas, para eludir la ira popular.
De William Hare se rumoreó que, tras traicionar a su socio, se marchó a Inglaterra. Pero mientras trabajaba en la capital británica unos obreros descubrieron su identidad. Furiosos, lo golpearon hasta dejarlo casi muerto. Lo cargaron en vilo y lo introdujeron dentro de un contenedor repleto de cal viva. Quedó ciego y concluyó su existencia convertido en pordiosero, vagando por las calles de Londres.
En la página se citan las indagatorias realizadas por Charles Legrand y John Batchelor al frutero Matthew Packer, testigo de los últimos momentos de Elizabeth Stride. Esta es una de las pocas actividades de esos investigadores que quedaron inequívocamente registradas, conforme consta ampliamente en la literatura sobre el caso. (4) (5)
El 2 de octubre de 1888 los detectives visitaron la escena del asesinato de Stride, cometido dos jornadas atrás, y localizaron unos tallos de uvas en el desagüe del patio de Dutfield, cercano al pasaje de Berner Street donde Israel Schwartz testimonió haber avistado a esa víctima mientras era agredida.
Averiguaron que el verdulero había comentado que aquella mujer y un señor adquirieron unos racimos de uvas en su diminuto expendio, minutos antes del crimen.
Obtenido ese dato, entrevistaron dos veces a Packer. Primero el 3 de octubre de 1888, cuando acudieron a su casa y lo persuadieron de acompañarlos a la morgue de Golden Lane para ver el cuerpo de Kate Eddowes. A fin de sonsacar si el testigo era veraz, omitieron confiarle que ese cadáver no era el de la prostituta degollada en Berner Street. Al serle exhibido el cadáver, el comerciante dudó que se tratase de la misma mujer que había visto aquella noche.
El siguiente 4 de octubre, los pesquisas volvieron a contactar al testigo y lo llevaron a contemplar el cuerpo de Liz Stride en el depósito mortuorio.
En esta segunda ocasión, reconoció a esa difunta como la persona que, junto con un hombre «con aires de oficinista», le había comprado las uvas a las 23,30 del 29 de septiembre.
Luego Charles y John trasladaron al testigo, en un coche de alquiler, a fin de mantener esa tarde una entrevista con el máximo jefe de la Policía Metropolitana, general Charles Warren en la sede de Scotland Yard. De ese encuentro obra constancia en un informe del CID suscrito por el Comisionado Asistente Alexander Carmichael Bruce, donde se revelan las declaraciones de Packer. (6)
Otra anécdota que vincula a este testigo con el asunto salió en un reportaje editado en el Evening News el 31 de octubre de 1888. Allí contó haber visto de nuevo al tipo que estaba con Stride, merodeando cerca de su puesto de frutas y verduras en Commercial Road, y se percató que aquél lo miraba fijamente con expresión hosca. El sospechoso rondaba el negocio con aviesas intenciones y, cuando el comeciante salió a enfrentarlo junto con un lustrabotas que le ofreció ayuda, dicho individuo huyó subiéndose raudo a un tranvía que transitaba por las proximidades.
A modo de colofón, cabe apuntar que cuando Matthew Packer ya había cobrado cierta notoriedad merced a sus declaraciones públicas, dos hombres se allegaron a él y le contaron una curiosa anécdota. Los caballeros pretendían saber cuál era la identidad del asesino a quien la prensa tildaba Jack the Ripper. Le aseguraron al frutero que aquél era un primo de ellos venido de los Estados Unidos. El pariente estaba severamente trastornado, y los aires londinenses no habían hecho más que agudizar su desquicio. Preguntados sobre qué pruebas tenían de su culpabilidad, arguyeron que su primo tenía la compulsión de llamar a todo el mundo «Jefe»; hábito adquirido en tierras norteamericanas. La infausta misiva encabezada «Querido Jefe» sin duda era creación suya; incluso la caligrafía le pertenecía. El problema consistía en que la policía andaba muy despistada mientras el peligroso loco continuaba suelto, y con ánimo de vengarse de los testigos que aportaron datos suyos a las autoridades.
El comerciante quedó muy impresionado y habría cerrado sus negocios durante varios días. Por precaución, ni siquiera salió de su casa por un tiempo. No obstante, afortunadamente, el «primo americano» no daría señales de vida, y se presume que nunca existió. Se habría tratado de una broma que dos pícaros gastaron a costa del bueno de Matthew Packer. (7)
De cuanto se viene aludiendo, queda de manifiesto que el anciano incurrió en varias incongruencias que lo llevaron a ser considerado poco fiable por la policía. El escepticismo generado por sus declaraciones es resumido en la novela mediante la frase de Charles Legrand previeniendo a sus colegas: «Ese viejo no sabe demasiado…».
Muy importante, a los propósitos de nuestra ficción, por ser un indicio de connivencia en la ejecución de estos crímenes, deviene la anécdota que cuenta Bárbara (páginas ) en relación con el asesinato de Elizabeth Stride.
En lo personal, me ha extrañado que los periódicos sensacionalistas no se sirvieran del impactante testimonio de Israel Schwartz y, por el contrario, diluyesen el potencial de esa información. Dos asesinos, o un asesino con un cómplice activo, era una bomba mediática digna de ser capitalizada por el medio de prensa que diera pábulo a tal primicia.
La teoría del maníaco solitario, a la que adscribían las autoridades, corría así severo riesgo de naufragar. ¿Por qué los periodistas no insistieron en esa línea de búsqueda? ¿Por qué la justicia no convocó a declarar a Schwartz, pese a ser un testigo clave en el degollamiento de la meretriz sueca? ¿Encubrimiento? ¿Torpeza? .
En la inicial edición del The Star se reprodujo la versión de que, tras avistar a un segundo individuo en el escenario donde agredían a Stride, al testigo:
«…le pareció que debía tener unos 35 años de edad y un metro ochenta de estatura, con el cabello claro y un bigote color arena. Iba vestido con un abrigo oscuro y un sombrero de fieltro de ala ancha, y llevaba un cuchillo…».
Esta descripción fue rectificada en un artículo ulterior. La enmienda a la noticia de que el presunto cómplice blandía un arma blanca se le adjudica al inspector Abberline, quien el 1° de noviembre de 1888 habría informado al Ministerio del Interior que el segundo hombre estaba encendiendo una pipa, no que llevaba un cuchillo. (8)
Pero por encima de las legítimas dudas sobre el real tenor de las declaraciones de aquel testigo, y aun cuando la versión del segundo sujeto cuchillo en mano no pudiese corroborarse, parecería quedar en pie la posible coordinación entre dos sujetos para perpetrar aquel atentado y, por añadidura, de que hubiese existido una colaboración grupal en los restantes homicidios del destripador.
Finamente, cabe recordar que Scotland Yard nunca estableció una conexión entre los asesinatos de Jack the Ripper y las atrocidades del Descuartizador del Támesis. En vista de este hecho comprobado la afirmación que, en la penúltima línea de este capítulo, Bárbara formula a Arthur:
«No quisiste que los otros supieran lo del Asesino del Torso, según lo apodó tu amigo el doctor Bond»” carece de respaldo documental, y se debe a conveniencia narrativa.
Sin embargo, en la conjetura de que tal asociación se hubiese hecho, ésta sólo podría haber sido realizada por pesquisas independientes.
La historia señala que hubieron particulares indagando en el caso de Jack el Destripador. Los anales de esta matanza sólo registraron a un equipo, de cuyo accionar apenas se guardan rastros, dotado de tales características. Se trató de investigadores privados contratados por el Comité de Vigilancia de Whitechapel, y únicamente constan a tal fin dos nombres: Charles Legrand, o Le Grand, y John Head Batchelor.
Notas.
Capítulo 15
(1) Jack el Destripador. Recapitulación y veredicto, ps.48.
(2) Otoño de terror, ps.151.
(3) Jack the Ripper, The definitive history, ps.204-206.
(4) Jack the Ripper the definitive history, capítulo 10, nota 27, ps.231.
(5) Matthew Packer, witness, sitio digital Casebook Jack the Ripper, http://www.casebook.org/witnesses/w/Matthew_Packer.html.
(6) MEPO 3/40/221/A930/C, fs.212-214, citado por Begg, Paul, Fido, Martin y Skinner, Keith, The complete Jack the Ripper A to Z, sección Batchelor, J.H, editorial John Blake Publishing Limited, edición revisada, Londres, Inglaterra, enero 2005.
(7) Daily Telegraph, 15 de noviembre de 1888, citado en Jack el Destripador. Cartas desde el Infierno, ps.156-158.
(8) Jack el Destripador. Diario, ps.152-153.
(9) Jack el Destripador. Cartas desde el infierno, p.49.
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