("El animal más peligroso. Un thriller victoriano", capítulos 16 a 18)
Dr. Thomas Bond
Capítulo 16.
Corría el mes de mayo de 1887 en el pueblo del valle del río Támesis, localidad de Rainham. Dos trabajadores portuarios extrajeron de las aguas un paquete que guardaba el torso de una mujer. Estaba ausente la cabeza y una porción superior del pecho.
Durante los meses de mayo y de junio, partes de ese mismo cuerpo emergieron en varios puntos de Londres, distantes entre sí.
Los médicos forenses consideraron que las mutilaciones denotaban algún grado de conocimiento anatómico, pero que el cadáver no había sido diseccionado para fines clínicos.
En suma, avalaron la teoría de un homicidio.
Aquellos galenos no pudieron discernir la razón de la muerte ni acreditaron que un acto violento hubiese tenido lugar, por lo que el jurado convocado en la encuesta judicial regresó trayendo a la sala un ambiguo veredicto de «Found Dead» (Encontrado Muerto).
Dibujos de prensa recreando "El misterio del Támesis" donde se compendian los hallazgos de restos femeninos en las aguas del río, en Rainham, mayo de 1887 (centro), Battersea, septiembre 1873 (izquierda) y Putney, junio 1874 (derecha).
Capítulo 17
–Querido Arthur, ¿qué te trae por aquí? – saludó efusivo el doctor Bond, al antiguo amigo que apenas unos días atrás había reencontrado.
–Deseaba verte en plena fajina Thomas. El celador de esta morgue me dejó pasar sin tener una previa cita acordada con el forense oficial de la Policía de la Metropolitana; o sea, contigo. Bastó con mencionarle que yo era un colega tuyo, y que me convocaste para ayudarte en una autopsia– replicó el visitante.
Pero era notorio que se burlaba y el otro le retrucó sonriente:
–Hombre, no puedes con tu condición. Sobornaste al pobre portero, ¿verdad?
Poniendo cara de ingenuo, que le salía mal, el recién llegado repuso:
–¿Cómo se te ocurre pensar tal cosa? El cuidador se ve que es un funcionario muy eficaz y honesto.
Adoptando un matiz más serio, el médico aclaró:
–No te preocupes, no lo voy a denunciar. Pero si me hubieras avisado que deseabas venir a verme, te hubiese hecho pasar sin problema alguno.
–Y me privarías del placer de ejercitar mis habilidades sociales, entre las cuales se halla la de obtener información y otras cosas valiéndome de sobornos, ja, ja. – acotó éste jocosamente y tomó asiento en una de las banquetas de la antesala, sin que el otro se lo ofreciera.
El perito trajo una silla y se ubicó delante del visitante. Parecía claro que no tenía una labor obligatoria pendiente y prefería cotillear antes de abocarse a sus tareas.
–Bien estimado francés, si ahora hasta pasas por un británico de pura cepa. Nadie se daría cuenta que no te criaste en estas islas. Ni se te nota el acento galo.–
Y agregó:
–Fue increíble volverte a ver luego de tantos años y nada menos que en una fiesta de la alta sociedad.
Trajo a su memoria ese reciente acontecimiento.
–El festejo del título honorífico de Sir otorgado al marido de una de las amigas de mi esposa – completó.
–¡Ah, sí!, el diplomático míster Gerard Atkinson, si no me equivoco – respondió su escucha.
–Bueno, de ahora en más habrá que llamarlo Sir Gerard – apostilló Bond y completó:
–Excelente música, exquisitos bocados y tragos, y muy atildado servicio. Tiró la casa por la ventana, como se dice, tu vecino de Westminster; porque, por cierto, averigüé que ahora resides allí.
–Es verdad, me mudé hace ya algún tiempo al centro de la capital, desde que rompí mi compromiso con Margaret – interlineó.
Bond poco sabía con referencia a la prometida del investigador, salvo que poseía mucho dinero, al igual que él. Información aportada por su cónyuge. De momento prefirió no abordar ese tópico sentimental y efectuó otro comentario alusivo al anfitrión del evento social en el cual se reencontraron.
–En realidad yo conocía más a su padre. Un industrial de primera línea, pero sin galones aristocráticos. En cuanto atañe a su hijo, el hombre volvió a Inglaterra porque recibió dos noticias positivas juntas.
–¿Cómo es eso? – se interesó su oyente.
–No me hagas caso, sólo son chismes que me cuenta mi esposa. – contestó evasivo, al percatarse de que podía incurrir en una indiscreción. No había por qué desprestigiar a la gente, únicamente en base a trascendidos.
Su interlocutor le presionó para que lo pusiera al tanto de aquella hablilla. El facultativo parecía con ganas de charlar sobre banalidades en ese momento y, dejando de lado su inicial recato, finalmente soltó:
–Y es que después de residir por más de diez años en el extranjero, representando a la patria británica, no sólo consiguió de golpe y porrazo un título nobiliario, sino además heredó los bienes que dejó su padre.
Ante la expresión de extrañeza dibujada en el rostro de Legrand, creyó conveniente precisar:
–De acuerdo parece, el grandulón – lo adjetivó así en atención a sus casi dos metros y más de cien kilos de peso- es un sujeto en extremo ambicioso y quería muy poco al viejo Atkinson. Jugosa herencia obtuvo. Varias propiedades y gran cantidad de dinero contante y sonante. El fallecido era uno de los socios principales de Rhodes. Ya sabes que estamos en tiempos de auge capitalista…
Dejó la frase inconclusa porque debatir acerca del actual capitalismo y de uno de sus símbolos vivientes, cual devenía Cecil Rhodes, se le antojó tedioso. Tras un exiguo intervalo, añadió:
–Cambiando de cuestión, te vi muy bien acompañado. La señorita tiene veinte años menos que tú, por lo menos. ¿No es cierto?
Al interpelado ese último comentario no le causó gracia pero, sin delatar molestia, señaló:
–De hecho, fui a esa reunión de sociedad por inter- cesión de ella, dado que yo no conocía a Sir Gerard. Los invitados eran sus padres de adopción, tu colega el doctor Doyle y su señora cónyuge. Pero a éstos les surgió un inconveniente y no pudieron asistir. Su hija acudió en representación de ellos y me llevó en calidad de acompañante.
Y respecto de su vínculo con aquella chica, trasluciendo un dejo de sorna, comentó:
–Bárbara es tan sólo una amiga, que me consuela por el abandono de mi prometida. Esa sí una mujer de edad más adecuada para mí. Bond recordó a Margaret, la antigua novia de su amigo, una londinense cuarentona y soltera, con abundante capital, fruto de patrimonio familiar.
–Una dama distinguida y llena de plata, que debió constituir una de tus iniciales conquistas cuando te mudaste por aquí – interlineó.
–Bien informado estás. Nuestra relación se agotó y la señora se fijó en un caballero más normal que yo– la voz de su amigo trasuntaba cierto desgano. Prosiguió explicando:
–Pero yo nunca codicié lo ajeno. No me quejo de la herencia recibida. Además, como bien destacas, llevo afincado en Gran Bretaña ya varios años y no me va tan mal con mi empresa de detectives. Pocos colaboradores, pero todos ellos de excelencia.
–Vamos, ¿no querrás hacerme creer que te ganas la vida con eso?
–Tienes razón, me solvento, en el plano financiero, del producido de mis negocios. Pero investigar crímenes no representa un mero pasatiempo para mí, sino una gran pasión.
–Bueno. ¿Entonces me ayudarás a capturar a este asesino? – preguntó, bromeando, Bond.
¿O tal vez no bromeaba?, pensó su interlocutor, quien añadió:
–Creí que Scotland Yard se bastaba y sobraba para desenmascarar y aprehender a ese homicida. Tengo un dilecto amigo allí: el inspector Henry Moore.
–Sí, se trata de un detective sumamente capacitado. Me extrañó que no le hayan asignado la indagatoria de este ese caso criminal. Es decir, que no lo hubiesen designado para el comando de las pesquisas vinculadas al homicidio de Rainham – apuntó el galeno.
Al salir a luz un asunto más serio, Arthur creyó oportuno preguntar:
–¿De veras no te interrumpo compañero? Debes estar ahora en medio de arduo trabajo, preparando la autopsia.
–No aún. Si tienes estómago resistente te pediré que me acompañes hasta la sala de disección y te mostraré en qué me vengo ocupando.
–Me conociste en una guerra, entre sangre y vísceras. Los prusianos hicieron polvo a mi regimiento ¿recuerdas? Fue en un hospital de campaña donde surgió nuestra amistad. Sólo de milagro llegué vivo allí, con heridas leves en medio de tamaña carnicería. Vale significar, mi apreciado doctor, que nada de cuanto pueda haber dentro de esta morgue podría asustarme.
Capítulo 18.
Tal vez Legrand no se acobardase, pero no podría impedir que otra emoción desagradable se incubara dentro suyo. No era una cuestión de valentía. El asco y el impulso de vomitar revolviéndose desde su estómago y agriándole la garganta hasta producir arcadas.
El médico lo estudiaba de soslayo, con gesto condescendiente. Le resultaba familiar esa reacción, muy natural y previsible, en personas no habituadas a contemplar la descomposición de los cadáveres.
El campo de batalla y la inminencia de la muerte gravitando sobre los contendientes no se podía comparar con ello. Se trataba de espantos diversos, de dos facetas gemelas en un idéntico fenómeno funesto.
Sobre la mesilla metálica de disección reposaba ese torso con notorios signos de degradación. El alcohol etílico y las otras sustancias que lo impregnaban apenas disimulaban el olor hediondo.
Mientras Arthur observaba aquel fragmento cadavérico, el forense fue en busca de un paquete. Lo abrió y extrajo un brazo aserrado a la altura de la axila. Con cuidado lo aproximó, enfrentándolo al hueco derecho que exhibía el torso en el lugar donde éste fuese arrancado.
Casaban perfectamente. Dejó el amputado miembro a la vera del tronco, y se dirigió al detective.
–Este brazo fue hallado lejos de dónde se ubicó el torso y, como te acabo de mostrar, pertenece a la víctima.
–Misma víctima, mismo asesino.
–Exacto compadre– concedió el galeno y, con tono crítico, prosiguió:
–Pero hay algo aun peor. Se trata de un victimario antiguo que ha vuelto a atacar. Este crimen es una repetición, calcada en todos sus detalles, de otros dos homicidios que se perpetraron a las márgenes del Támesis más de una década atrás.
El investigador quitó la vista de esos desolados restos que lo hipnotizaban y miró al cirujano. Estaba azorado.
–Si lo que me dices sucedió más de una década atrás, yo no estaba en Inglaterra, y me perdí de conocer esa anécdota. ¡Cuéntame qué pasó!
A Bond le había correspondido actuar desde el principio en aquella sordidez. Haciendo gala de su extraordinaria memoria, se dio a la tarea de rememorar esos nefastos hechos ante su amigo.
La historia que le narró se pareció a la siguiente:
El 5 de septiembre de 1873, en las proximidades de la localidad de Battersea, una patrulla de la policía del río recogió fuera del agua un fragmento del tronco de una mujer.
Poco más tarde, se fueron recolectando otras porciones de ese cadáver, a saber: el pecho derecho en Nine Elms, la cabeza en Limehouse, el antebrazo izquierdo en Battersea, la pelvis en Woolwich y así sucesivamente, hasta que se armó un cuerpo casi completo.
Al igual que ocurrió con el caso de Rainham más de una década después, al cabo de ese mes se reportó a diario en la prensa sobre los hallazgos de las partes de ese cuerpo que se iban recuperando.
En el mes de junio del siguiente año de 1874 el organismo descuartizado de una fémina se extrajo de las aguas del Támesis, en la región de Putney.
El rotativo News of the World del 14 de junio anunció que el cadáver carecía de cabeza y de extremidades, salvo una pierna y que el torso fue trasladado a la morgue de Fulham.
En ese ámbito fúnebre, los forenses manifestaron que el cuerpo había sido dividido por su columna vertebral y que se utilizó cal viva a fin de agilitar su descomposición antes de ser vertido en el río.
A despecho de parecer que se trataba de un homicidio evidente, el jurado dictó un veredicto abierto.
Tal cual se verificase en el episodio similar del año anterior, jamás se supo a quién pertenecían esos desechos humanos, ni se lograría capturar a sospechoso alguno.
Cuando el doctor culminó su relación, su oyente había quedado fascinado al conocer la existencia de tan tétricos acontecimientos.
Pero no se creía la hipótesis que manejaba su amigo. Aquél debía suministrarle más argumentos para convencerlo.
–¡Catorce años! Transcurrieron catorce largos años desde que tuvo efecto ese precursor crimen cometido en 1873. ¿Cómo podría tratarse ahora del mismo sujeto? – le inquirió.
Pero el experto tenía pronta su respuesta y con rotundidad afirmó:
–No me caben dudas. Además de que la occisa vuelve a ser una mujer, otra vez aparece el río como lugar del homicidio y de nuevo en su ribera es dónde se dispersan los trozos del cadáver. Todo huele a un enfermizo ritual. Se trata de la misma forma de matar, igual saña, idéntico deseo de escandalizar.
Tras su exposición, el forense se quedó pensativo. Como advirtió que su interlocutor no iría a formularle preguntas, completó su razonamiento:
–A pesar de que el culpable no quiere que se individualice a la difunta, el reparto de los restos, dejándolos abandonados en diferentes sitios, constituye una firme señal de que actúa poseído por un poderoso afán de sensacionalismo.
–O, simplemente, por el deseo de inspirar terror. Aunque entre este último crimen y sus lejanos antecedentes percibo una importante diferencia, no obstante. – adelantó el pesquisa.
–¿Cuál?
–La cabeza. Pese a que la desfiguró, el criminal de Battersea no escondió la testa de la mujer asesinada.
Realmente Bond no había reparado en ello. No era vanidoso y nunca quiso atribuirse ese éxito, si así pudiera llamarse.
No se le ocurrió suponer que aquel maníaco mutase su forma de asesinar debido al eximio trabajo que, con el destrozado rostro de aquella víctima, había llevado a cabo el entonces flamante cirujano de la Policía Metropolitana.
Si algo quedaba claro era que no se quería que las extintas fuesen identificadas. Y la ausencia de la cabeza casi garantizaba el anonimato.
–Eso es cierto. –admitió el perito y añadió:
–Pero tal vez él no imaginase que existiera la posibilidad de reconstruirla y que a partir de ese collage se pudiese llegar a determinar quién era la fallecida.
–Un collage que fue mérito tuyo armar, amigo.
Las palabras de su compañero lo sumergieron en el pasado. En rémoras que databan de catorce años atrás. Quedó en silencio, ensimismado mientras los recuerdos acudían a su mente. El doctor Thomas Bond, a la sazón flamante cirujano jefe de la Policía Metropolitana, se había entregado a un encomiable y lóbrego trabajo y fue reconstruyendo el trozado organismo sin vida, cosiendo una por una las piezas sueltas.
Recomponer el rostro de la finada significó una proeza, pues la nariz y la barbilla estaban desolladas y a la testa le había sido arrancado el cuero cabelludo. La piel de la cara de la víctima fue equipada de la manera más natural posible en esas horribles circunstancias.
A pesar de que este pionero intento de reconstrucción facial se llevó a cabo con sumo «ingenio y habilidad» –de acuerdo a manifestaciones de los periódicos– el cadáver sólo podría ser reconocido por aquellos que estaban más «íntimamente familiarizados con las características físicas de la persona fallecida».
Las autoridades rechazaron a muchos sujetos que se acercaron con el único fin de saciar su morbo de contemplar el cuerpo destrozado. Entre éstos estaban «los comerciantes de horrores» que trataron de obtener un esbozo de los restos.
No obstante, la policía anglosajona obró con celo profesional, y únicamente a quienes se consideró con legítimas razones para ver esos fragmentos les fue exhibida una fotografía de los mismos.
El facultativo recordó ahora el comentario que leyese acerca de aquellas terribles lesiones en la revista médica The Lancet:
«Contrariamente a la opinión popular, el cuerpo no había sido troceado, pero era cierto que las articulaciones se han abierto con habilidad y los huesos resultaron perfectamente desarticulados, incluso en las articulaciones complicadas del tobillo y el codo. A su vez, en la articulación de la cadera y del hombro los huesos fueron aserrados».
Dado que resultó patente que, atrás de esta monstruosidad, se ocultaba una mano criminal, un veredicto de asesinato con premeditación contra alguna persona o personas desconocidas fue alcanzado por el jurado en la encuesta judicial.
El gobierno ofreció una recompensa de doscientas libras y un perdón gratuito a favor de cualquier cómplice que enunciara al ejecutor. Pese a tal medida, nunca se supo la identidad de la víctima, no se practicaron arrestos y el asunto quedó a fojas cero para la historia oficial.
Bond retornó al presente. Allí estaba en la morgue junto a su amigo, quien aguardaba paciente a que él continuase con el diálogo y así lo hizo:
–De algo me sirvió mi experiencia de cirujano en los campos de batalla. Reparar destrozos faciales representó parte de mi trabajo, como sabes. En aquel hospital de campaña tu situación fue de las más leves; heridas insignificantes diría, en comparación con los patéticos cuadros que se presentaban a diario. Yo y los demás médicos nos extremábamos para que un soldado regresara a su hogar lo más parecido posible a cómo se lo veía antes de ir a la guerra.
–Pero en esos casos se trataba de seres vivos, no de cadáveres. –apuntó atinadamente su interlocutor.
–Fue todo un desafió para mí trabajar sobre el rostro desfigurado de un cadáver, pero aun así lo hice. Quise que los parientes de aquella pobre mujer pudiesen saber que era ella. Tendrían un cuerpo al cual dar cristiana sepultura y a quien llorar. Aun cuando apenas se tratase de fragmentos valía la pena individualizar a la persona; al ser humano que una vez animó ese cuerpo despedazado.
Arthur asintió. Compartía por entero tan noble actitud. Esa plática, que rato atrás comenzara con tenor mundano y trivial, había tomado intensa profundidad. Estaba vivamente interesado. Su inquisitiva mente de detective encendida. Le preguntó:
–¿Se identificó a la víctima de 1873?
–Jamás se supo quién era. Tal vez mis esfuerzos fueron en vano. Nunca aparecieron familiares, no hubo un nombre y un apellido, ni una historia vital detrás de esa cara desollada y de aquellos restos diseminados a lo largo del Támesis. – explicó el galeno; quien hizo un intervalo y, pensativo, agregó:
–Pero te doy razón en algo. Ya en el homicidio inferido el año siguiente se alteró el modo operativo. No más cabezas. Y lo mismo se repitió ahora con la víctima de Rainham.
–Verdaderamente pusiste en aprietos al Asesino del Támesis. – intercaló Legrand.
–El Asesino del Támesis. Curioso mote ese. Yo le añadiría un detalle más para mejorar ese alias. Le pondría el Asesino del Torso de Támesis. – y tras efectuar una concisa pausa, argumentó:
–El hallazgo del torso humano es la porción anatómica que más impacta a la gente, y mayor sensacionalismo genera en los reporteros. No olvidaré referirme a este delincuente frente a mis colegas usando ese seudónimo.
Aquel comentario sirvió para distender una conversación que se había puesto demasiado sombría. Provocó una risita en su oyente el cual, cordialmente, mientras extraía su fino reloj de bolsillo y miraba la hora –pues era tiempo ya de dejar sólo con su labor al cirujano – le dijo:
–Ja, ja, te sugiero que patentes ese alias tan siniestro y pintoresco. No sea cosa que los periodistas se anticipen y te plagien la idea.
APÉNDICE:
Capítulo 16
El propósito que anima a este conciso capítulo, que da apertura a la segunda parte del libro, estriba en proporcionar contexto histórico y geográfico a los eventos que compondrán el tramo final de la obra.
En tal sentido, los desoladores hallazgos en la orilla del Támesis de mayo de 1887 en Rainham, tildados «El misterio de Rainham», revisten gran valor pues marcarán el ritmo de una vesánica retahíla con ecos de catorce años atrás.
Al igual que ocurrió en este asesinato, en los posteriores tampoco sería ubicada, entre las sucesivas apariciones de partes del mismo cadáver, la cabeza de la víctima.
La autenticidad de los descubrimientos cadavéricos de mayo y junio de aquel año resultó irrebatible y está ampliamente documentada. (1) (2)
Sin desmedro de las muertes acaecidas en las riberas de ese río en septiembre de 1873 y 1874, que antecedieron a la cadena iniciada en mayo de 1887, el Misterio de Rainham, o el Asesinato del Embankment -como también se calificó a este macabro suceso- fue clave para que el Descuartizador del Támesis acechase en el inconsciente colectivo de los británicos, más allá del extraño ostracismo que se le impuso con el paso de los años.
De que estos crímenes gozaron de notoriedad a términos del siglo XIX da cuenta un descubrimiento literario del año 2017.
Nada menos que Drácula, la inmortal novela de Bram Stoker publicada en Inglaterra originariamente en el año 1897, habría tenido por fuente de inspiración (aparte del histórico príncipe de Valaquia Vlad Tepes) a esta secuencia de homicidios con desmembramiento. Al analizarse la traducción de una versión de Drácula titulada: «Los poderes de la oscuridad», circulante en Islandia poco después de la primera edición inglesa, se descubrió que el gran novelista irlandés tuvo en cuenta aquel sórdido antecedente.
Así se hace saber por boca del propio conde de Transilvania cuando platica con el joven abogado Thomas Harker (el Jonathan Harker del Drácula original):
«…—Sí —dijo el conde, casi sin aire por el entusiasmo, mientras al fondo de sus ojos parecía llamear un fuego—. Sí, esos crímenes, esos horribles asesinatos; esas mujeres asesinadas, encontradas en el Támesis, metidas en sacos; toda esa sangre derramada, que no para de fluir, sin que se encuentre al asesino. —Creo que no lo acuso en falso si digo que parecía estar relamiéndose de ansia cuando mencioné los crímenes—. Sí, es una tragedia —continuó—. Y esos asesinatos nunca serán resueltos, jamás…». (3)
A su vez, en el prefacio de esta réplica islandesa, Bram Stoker informó:
«…Esta serie de crímenes aún no se ha borrado de nuestra memoria. Resultan incomprensibles, parecen tener el mismo origen y en su momento provocaron tanta repugnancia en gente de todo el mundo como los crímenes de Jack el Destripador, que ocurrieron poco después…». (4)
Capítulo 17
El sorpresivo –para el doctor Thomas Bond- encuentro en la morgue con su viejo amigo Arthur Legrand, que se sitúa en un día indefinido de mayo de 1887 ulterior al 11 de ese mes, será pródigo en información crucial para el desenlace de la novela, pese a la apariencia frívola de la conversación que ambos hombres mantienen.
El galeno residió, durante el período del asesinato de Rainham (mayo de 1887) y de los homicidios de Jack the Ripper (agosto a noviembre de 1888), en la calle Santuary, Westminster Abbey y era cirujano jefe en funciones para la división A de la Policía Metropolitana, con asiento en Westminster. (1)
El amputado torso emergido en Rainham, del cual se ocupa Bond en la sala de disección -carilla -, le fue encomendado al facultativo para su examen clínico, de conformidad con varias fuentes. (2) (3)
En especial se subrayó que, en opinión del cirujano, era palmario que la persona que desmembró aquel cadáver mostró saber de anatomía al emprender tal faena; aunque seguidamente recalcó que esos restos: «no habían sido disecados con un fin médico». (4)
En otras palabras, el forense descartó que se tratara de fragmentos de un cuerpo sustraído de una morgue y utilizado para estudios clínicos, el cual luego fuese cortado y desechado en el río. O sea, se decantó por que se estaba frente a un asesinato.
Capítulo 18
La veracidad de la labor emprendida por el doctor Bond, junto con el cirujano policial Felix Kempster, en la reconstrucción del cadáver cuyos trozos se rescataron del agua en septiembre de 1873 y que éste rememora en las páginas , se apoya en las reducidas fuentes documentales que dejaron constancia del caso del Descuartizador del Támesis. (1)
Por otra parte, el convencimiento que le atribuyo al galeno de que el victimario de Rainham era el mismo que había cometido los homicidios de septiembre de 1873 y 1874 sólo se debe a una intuición mía, fundada en la participación que le cupo a este cirujano en esas tres autopsias. Dada la brillantez de Thomas Bond, precursor en perfilación criminal, no suena improbable que advirtiera la similitud en el modus operandi visible en estos tres episodios.
NOTAS
Capítulo 16
(1) Gordon, R. Michael, The thames torso murders of Victorian London, editorial McFarland, Carolina del Norte, Estados Unidos, 2002, ps.33-45.
(2) Trow, Mei, The thames torso murders, editorial Wharncliffe, colección True Crime, Londres, Inglaterra, 2012, ps.25-37.
(3) Stoker, Bram y Asmundsson, Valdimar, Los poderes de la oscuridad. La versión perdida de Drácula, traducción Daniel Hernández Chambers, Editorial Sipan Barcelona, Network S.L, Barcelona, España, 1ª edición, octubre 2017, Prefacio del autor, ps.62-63.
(4) Los poderes de la oscuridad, La versión perdida de Drácula, p.101.
Capítulo 17
(1) The thames torso murders of Victorian London, ps. 44-45.
(2) The thames torso murders, ps.30-33.
(3) The thames torso murders of Victorian London, p.44.
(4) The Thames Torso Murders of 1887-1889, sección: Dismemberment Murders.
Capítulo 18
(1) The Thames Torso Murders of 1887-1889, sección: Thames Mysteries of 1873 and 1874.
Hola y muy feliz año nuevo. Atrasado! Que bueno volver a leer algo que nos interesa mucho! Quedamos como siempre encantadas de saber de ti. Gracias y un enorme abrazobuho.
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ResponderEliminarGracias amigas, placer de volver a saber de ustedes.
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