martes, 16 de abril de 2019

Un torso en los sótanos de Scotland Yard

EL MACABRO CASO DEL TORSO HALLADO EN LA SEDE DEL NUEVO SCOTLAND YARD


 Capítulo 22 de "El animal más peligroso".


El joven se mostraba en extremo nervioso mientras acarreaba el bolsón. No era para menos. Ya había salvado los obstáculos de las vallas exteriores, colándose entre el esqueleto de hierro y cemento. Debía descender raudamente por aquel hueco negro y llegar, lo antes posible, al sótano.
Hasta el momento, la información que le aportaron parecía veraz. En esa hora no había vigilantes. Los guardias nocturnos no se hallaban en sus puestos. Por fortuna, estaban ingiriendo sus cervezas en la cantina. El hábito se repetía y, como siempre durante ese lapso, violando sus responsabilidades, acudían hasta aquel local.
¿A quién podría ocurrírsele meterse en la obra en construcción? No había nada atractivo para robar. Además, ¿qué bribón querría enfrentarse con Scotland Yard?
Muy estúpido debía ser para arriesgarse a una severa condena; por no hablar de la ejemplarizante paliza que le aplicarían en la primera estación policial donde lo encerraran. La paga que recibían esos guardias era escasa pero, atendiendo al mínimo riesgo de la tarea, les parecía que hacían un conveniente negocio. El tabernero los conocía y les tenía prontas las pintas de cerveza. Siempre bebían la misma marca y acudían a regalarse ese refrigerio en idéntico horario nocturno.
Por esa razón el cofrade, que durante semanas venía husmeando sus movimientos, pudo pasarle a Fred -tal era el alias de este- ese certero dato.
Esa noche lo acompañó en el cabriolé y le entregó el amplio morral, con ese envoltorio de periódicos fuertemente atado. Lo hicieron bajarse a una cuadra y media de la obra en construcción. Los equinos reemprendieron su traquetear y el carro de dos ruedas se alejó, dejándolo en soledad. Debía arreglárselas por su cuenta para entrar allí, arrojar el obsequio macabro y retirarse discretamente. Los dos custodios nunca tardaban más de treinta minutos en su escapada a la taberna, y estaban armados.  Él, por el contrario, se hallaba inerme, mientras cargaba aquel sórdido bulto. No tenía manera de darles pelea si lo pescaban in fraganti. El tiempo apremiaba.  Tropezó varias veces entre las sombras, con las vigas y los escombros esparcidos en el suelo. Por la mente del muchacho corrían, cual corceles desenfrenados, imágenes y pensamientos.
Aquel reducto helaba la sangre hasta del más valiente. Era tan oscuro y opresivo que parecía una antesala al infierno. O más exactamente aún, se asemejaba a las fauces abiertas de una enorme tumba, dentro de cuyo estómago el intruso se iba sumergiendo. No tenía más remedio que avanzar hacia el interior más y más. No podía abandonar el resto humano, que yacía en su morral, al alcance de cualquiera de los obreros. El mandato impartido devenía muy claro y concreto. Debían tardar semanas en hallarlo. Si ya al día siguiente, por la mañana, los primeros trabajadores se topaban con aquello, su objetivo habría fallado.
 Y Fred no podía permitirse el fracaso. No debía caer en saco roto su extraordinaria muestra de coraje y lealtad hacia la causa, al proponerse para consumar el acto simbólico extremo. La burla suprema. Plantar un trozo del cuerpo de la víctima recién asesinada en los cimientos del nuevo edificio de Scotland Yard.
Ningún acólito se había atrevido a ofrecerse cuando el gran jefe lo requirió. Él, que no participaba del ritual, se enteró por boca de un informante. El líder estaba furioso por la cobardía de sus subalternos, aunque el miedo que paralizaba a estos fuese muy comprensible. Quien acarrease el bolso terminaría ahorcado si lo pillaban. No sólo lo considerarían un asesino cruel, que desmembraba mujeres, sino un canalla que había tenido el tupé de faltarle el respeto a la policía británica.
Pero el maestro poco perdía si Fred era atrapado. Aunque el muchacho conocía su identidad, su posible captura no constituiría demasiado riesgo. Antes de que pudiese abrir la boca, los policías integrantes de la secta se encargarían de silenciarlo para siempre. Los procedimientos policiales eran muy rígidos y se repetía idéntico esquema en un caso así. Un sujeto aprehendido en aquel lugar necesariamente debía ser trasladado a la comisaría donde revistaban secuaces de la orden.
Y precisamente allí estaban, camuflados bajo el uniforme azul, dos de los más fanáticos. El prisionero habría tratado de evadirse, pretextarían ante sus superiores aquellos pérfidos agentes. Se resistió con violencia y, lastimosamente, nos vimos forzados a matarle, en defensa propia, durante el intento de fuga.
Fred depositó el paquete en el rincón más recóndito, cuando el aire enrarecido ya se le pegaba a los pulmones, le producía ahogo y lo hacía toser. El polvo ocre que inundaba el ambiente, a medida que seguía descendiendo, había dado espacio a la negritud. Casi a ciegas, abandonó el trasto. No había sitio mejor para que el hallazgo demorase en llevarse a cabo. Sólo semanas después, cuando el fétido olor a carne descompuesta se tornase intolerable, irían a percatarse de la ominosa presencia.
El depositante comenzó a ascender, dejando atrás el sótano. La penumbra cerrada dio paso a una niebla gris. Algunos pálidos reflejos de la luz lunar se filtraban desde afuera, concediendo una mísera claridad. Trepó las vallas, con el corazón latiendo a tope, amagando estallarle.
Por fin, emergió desde las entrañas de ese antro. El aire fresco frotó sus mejillas y, con avidez, aspiró una honda bocanada. Nadie a la vista. Minutos después, ya transitaba a ritmo agitado a través de las calles desiertas.
Agradeció a Dios por su buena suerte; persignándose. En el fondo de su espíritu, estaba persuadido de que lo agarrarían y vendría su final. Pero ahora, al comprender que había escapado sano y salvo, sintió algo más que alivio. Creyó que el Señor respaldaba sus acciones. Misión cumplida. Desde ahora ya no sería un segundón más para la malvada cofradía. Se había ganado con toda justicia la confianza del maestro. Y ese logro, para él, justificaba los mayores sacrificios.

Apéndice.

Capítulo 22.

 El denominado «Misterio de Whitehall», que salió a la luz pública el 2 de octubre de 1888 con el hallazgo de un torso femenino en el nuevo edificio de la Policía Metropolitana en obras, configura un hito en este drama. La veracidad de ese descubrimiento cadavérico es irrefutable y el episodio quedó diáfanamente acreditado. (1)
Está documentado que el paquete donde se guardaba aquel torso fue avistado por Frederick Windborne, y que las cuerdas que liaban a ese bulto fueron destrabadas por dos operarios, a quienes el aterrado carpintero pidió auxilio. Y asimismo constan las medidas inmediatas para su reconocimiento adoptadas por las autoridades, incluida la orden emitida al doctor Thomas Bond de allegarse a aquel recinto a ejercer su oficio. (2) (3) 
Parecería claro que el objetivo de este gesto radicó en hacer mofa y escarnio. Es de presumir que un afán de escandalizar y de generar impacto mediático animó al responsable, o a los responsables, de aquel crimen. Que se trató, sin dudas, de un asesinato se plasmó en los informes de los médicos forenses Bond y Hebbert; lo cual fue extrañamente acallado por las autoridades, pues la noticia del espeluznante hallazgo se diluyó paulatinamente.
Pero aparte de tales rarezas, es innegable que el riesgo de llevar a cabo aquella travesura resultó enorme para su autor.  Me plació imaginar qué cosas discurrirían por el cerebro del encargado de trasladar el horrible trasto, qué emociones y miedos lo acuciarían durante su siniestra travesía.
Y así, casi sin proponérmelo, nació el personaje de Frederick Campbell; o sea el joven conocido por su obvio apodo de Fred, conforme se avisa en la página 234.


Notas.

Capítulo 22

(1) The thames torso murders of Victorian London, ps.66-83.
(2)  El segundo asesino, ps.22-23.
(3)  The thames torso murders, ps.143-145.



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