Blog del autor Gabriel Pombo dedicado a Jack el Destripador, la era victoriana y a otros asesinos en serie
viernes, 22 de enero de 2021
Jack el Destripador. Caso Abierto
LOS ASESINATOS DE JACK THE RIPPER Y EL MISTERIO DE SU IDENTIDAD
Martha Tabram –a quien también identificaban por el apellido Turner– de treinta y nueve años, resultó eliminada, entre la noche del 7 y la madrugada del 8 de agosto de 1888. La mujer era conocida por ser una «prostituta de soldados», pues se dedicaba a la atención de esta clase particular de clientes. Practicaba sus recorridas atravesando con regularidad
los muelles, buscando a los soldados que estuviesen de guardia en la Torre de Londres. En esa mañana el portero del block de pisos de George Yard, oyó un potente grito de «¡Auxilio!¡Me matan!». Pero le pareció habitual y continuó durmiendo hasta tarde. Tampoco el cochero Albert Crow, que regresaba de trabajar a las 3.30, tomó en cuenta el bulto que vio caído cerca de la entrada cuando penetró en el edificio. Se trataba del cuerpo desangrado de Martha tendido sobre el zaguán de la primera planta. Crow justificó no haberse percatado que estaba en presencia de un homicidio porque no le prestó atención, pues: «Estaba muy cansado. Estoy acostumbrado a ver gente dormida o borracha echada sobre las escaleras de entrada», explicó cuando depuso en la instrucción. Quien sí se percató de qué se trataba fue el estibador John Reeves, también arrendatario en el mismo bloque. No tuvo más remedio que advertirlo porque se cayó de bruces y se ensució sus ropas, tras resbalar con la sangre del copioso charco, que a la vera del cadáver de la extinta se había ido formando. La habían apuñalado treinta y nueve veces, quizás con una bayoneta. Si tal hubiese sido el arma empleada para finiquitarla este dato guardaba consistencia con quien habría sido su último cliente de esa velada. Y es que, según su compañera de oficio Mary Ann Connelly –apodada Pearly Poll–, ambas habían abandonado la taberna Blue Anchor con dos milicianos, uno de los cuales se identificó como cabo. Una vez que salieron del pub discutieron el precio de los servicios y, no bien se pusieron de acuerdo en el importe, Martha y su soldado se dirigieron hacia los edificios George Yard, cuyo tenebroso rellano se utilizaba a fin de llevar a cabo relaciones sexuales. Connelly, a su turno, se encaminó con el cabo rumbo a los recovecos del denominado Callejón del Angel, recinto adecuado para el mismo propósito. Cuando ambas busconas se despidieron eran casi las 2 de la mañana. Tabram moriría un rato después a manos de un victimario renético. Su corazón, su hígado, su bazo y la mayoría de sus grandes órganos, fueron traspasados mediante incisiones cortas y extrañas, no facturadas con el filo de un cuchillo ordinario. Su colega, y testigo principal en la indagatoria, era una mujerona alta, flaca y desgarbada que moraba en el albergue Crossingham en la calle Dorset, un tugurio plagado de ladrones, prostitutas y malhechores. Tan asustada se la veía cuando rindió su testimonio en la instrucción sumarial que, más de una vez, el juez de guardia la amonestó requiriéndole que hablase alto. Cuanto más se esforzaba por alzar la voz menos se le entendía y el alguacil del juzgado tuvo que repetir su declaración proporcionada en susurros. La investigación se encargó al inspector Edmund Reid de Scotland Yard. Este era el oficial de policía de más baja estatura de todo el cuerpo, pero compensaba sobradamente ese desmedro con tenacidad y sagacidad, cualidades que todos sus camaradas le reconocían. Se convenció que la mujer mentía para encubrir a alguien y le exigió que fuese con él a la Torre de Londres, donde se organizó un improvisado desfile. El guardia de la Policía Metropolitana Thomas Barrett también estaba allí, pues le habían dado la orden de tratar de identificar al soldado con el cual dialogó brevemente en George Yard la noche del crimen. Pero su presencia empalideció y pasó a segundo plano frente a la otra testigo convocada para participar en esa ronda de reconocimiento. Delante del agente de la sección H y de Pearly Poll– quien lucía un sombrero dotado de coloridas plumas y sus mejores atavíos– avanzaron de dos en dos los soldados y oficiales que habían librado del 6 al 7 de agosto. La amiga de la difunta los inspeccionó lentamente uno por uno, con fingida dignidad y al final sentenció:
–No está aquí. No reconozco a ninguno.
La tarde entrante idéntico procedimiento se reiteró dentro de los cuarteles Wellington, en Birdcage Walk, donde se obligó a desfilar para el examen a los guardias de ese regimiento. La denunciante parecía estar harta y deseando acabar, de una vez por todas, con aquellos fastidiosos trámites. Optó por cambiar de táctica:
–¡Este, y aquel de allá!, el más alto, y el más delgado de
todos. Ellos dos fueron los individuos que vinieron con nosotras– mintió.
Que mentía torpemente fue fácil de esclarecer. Y es que los dos militares acusados por la meretriz esgrimieron en su defensa sólidas coartadas. Uno de los guardias había estado de custodia dentro del cuartel desde las 22 horas de aquella noche, y le sobraban testigos con los cuales respaldar su afirmación.
El otro acusado, si bien gozó de permiso en dicha emergencia, había pernoctado junto a su esposa en su hogar, el cual distaba a varios kilómetros del escenario del crimen, y también podía demostrarlo.
Transcurrieron unas semanas desde el homicidio de Martha Tabram, y aquella madrugada Emily Holland, a quien también llamaban Ellen sus amigas y sus clientes, volvía a su alojamiento en el número 18 de la calle Thrawl.No había esta vez candidatos a la vista para una cincuentona como ella, pero se conformaba recordando que dentro de su modesto bolso guardaba los cuatro peniques que costaba pagarse el catre. El resto del dinero lo había gastado en la compra de embutidos y ginebra mientras regresaba del muelle, luego de contemplar el ardiente panorama. Había valido la pena la larga caminata. En el este del Londres de la Reina Victoria raramente ocurría algún evento atractivo. La caminante conservaba en sus retinas el fulgor rojizo de las llamaradas que, tras propagarse desde un almacén de brandy en el dique seco de Ratcliffe Highway, arrasaron unas míseras casuchas y encendieron la base de la iglesia. Era casi de medianoche y los bomberos todavía no habían logrado sofocar la voracidad del fuego. Los resplandores se reflejaban sobre el río Támesis y se avistaban desde los suburbios, a kilómetros de distancia. Corrió de boca en boca la sensacional noticia y hasta el puerto, curiosa y excitada, se dirigió ella, al igual que lo hicieron en aquella ocasión centenares de pobladores de Whitechapel. Sin embargo todo lo bueno se acaba y también llegó a su fin el gratuito entretenimiento nocturno de ese 30 de agosto de 1888. Pronto se harían las 2.30 de la madrugada del día entrante y, como quedó dicho, Emily Holland retornaba a su refugio.Entonces fue que la vio. La pequeña meretriz avanzaba tambaleándose contra la pared. Producto de una borrachera –otra más de ellas– sus piernas apenas coordinaban. Vestía ropa más harapienta que de costumbre y el único toque disonante con la desastrada apariencia lo conformaba un sombrero de paja negro con ribetes de terciopelo que parecía recién estrenado. Ellen se aproximó a la patética figura para cerciorarse. Sí, sin dudas, era ella. Su compañera de oficio y de albergue Mary Ann Nichols, mejor conocida por el apodo de Polly.
–Pero, ¿si eres tú Polly? ¡Por Dios, qué mala cara traes!
–exclamó–. ¿Adónde vas? Ya son las dos y media de la
noche.
–Hola Ellen– respondió aquella con tono apagado. –
Es que debo ganarme la plata para pagarme la cama. No
tardaré mucho. Tengo que conseguir a otro. Esta noche ya
me gané tres veces el precio, pero las tres veces me lo bebí.
–No hay caso contigo, mujer. Tú sí que no puedes con
tu naturaleza. Bueno, te deseo que tengas buena suerte. A pesar del aliento brindado, el timbre de voz de Holland delataba un matiz de reproche. Aunque a esta también le gustaba empinar el codo y en octubre de ese año sufriría dos arrestos por embriagarse y generar escándalo
público, no se consideraba una beoda. Pero Nichols era un caso perdido. Optó por cambiarle de tema:
–Vengo desde el puerto adonde fui a ver el incendio.
¿Es que no te enteraste? Estalló un tremendo fuego en Ratcliffe Highway, en el muelle, y todavía sigue ardiendo. Incluso quemó a la iglesia de St George´s en el este. Fue todo un espectáculo...
Ellen iba a terminar la frase, pero comprendió que la otra no le prestaba atención. Era claro que su mente deambulaba muy lejos de allí. Escrutó el abotargado rostro de su compañera y sintió lástima.
–Te noto muy cansada. ¿Por qué no me acompañas?
–No, gracias, tengo que conseguir plata para pagarme la cama.
–Cómo tú prefieras, yo me voy. Cuídate amiga.
Tan sólo un par de horas atrás Mary Ann esbozaba un semblante afable y parecía disfrutar de ánimo alegre y buena salud. Aunque no era que tuviese muchos motivos reales de regocijo, porque la habían expulsado de la pensión en donde se albergaba. Desde los últimos cuatro meses se venía repitiendo ese ciclo nómade y ella continuaba sin establecerse en ningún lado.La vieron salir a las 0.30 del 31 de agosto de la taberna The Frying Pan (literalmente: La Sartén). Había bebido más de la cuenta y parecía achispada, aunque se conservaba bastante sobria todavía. Lo malo era que solamente le quedaban dos peniques y necesitaba dormir. Se encaminó hacia el albergue de la calle Thrawl. Sabía que ese dinero no le alcanzaba para pernoctar y que lo más probable era que la rechazaran –allí el precio de la cama ascendía al doble de esa suma, al igual que en los demás malhadados alojamientos del distrito–, pero nada perdía con hacer el intento.
–Vamos, te doy dos peniques que es lo único que tengo
encima. ¡Te juro que mañana te traigo lo que me falta!–
rogó ante el hombre que se mantenía impávido.
–Ya sabes cómo funciona esto. La cama cuesta cuatro
peniques. Si no los tienes esta noche duermes afuera.
–¡No puedo creer que por dos miserables peniques me
mandes a la calle!– fingió indignarse Nichols.
–Lo siento, no puede hacerse nada. No soy yo quien
fija las reglas aquí.
Era cierto, el gordito calvo y malhumorado al cual la mujer le insistía para que la dejara entrar no era el encargado de la casa de huéspedes sino un suplente, y tenía que cuidar su empleo. Si el otro hubiese estado de guardia esa velada puede que ella lo hubiera ablandado, tal vez habría logrado permutarle el precio del lecho por un servicio sexual rápido y discreto. No sería la primera vez. Pero para su mala fortuna el dueño estaba lejos de allí atendiendo otros menesteres. Resignada, aunque alardeando confianza, dio media vuelta y salió hacia la calle, no sin antes declarar al cruzarse con una conocida:
–No me importa. Sé que esta va a ser mi noche de suerte. Mira qué lindo sombrerito nuevo llevo puesto – sonrió mientras lo ladeaba.
Estaba persuadida de encontrar a los clientes con que
obtendría el dinero preciso para costearse la cama y, alentada por ese convencimiento, se internó en las neblinosas callejuelas. No obstante, otra compulsión aún más poderosa que la de disponer de un techo bajo el cual cobijarse la gobernaba: el alcohol. Ansiaba con desespero beber cerveza, ron, ginebra o el líquido que fuera, con tal de sumergirse en ese estado de
embriaguez en el cual el futuro no la angustiaba y su pasado quedaba en el olvido. Buck´s Row era uno de los callejones del distrito, bordeaba el cementerio judío, y a mitad de su camino se ubicaba el matadero de Spitalfields. También constituía una ruta obligada para ir al mercado. La región distaba a unos quinientos metros de donde Ellen y Polly sostuvieran su
breve conversación. Robert Paul iba rumbo a su trabajo en el mercado cuando, a lo lejos, vio a un hombre agachado al lado de una forma humana tendida. El otro se percató de su presencia y le gritó:
– ¡Hey! Ven a ver a esta mujer, está desmayada de tan
borracha.
Aquel individuo le era conocido. Laboraba para una empresa trasladando a diario sus mercancías en un carro, del cual se había bajado. Se llamaba Charles Lechmere, también conocido por el apellido Cross.
–No creo que esté borracha. Esta tipa parece muerta– musitó el interpelado, al tiempo que se arrimaba. Inclinándose sobre ella y colocándole una mano sobre el pecho, como si quisiera auscultar sus latidos, más para sí mismo que para que lo oyese su acompañante, señaló:
–No, no está muerta. Me parece que la oigo respirar.¡Ayúdame a ponerla de pie!
–¡Yo no la toco! – exclamó Lechmere, dando un respingo.
Ante esa negativa Paul, que se había reclinado sobre el cuerpo tumbado, se irguió y torció el cuello atisbando hacia el fondo del callejón tenuemente iluminado por el gas de una farola. «En ese momento me asusté de verdad. Me di cuenta que la habían matado y se me dio por pensar que el asesino podía andar oculto cerca de ahí.», recordaría en la instrucción judicial. Al convencerse que no iba a obtener colaboración por cuenta de su acompañante, su solidario entusiasmo se esfumó.
–Bueno, lo mejor será irnos de aquí y avisarle a los polis.
Los dos trabajadores giraron sobre sus talones, dejando atrás a la desharrapada figura yacente en las sombras. Tras recorrer un corto trecho, dieron con un agente de la división H de Whitechapel que cumplía con su ronda
habitual y le notificaron de su patético descubrimiento. Antes de que ese guardia arribase al teatro del crimen otro policía, John Neil –quien media hora antes recorriera aquel sitio sin apreciar nada raro– se topó con el cadáver, y comenzó a soplar su silbato en demanda de socorro. Eran las 3 y 45 de la mañana del 31 de agosto de 1888.
A partir del día siguiente se llevó a cabo la encuesta judicial por motivo de la muerte de Mary Ann Nichols, mientras su cadáver aún permanecía enfriándose en la morgue. El jueves 6 de septiembre lo retiraron para introducirlo en un tosco ataúd, y previo a cerrar la tapa se le tomó la única fotografía que se conserva. Su féretro fue izado a un carruaje con caballos que se dirigió al cementerio de Ilford, distante a diez kilómetros de aquel antro fúnebre. En una tarde gris y lluviosa se extrajo el cuerpo y se lo colocó dentro de una fosa recién cavada, recibiendo sepultura directamente en la tierra. El padre de la extinta, su cónyuge, tres de sus hijos y algunos policías asistieron a la ceremonia.
Nadie podía imaginar que apenas dos días después de que los sepultureros desocuparan la escuálida caja de madera para regresarla al depósito de Old Montague –en patética muestra de la pobreza de recursos que imperaba en el East End– en ese mismo cubículo iría a reposar el cadáver de la nueva presa cobrada por el asesino de Polly.La mujer bajita, regordeta, de abultados mofletes y fatigados ojos celestes caminaba dificultosamente y parecía estar en las últimas. Amelia Farmer se cruzó por segunda vez ese día con ella y se sorprendió ingratamente al notarla tan desmejorada. Apenas unas horas atrás, en la escalinata de la Iglesia del Cristo, había conversado con Annie Chapman. Ya entonces advirtió que su amiga lucía sumamente demacrada, pero ahora estaba aún peor; daba la sensación de que sobre sus hombros se había precipitado de repente el tiempo, además de los achaques. Aparentaba tener muchos más años de los cuarenta y siete con que realmente contaba.
–Te ves muy enferma– le dijo Farmer.
–Es que he estado pasando por muchos apuros. No he
comido nada en todo el día, ni siquiera unas galletas o una
taza de té– repuso con voz hueca la interpelada. Y añadió:
–Tal vez pudiera albergarme un par de días en uno de
los asilos de Spitalfieds… no sé. En verdad lo necesito, aunque tengo miedo de que allá me roben lo poco que aún me queda. Aparte, no tengo fuerzas para trabajar en uno de esos sitios a cambio de la comida.
–¡Adónde debes ir urgente es a la enfermería del London Hospital! ¡Allí pueden ayudarte!
–Ya he pasado por ahí en estos dos últimos días y no
me ha servido. Me han dado unas píldoras para mis dolores, pero para qué las quiero si sigo comiendo tan mal.
–Toma, cómprate las galletas y el té con esto– se apiadó la otra, y le depositó en la mano unas monedas por valor de un penique. –No es mucho lo que puedo darte, pero no te vayas a gastar la plata en alcohol.
–Gracias amiga– le agradeció inexpresivamente, al tiempo que guardaba las monedas en uno de los bolsillos de su raído abrigo.
–Tienes que dormir un poco. No puedes seguir recorriendo las calles tan tarde– le aconsejó con sincera preocupación Amelia.
–Es que ahora no puedo ponerme a descansar. No debo
rendirme...– parecía costarle articular las palabras– tengo
que reponerme y salir a ganar algunos peniques o no tendré donde dormir esta noche.
Chapman se despidió de su compañera y enfiló hacia su hospedaje, ubicado en el número 35 de la calle Dorset. No le bastaba con esas monedas para que la dejasen pernoctar allí. De contar con algo más de dinero lo sumaría al penique regalado y abonaría el precio del catre. ¿De dónde iba a sacar los tres peniques que le faltaban para pagarse el alojamiento? Aunque estaba hambrienta, en vez de comer prefería asegurarse unas horas de sueño digno y no dormir a la intemperie echada sobre un banco de la plaza. Su cuerpo le pedía a gritos descansar bien arropada, al menos durante algunas horas, libre del frío que la mortificaba en ese septiembre inglés. En su viaje se detuvo frente a la casa de Edward Stanley, un jubilado del ejército que vivía sólo y al cual ella, además de limpiarle la finca, lo bañaba –porque estaba parcialmente tullido– y le prodigaba otros servicios más íntimos aún. El viejo era la única oportunidad que se le venía a la mente para hacerse con el dinero faltante. Su otra opción –para la que no tenía ánimo– consistía en levantarse las polleras mientras se recostaba contra el muro de un callejón y soportaba sobre ella el cuerpo maloliente de un cliente borracho y jadeante. Annie no gozó de suerte esa vez. Atizó con sus nudillos cuatro veces la vetusta puerta del hogar de su amigo sin que nadie le abriera. No estaba.Para colmo de males empezaba a llover. El agua empapaba su chaqueta y su falda y se escurría por debajo del pañuelo de lana negro anudado a su cuello. Se puso a tiritar. Nada más le quedaba el maldito recurso de siempre, pero antes pasaría por la cocina del albergue para secarse la ropa y calentarse las manos.Timothy Donovan la observó sentada delante del fuego de la chimenea en la espaciosa cocina de la pensión. Era la 1.45 de la madrugada del sábado 8 de septiembre de 1888.
–Ya estás pasada de hora para andar todavía por aquí.
¿No subes a dormir en tu cama?– le inquirió el casero irlandés.
–No puedo, es que hoy no tengo nada de plata– repuso
con timbre lastimero la interrogada.
–En ese caso sabes bien que no es posible que te deje
quedar en la cocina, ya conoces el reglamento.
–Bueno lo comprendo, pero por favor no olvides reservarme una cama para más tarde. Conseguiré el dinero como sea. Esta noche no quiero pasarla en la calle.
Con relación a las actividades de Annie Chapman una vez que saliera del albergue de Donovan hay desacuerdo. Se alegó que entre la 1 y las 2 de la madrugada la vieron bebiendo una copa en el pub Britannia con un cochero; este encuentro podría haberse producido tanto antes como después de su estancia en la cocina del hospedaje. En torno a similar horario, intercambió unas frases triviales en la calle con un obrero también residente de su pensionado. El ulterior avistamiento sobre la mujer data desde cuando la señora Elizabeth Long se cruzó con ella. La vio junto con un hombre mal entrazado: de aspecto «harapiento» y que parecía «haber pasado por tiempos mejores», conforme manifestaciones de la testigo en la instrucción judicial. El sujeto aparentaba más de cuarenta años, su cutis era trigueño, vestía una añosa capa oscura y portaba un gorro de cazador de ciervos.De acuerdo pretende este testimonio, la pareja hablaba en voz baja y parecía llevarse bien. Al pasar próximo a ellos Long observó de frente a su vecina, pero no distinguió el rostro de su acompañante, el cual estaba de espaldas a ella. El fragmento de la conversación captada por la testigo fue de calidad sumamente pobre, pues únicamente oyó cuando aquel le inquiría «¿Quieres?», ante lo cual la interpelada habría respondido «Sí».
Lo más valioso de esta deposición ciertamente no sindicó en ese lacónico diálogo, ni el aspecto del individuo, tan vagamente descrito, sino en el sitio y en la hora en que se habría visualizado a la meretriz con su cliente. Elizabeth fue terminante al sostener que dicho encuentro se operó a las 5.30 de la mañana.También se mostró segura cuando reportó en dónde localizó a Annie y a su compañero: a la entrada del callejón adyacente al bloque de apartamentos número 29 de la calle Hanbury. «Estaban parados a unos metros de la valla que rodeaba el callejón» precisó.
Los residentes del edificio allí emplazado ingresaban y salían a todas horas, por lo que tanto la puerta delantera como la trasera siempre quedaban abiertas. Lo mismo ocurría con la entrada del acceso al patio interior, el cual solía ser utilizado para «fines inmorales» –de acuerdo con una expresión de la época– por las prostitutas. Las mujeres guiaban hasta ese sórdido zaguán a sus clientes a fin de consumar su labor sexual. John Davis, un estibador que residía en aquel edificio, salió casi a las 6 de la mañana rumbo a su trabajo en el mercado. Descubrió el cuerpo de Annie Chapman en el piso entre la casa y la valla.La víctima yacía con su mano derecha replegada bajo su seno izquierdo y su otro brazo extendido. Su verdugo le había levantado la ropa por encima de las rodillas, probablemente mientras él mismo se arrodillaba para efectuar las mutilaciones a la mujer que apenas instantes atrás degollara. Davis no dio vuelta al cadáver. Si hubiese osado hacerlo habría contemplado el abdomen rajado y los intestinos, quitados de la cavidad, esparcidos sobre el hombro izquierdo. El seccionamiento de la garganta era fruto de un tajo tan hondo que casi había desprendido la cabeza del tronco, en lo que parecía un intento de decapitación. Pasmado frente a tamaña crueldad el trabajador regresó corriendo y casi sin respirar, a su habitación. Bebió un largo un trago de alcohol para infundirse coraje y pensar cómo debía actuar. Cuando pudo razonar, decidió ir hasta su taller por una lona y con ella cubrió al cadáver, que no se animaba a mirar. Enseguida, salió a paso agitado en busca de un vigilante. Lo ubicó a tan sólo dos cuadras, y el custodio dio aviso a la estación policial de la calle Comercial. Desde allí compareció un inspector, el cual comprobó el hallazgo y mandó a llamar al médico forense doctor Phillips. El punto de máxima intensidad en la actividad policial aconteció el domingo 9 de septiembre, al otro día de perpetrado el homicidio. Catorce sospechosos fueron arrestados y se los derivó a la comisaría de la calle Comercial. Una cifra algo inferior de indagados fue llevada casi a rastras a las comisarías de las calles Upper Thames y Leman.Los detenidos habitaban en los alrededores. Se trataba de vagabundos, obreros en paro, rateros, proxenetas y personas de condición semejante. Pronto todos fueron dejados en libertad, aunque no escasearon los malos tratos. La prensa criticó con dureza a la policía acusándola de utilizar métodos brutales y mostrar desesperación, pues devenía palmario que contra ninguno de los aprehendidos mediaban pruebas. Las redadas tenían por propósito intimidar y buscaban que alguien delatara al matador o, como mínimo, que diese información para su captura. Aunque el despliegue dio la impresión de ser en vano, una pista en apariencia interesante había surgido. Mientras se conducía a la fuerza a desocupados y borrachos rumbo a las comisarías, inspectores de Scotland Yard supervisaban a un equipo de agentes que revolvió de cabo a rabo el callejón del crimen. Su tenacidad pareció verse premiada cuando, en un lavadero adyacente al patio, localizaron un delantal o mandil de cuero en el cual –aunque había sido fregado recientemente– podían distinguirse tenues trazos sanguinolentos. Otro descubrimiento prometedor tuvo efecto en el suelo de ese patio: un retazo de sobre color claro manchado de sangre. En el mismo lucía impresa la marca del regimiento de Sussex y una estampilla expedida en Londres el 20 de agosto. Faltaba la dirección del remitente y sólo se visualizaba una consonante mayúscula «M». A centímetros de dónde se recogió dicho papel yacían dos pastillas blancas. El entusiasmo que suscitó aquel mandil y su posible significado, se diluyó una vez que la dueña del edificio de la calle Hanbury, la señora Amelia Richardson, explicó que pertenecía a su hijo y que ella lo había lavado días atrás. Lo dejó a secar al sol extendiéndolo encima del fregadero, pero se había olvidado de retirarlo. No obstante, la aparición de esa prenda dio origen a la leyenda de «Mandil de Cuero» y cimentó el futuro arresto de John Pizer, a quien motejaban con ese alias porque era zapatero y usaba un delantal de cuero al practicar su oficio. Y también quedó en agua de borrajas la pista de las píldoras y del fragmento de sobre con el sello del regimiento. Al testificar en la instrucción, el casero de Annie explicó que cuando aquella estaba sentada, calentándose junto al fuego en la cocina del albergue, tomó un sobre roto que se hallaba en la repisa de la chimenea y envolvió con él un par de pastillas blancas. A la pregunta que le formulase Donovan al respecto, ella habría contestado que se trataba de medicamentos que le dieron en la enfermería de Whitechapel para aliviarle sus dolencias.
Discurrieron tres semanas.
En torno de las 11.45 de la noche del 29 de septiembre
Elizabeth Stride paseaba asida del brazo de un caballero
llamativamente bien vestido –para los valores de elegancia
que se manejaban en el East End– y se aproximó junto con
este a la pequeña tienda donde Mathew Packer vendía frutas y verduras en el número 44 de la calle Berner, a unas puertas del Club Educativo Internacional de Obreros. Tan minúscula resultaba la tienda que las operaciones
forzosamente se debían materializar a través del escaparate
sobre el cual se exponía la mercadería. Más adelante, el dueño del negocio describiría al acompañante de la fémina como de mediana edad, unos treinta
y cinco años, un metro setenta de alto, robusto y con pinta
de oficinista.
–¿Cuál es el precio de esas uvas? –le preguntó aquel
hombre.
–Seis peniques las negras y cuarto de libra las verdes–
repuso el comerciante.
–En ese caso denos media libra de las negras.
El comprador pagó y agarró los racimos, que dividió
con su compañera. El hombre y la mujer cruzaron despacio la calzada
mientras saboreaban la fruta y entablaron una vivaz charla durante más de media hora, sin hacer caso a la llovizna que en esos instantes comenzó a mojarlos. Al viejo tendero le causó extrañeza que la pareja no buscara algún refugio bajo el cual guarecerse, y ese hecho banal llevó a que les prestara más atención que la habitual. Por eso no vaciló al identificar a la difunta. Incluso recordaba haberle comentado a su esposa:
«Mira a ese par de tontos, quedarse allí parados en
medio de la lluvia».
Según el vendedor, al rato los tontos volvieron a cruzar
la calzada y enfilaron hacia la entrada del club político,
donde se detuvieron para escuchar la música que procedía
desde allí. A las 00.15 del sábado 30 de septiembre el dueño cerró
su negocio y dejó de verlos. «Supe que era esa hora porque las tabernas ya habían cerrado», comentó.
La mujer parecía muy entretenida y de buen humor junto a su gentil compañero. Como si este no fuera un cliente más y no se tratara de una de las tantas transacciones mercantiles que noche tras noche hacía ofreciendo su
castigado físico para sobrevivir. Además de Packer dos transeúntes testificaron haber visto a «Long Liz» –Liz. La larga– Stride con un individuo
próximo a las 11 de esa noche; vale decir, antes de la compra de las uvas en el diminuto expendio. La pareja se hallaba de pie frente al establecimiento de
Bricklayers´Arms y los jóvenes reconocieron a la buscona
mientras permanecía junto a aquel cliente, no tan sobrio
en este caso. Uno de esos viandantes incluso se permitió a la pasada
gastarle una broma:
–Ten cuidado nena, ese tipo que está contigo es «Mandil de Cuero».
Ni Elizabeth ni su admirador se percataron del paso
de los intrusos. El hombre la magreaba contra la pared.
–¡Te gusta! ¡Dime que sí te gusta!–jadeaba el sujeto.
–Sí me gusta, pero aquí no. Hay un patio cerca al que
podemos ir. Ven, te lo enseñaré.
–¿Un patio? ¿Está limpio?
–Sí, y allí tenemos un establo donde podemos hacerlo.
Pero si me sigues apretando tanto no podré llevarte –se rio
Liz zafando del abrazo de su ansioso galán.
Lo tomó de la mano y se dirigió con él rumbo a Dutfield´s Yard, un patio lindante con las instalaciones de un fabricante de sacos el cual, en virtud de su oscuridad permanente, se utilizaba para satisfacer los deseos que urgían
al acompañante de Elizabeth Stride. Si se da crédito al testimonio del frutero habría que descartar a ese burdo cliente como posible victimario de la
meretriz, la cual ya había cumplido su rápida labor y salió en procura de otro candidato que pagara por sus favores, encontrando en ese momento al señor pulcramente vestido con aires de oficinista. Próximo a la 0.30 de la mañana del 30 de septiembre,
mientras cumplía su ronda, un policía de la metropolitana
londinense creyó haber visto –y así lo afirmó en la instrucción– a Long Liz junto a un caballero que portaba saco
negro, sombrero de fieltro, camisa blanca y corbata oscura.
Advirtió que la señora, por su parte, lucía prendida en
su chaqueta una flor roja.
Un rato antes, otra persona también la habría identificado. Iba con un hombre diferente, pues la fisonomía de aquel no cuadraba con la de los clientes antes referidos. Ese testigo habría pasado tan cerca de la pareja como
para oír que el individuo, con el cual la meretriz caminaba asida del brazo, le decía unas extrañas palabras: «Dirías cualquier cosa menos tus oraciones.»
Sin embargo, la frase no resultaría tan enigmática para la mujer, y debió formar parte de un chiste que el otro le estaba narrando, pues al escucharla ella se echó a reír ruidosamente junto con aquel. Escasos minutos más tarde Liz ya no contaba con la compañía de los hombres descritos y no tenía motivo alguno para reírse. Estaba a la entrada del pasaje adyacente al Club Educativo Internacional de Obreros y la agredían a golpes y empujones. El homicidio de la prostituta sueca o, cuando menos, los actos inmediatamente previos al mismo, fueron presenciados por un testigo en apariencia clave. El mismo fue Israel Schwartz, un judío húngaro que extrañamente no depuso en la encuesta instruida tras el crimen, sino que sus declaraciones únicamente devinieron reproducidas por la prensa mediante ediciones de los periódicos The Star y Evening Post. Este inmigrante, que apenas hablaba inglés y recién había arribado a Londres, adujo haber visto, desde el extremo opuesto de la calle, a un hombre que abordaba a una fémina parada junto al portillo del patio lindante al local político. Aquel individuo arremetió contra ella, la arrojó al suelo y la introdujo en el callejón a empujones. De acuerdo recordaba el declarante: «La mujer dio tres gritos, pero no muy fuerte». El ofensor cifraba unos treinta años, lucía un bigote castaño y portaba una gorra con visera negra. Lo más curioso de esta deposición consiste en que Schwartz narró que, casi al mismo tiempo, un segundo hombre salió de la cervecería situada en la esquina de la calle Fairclough y se detuvo silenciosamente en la sombra mientras encendía una pipa. Este último aparentaba unos treinta y cinco años, medía un metro ochenta y vestía con decoro, a diferencia del gandul que agredió a la ramera. El atacante se percató de la cercana presencia del testigo y de su notoria apariencia extranjera y, para ahuyentarlo, le
espetó en son de amenaza:
«¡Lipski!».
Se trataba de un insulto, ya que Lipski era el apellido
de un judío que el año anterior había sido acusado de victimar a una mujer en el East End. Tanto Israel Schwartz como el hombre bien vestido se alejaron cautelosamente de allí y esa asustadiza prudencia sellaría la suerte de Long Liz cuyo cuerpo inerte, con la garganta segada de izquierda a derecha, sería avistado minutos después por el conductor de un pony. Se consideró que este testimonio representó el más certero de cuantos aportaron la fisonomía del homicida. La descripción ventilada por los periódicos habría puesto tan nervioso al criminal que aquel se creyó en la necesidad de intimidar al testigo. Abona tal sospecha una misiva fechada el 6 de octubre de 1888 remitida a este por alguien que, tras iniciar su mensaje con la frase «Te creíste muy listo cuando informaste a la policía», le prevenía que se equivocaba si pensaba que no lo había visto. Concluía sus líneas con la amenaza de matarlo y de enviarle las orejas a su esposa si enseñaba esa carta a la prensa, o si ayudaba a la policía de cualquier manera. El degollado cadáver apareció en el pasaje del club político donde se celebrara una animada reunión. Los concurrentes fueron alertados por Louis Diemschutz, portero de ese establecimiento que transitaba en su carro
arrastrado por un pony y que, literalmente, se chocó con
el tendido organismo. Dieron la voz de alerta y, además de los pesquisantes,
concurrió allí un médico que vivía en el barrio. Luego arribó el forense de la policía doctor George Bagster Phillips. Ambos galenos se abocaron al análisis in situ del cuerpo, y dispusieron que fuese trasladado en una ambulancia manual a la morgue. Mientras tanto, y a modo de medida precautoria, los
custodios examinaron las manos y la ropa de aquellos asistentes a la reunión política que todavía no se habían retirado. No detectaron nada sospechoso.
Simultáneamente, otro grupo de policías requisaba las viviendas y los albergues aledaños, e irrumpía en las tabernas en pos de cazar al degollador, u obtener pistas para posibilitar su aprehensión. También esta vez la providencia les fue esquiva.
Minutos después, los agentes policiales que acudieron por motivo de la muerte de Elizabeth Stride se enteraron que a unas cuadras en dirección oeste, en Aldgate –que formaba parte de la city de Londres y, por ende, quedaba
fuera de la jurisdicción de la Policía Metropolitana–, habían encontrado a una segunda víctima salvajemente mutilada. ¡El Asesino de Whitechapel –pues así lo tildaba entonces la prensa– había tenido el tupé de matar a dos mujeres en la misma noche! Edward Watkins, policía de la city, patrullaba circundando la plaza Mitre cada quince minutos, con tediosa regularidad. Enfocó el haz anaranjado de su linterna de ojo de buey hacia el pavimento de la plaza, pero no captó nada fuera de lo normal. En su siguiente ronda, a la 1.45 de la mañana, descubrió un cuerpo femenino con las polleras levantadas sobre el pecho. Yacía bañada en sangre. «La habían despanzurrado como si fuese un cerdo expuesto para la venta en el mercado. Sus entrañas estaban echadas formando un montón alrededor del cuello»,relataría ulteriormente. Corrió en pos de auxilio hasta la caseta ocupada por el velador de los almacenes de la empresa Kearly and Tonge, que bordeaban aquel emplazamiento.
–Amigo, ¡Por favor ayúdeme!
–¿Qué pasa?–preguntó el cuidador, emergiendo de la modorra del sueño que a aquella tardía hora lo había vencido.
–¡Han despedazado a otra mujer! ¡El asesino volvió a
atacar!– musitó
Watkins, en sus diecisiete años de experiencia nunca se había enfrentado a una monstruosidad semejante y a duras penas lograba disimular su pánico. El primer profesional en llegar al escenario fue el doctor George William Sequeira, un residente del barrio. Asistió al médico policial Frederick Gordon Brown quien arribó a las 2.18, según quedó anotado con puntillosa exactitud en el reporte de la autopsia. También acudieron un inspector y dos agentes. Pronto comparecería allí asimismo el máximo responsable policial de la city de Londres, comisario interino Henry Smith. Al rato convocaron a este jerarca a la entrada de un edificio sito en la calle Goulston. Sobre la acera yacía un retazo de delantal manchado con sangre que, conforme se sospechaba, el ejecutor le había arrancado a la mujer. La prenda parecía servir para señalar hacia la pared interna, donde lucía trazada con tiza blanca una extraña consigna: «Los Judíos son los hombres que no serán culpados por nada» (aunque en realidad en vez de «Judíos» decía «Juwes», expresión carente de significado). A las 5 de la madrugada se apersonó en el lugar de esa pintada el supremo jefe de la Policía Metropolitana, general Charles Warren, bajo cuya competencia caía aquella presunta prueba. El jerarca mandó borrar el grafiti sin esperar a que amaneciera para ser fotografiado. Henry Smith y otro inspector de la city allí presente aceptaron a regañadientes esa decisión. Catherine Eddowes –tal era el nombre de la víctima de la plaza Mitre– había nacido en los Middlands, era hija de un artesano que trabajaba en hojalata y de niña fue trasladada a la capital británica, donde la criaron en una escuela de caridad. Contando con diecinueve años se fugó con un soldado bastante mayor llamado Thomas Conway, cuyas iniciales llevaba tatuadas en su antebrazo izquierdo. Convivió con el miliciano durante doce años y procreó tres hijos. Durante sus últimos cuatro años mantuvo un vínculo estable con el vendedor ambulante John Kelly y desempeñaba labores zafrales como, por ejemplo, segar lúpulo en la ciudad de Kent, desde donde arribó con su pareja al East End días antes de su óbito. Aunque su amante y otros conocidos lo negaron en la instrucción, con toda probabilidad, ejercía el oficio más viejo del mundo en forma ocasional.En el otoño de 1888 su vida discurría en neto deterioro. Con cuarenta y seis años vivía alejada de sus hijos, quienes renegaban de ella. Tanto le rehuían, que su hija mayor casada suministró una dirección falsa cuando Kate la buscó a fin de solicitarle un préstamo. Ese pedido de dinero frustrado fue la razón de que la mujer estuviera en Whitechapel por entonces, pues ella y John se habían gastado las magras ganancias obtenidas en la recolección de lúpulo. Empeñaron unas botas del hombre para que la noche anterior ella durmiera en una pensión y, como no alcanzaba para los dos, él se despidió en busca de un asilo masculino donde pernoctar. A la mañana entrante se reencontraron en un mercadillo de ropa vieja ubicado en Houndsditch, entre las calles Aldgate y Bishopsgate y desayunaron con lo que les quedaba del dinero recibido por las botas. Luego se marcharon cada uno por su lado, tras prometer volverse a reunir a la caída del sol en aquel mismo sitio. Pero para ese momento la mujer ya se había olvidado de la cita convenida. Era una alcohólica redomada, y en tal estado se encontraba a la noche del 29 de septiembre.
–¡Tuuh, tuuh! ¡Abran paso! … ¡Tuuh, tuuh!– gritaba con voz estridente, pastosa por la ingesta de ginebra, imitando el ruido de un carro de bomberos, al tiempo que se aferraba como podía al caño de una farola a gas. No resultaba una borracha violenta, pero sus chillidos ahuyentaban a los clientes del puestero delante de cuyo expendio se había ubicado, tras salir de la taberna. El comerciante mandó a su aprendiz en busca de algún vigilante y al rato aparecieron dos policías de la comisaría más próxima, que era la de Bishopsgate.
–¡Vamos, ven con nosotros a la comisaría! Te quedarás
encerrada hasta que se te pase la resaca –ordenó el más viejo
de los dos. No opuso resistencia y la transportaron asiéndola cada
uno por un brazo, porque apenas podía mover las piernas. Una vez en la comisaría, fue conducida frente al escritorio del agente de guardia George Hutt, quien le preguntó:
–¿Cómo te llamas?
–Nada – rumió, al tiempo que se dejaba caer encima de
un sargento, que trabajosamente la sostuvo.
–No puede ni mantenerse en pie. ¿La pongo en el calabozo?
El otro frunció el ceño y asintió. A las 12 y 30 de la noche se reincorporó y preguntó cuándo la dejarían marcharse.
–Cuando seas capaz de cuidar por ti misma –repuso el guardia, acercándose a la celda con el cuaderno de ingresos y una pluma en la mano.
–Y, a propósito: ¿cómo te llamas y dónde vives?
–Mi nombre es Mary Ann Kelly y vivo en el número 6
de la calle Fashion – mintió.
El policía tomó nota y, comprobando que al menos podía mantenerse erguida, minutos después, siendo la 1 de la mañana del 30 de septiembre, le abrió la reja.
–Mi marido me dará un tremendo rezongo cuando se entere que estuve presa.
–Y te lo tendrás bien merecido. – contestó Hutt escoltándola hasta la salida. –No tienes derecho a emborracharte. Buenas noches.
El agente de guardia la había tratado bastante bien,
pero Eddowes no toleraba a los polizontes. Al darse cuenta de que no irían a volver a encarcelarla se despidió con un insulto.
–Buenas noches, gallo viejo.
«Gallos viejos» o «moscardones azules» –por el color
de su uniforme– representaban algunos de los epítetos despectivos con que los habitantes del East End se referían a los policías. Luego de salir a la calle, a la 1.15 de la madrugada la mujer giró hacia su izquierda en dirección a Houndsditch, donde prometiera reunirse con John Kelly nueve horas antes. Sin embargo, no siguió recto por ese sendero sino que en cierto momento ejecutó un rodeo y, por razones que se desconocen, se encaminó con destino a la plaza Mitre. Menos de media hora después de haber abandonado la comisaría, Kate se encontró con Jack el Destripador.
Tras el asesinato de Catherine Eddowes pasó todo el mes de octubre de 1888 sin incidentes fatales, hasta llegar al día 9 de noviembre. Aquella madrugada varias vecinas y colegas de oficio la vieron entrar y salir incansablemente de su pieza, llevando a esta candidatos muy diversos. La señora Mary Ann Cox, una viuda de treinta y un años, también prostituta, la halló asida del brazo de un sujeto desarreglado, bajo, gordo, de mejillas sonrosadas por el exceso de alcohol y bigote rubio. Para tornarlo más ridículo aún, el cliente aferraba una jarra de cerveza. Jeanette abrió la puerta del número 13 y lo hizo pasar, pero antes de entrar ella misma vio a Cox que se retiraba de su habitación –que quedaba próxima a la ocupada por la pelirroja– y le anunció:
–Amiga, te voy a dedicar una canción – tras lo cual se puso a entonar una balada titulada «Una violeta que arranqué de la tumba de mi madre». Aparte de que la melodía era triste, la intérprete desafinaba. Al rato la viuda volvió a verla salir en busca de otro cliente. El último testigo que la habría avistado en esa velada fue un obrero amigo suyo: George Hutchinson, quien más tarde describiría al presunto último acompañante que esa noche ella tuviera como un individuo muy elegantemente vestido y «con pinta de extranjero, tal vez un judío». El viernes 9 de noviembre era un día festivo para los londinenses en el cual se celebraba la fiesta del Lord Mayor, distinción que recibe el alcalde de Londres, York y
otras ciudades importantes del Reino Unido. Pero no todos se sentían de espíritu alegre esa mañana. Mientras oía el paso de la carroza que transportaba al Lord Mayor y los vítores de la muchedumbre, John McCarthy – locador de aquella joven meretriz y dueño de un bazar con frente a las covachas del edificio designado «La corte del molino»– refunfuñaba al revisar sus cuadernos de cuentas. Ocurría que, desde semanas atrás, los números no le cerraban y únicamente se venía sosteniendo gracias a las ventas de su negocio. En una situación normal sus ingresos primordiales derivaban de las habitaciones que alquilaba a las prostitutas en el edificio del número 26 de la calle Dorset, y ahora la mayoría de ellas le estaban adeudando. Al reflexionar acerca de la razón que provocaba esos atrasos masculló para sí: «¡Es por culpa de ese maldito de Jack el Destripador! Las mujerzuelas tienen miedo de salir a las calles a trabajar, y cada vez consiguen menos plata. Por eso les cuesta tanto pagar ahora.» El arrendador se consideraba un hombre razonable. Entendía que había surgido una causa que justificaba que sus inquilinas ganaran menos y por el momento haría la vista gorda y no las acosaría. Sin embargo, al puntear con su lápiz repasó la deuda que mantenía la pensionada del número 13. El valor ascendía a una libra y nueve chelines. Eso era mucho dinero. Por poco que estuviera trabajando le parecía claro que la irlandesa se estaba pasando de lista.
–¡Indian Harry! – voceó, identificando por el sobrenombre a Thomas Bowyer, su empleado de cobranzas, que
había salido del bazar para contemplar el desfile.
–Ven aquí de una vez hombre, que te necesito.
–Sí señor, a la orden– contestó aquel, entrando con
paso desganado y encaminándose hacia el escritorio donde su empleador hacía las cuentas.
–No te voy a mandar lejos. Quiero que cruces la calle
y vayas hasta lo de la Kelly para que, de una vez por todas,
me pague el alquiler que me debe– levantó el cuaderno, y apuntando con su dedo índice señaló el importe que la muchacha adeudaba.
–Si no puedes obtener el total cuando menos no regreses con las manos vacías.
El otro asintió y fue hasta el perchero en procura de su abrigo. No es que hiciera mucho frío esa mañana, pero el gabán oscuro que ahora se ceñía completaba su apariencia de hombre serio y él se figuraba que lo volvía más digno de respeto ante los morosos. A las 10.45 el cobrador aporreó a la puerta número 13. Tres, cuatro veces. No hubo respuesta. ¿Estaría la mujer adentro y fingiría no escuchar? A efectos de salir de dudas, Indian Harry se dirigió hacia la parte lateral de la vivienda para husmear por la ventana. El vidrio tenía una rotura que permitía introducir la mano y descorrer la cortina. Cuidando no lastimarse apartó la sucia tela y aplicó un ojo a la abertura con el fin de escrutar hacia el interior. Lo que vio le hizo proferir un grito de terror y retiró tan rápido su mano que se raspó el dorso, el cual empezó a sangrar levemente. Su miedo estaba justificado. El macabro hallazgo, que tuvo la desgracia de hacer, resultó uno de los más espantosos y depravados que consignan los anales de la criminología mundial. Encima de la cama bañada en sangre reposaban maltrechos despojos de aquella que en vida fuera una sensual cortesana. Únicamente llevaba puesto un menguado camisón, que dejaba ver el atroz estropicio infligido a su organismo. Su estómago lucía abierto en canal, y habían seccionado su nariz, sus senos y sus orejas. Trozos de su muslo y fragmentos de piel de su cara yacían junto al cuerpo descarnado. Los riñones, el hígado y otros órganos se esparcían en torno al cadáver y sobre la mesa de luz. El dantesco cuadro llenó de horror al cobrador, quién fue corriendo hasta el bazar de su patrón y le comunicó el espantoso descubrimiento. Ambos hombres se dirigieron a la pensión y, escudriñando desde la ventana, volvieron a comprobar el hecho. El dueño envió a su empleado a buscar ayuda a la comisaría de la calle Comercial, mientras él se quedaba montando guardia. Al rato, arribaron los inspectores Beck y Abberline y el superintendente Arnold. También convocaron a los forenses Phillips y Bond. Entre otros agentes sin rango, se hizo presente Barrett de la división H de Whitechapel. Ninguno de los detectives se decidía a impartir la orden de forzar la puerta para acceder al teatro del crimen, pues aguardaban instrucciones de sir Charles. Pasaban las horas sin tenerse noticias de este, hasta que se supo la sorpren dente novedad de que el jefe supremo había resentado su dimisión esa misma mañana. A las 13.30 por fin el superintendente asumió la responsabilidad de mandar quitar la ventana para fotografiar el interior. Una vez verificada esta medida, se requirió al propietario que rompiera la puerta a fin de hacer posible el ingreso; labor que este hizo valiéndose de una piqueta.
«¡Parecía más la obra de un demonio que de un hombre!»
exclamó McCarthy al testimoniar en la instrucción subsiguiente.
Con esas palabras dejó constancia de la tremenda impresión que le produjo el monstruoso hallazgo, que estremeció incluso a los más endurecidos policías que concurrieron a la tétrica habitación.
Las difuntas que encontraron tan patético destino bajo el cuchillo de
aquel vándalo de estertores del siglo XIX, sufrieron la desgracia de haber
habitado dentro de uno de los sectores urbanos más conflictivos y miserables de la capital inglesa: el East End; y más precisamente, en el sumergido
distrito de Whitechapel (literalmente, Capilla blanca, en honor a la iglesia
St. Mary Mattfelon allí emplazada, la cual fue destruida por la fuerza aérea alemana durante la Segunda Guerra Mundial). Dicho segmento de la populosa urbe británica fue calificado indistintamente con los motes de «El abismo» o «El infierno», observándose aquí la nomenclatura que a su respecto acuñase el insigne escritor estadounidense Jack London. En el año 1902 el artista decidió ir a convivir durante un período con los desamparados en las callejuelas y los albergues situados en los suburbios de la Inglaterra victoriana para redactar, cimentado en sólido conocimiento de primera mano, su impresionante alegato de denuncia social contra las infrahumanas condiciones de vida en el este de
Londres.
La escabrosa celebridad adquirida por el asesino serial Jack el Destripador se construyó a lo largo de un lapso inferior a las diez semanas. De
hecho, desde el 31 de agosto de 1888 –óbito de la primera víctima canónica– pasando por la llamada Noche del doble acontecimiento y a lo largo de
aquel octubre, donde sus matanzas representaron noticia de portada en
los rotativos británicos, se consolidaría su reinado de terror.
A partir de la fatal madrugada del 30 de setiembre de ese truculento
año la prensa y el público se enterarían del alias que se había puesto a sí
mismo el criminal. Y aún cuando al presente existan pertinaces recelos de que el inquietante seudónimo se lo atribuyeron periodistas sedientos por vender noticias, lo cierto fue que en todo el orbe se llegó a identificar por medio de aquel pegadizo apodo a ese homicida sin parangón. Esas escasas semanas fueron suficientes para que el mundo contara con un nuevo icono del miedo. Y, tras transcurrir un mes de octubre bajo una tensa calma precursora de tempestad, el pánico escalaría hasta sus cotas más elevadas. El 9 de noviembre de 1888 el desmembrador concretó la más espeluznante de sus malévolas hazañas cuando en el amanecer de ese día destrozó a Marie Jeanette Kelly, en el interior del lóbrego cuartucho que aquella atrayente cortesana rentaba en la pensión de Miller´s Court. Luego saldría para siempre de escena, esfumándose tan abruptamente cuán repentina había devenido su irrupción. Dejaría detrás de sí la sangrienta estela de un puñado de hechos acreditados y las semillas de una persistente leyenda que, de tanto prolongarse al cabo de los años, pareciera no alcanzar nunca su fin.
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