EL ANIMAL MÁS PELIGROSO.
Capítulo 27
La ceremonia daría comienzo de un momento a otro.
El hombre corpulento, de mal afeitada mandíbula cuadrada, sacó del arcón su atuendo de jefe supremo y lentamente fue enfundándose en él.
Aunque permitía que otros acólitos lucieran una indumentaria semejante, la suya resultaba especial.
La chaqueta de grueso lino opaco era de mejor calidad. Los botones redondos de esa prenda, que iba enhebrando a sus ojales, destellaban a causa de su enchapado en oro. La cogulla de cuero y la luenga capa oscura con tintes azulados también costaban un elevado precio.
Y, por supuesto, lo más exclusivo de todo consistía en la daga ceremonial. Los cuchillos que esgrimían sus seguidores no podían, ni remotamente, compararse con la fría prestancia de aquella arma blanca.
A ese estilete de reluciente filo de acero toledano que trajo desde esa ciudad española, tras uno de sus periplos mercantiles. El mango de bronce bruñido ostentaba el peso justo y le daba placer sentirlo cuando lo calzaba en su palma cerrada. La recia hoja se inclinaba sutilmente a mitad de su camino, tornándola perfecta para degollar.
Sólo el cambuj de ranuras ovaladas y el retal de piel de zorro moteado adherido al mismo, devenían semejantes a los que portaban el resto de los participantes.
Había ideado modificaciones a introducir en esa sórdida ocasión.
El pupilo de la túnica parda y la mollera rapada, que desde dos años atrás ocupaba ese preferente cargo, no fungiría hoy en su puesto. Estaría allí presente, empero, vistiendo un ropaje similar al del maestro.
Asistiría a Diana en la liturgia, quien ocultaba su cara bajo el antifaz y lucía una diadema plateada orlada con diamantes ceñida a la frente, además de su vestido ornamental escarlata.
La guardia armada, que custodiaba el perímetro de la aislada edificación de madera, sería más nutrida que nunca.
Por lo demás, otros aspectos del rito se mantenían invariados. En particular, el más emblemático de todos: la cacería de la presa. A ésta se la suponía para ese entonces ya en manos de los esbirros, cuya llegada se aguardaba con expectación en el interior de la casucha que oficiaba de templo.
En la sala más espaciosa tendría efecto la ceremonia y, en medio de ésta, se instalaría la amplia mesa con el mantel rojo, encima de la cual se tumbaría a la ofrendada. Sobre una esquina reposaría el cuenco dorado que, a su turno, se iría a depositar por debajo del cuello de la víctima cuando, luego del gran flujo desde la vena cortada, la sangre comenzara a rezumar.
No faltaría tampoco el uso de la contraseña, que debía pronunciarse obligatoriamente en voz alta, para habilitar el paso de quienes arribasen del exterior. La consigna sería «Lucifer».
En ausencia del prosélito de la toga parda, la asistente se encargaba de encender uno por uno los cirios negros y trasladarlos de la antesala al habitáculo ceremonial. Cuando todas las velas flameantes se instalaron en aquel recinto, su fulgor anunciaba la entrada a una cueva infernal.
Entre la única integrante femenina del clan y el discípulo fueron acondicionando el ambiente donde se celebraría el rito. Éste, ayudado por uno de los fornidos guardias, terminó de colocar, arriba de un burdo pedestal, la estatua del macho cabrío.
Diana, martillo y clavos en mano, fue empotrando a la pared lateral el tul carmesí que serviría de fondo a la gran cruz de ébano invertida. La combinación de los colores fue idea suya y suponía un cambio que ella había impuesto esta vez. Le gustaba la superposición del negro sobre el rojo.
Llamó su atención que el mandamás, su querido Gerard, hubiese aceptado tan fácilmente esta modificación sugerida. Solía ser en extremo quisquilloso con esos detalles.
Aquél estaba muy extraño esos últimos días. Le venía rehuyendo. Ya hablarían de ese tema cuando la ceremonia terminase y los dos regresaran a asumir sus existencias sociales normales.
Era consciente que durante el acto demoníaco ambos interpretaban un papel muy especial y era menester sumirse hasta las entrañas en aquel rol.
Aquella vez le costaba mucho más que lo habitual concentrarse. Advirtió esa inquietud interior, ese dejo de nerviosismo que no podía controlar. Tal vez su desasosiego se debiese a que, en esta oportunidad, no participó en la entrega de la víctima y nada sabía acerca de ella.
O quizás sería porque era consciente que debía cumplir la amenaza que le hiciera a su amante. Estaba más que harta de que éste volviera, una tarde sí y otra también, a su hogar conyugal de Westminster con la estúpida de su esposa. No más excusas. Él ya no necesitaba a esa vieja, ahora disponía de dinero propio en abundancia.
Añoraba la más de una década vivida fuera de Inglaterra cuando, en sus distintos periplos, se ingenió para acompañarle. Nadie se creía en la embajada que era su secretaria. Una ayudante no asiste a cócteles de gala ni a reuniones sociales con el representante diplomático.
Ese período desde 1875 hasta inicios de 1887 representó una época de gloria. Y después, al final, vino la noticia tan ansiada.
El octogenario Atkinson por fin reventó. El cáncer que lo consumía se había retrasado demasiado en efectuar su obra pero, felizmente, todo llega. El hijo único debía hacerse cargo de la herencia.
Y lo mejor de todo: tras presentarse para dimitir a su cargo, enterarse que la reina Victoria lo premiaba otorgándole el honorífico título de sir.
Ya era hora que se le concediese ese galardón, sin embargo. Resultaba raro que un político inglés, con funciones en el exterior y destacada trayectoria, fuera un vulgar míster. Ciertamente que el talento de este diplomático, aunado a la fortuna y a las influencias de su padre, disimulaba ese desmedro.
El regreso a Gran Bretaña, que ambos realizaran por separado y tras la vuelta a la patria británica, dos jubilosas noticias recibidas.
Pero no todo podía ser tan bello. La fastidiosa cónyuge -que raramente viajaba a dónde su marido cumplía labor oficial y residía en Inglaterra dedicada a sus reuniones sociales- ahora lo acapararía todos los días. Salvo cuando él se ocupaba de los negocios del difunto.
El barco. ¡Qué útil que había sido!
Ese buque, que sirvió para botar en el Támesis trozos humanos desde aquel lejano septiembre de 1873, ahora se había convertido en un navío comercial, donde él trasportaba y vendía la mercadería por los puertos británicos.
Los negocios rendían pingües dividendos, pero era un incordio deshacerse de los tripulantes tras cada transacción mercantil y reemplazarlos por cofrades.
Por suerte había aparecido aquel joven conductor de barcazas tan diestro, que sabía pilotear la nave cual si fuese un marino de carrera, sin serlo. Y, además, era muy devoto a la causa.
Mientras por la mente de la asistente discurrían tales pensamientos, el tiempo avanzaba.
¿Por qué tanto retraso?. ¿Dónde estaba el jefe?
Comprendió que aquél se hallaba en el fondo del improvisado templo, atisbando detrás de la mirilla del portón de hierro, en espera de que los cazadores trajeran a la flamante presa.
Ella debía cumplir con las reglas y no salir del habitáculo, el cual ya estaba totalmente dispuesto y compartía con el discípulo que hoy no vestía la túnica marrón. Lo miró. Parecía más nervioso aún que ella. Sus facciones no podían verse, pues llevaba la careta.
Diana ajustó la diadema en torno a sus sienes y aguzó el oído. Creyó percibir un rumor procedente de afuera, en la sección trasera. Sí, eran ellos. ¡«Lucifer»!
La contraseña se gritó con timbre tan resonante, que aún a la distancia pudo fácilmente captarse. El chirrido de la pesada puerta abriéndose, el jefe máximo que les franqueaba el acceso. Ahora ya oía más nítido el traqueteo de los pasos acercarse, hasta detenerse atrás de la entrada.
El primero en penetrar fue Atkinson.
Su voluminoso cuerpo enfundado en el atavío ceremonial devenía inconfundible. Diana hubiese querido apreciar su faz al descubierto. Quizás así pudiera quitarse la duda. Intuía que, aunque el hombre fingía, estaba enojado con ella. Ya se le pasaría. Esta sesión de sangre lo calmaría.
La mujer también necesitaba ver manar sangre ajena. Lo único que sabía de la ofrendada, de acuerdo su amante le confió, es que ésta sería muy juvenil y atractiva.
Ese dato le excitó. Cuánto más jóvenes fueran mejor. Recordó a su villana favorita. Aquella condesa húngara de la antigüedad que hacía matar campesinas y se bañaba con su sangre, creyendo que así conservaría la juventud. Esa tal Erzérbeth Báthory.
La oficiante, que ya pasaba largamente sus cuarenta años y cuya belleza natural declinaba, se rio para sus adentros. Una vez que, en el taller anexo, el gerifalte y sus acólitos se pusiesen a la tarea de desmembrar, ella quedaría a solas en la sala ritual.
Allí, bajo la mirada vacía del macho cabrío, se desnudaría. Tomaría el amplio recipiente dorado, colmado de líquido rojo caliente y lo iría derramando sobre su rostro y sus senos. Llegaría al orgasmo durante ese proceso, como ya antes había experimentado.
Después tendría tiempo para lavarse y vestirse con sus ropas usuales. Volvería de nuevo a ser la dama burguesa, que en realidad era la mayor parte del tiempo. Su identidad diabólica quedaría aparcada. Se desembarazaría de ésta tan fácil como le resultaba arrojar la diadema, la mascarilla y el atuendo escarlata en el interior de su baúl.
Y tal vez ahora la enajenada desaparecería para siempre. Así sería si su amante abandonaba a la esposa según le prometió y pasaba a convivir definitivamente a su lado. Más le valdría a aquel pillastre cumplir su palabra. En caso contrario, la amenaza que le formuló días atrás se llevaría a cabo.
Disponía de los contactos precisos a tal fin y él lo sabía bien. No iba a acusarlo del ser el líder de la secta, claro está. Si hiciera ese disparate su caída la arrastraría también. La cárcel y, quizás también, la muerte en la horca devendría su inexorable destino, como cómplice de los crímenes.
El punto flaco de su amante estaba en el dinero. Le sabía al dedillo sus chanchullos financieros. Sus estafas. Toda la fortuna que timó manejando los negocios de la vieja bruja durante años, cuando su padre le regateaba el apoyo y apenas si le servía una humillante mesada, para guardar las apariencias.
De hecho, la frustración habría estimulado sus fobias. Lo enloqueció hasta convertirlo en el Maestro de la orden. Representando este papel se sentiría importante por primera vez en su vida, dieciséis años atrás cuando todo diera comienzo, reflexionó la mujer.
Pero, en estos instantes, la obsesionaba que ese hombre, de una vez para siempre, le perteneciera. Si por cobardía optaba seguir con aquella cretina, le lloverían las denuncias al corrupto diplomático.
Vendrían los juicios penales. Toda Inglaterra sabría sobre ese tigre de papel. Y sir Gerard no soportaría la vergüenza pública. Lo conocía demasiado. No le quedaría más remedio que ceder y aceptar al fin ser felices juntos. Escrutó hacia la tarima. Allí estaba su amado. Rígido, casi inmóvil y hierático; aguardando que trajeran a la ofrendada. Engalanado con su indumentaria de guerra, portando sobre su faz esa mascarilla que provocaba escalofrío.
Una vez más lo contemplaba ejecutando su faena más espectacular; aquella tan increíble, tan inimaginable en un caballero de su estirpe.
Por fin estos pensamientos, que en catarata se le agolpaban, cesaron. Retornó al tiempo presente. Ahora veía ingresar a la habitación del culto a ese par de cofrades. Aparecieron muy inquietos y agitados. Llevaban sus cabezas sin embozos y vestían ropa común. Dos novatos sirviendo al Angel tenebroso.
Pero, conforme parecía, habían cumplido a satisfacción con el trabajo asignado. La chica desmayada, cuyo cuerpo exánime cargaban, así lo atestiguaba.
¿Por qué no la había atado?
Torpeza de principiantes, pensó.
Habrían creído que con forzarla y luego darle el narcótico para sedarla, bastaba. Sin duda esos cerdos la habían poseído a la fuerza, pues la muchacha estaba casi en cueros, con el sencillo vestido de campesina desgarrado y un seno al aire.
La auparon sobre el túmulo del sacrificio. ¡Qué linda era!. No le habían exagerado. Desmayada se la veía todavía más deseable.
Hora de empezar la liturgia.
Tras la caretilla, la secuaz cerró sus ojos para concentrarse mejor en esas palabras en latín, carentes de sentido, que de memoria aprendiera. Impostó un tono de voz gutural y, a coro con el líder, entonó las notas de aquel lúgubre cántico. Eso impresionaba a los demás compinches; especialmente a los novicios.
Un minuto duraba la canción funesta. Aunque en ocasiones era preciso interrumpirla, si la inmolada daba muestras de despertarse.
Pero esta vez concluyeron sin problemas. Al cesar sus voces, aquella aún permanecía inmóvil. Momento de ir por el recipiente color oro y depositarlo centímetros abajo del cuello de la víctima. Fue hacia un rincón en su busca y lo trajo.
Sir Gerard ya había calentado la hoja, pasando el filo del puñal a través de la llama del cirio mayor. Un detalle sádico nuevo, supuso. El Príncipe de las tinieblas estaría contento y, ellos dos, sus fieles servidores, gozarían aún más.
Se agachó bajo el borde del túmulo donde reposaba la joven desvanecida, cuyos rubios cabellos caían desmadejados. Calculó el sitio en el cual ubicar el cuenco, para que recibiera de lleno el derrame a producirse luego de cercenada la garganta.
Estaba en la tarea de acomodar ese objeto en el punto exacto, cuando sintió un doloroso tirón en la nuca. Jalaban con vigor de su luenga cabellera azabache. La diadema resbaló de la frente y se estrelló contra el piso.
Un segundo brazo la sujetó y la arrastraron sobre la mesa ritual. La víctima ya no yacía allí. Se había bajado de ese lugar destinado al sacrificio y ayudaba al discípulo a izarla en vilo.
Una vez tumbada encima del rudimentario altar, los otros esbirros la aferraron por brazos y tobillos. La asistente se contorsionaba, recorrida por espasmos de terror, bajo las manos de sus captores.
¿Qué locura estaba ocurriendo?
Una rebelión debía ser. Los secuaces se sublevaban, traicionaban al Gran Satán.
Miró en dirección al jefe supremo en busca de ayuda. Entonces lo vio. No a su cara oculta por la máscara, sino a su enorme mano cerrada empuñando la daga. Ese brillante filo que descendía cual un rayo sobre su garganta, buscando herir la vena yugular.
Casi no hubo dolor. La larga práctica en degollar hizo que Diana muriese rápido. Sus ojos en blanco no pudieron ver cómo el cuenco rebozó de líquido rojo que fue derramándose, tras la inicial copiosa salpicadura.
Tampoco vio como la joven con el seno al aire, violando las reglas de aquel rito sacrílego, quitaba el embozo del rostro de su maestro y le besaba en la boca.
Apéndice.
Capítulo 27.
El período desde 1875 a comienzos de 1887 en que sir Gerard - líder de la orden satánica y también Asesino del Torso de Támesis en esta ficción- estuvo alejado de Gran Bretaña fungiendo en otro país como diplomático, según sabemos entrando en la mente de Diana –carillas -, fue mi forma de «resolver» otro de los enigmas de este caso criminal.
¿Por qué razón los asesinatos del Támesis se frenaron luego de junio de 1874 hasta mayo de 1887?
Hay distintas hipótesis para explicar ese vasto interregno.
Por ejemplo, el victimario era un orate a quien se confinó en un hospicio durante aquel lapso. Asimismo, cabría presumir que estuvo preso purgando otros delitos en ese período vacío. También podría sustentarse que los dos asesinatos iniciales fueron consumados por un homicida, y que la serie que abarca desde mayo de 1887 a septiembre de 1889 fue faena de otro ejecutor.
Sin embargo la hipótesis más atractiva, a la cual me adscribí por razones literarias, es la que puse en boca del doctor Bond en su charla en la morgue con Legrand en el capítulo 18, o sea, que siempre se trató del mismo asesino.
La contraseña «Lucifer», aludida en la página ... , designa al ángel que se sublevó contra Dios y fue expulsado del cielo junto con sus conjurados, según la tradición religiosa hebrea. En su destierro, habría creado el mundo donde habitan hombres y mujeres reinando sobre él a placer, hasta que Dios envió a su hijo Jesús, principio del bien, para restablecer el orden subvertido por Lucifer, principio del mal. (1)
Notas.
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