sábado, 16 de enero de 2021

La teoría de que Jack el Destripador fue una mujer

OBRAS DE FICCIÓN QUE SOSTIENEN QUE JACK THE RIPPER FUE UNA MUJER. LA TEORIA DE LA PARTERA ASESINA
Una conjetura donde se sustente que el cruel homicida victoriano Jack el Destripador no fue un hombre, sino que resultó ser una mujer, parecería que es llevar las cosas demasiado lejos en cuanto a fantasía. Cuesta concebir que una hipótesis de apariencia tan estrafalaria se llegara a plantear con seriedad pero, pese a todo, “Jill la Destripadora” sí existió, cuando menos de la mano de elaboradas creaciones de ficción. Se comentó que al ser consultado sobre su opinión respecto de quien podría ser aquel asesino serial Sir Arthur Conan Doile, inmortal creador de Sherlock Holmes, expresó creer que una fémina podría haber sido la causante de los asesinatos. Pero el inicial libro desde el cual se desarrolló con algún fundamento serio esta posibilidad se debió a la autoría de Mr. William Stewart, y devino publicado en el año 1939 bajo el rótulo de “Jack el Destripador. Una nueva teoría”. Dicho escritor en puridad no aportó evidencias aptas para respaldar su proposición, sino que centró sus esfuerzos en describir un escenario virtual donde la única solución lógica frente a ciertas interrogantes planteadas la configuraba que una mujer hubiese resultado quien cometiera aquellos brutales crímenes. Tan sólo una mujer representaría la solución apropiada para una sumatoria de preguntas que se formularon las desconcertadas autoridades policiales de entonces, tales como: ¿Qué clase de persona hubiera podido deambular sola sin despertar sospechas en las sórdidas noches de Withechapel cuando se consumaron los homicidios? ¿Qué individuo podía haber transitado por aquellas calles en esos momentos con las ropas manchadas de sangre, y aún así haber pasado inadvertido? ¿Quién poseía conocimientos médicos de considerable entidad aptos para haber infligido las extensas mutilaciones visualizadas en los cadáveres? ¿Qué sujeto iría a disponer de una sólida coartada para el caso de ser visto junto a las futuras difuntas? La postulante perfecta a fin de llenar esos requerimientos, además de tratarse de una mujer, debía ejercer la profesión de partera o, cuando menos, dedicarse al más modesto oficio de comadrona. Probablemente devenía conocida por las víctimas al haberle practicado abortos a algunas de ellas, o bien a otras compañeras de oficio con las cuales aquellas mantenían trato. Y sería dicha circunstancia la más plausible explicación para comprender la actitud desprevenida adoptada por estas féminas en los instantes precedentes a sufrir el ataque mortal, a pesar de que por fuerza tenían que estar alertadas y temerosas al saber que un sádico ejecutor acechaba a la caza de meretrices. De acuerdo sostuvo en su libro William Stewart, al tratarse el asesino de una partera era dable imaginarla haciendo gala de la destreza y la pericia imprescindibles para inferir las posteriores mutilaciones que se apreciaron en lo cadáveres de las desdichadas difuntas. Las incisiones exhibidas en esos cuerpos sin vida –aún cuando no hubiesen constituido facturación de un cirujano experto– como mínimo dejaban la impresión de haber devenido ejecutadas por la mano de quien dominaba rudimentos sobre anatomía humana, extremo compatible con la sapiencia que correspondía aguardar en una obstetra. Si se quiere, la hipótesis de la partera homicida representa una extensión o variante de la tradicional teoría atento a la cual el criminal pertenecía a la profesión médica por ser un cirujano desequilibrado –al estilo del ficticio “Dr. Stanley”–, o bien por tratarse de un profesional relacionado a la medicina que se dedicó al robo y tráfico de órganos motivado por fines mercantiles y ambición de lucro. Una partera –estuviese o no aquejada por desequilibrios psíquicos– disfrutaba de notorias ventajas a la hora de salir indemne después de incurrir en aquellas salvajes tropelías. En nada iría a llamar la atención si se la veía transitando por esa zona, incluso a altas horas de la noche, porque tal comportamiento formaba parte usual dentro del ejercicio de sus actividades profesionales. Su profesión igualmente le serviría de coartada para explicar de modo razonable cualquier mancha de sangre que sus ropas pudiesen delatar. Necesariamente estaría dotada de bastante gobierno de la técnica quirúrgica, semejante a la destreza acreditada por el ejecutor de los crímenes, respecto del cual -por lo común- se admitía que manejaba con fluidez esos rudimentos aunque no detentase la sapiencia de un auténtico médico profesional. Y aún en la situación de que la culpable no fuese una partera sino que resultara únicamente una comadrona, la carencia de conocimientos teóricos similares a los poseídos por una obstetra que hubiese cursado estudios superiores se vería suplida sin desmedro por virtud de la constante práctica que le proporcionaba el habitual ejercicio de su oficio. Y en favor de la presunta partera o comadrona asesina militaría, sobre todo, la creencia generalizada de que el responsable de los ataques tenía forzosamente que haber constituido un hombre, razón por la cual una mujer podía andar libremente por los barrios bajos del East End londinense sin despertar ningún resquemor. A lo sumo cabía esperar de una mujer deambulando de noche en aquellas circunstancias por tan peligrosos arrabales que la desgracia le recayera y terminase convertida en una nueva víctima del maníaco. Pero a nadie jamás se le iría a ocurrir pensar que en realidad la victimaria de mujeres era ella. Otro aspecto curioso de cuanto venimos tratando está determinado por la ausencia de semen que –de acuerdo parece– exhibieron los cadáveres una vez que fueron examinados. En sus informes los facultativos intervinientes en las autopsias hicieron hincapié en que el ejecutor no habría mantenido relaciones sexuales con sus asesinadas, sin perjuicio de resaltar el hecho de que –atendiendo a la condición de prostitutas ostentada por aquellas– cabía aceptar como muy posible que durante las horas precedentes a sus decesos hubiesen practicado el coito con ocasionales clientes. Pero, por regla general, prevaleció la opinión de que el matador no violaba a sus agredidas, aunque más no fuera porque la extrema rapidez con que se llevaban a cabo los ataques tornaba imposible en estos casos el contacto sexual entre el victimario y sus víctimas. Las agresiones estaban claramente destinadas a ocasionar la muerte y no parecían en absoluto causadas para proporcionar satisfacción carnal al atacante. Aún cuando la perversión sexual del matador –e incluso su presunta impotencia– bien pudieran constituir uno de los móviles más determinantes para la realización de los crímenes nadie iría a postular –pues devenía inimaginable– la solución que más obviamente explicaba la ausencia de rastros de actividad sexual inmediata en los cuerpos de las finadas. Y tal respuesta era que no se hallaron muestras recientes de fluido seminal porque no podía de ningún modo haberlas en tanto el violento perpetrador había sido –por más increíble que pareciera– no un hombre sino una mujer. Por último, las ampulosas ropas que portaría la obstetra, propias de su trabajo, le permitían esconder bajo ellas con facilidad a los instrumentos precisos para ocasionar la muerte y ejecutar la subsiguiente disección sobre los cadáveres, así como el ocultamiento de los órganos extirpados. Entre las muchas críticas originadas por la conjetura que se viene exponiendo correspondería atender a aquellas donde se insiste que ninguno de los testimonios rendidos por motivo de los homicidios mencionó que a las asesinadas se las hubiese visto en compañía de otras mujeres durante los instantes previos a sus trágicos desenlaces. En cambio, sí median varias declaraciones bastante fiables dejando constancia de la existencia de miembros del sexo masculino dialogando con algunas de las futuras víctimas. Descripciones pormenorizadas en las cuales siempre se apuntó a la presencia de hombres se brindaron, por ejemplo, en el caso de la muerte de Elizabeth Stride –conforme dichos de Israel Schwartz, John Gardner y J. Best–, de Catherine Eddowes –por cuenta de Joseph Lawende– y de Mary Jane Kelly –a cargo de George Hutchinson–, por nada más citar algunas de esas testificaciones. No obstante, el aspecto más débil contenido en la argumentación finca en los móviles o razones internas aptas para compeler a la partera a llevar a término los sangrientos crímenes o, mejor dicho, en la notable ausencia de tales móviles o razones que en esta hipótesis es dable advertir. Se sostendrá que la primera de las rameras ultimadas en la secuencia que se adjudicó a la facturación de Jack the Ripper –vale decir: Mary Ann Nichols– había devenido victimizada tan sólo por el puro placer de asesinar y mutilar que embargaba a la perversa obstetra. Como a partir de ese crimen la prensa propaló la versión de que un cirujano podría configurar el responsable más seguro, la criminal habría procedido a inferir mutilaciones sobre las siguientes muertas para, de tal modo, ceñirse a ese patrón de conducta homicida con el propósito de desviar las sospechas policiales hacia la figura de un médico tornando así imposible su propio descubrimiento y detención. En definitiva, de conformidad propone el primer ensayista que formuló la teoría de acuerdo a la cual bajo la apariencia de Jack en realidad se escondía una partera sádica, el móvil propulsor de los asesinatos radicó, meramente, en una devastadora demencia que dominaba a la ejecutora y la cual la forzaba a dirigirse sañudamente a la caza de prostitutas a quienes odiaba debido a desconocidas e inexplicables razones. Pero, más allá de los muchos puntos débiles visualizables en la llamativa hipótesis, ciertos hechos verificados podrían –por muy curioso que pareciera– prestarle algún respaldo legítimo. Entre tales hechos comprobados es válido hacer mención al testimonio vertido por Mrs. Caroline Maxwell, esposa del dueño de una pensión emplazada en la calle Dorset, quien declaró ante las autoridades una vez sucedido el espantoso crimen de Mary Jane Kelly. En oportunidad de responder al interrogatorio policial dicha persona refirió haber visto a Mary en dos ocasiones el mismo día de su crimen y aseguró, incluso, haber intercambiado algunas palabras con aquella joven. Lo interesante reside en que en ambas emergencias los encuentros se habrían operado algún tiempo después de la hora en que, de acuerdo a los dictámenes expuestos por los médicos forenses, la mujer ya estaba muerta. El inicial de tales encuentros se habría originado entre las ocho y ocho y treinta de la mañana del 9 de noviembre en la esquina de Miller´s Courts. Caroline se mostró muy sólida al aportar este dato, enfatizando que no le quedaba la más mínima duda acerca del horario porque su esposo siempre regresaba de su trabajo a las ocho de la mañana. Según Mrs. Maxwell, le llamó en especial la atención comprobar que la atrayente prostituta dejaba la impresión de hallarse con su ánimo muy decaído y daba indicios de obvios síntomas de malestar, por lo cual la declarante le ofreció ron a fin de levantarle el ánimo, con esa espirituosa bebida alcohólica, en el curso de una breve conversación. También indicó que una hora más tarde la volvió a observar hablando con un individuo en el pub Britannia, popularmente conocido bajo el nombre del “Ringer´s” en honor al apellido del propietario de ese local. Suministró un recuento minucioso tanto del aspecto de aquel hombre como de la ropa que en ese momento portaría la muchacha. La presunta Kelly vestía una falda oscura, corpiño de terciopelo, y un chal de color marrón. La declarante aseguró que dicha vestimenta resultaba habitual en Mary Jane, con lo cual dio a entender que tampoco en esta segunda ocasión podría haberse equivocado al identificarla. El Inspector Frederick George Abberline se encargaría de interrogar en forma personal a la referida testigo, la cual se mantuvo inflexible en sus deposiciones. Otro testimonio problemático lo conformó el rendido por un sastre llamado Maurice Lewis, quien afirmó que mientras bebía una copa a las diez de aquella mañana en la taberna Britannia cayó en la cuenta de que Mary Jane Kelly se encontraba allí presente conversando con un hombre. Frente a las dudas aducidas por Abberline al interrogarlo Maurice Lewis aseveró hallarse plenamente convencido de que la persona por él vista no era otra sino la mujer asesinada a la cual conocía bien. Agregó que recordaba incluso haberla contemplado la noche anterior a su muerte bebiendo en otro pub –el “The Horn O´ Pienty”– en compañía de su habitual pareja Joseph Barnett, a quien Mr. Lewis conocía por el sobre nombre de “Danny”, y de Julia Venturney, joven vecina de la occisa que se alojaba en una de las habitaciones de la pensión de Miller´s Courts. En una dudosa versión se atribuyó al Inspector Abberline haber consultado con un médico amigo si no sería posible que Mary Jane Kelly hubiera sido finiquitada por una mujer que escapó del teatro del crimen usando las ropas de su víctima para disimular. El médico consultor del policía, cuyo nombre, se dijo, era Dr. Thomas Dutton -y que, dicho sea de paso, muy posiblemente sea un personaje ficticio– desestimó esa posibilidad, aunque no sin dejar de consignar su creencia de que una comadrona o una partera representaba el tipo de mujer más capaz de perpetrar los crímenes sin levantar suspicacias dado que, merced a la continuada práctica de sus oficios, dispondrían de los esenciales conocimientos clínicos acerca de la disección que el infame ultimador justificara ostentar. Mejorando la teoría –al menos en cuanto al móvil de la criminal atañe– a través de una sucesión de artículos de prensa firmados por un antiguo jefe de Scotland Yard de nombre Arthur Buttler, se ofreció la sugerencia de que la innominada obstetra había provocado por impericia, debido a trágicos errores técnicos, los decesos de cuatro de las víctimas canónicas de Jack el Destripador durante el transcurso de malogrados procedimientos abortivos. A los efectos de disimular, y para alejar de sí toda eventual sospecha, fue que luego la abortista procedió a infligir los cortes y a ejecutar las evisceraciones, para hacer creer que se trataba de ataques cometidos con el exclusivo propósito de matar cuando la verdad era que las infortunadas mujeres ya habían expirado en el proceso de una torpe maniobra abortiva anterior. Mr. Arthur Butller comienza su historia recordando la persona de Emma Elizabeth Smith, la prostituta alcohólica de cuarenta y cinco años a la cual tiempo atrás se la reputase como la primera de las víctimas del Destripador. A diferencia de las ulteriores asesinadas, a quienes hallaron yaciendo muertas sobre las aceras –o dentro de una habitación en el caso de Mary Jane Kelly–, esta desdichada expiró en el Hospital de Londres el 3 de abril de 1888 presentando claras trazas de haber sido ferozmente apaleada. Inicialmente Emma se dedicaría –a cambio de una modesta retribución– a servirle de nexo a la obstetra con chicas de los bajos fondos necesitadas de realizarse abortos, pero luego se volvería más ambiciosa. El homicidio de Smith tendría por causa el hecho de que se había convertido en una grave amenaza para la practicante de abortos a quien intentó extorsionar reclamándole dinero a cambio de no contarle a la policía cuanto sabía acerca de las ilegales actividades de aquella. Según esta hipótesis, la partera tenía un cómplice masculino que se encargó de castigar a la chantajista y, aunque la intención original sólo consistía en asustarla, el hombre se excedió en la violencia aplicada provocándole la muerte. Luego le tocaría su turno a Martha Tabram –o Martha Turner–, otra de las mujeres desechadas por la mayoría de los destripólogos como plausible víctima de Jack, la cual falleciera a raíz de las heridas producidas por treinta y nueve puñaladas asestadas en la noche del 8 de agosto de 1888. Tabram–Turner acompañaría a una amiga y colega llamada Rosie Johnson quien deseaba poner fin a su incipiente embarazo. Ambas concurrirían a un local radicado en las inmediaciones de Brick Lane donde atendía la obstetra. Rosie se quedó sola para recibir el tratamiento retirándose Martha. Sería la última vez que aquella vería con vida a su amiga. En los días siguientes Martha Tabram preguntaría con insistencia a la partera sobre qué había ocurrido con Rosie Johnson, dando expresivas muestras de no creerse las excusas que sobre la partida de ésta se le dieran. La meretriz se transformaría en una grave molestia para la obstetra, por lo que ésta para neutralizar la posibilidad de ser denunciada y de tener que enfrentarse, probablemente, a una condena a cadena perpetua –puesto que la joven Johnson había perecido durante el intervalo de un fracasado aborto– nuevamente requerirá los servicios finiquitadores de su cómplice, quien cuchillo en mano silenciará a Martha Tabram–Turner de la forma que ya sabemos. Por su parte, con respecto a “Polly” Ann Nichols se argumentará que fue liquidada en un lugar diferente a donde finalmente se la halló, extremo este último corroborado por la escasa sangre apreciable en torno al cadáver. El deceso de esta mujer se había en realidad concretado dentro del local donde se practicó su frustrado aborto y los cortes se le inferirían a posteriori dejándose su cuerpo lejos de la guarida de la partera para despistar y confundir a los investigadores. Similar situación acontecería con Annie Chapman de la cual los forenses no pudieron detectar signo alguno de lucha previo a su fallecimiento. Los bolsillos del vestido de esta difunta se encontrarían dados vuelta, y esta llamativa circunstancia tendría su explicación en la premura del asesino por ubicar un comprometedor papel donde se consignaba el nombre y la dirección de la abortista. Arthur Buttler descartó a “Liz Long” Stride como una auténtica víctima del Destripador, y achacó su muerte a la violencia cotidiana imperante en el East End de Londres. Incluyó, en cambio, a Catherine Eddowes entre aquellas cuyo triste desenlace se habría debido al accionar del terrible binomio compuesto por la anónima partera y su letal cómplice masculino. Empero, en esta ocasión no se podrá esgrimir que la mujer falleciera en la improvisada mesa de operaciones como, según se adujo sucedió con las aludidas Mary Ann Nichols y Annie Chapman, ya que deviene un hecho firmemente registrado que “Kate” Eddowes padeció su horrible final en el mismo lugar donde pocos minutos después fuera localizado su cadáver. De ello no puede haber vacilación alguna porque unos quince minutos antes de morir se encontraba detenida en una celda de la comisaría de Bishopsgate. Por último, en cuanto concierne a Mary Jane Kelly, la misma habría citado a la obstetra a su habitación emplazada en el número 13 de Miller´s Court durante la fatídica madrugada del 9 de noviembre de 1888, y aquella fracasaría una vez más en la realización de su trabajo. En resumen, si se atiende a las conjetura formulada por Mr. Arthur Butller, la partera en cuestión no tenía a priori deseo ni voluntad de matar y, de hecho, nunca ocasionó en forma deliberada el deceso de sus pacientes. Simplemente, era requerida por éstas para prestar sus servicios profesionales a los efectos de terminar con embarazos no deseados, fruto del arriesgado oficio con el cual se ganaban tan duramente la subsistencia. La condena a cadena perpetua conformaba el drástico castigo que la ley penal de Inglaterra victoriana reservaba al ejercicio de maniobras abortivas. El fundado temor a ser descubierta o delatada una vez que acontecían los desgraciados desenlaces constituiría la motivación de la mujer para cubrir el rastro de sus fallidas prácticas mediante la mutilación de los cadáveres. Después de todo, las pacientes ya habían fallecido y ella debía buscar la manera salvar su pellejo evitando la aprehensión. Cuando menos en este planteamiento se propone un móvil en apariencia un poco más lógico y plausible para explicar los destripamientos. Se trataría aquí de ocultar y disimular un delito menor –el aborto para la ley británica de la época– profanando los cuerpos sin vida a fin de confundir y despistar a los investigadores policiales. Tras la muerte de Mary Jane Kelly –la cual según esta versión se hallaba embarazada de tres meses cuando reclamó los servicios abortivos– la obstetra se habría por fin convencido de que no podía continuar ejercitando su tarea de modo tan chapucero. Y de esta forma sería que –presintiendo su inminente captura al percatarse del notable aumento en la intensidad de la búsqueda policial que tan atroz crimen justificaba– tomó la decisión de ponerle término en forma definitiva a sus riesgosas actividades cerrando para siempre su negocio. Por cierto que la motivación asignada de acuerdo con esta versión a la ficticia partera –destripadora pero no asesina– cae por su propio peso y se hizo acreedora de furibundas críticas, así como de irónicos comentarios a cargo de los estudiosos del asunto. Así, por ejemplo, se previno: “…Es difícil creer que la peor partera provocadora de abortos del mundo, tras una orgía de asesinatos que duró (según Buttler) unos ocho meses, renunciaría a ellos sencillamente porque creía que la policía estaba adoptando tácticas nuevas. Además, como observó Don Rumbelow, es sorprendente que la partera, habiendo encontrado un método infalible de deshacerse de Rosie, la amiga de Martha Turner, no hubiese utilizado el mismo método para deshacerse de sus otros “fracasos”. Y si se trataba únicamente de encubrir un aborto fallido ¿Por qué tan brutal la carnicería en el caso de Mary Kelly?...”. En otro orden, procede poner de relieve que la sugerencia en examen no se limitaba a especular respecto de cuál configuraba el móvil inspirador en los actos de la pretendida obstetra criminal. Lo más relevante de esta posición estribaría en que no se está ante un único homicida sino frente a la presencia de una pareja de asesinos –hombre y mujer– ligados por una concluyente y enfermiza voluntad criminal. Aquí los verdaderos homicidios de Jack the Ripper habrían sido los ejecutados contra Emma Smith y Martha Tabram–Turner. Se trata, irónicamente, de dos crímenes actualmente exiliados del elenco de aquellos considerados como obra del Destripador. El móvil y objeto de esos asesinatos radicó en eliminar a una chantajista y a una testigo peligrosa, respectivamente. En los cuatro restantes decesos se habría tratado de maniobras clínicas fallidas, y las incisiones inferidas, así como las extracciones de órganos realizadas luego a los cadáveres, sólo revestían una finalidad distractiva. Ni que decir hay que toda esta teoría se basamenta en simples suposiciones y en inferencias realizadas a partir de hechos conocidos para arribar hasta conclusiones a las cuales se hace encajar con la premisa inicialmente propuesta. Pero se evidencia muy notorio el carácter forzado que reviste todo el razonamiento, y sólo la fantasiosa originalidad de tal historia la torna merecedora de ser recordada.

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