Blog del autor Gabriel Pombo dedicado a Jack el Destripador, la era victoriana y a otros asesinos en serie
viernes, 15 de enero de 2021
¿Jack el Destripador habría sido el demente Thomas Cutbush?
THOMAS CUTBUSH. LA HISTORIA DEL DEMENTE A QUIEN SE ACUSÓ DE HABER SIDO JACK
THE RIPPER
La idea de que el asesino serial que asoló a las prostitutas en el otoño de
1888 en Whithechapel era un enajenado mental constituyó tal vez la primera
noción que anidó en el espíritu de sus contemporáneos. ¿Quién sino un completo
desquiciado podría ser el culpable de perpetrar tamañas tropelías? Esta era al
fin y al cabo –si se piensa con detenimiento– una idea sumamente
tranquilizadora. El mal no radicaba en la naturaleza de los hombres sino en la
lamentable insania con que la vida había castigado a algunos desventurados. La
policía a cargo de la indagatoria, al igual que la opinión pública del
momento, se mostró reacia a aceptar que monstruosidades de tal calibre
pudiesen haber sido ejecutadas por una persona gozando de su sano juicio.
Mucho menos estaban dispuestas a concebir que el feroz matador de mujeres
finalmente revelase ser una persona inteligente y cultivada. ¡Un hombre culto
responsable de estos crímenes! ¡Qué absurdo! ¡Ningún hombre culto haría esto!
se oirá exclamar entre perplejo e indignado a Sir Charles Warren ante la
sugerencia del Inspector Frederick George Abberline en la película “From
Hell”. A despecho de que la escena conforma una ficción bien podría en la
realidad haber acontecido en tanto deviene representativa del estado de ánimo
y del pensamiento de las autoridades que tan infructuosamente acometiesen la
resolución de aquel misterio. Y repasando los hechos registrados cabe apreciar
que varios enajenados mentales estuvieron sindicados como culpables de inferir
los crímenes. Algunos serían detenidos e indagados, aunque posteriormente se
los dejaría libres, y los nombres de otros devendrían señalados por la prensa.
Uno de los más controvertidos de estos dementes lo constituyó Thomas Cutbush
Haynes, quien contaba con solamente veintitrés años por las fechas en que
tuvieran lugar los homicidios. Había nacido en el año 1866 en la localidad
británica de Kennington relativamente cercana a Withechapel. Su padre era
Thomas Taylor Cutbush y su madre Kate Haynes. Provenía de una respetable
familia de clase media inglesa. No obstante, su infancia devendría tormentosa
como producto de la desidia e indiferencia que hacia su familia mostraba su
padre alcohólico quien terminó abandonando el hogar cuando su hijo era
adolescente. El joven Thomas quedaría bajo el cuidado de su madre y su tía
materna las cuales, conforme a los datos conocidos, eran mujeres con marcados
problemas nerviosos y que –de acuerdo se ha conjeturado– denotaban un grado de
religiosidad muy exacerbado. En su primer trabajo el muchacho fungió como
empleado de comercio, y después tomaría una segunda ocupación también
administrativa, pero de ambos empleos lo despedirían a consecuencia de su
talante agresivo. Una vez perdidos sus empleos mantuvo un comportamiento
ocioso y sumamente extravagante. En el curso del día se encerraba para leer
libros de medicina, y durante las noches vagaba por los alrededores de
Withechapel saltando cercas y muros de las casas de sus vecinos con una
pasmosa rapidez y agilidad. Le obsesionaba la idea de que alguien lo estaba
lentamente envenenando, compulsión que al parecer compartía con su tío, el
Superintendente Ejecutivo de Scotland Yard Charles Henry Cutbush, quien luego
de ser dado de baja de la fuerza policial –gracias al beneficio de una
jubilación anticipada– concluiría su existencia cometiendo suicidio en el año
1896 al descerrajarse un tiro en la cabeza delante de su hija. El desorientado
Thomas presuntamente contrajo sífilis en 1888, y en el correr del año 1891 se
le comprobaría haber incurrido en dos agresiones de cierta magnitud en
perjuicio de mujeres cuyas nalgas acuchillaba. Estos atentados guardan ecos de
las agresiones concretadas dos años antes por un sujeto apellidado Collicot
también en el distrito de Withechapel, y fueron considerados por las
autoridades como delirantes delitos causados por Thomas Cutbush presa de un
afán imitativo. El desquiciado cuya vida venimos reseñando terminaría sus días
encerrado en un hospicio para enfermos mentales ubicado en la localidad de
Broadmoor tras reiterar su modus operandi agresor y apuñalarle las nalgas a la
joven Florence Grace Johnson e intentar posteriormente hacer otro tanto con
Mrs Isabella Frazer Anderson. Tiempo atrás se lo había condenado a sufrir un
período de confinamiento en el asilo para enajenados sito en la ciudad de
Lambert de donde se había fugado después de una detención que sólo duró cuatro
días. Desde el mes de febrero de 1894 el influyente periódico The Sun lo acusó
mediante una serie de artículos de constituir el responsable de los crímenes
perpetrados por el Destripador. Los descargos que de este personaje realizaría
el alto jerarca de Scotland Yard Sir Melville Leslie Macnaghten en su
renombrado informe interno de marzo de 1894, conocido como el “memorandum
Macnaghten”, llevó a que el apellido de este sujeto desapareciera para la
historia del elenco de los principales sospechosos. Y es que en puridad, el
memorandum de marras tuvo por razón de ser –conforme explícita declaración de
su creador– la de excluir a Thomas Cutbush como probable asesino, y ese motivo
determinó a su autor a proponer a cambio de aquel a tres eventuales
responsables quienes a partir de allí pasarían a primer plano: Michel Ostrog,
Aaron Kosminski y Montague John Druitt. Sin embargo, la misma defensa acérrima
que en beneficio del extraño Thomas Cutbush esgrimiera Sir Melville Macnaghten
despertaría con el correr del tiempo las suspicacias por parte de un muy
posterior especialista en la figura de Jack el Destripador –“destripólogo”–.
De tal suerte, se plantearía que el reporte y la consiguiente exculpación que
el mismo efectuaba con referencia a la responsabilidad criminal endilgada por
el rotativo The Sun a este hombre no fueron sino una cortina de humo destinada
a desviar la atención pública. La realidad, en cambio, habría sido que el
infortunado Thomas impelido por una enfermiza e irrefrenable manía religiosa
fue quien mató y destripó a las aún más infortunadas cinco prostitutas.
Y cabría además recordar que el número de cinco mujeres asesinadas por Jack
the Ripper –y solamente cinco– quedaría firme a raíz del informe formulado
por el inspector de Scotland Yard Sir Melville Macnaghten. Esta cifra de
víctimas es sin desmedro de que el principal postulador de Thomas Cutbush a
desempeñar el papel del desventrador de Whithechapel en realidad creía que
éste había sido el responsable de solamnete cuatro de las muertes, porque
consideró que Elizabeth –“Liz Long”– Stride había perecido a manos de su
novio Michael Kidney –hombre que contaba con un historial violento– tras una
reyerta doméstica, siendo su crimen echado a la cuenta de los perpetrados
por Jack el Destripador. Previo a concederse publicidad a las notas
redactadas por Sir Melville Macnaghten, la opinión generalizada consistía en
que el sádico matador de meretrices se había cobrado otras presas además de
aquellas difuntas a las cuales ulteriormente se las bautizaría bajo el mote
de las cinco “víctimas canónicas”. La candidatura del pluricitado Thomas
Cutbush para el rol del homicida serial del este de Londres victoriano
planteada en primera instancia por el periódico "The Sun" se vería retomada
con renovados bríos en épocas más actuales debido a la teoróa expuesta por
la intoriadora A. P. Wolf en su ensayo rotulado “Jack. The mith” –“Jack. El
mito”-, que viera la luz pública desde el año 1993. De acuerdo con la
opinión desarrollada por esta escritora, confluirían en nuestro ya familiar
Thomas Cutbush algunas de las más destacables características que procedería
atribuirle al accionar del celebérrimo asesino secuencial londinense. Entre
éstas se pondera que, fuese quien fuese el auténtico Jack the Ripper, el
mismo debía forzosamente de haber constituido un criminal motivado por una
“misión” fanática y obsesiva; un fanatismo que únicamente la religión
–cuando es llevada a grados enfermizos– podría imponer sobre el creyente.
Fanatismo y paranoia en grado sumo denotaba por cierto la conducta adoptada
por este hombre si se estima que el sospechoso en cuestión creía, por
ejemplo, que su médico y otras personas desconocidas componían un sórdido
complot para envenenarlo. Otra serie de circunstancias acaecidas en el
decurso de su vida igualmente ponen de sí para que su perfil se asemeje al
de un victimario en serie capaz de perpetrar los desmanes que tuvieron
cabida en la zona este del Londres victoriano. Thomas Cutbush había
presenciado y padecido desde niño escenas de violencia donde su iracundo
padre golpeaba a su madre. Ya desde muy joven se lo veía enteramente
desorientado. Disponía de todo su tiempo libre el cual en su mayor parte lo
ocupaba en leer incansable y obsesivamente libros de medicina. Vagaba por
los alrededores de Withechapel donde luego se llevarían a cabo los
homicidios, por lo que conocía la zona al detalle. Mostró tempranamente
explosiones de violencia extraña como haber empujado escaleras abajo a un
anciano que en aquel momento era su empleador, agresión por la cual lo
despedirían de ese empleo. Frente a los curiosos que se apiñaron para
contemplar la impactante escena se burlaría exclamando: ¡Pobre caballero que
mal se ha caído! Sus compañeros de trabajo comentarían haberle observado
manchas de sangre en las mangas de sus camisas y, asimismo, cuando
ulteriormente se lo detuviera acusado por la comisión de atentados más
graves en la requisa realizada en su vivienda la policía hallaría chalecos y
abrigos suyos escondidos dentro de la chimenea. Dichas prendas delatarían la
presencia de rastros sospechosos que su poseedor habría tratado de borrar
usando trementina. También en la revisión de sus pertenencias le serían
encontrados dibujos de naturaleza obscena así como grabados trazados con
tinta roja exhibiendo cuerpos de mujeres destripadas. Y como remate, el
detenido le contó a sus captores que una vez había tomado a su tía por el
cuello con intención de rajarle la garganta empleando un afilado cuchillo…
En fin: del recuento de estos hechos es muy notorio que se va formando una
muy poco halagüeña imagen de este personaje. Thomas Cutbush Haynes devenía,
fuera de toda duda, un marginal altamente peligroso, y muy bien podría haber
incurrido en la comisión de delitos más sórdidos que aquellos por los cuales
se lo atrapara, no pudiendo en absoluto excluirse que hubiera llegado al
extremo del asesinato. Pero, ¿fue Thomas Cutbush verdaderamente Jack el
Destripador? El ensayo debido a A. P. Wolf si bien es muy ingenioso no
aporta pruebas eficaces ni argumentos convincentes para fundar adecuadamente
el cargo de que el acusado en verdad hubiera sido Jack the Ripper. La
eventual circunstancia de que en Scotland Yard se supiera que el sobrino de
unos de sus Superintendentes –vale decir que ni siquiera se trataba de uno
de los jerarcas de mayor categoría dentro de la fuerza– constituía el tan
buscado homicida y que –en vez de atribuirse el mérito de la captura–
urdiesen una complicada tapadera para protegerlo corriendo, en consecuencia,
un serio riesgo de que la treta a la larga fuese de todos modos desvelada se
nos antoja como insostenible e increíble. Como otra de las pruebas en apoyo
de la culpabilidad de este hombre se destacaría que resultó condenado a
quedar encerrado a perpetuidad en un hospital psiquiátrico a pesar de que
sus delitos comprobados no ameritaban ni por asomo la imposición de un
castigo tan drástico. Se hará ver que otros desorientados contemporáneos a
éste y culpables de perpetrar ataques similares recibieron penas mucho más
benévolas e incluso en algún caso evitaron ir a prisión pagando a cambio una
fianza. La circunstancia de que a Thomas Cutbush se lo pusiera a disposición
de las autoridades para mantenerlo preso todo el tiempo que éstas lo
consideraban necesario se aduce como una evidencia decisiva de que se
ocultaba algo de aristas más oscuras que con seguridad iba mucho más allá de
los ilícitos más bien menores que a este sujeto se le imputaban. Ese algo
más sería –siguiendo esa posición– el convencimiento albergado por las
autoridades de que este maniático en realidad no era otro sino el tan temido
y misterioso matador de meretrices victoriano. Mantenerlo confinado a buen
resguardo bajo estricta vigilancia en un hospicio para enajenados implicaba,
por consiguiente, la solución más económica para impedir el escándalo a
sobrevenir si se revelaba la vinculación parental que unía al asesino con
jerarquías de Scotland Yard. La tesis esgrimida por A. P. Wolf en el fondo
representa una variante de la clásica teoría de la conspiración,
inicialmente formulada por Stephen Knigth, sólo que en lugar de tratarse de
un complot monárquico – masónico versa sobre una tapadera fabricada por la
policía con el objeto de evitar el escándalo a desatarse si quedaba al
descubierto que el criminal cuyas sádicas hazañas tuvieron en jaque a la
sociedad victoriana resultaba, al fin y al cabo, ser pariente directo de uno
de los suyos. La motivación religiosa de los crímenes entendida como una
perversión de la personalidad del homicida no sería un móvil enteramente
desechable. Empero, Thomas Cutbush para nada calza con ese prototipo. Los
datos sabidos con relación a su existencia más bien lo pintan como un simple
desorientado, con facetas esquizoides y marcada tendencia a la violencia es
cierto, pero a la violencia en forma desorganizada. Sus comportamientos
–empujar por las escaleras a un anciano patrono, pinchar nalgas de mujeres
en la vía pública– traducen un impulso sin método más propio del enajenado
mental que del frío y meticuloso asesino secuencial que escapó al castigo
tras ocasionar cuando menos cinco muertes en el East End de Londres durante
aquel otoño boreal de finales de la década del ochenta del siglo XIX. Por
otro lado, el modus operandi de que hiciera gala en sus tropelías este
individuo muy escasa o ninguna relación guarda con el patrón de acción
empleado en sus ataques por Jack el Destripador. Los psicópatas violentos
van ascendiendo en un “crescendo” de menos a más en la vesania que imprimen
a sus crímenes. Atento a tal consideración, no parece concebible que si
Thomas Cutbush durante el correr del año 1888 ya se entregaba a las
frenéticas carnicerías que se le conocieran al Destripador, tiempo después
se “conformase” con tan sólo apuñalar nalgas a mujeres para posteriormente
salir corriendo en plena calle donde se lo atraparía in fraganti delito.
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