Blog del autor Gabriel Pombo dedicado a Jack el Destripador, la era victoriana y a otros asesinos en serie
martes, 13 de abril de 2021
Jack el Destripador y la conspiración que encubrió sus crímenes
JACK EL DESTRIPADOR. LA TEORÍA DEL ASESINO CONSPIRADOR
El despliegue policial, periodístico, y también social llevado a cabo para lograr la captura del criminal que desde el año 1888 conmocionó a toda Inglaterra con sus atrocidades, y su consiguiente fracaso inapelable, hizo casi inevitable que se avivasen en Gran Bretaña el recelo y la suspicacia.
Aunque luego de noviembre de aquel año ya no podrían ser adjudicados más homicidios a la facturación del asesino, el resquemor y el miedo se había instalado en la gente y tardarían años en desvanecerse.
Ese estado de alma constituía terreno fértil para que se sospechase de la policía y de los poderes que desde el gobierno monárquico de Inglaterra podrían haber impedido la eficaz actuación de ésta.
Solo una conspiración o conjura de muy alto nivel era apta para explicar que aquel feroz delincuente, del cual se suponía había llegado al colmo de burlarse de sus perseguidores en cientos de cartas, se mantuviera impune para siempre.
El terreno, como dijimos, estaba adecuadamente abonado.
Pero pese a ello los flemáticos ingleses tardarían varias décadas en trasladar al papel a través de un libro las suspicacias anidadas en su inconciente colectivo.
Así sería que en el año 1976, casi noventa años después de transcurridos los sucesos, vería la luz pública el primer libro que con minuciosidad de datos y argumentos ofrecerá una investigación aparentemente sólida en respaldo de la que se diera en llamar teoría de la conspiración o de la conjura, también conocida como teoría de la conspiración monárquico – masónica.
Y es que “Jack el Destripador. La solución final” –pues así se tituló dicho libro– sin duda generó un fortísimo impactó mediático no sólo en la isla británica sino igualmente en el resto del mundo.
Con diversas variantes conformaría la base para futuras películas mejor o peor formuladas y actuadas, de mayor o menor éxito, pero donde en todas ellas estaría como núcleo de su entramado esa atrayente propuesta.
Y también en materia literaria aquella primigenia obra debida a la capacidad e imaginación de Stephen Knight gozó de entusiastas acólitos.
El núcleo inicial de las ideas ulteriormente perfeccionadas por dicho periodista y escritor se lo proporcionó su consultor o informante Joseph “Hobo” Gorman, quien igualmente se designara a sí mismo como Joseph Sickert al pretender ser hijo natural del famoso pintor impresionista Walter Richard Sickert.
La retractación formulada por Joseph Gorman contribuiría a desmerecer los fundamentos de la teoría, la cual tampoco pareció poder superar bien las furibundas críticas lanzadas por especialistas en la historia del Destripador.
A pesar de los embates en su contra, las ideas de Stephen Knight perviven hasta el presente y –al menos en parte– siguen planteando interrogantes y despertando la curiosidad.
Así sucede que hasta el día de hoy a esa imaginativa teoría nuevas obras le continúan adosando permanentes retoques, ya con el resultado de mejorarla o desluciéndola.
Del igual manera, ocurre que algunos personajes que de modo central o marginal han estado presentes en la originaria trama de “Jack the Ripper. The final solution” devienen actualmente protagonistas en novedosos libros que una vez más pretenden desvelar cual fue la identidad del elusivo asesino de prostitutas victoriano.
El común denominador que delata a tales ensayos como pertenecientes al elenco de las hipótesis conspiracionistas radica en que en ellas se proponga a uno o a varios Jack actuando complotadamente para ejecutar los consabidos homicidios de Whithechapel, o bien para encubrirlos.
A la hora en que se escriben las presentes líneas, y según nos informamos consultando Internet, fue publicado en el mes de julio de 2007 el más flamante de los libros postulantes de la tesis del complot.
Se trata en esta ocasión de “The Prince, his Tutor and the Ripper” –“el Príncipe, su Tutor y el Destripador”– escrito por Mrs. Deborah Mac Donald.
El súbtítulo de este ensayo podría traducirse como: “La prueba de la no vinculación de James Stephen con los asesinatos de Withechapel”.
Aquí la trama tiene por protagonista cardinal a James Kennet Stephen, joven y apuesto compañero de estudios del Príncipe Eddie, posteriormente abogado, e hijo de un prominente juez.
Este hombre fue reputado durante algún tiempo como el preceptor o tutor de hecho del juvenil aspirante al trono, aunque luego perdió el favor de su amigo imperial, y lentamente se fue hundiendo en una aguda depresión nerviosa hasta concluir sus días internado en un hospital psiquiátrico.
James Stephen también constituyó uno de los nominados al puesto del Destripador.
El libro comenta –arguyendo estar en conocimiento de hechos nuevos– la curiosa relación entre este seudo tutor o preceptor real y su inestable tutelado el Príncipe Albert Víctor, también poseedor del título nobiliario de Duque de Clarence y Abbondale.
Asimismo, describe los entretelones y las intrigas que rodearon la actuación de acomodados grupos de estudiantes de las universidades de Eton y Cambridge a los cuales perteneció James, así como la presunta y poco sabida vinculación de éste con el suicida e igualmente sospechoso Montague John Druit.
Se pondrá en duda la veracidad de que la muerte de aquel hombre se hubiese verdaderamente debido a un suicidio.
En fin, se trata de una muestra más dentro del grueso elenco de las publicaciones que siguen la línea de la teoría conspirativa y que deben su existencia básicamente a la obra de Mr. Stephen Knight.
El flamante libro cuenta con un prólogo redactado a cargo del connotado destripólogo y divulgador de tópicos científicos y criminales Colin Wilson.
Precisamente Mr. Wilson resultaría uno de los escritores a los cuales correspondiera el mérito de haber introducido algunos de los primeros fragmentos del rompecabezas con que se armaría la tesis conspirativa.
Ya por el año 1960 este versátil autor conoció en una cena al anciano médico Thomas Stowell, quien le contó acerca de sus sospechas de que el Príncipe Edward había sido el criminal.
De igual forma, le haría alusiones respecto del papel jugado por el médico real Sir William Withey Gull, todo ello en base a las notas de un diario personal de aquel fallecido galeno que su amiga Carolina Aclan Gull, hija del mismo, le había permitido leer.
Tal cual relata Colin Wilson: “...Era un hombre de unos setenta años, simpático y atractivo. Me dijo que continuaba practicando la cirugía, aunque por el modo que le temblaba el pulso al cortar la carne dudé que esas prácticas duraran mucho más tiempo. Fue directamente al grano. Estaba convencido, me dijo, que Jack el Destripador no era otro sino Edward, el duque de Clarence, nieto de la Reina Victoria, hijo de Eduardo VII, y heredero al trono de Inglaterra en 1910 ¡pensamiento interesante! … ¿Cómo se había enterado de todo esto? Había visto los documentos del finado Sir William Gull, médico de la Reina Victoria. Cuando Gull murió (creo recordar que me dijo que fue a mediados de los años treinta) su hija Carolina había pedido a Stowell que revisara sus documentos y papeles, ya que estaba segura de que había en ellos “asuntos confidenciales” que acaso fuera mejor quemar o destruir. Lo que aquellos papeles y documentos revelaron fue que el duque de Clarence no había muerto a consecuencia de una gripe durante la epidemia de 1892 –según dice la historia– sino en una clínica mental cerca de Sandringham, por “reblandecimiento de cerebro” debido a la sífilis. Igualmente mencionaban un extraño escándalo en el que el duque estaba involucrado. Había sido arrestado por la policía en una casa de mala reputación en Cleveland Row y un diario había osado decir: “…entre los detenidos se encontraba la más alta dignidad del país…”.
En 1970 saldría editada en el número correspondiente al mes de noviembre de la revista “The Criminologist”, del editor Nigel Morland, la hipótesis formulada por el Dr. Thomas Stowell donde la identidad del culpable quedaba cautelosamente encubierta, en tanto solo se hacía referencia a éste como el “Sr. S”.
La precaución fue más bien vana porque todos creyeron advertir que el “Sr. S” aludido en el relato por fuerza no era otro sino el tan conocido Príncipe Albert Víctor.
Las quejas que de inmediato se hicieron sentir desde el palacio real determinaron a que raudamente el muy maduro Dr. Stowell –contaba a la sazón con ochenta y cinco años de edad– se desdijese por medio de una carta dirigida al periódico The Times pretendiendo que nunca quiso señalar a su alteza imperial como el culpable de los repudiables crímenes.
Pero el anciano falleció repentinamente sin poder alcanzar a ver publicada su carta de retractación o aclaración.
Llamativamente, su deceso se produjo un nueve de noviembre, fecha aniversario de la muerte de Mary Jane Kelly.
Los datos brindados por el mencionado médico conformarían el germen básico para la teoría de la conspiración monárquica.
En principio, y de acuerdo con esa versión, la tapadera urdida estaba destinada únicamente a frustrar la aprehensión del asesino de alta alcurnia e impedir el subsiguiente bochorno para la Corona y el gobierno británico.
Al mismo Dr. William Gull, en esta inicial propuesta, exclusivamente se le asignaba el rol de encubridor del Príncipe loco que por causa de su enfermedad venérea se había convertido en furibundo vengador.
Albert Víctor había nacido en 1864 siendo el primogénito del Príncipe de Gales, también llamado Albert.
De adolescente viajaría en barco recorriendo el mundo en compañía de su hermano George y se adujo que durante aquel viaje fue seducido y contrajo la sífilis que le causaría su deceso en 1892 a la temprana edad de veintiocho años.
Además, la salud del aspirante a monarca se encontraba mermada como resultas de un repentino ataque de tifus padecido a sus veinte años, todo lo cual lo haría vulnerable a las fiebres terciarias que luego lo afectaron.
Se sospecha que la debilidad de su sistema nervioso le venía de herencia, dado que su bisabuelo había sido un maníaco depresivo.
En Londres el también conocido como Duque de Clarence y Abbondale se hará notar por su afición a los placeres y por reuhir a las obligaciones que el protocolo de la vida cortesana le imponía.
Las clases obreras, que sentían por él una sincera simpatía, le apodaban “collar and cuffs” –“cuellos y puños”– a causa de su peculiar modo de vestir.
A mediados de los años ochenta del siglo XIX Edward fue enviado a una travesía marítima para que así la prensa se olvidara de fustigarlo por sus costumbres desarregladas.
Según cuenta el Dr. Thomas Stowell fue al volver de ese viaje donde los empujes de sus enfermedades lo conducirían a la definitiva pérdida de su juicio y a partir de allí se transformaría en el monstruo matador de meretrices del East End de Londres.
Aquí cabe acotar que varios de los testimonios rendidos una vez verificados los crímenes, y en donde se retratase el aspecto que tenían algunos de los sospechosos de haber estado con las víctimas en los momentos próximos a sus muertes, guardan ciertas semejanzas con el perfil físico del Príncipe.
Coincide la estatura indicada, el bigote rubio, la ropa elegante usada, y hasta el peculiar sombrero de gamuza propio de los cazadores, adorno que aquél portaba con frecuencia.
Stowell creería que Albert Víctor había desarrollado una obsesión sádica por la sangre durante sus cacerías en Escocia.
Allí habría adquirido el muy básico conocimiento clínico que el Destripador habría demostrado poseer a la hora de mutilar.
Para efectuar la localización de los órganos que el perpetrador extraía a sus víctimas bastaba con poseer la sapiencia técnica que le proporcionó el descuartizamiento de venados cuya práctica le excitaba sexualmente.
Así será como el aspirante a monarca, impelido por el deterioro psíquico y moral causado por su enfermedad, pasaría del despellejamiento de venados a la mutilación de meretrices.
De las andanzas del joven Duque recién se enteraría la familia real una vez cometido el doble homicidio del 29 de setiembre de 1888.
Tras el bestial crimen de Catie Eddowes la Policía Secreta inglesa echaría mano del desquiciado de sangre real al cual se internaría en un hospital psiquiátrico.
No obstante, el preso escaparía a la vigilancia y lograría perpetrar el más espeluznante de todos los homicidios de la serie destrozando a Mary Jane Kelly dentro de su muy modesta habitación en la mañana del nueve de noviembre de 1888.
Lo volverían a atrapar y sería internado bajo estrictas medidas de seguridad en una clínica para enfermos mentales emplazada en la localidad de Ascote.
Por su parte, Sir William Gull había tratado exitosamente al aspirante a Rey, cuya salud la casa imperial le había encomendado, logrando mediante sus cuidados aliviar transitoriamente la gravedad de sus enfermedades.
El repunte sanitario le permitiría al paciente efectuar un nuevo viaje en crucero y tomar parte en acontecimientos públicos durante el año 1890, pero la afección cerebral ocasionada tras el avance de la sífilis terminaría por precipitar su trágico desenlace.
El 1892 el malogrado joven fallecería, y una epidemia virulenta de gripe que azotó Inglaterra en ese año le permitiría a la Corona pretextar que el Príncipe había muerto como consecuencia de la misma, extremo que brindó una coartada perfecta para evitar el consiguiente bochorno.
Enormemente mayor hubiera resultado el escándalo a desatarse, por cierto, si la población británica se hubiera llegado a enterar que bajo la simpática apariencia de “collar and cuff” en verdad se ocultaba el indignante desventrador de pobres mujeres del Este londinense.
La posibilidad de que se filtrara esa peligrosa información debía ser cortada de raíz, por lo que a fin de armar el artificio perfecto se movilizarían todos los poderes de la realeza y del gobierno.
A esta altura del relato cabe señalar que luego de tomar estado público la singular hipótesis debida al Dr. Thomas Stowell la corte británica se apresuró a hacer conocer que Edward se hallaba ocupado en actividades de protocolo y, en especial, que en la fecha de acaecer algunos de los crímenes ni siquiera estaba presente en Inglaterra sino que se encontraba en Sandringhan, Escocia.
Sin embargo, Colin Wilson pone en cuarentena esta coartada: “…aquella misma tarde me encontré con un experto en crímenes, el alemán Frank Lynder (a quien dediqué mi enciclopedia del crimen) y le conté cuanto me había relatado Stowell acerca de su teoría. Lynder inmediatamente se ofreció a comprobar la estancia del duque en Londres en la circular oficial de la corte. Era editor de varias revistas y diarios alemanes y disponía de facilidades para realizar la investigación. No mucho después –acaso fuera al día siguiente– Lynder me llamó por teléfono muy excitado para decirme que las fechas coincidían; el duque nunca estuvo en Escocia cuando se cometieron los crímenes...”.
Otro segmento de la historia inicialmente propalada por Stowell, e incorporada con arreglos posteriormente por Stephen Knight en su relato de 1976, hacía referencia al mentalista Robert James Lees y a la presunta persecución que éste efectuara sobre un hombre que vio mientras viajaba en autobús y al cual consideró se trataba de Jack el Destripador.
La anécdota no era novedosa en tanto había resultado ampliamente difundida en artículos periodísticos editados bajo el rótulo de “El vidente que descubrió a Jack el Destripador” por el Daily Express durante los días 7, 9 y 10 de marzo de 1931, poco después del deceso de Lees.
Sobre el psíquico, médium y espiritista cristiano Robert James Lees procede anotar que este hombre había sido presentado ante la Reina Victoria cuando apenas contaba con dieciséis años, causándole tan grata impresión a la monarca y a su entorno que continuaría durante muchos años vinculado a la corte en carácter de médium o vidente cobrando el correspondiente estipendio por sus servicios.
Circuló el persistente rumor de que Lees colaboraba con las indagatorias policiales a fin de desenmascarar al asesino.
De esta manera, suministraría relatos describiendo sus visiones respecto de los crímenes e informando sobre cual era el posible aspecto del criminal y donde podría estar escondido el mismo.
Si se atiende a la anécdota que lo conecta con la teoría de la conspiración, el psíquico tuvo varios sueños o ensoñaciones donde se le representaban los homicidios de Withechapel previo a que los mismos acontecieran, y en una de tales premoniciones había contemplado claramente el rostro del homicida.
A todo esto sucedió que una tarde viajando en autobús, y mientras el rodado avanzaba por Baywater Road, reconoció al Destripador en la persona del hombre que ocasionalmente se hallaba sentado a su frente.
Se trataba de un sujeto de características distinguidas que iba vestido de levita y portaba un sombrero de copa.
El psíquico descendió raudamente del transporte colectivo y siguió los pasos de su sospechoso hasta verlo entrar en una finca sita en Park Lane.
Dicha mansión era propiedad de un afamado médico de la casa real y, aunque en el relato no se aclara, es de presumir que Lees conocía al galeno porque también él mantenía fluido contacto con la casa real británica.
Cuando el vidente requirió el auxilio de las autoridades policiales fue rechazado en más de una oportunidad.
No obstante, su insistencia iría a producir frutos y más adelante lograría que un policía lo acompañara a inspeccionar la casa del facultativo.
Una vez allí fueron atendidos por la esposa de éste quien al principio se manifestó muy molesta ante la intromisión, pero finalmente la señora admitió que su esposo venía actuando de forma muy extraña últimamente y temía que estuviera perdiendo la cordura, tras lo cual accedió a que se revisaran las pertenencias de su marido y la policía encontraría en su maletín de cirujano un cuchillo de trinchar, objeto que obviamente no tenía sentido lógico que estuviera guardado allí.
Más adelante, la investigación policial avanzaría hasta desembocar en la detención del profesional quien, una vez examinado por sus pares forenses y tras determinarse que se hallaba irremisiblemente fuera de sus cabales, resultaría internado en un manicomio por el resto de sus días.
Al igual que sucediera con tantas otras, esta incomprobada conjetura sufriría diversos ajustes en las ulteriores obras que retomaran el tema.
Depurando la versión, se aseguraría que el anónimo médico sospechoso gracias a las visiones del reconocido espiritista no era otro sino Sir William Withey Gull, el cual efectivamente residía cerca de Park Lane, más concretamente en el número 74 de Grosvenor Square.
Su mansión recibiría la impertinente visita de un detective de Scotland Yard –el Inspector Frederick Abberline, conforme con algunas propuestas– asistido por el médium acusador.
La esposa del doctor Gull se indignó por la intromisión de los extraños que requerían a su marido, pero luego intervendría el propio galeno apaciguando a su cónyuge y encarándose con los intrusos.
Sir William trató de desviar las suspicacias que recaían sobre el Príncipe Eddie, paciente suyo del cual él sabía que se trataba del Destripador.
Aparentemente trató de atraer –en un gesto de grandeza– esas sospechas hacia sí mismo, pretextando que por aquellas fechas padecía de amnesia, y que en cierta ocasión se había despertado con las mangas de su camisa empapadas de sangre.
Que el Dr. William Withey Gull constituía el médico oficial de la Corona británica por el año 1888 y que le había sido encomendado cuidar del enfermo de sangre real deviene una circunstancia históricamente verificada.
El resto pertenece al ámbito de la fabulación o, cuando menos, al de los hechos no corroborados.
La escena del vidente apersonándose a la residencia del elusivo cirujano en compañía de un detective se ha vuelto infaltable asimismo en creaciones literarias admitidamente ficticias.
Por ejemplo, en “La noche del Destripador”, Robert Bloch la imagina de la siguiente manera: “...Cuando la puerta se hubo cerrado, Sir William no perdió tiempo.
Y ahora Sir –su mirada ardiente se dirigió a Abberline– ¿Querrá usted tener la bondad de explicarme por qué estaba molestando a mi esposa?
No era esa mi intención – dijo Abberline.
Hizo un gesto hacia Lees. Este caballero podrá informarle del motivo de nuestra visita a su casa.
Pillado por sorpresa, Lees se aclaró la garganta nerviosamente y comenzó a hablar… Cuando el médium habló de haber conocido a Jack el Destripador en el autobús, Gull se alteró visiblemente al oír pronunciar el nombre. Al escuchar a Lees describir a ese hombre, su rostro enrojeció airadamente. Después, cuando el psíquico le habló de sus presentimientos sobre el destino del Destripador, y el poder que le había guiado hasta allí, Gull estalló.
Está usted loco. ¿Cómo se atreve a insinuar que yo pueda albergar semejante criatura bajo mi techo?
Lees se encogió bajo la furia de Gull.
Ha confundido usted lo que quiero decir, Sir. Yo no sugería nada parecido.
Solamente sé que él vino aquí… no su intención
Tiene usted alguna prueba. ¿Lo vio entrar en esta casa?
No –La voz del médium tembló– Pero presentía que iba a alguna casa de esta zona cuando huyó. Y hoy en Miller´s Courts, la dirección me fue revelada por sí misma.… Gull se encaró ahora con Abberline, desafiándolo con los ojos.
¡Ese hombre esta loco! Sacudió la cabeza – Seguramente usted, como oficial de Policía, No se creerá toda esa basura sobre mensajes de los espíritus.
Lo que yo crea no tiene importancia – dijo Abberline – Yo pongo mi fe en los hechos.
¿Y de qué hechos esta usted hablándome en este momento? …
Se sabe muy bien que el duque de Clarence contrajo sífilis.
Gull tragó saliva rápidamente.
¿Quién le ha contado a usted esa majadería?
Lo sé de una fuente indiscutible. La misma fuente que me ha informado de su condición mental deteriorada, y de su participación en el asunto de la calle Cleveland.
¡Eso es una mentira! – gritó Gull – Eddy nunca ha sido acusado…
Gracias a usted – Abberline lo silenció con un movimiento de cabeza – Usted lo ha protegido siempre, usted y sus amigos que ocupan altos puestos. Lo han protegido de la prensa, del público, de su propia familia. Ellos desconocen sus excursiones de media noche a East End o lo que hace allí. Pero usted sí lo sabe…”.
En apoyo de la credibilidad a conferirle a la anécdota relativa a la entrevista del médium y el policía con el médico misterioso –este último en sus dos versiones de Destripador o de encubridor – Stephen Knight efectuó una alusión a cierta carta fechada en el mes de noviembre de 1889 cuya veracidad deviene indudable pues se halla registrada en los archivos de la Policía Metropolitana.
La misiva en cuestión fue confeccionada por un individuo que la rubricó valiéndose del consabido alias “Jack el Destripador”.
En su texto el remitente se burlaba de los policías calificándolos de incompetentes, y aparentemente comenzaba señalando:
“Querido Jefe.
Ya ves que no me has atrapado todavía, con toda tu astucia, con todos tus Lees, con todos tus maderos…”
La mención a la palabra “Lees” parecía confirmar que el psíquico efectivamente había cooperado con las autoridades en la infructuosa cacería del criminal, pues sólo si el conocimiento de tal asistencia pertenecía ya al dominio público por esas tempranas fechas podría justificarse que el redactor de la carta incluyera en la misma esa elíptica alusión al parecer dirigida a la persona del mentalista.
Y es que dicha referencia –aunque más no fuera en forma indirecta– servía para abonar la credibilidad de la historia donde se presenta a Robert Lees reclamando el amparo de las fuerzas policiales a fin de desenmascarar al homicida que identificara a través de sus visiones.
Sin embargo, un moderno análisis grafológico demostró con contundencia que la carta aludida en verdad no decía “Lees” sino indicaba “Tecs”, palabra esta última que constituía una expresión de uso corriente en la época de los crímenes con la cual las clases populares se referían despectivamente a los policías.
Tal cual se destacara con respecto a este punto: “…una diligente búsqueda de los periódicos de los últimos meses de 1888 y primera parte de 1889 fracasó en el intento de encontrar alguna mención de Lees, por tanto ¿de dónde sacó el anónimo escritor de cartas de “Jack el Destripador” la referencia a Lees? Stephen Knigth transcribió asiduamente docenas de páginas de notas de los archivos oficiales. Por desgracia, y comprensiblemente, cometió algunos errores de transcripción de crucial importancia. Aquí transcribió de un modo equivocado la palabra “Lees” en donde no ponía “Lees” en absoluto. Un examen de la carta original reveló que se trataba de la palabra “tecs”, de la jerga de la policía de aquella época. De hecho, como puede verse, con esta lectura correcta de la palabra la frase tiene sentido, cosa que no ocurría antes. Puede que sea un detalle pequeño, pero es importante porque muestra con exactitud como las cartas juegan un papel trascendente en la historia del Destripador y que pueden ser utilizadas por un autor como piedra angular para sus teorías. En este caso, un error de transcripción llevó a repetir dicho error en libros posteriores…”.
El descubrimiento de la equivocada interpretación dada por Knight a dicha misiva echa por tierra ese eventual apoyo documental a la veracidad de la pretensa colaboración entre el médium y las fuerzas del orden.
Y aunque hubiera existido dicha asistencia la misma no resultaba del dominio público, por lo cual ningún redactor de cartas de 1889 –ya fuera el asesino o, más plausiblemente, un bromista– podía saber nada de ella.
De hecho, el propio Robert James Lees en su diario privado solamente dejó constancia de los rechazos de la policía a la ayuda psíquica por él ofrecida.
Por consiguiente, hasta ahora no se conoce ningún documento serio apto para relacionarlo con la indagatoria oficial de los crímenes.
Pero, en definitiva, ¿Cuál es la trama del libro esencial donde se desarrollara la teoría de la conspiración?
Y además, ¿Por qué se afirma que dicha conspiración fue “monárquico – masónica”?
De acuerdo con la historia planteada por Stephen Knight, sobre la base de los dudosos datos aportados por su informante Joseph Gorman, en realidad el Príncipe Albert Víctor no resultaba ser el victimario, por más de que le correspondería representar un papel destacado en la narración.
El Duque de Clarence merodearía por los arrabales del East End londinense, bien lejos de las indiscretas miradas que lo vigilarían si hubiese pretendido divertirse en la lujosa zona del West End.
El bohemio y talentoso pintor Walter Richard Sickert, de quien Eddie fingiría ser su hermano menor, oficiaría a modo de baqueano cicerone del joven de sangre real durante esas incursiones.
En una de las mismas, por 1884, –cuando tenía veinticuatro años– el muchacho conocería a la juvenil y sensual Annie Elizabeth Crook, una modesta dependienta que a la sazón trabajaba en una confitería emplazada en la calle Cleveland.
Los jóvenes se convertirían en una entusiasta pareja de amantes, y a raíz de esa tórrida relación amorosa la chica daría a luz a una hija natural del aspirante a monarca a la cual se bautizará con los nombres de Alice Margaret.
El posterior casamiento de sus padres –en una iglesia católica y con la presencia de Walter Sickert como testigo del novio y de Mary Jane Kelly asistiendo a la novia– concedería legitimidad al nacimiento de la pequeña.
Dicha criatura habría venido al mundo en el mes de abril de 1885 según refiere una inscripción registrada en los libros del hospital de Marylebone.
En su partida de nacimiento se consignaría como dirección de la niña y su madre el número 6 de la calle Cleveland, así como su condición de hija de padre desconocido.
En apoyo a sus aseveraciones Knight menciona que en el registro de edificios de la ciudad de Londres atinente al año 1888 en dicha dirección figura como ocupante una señora llamada “Elizabeth Cook”.
Deduce que por lógica no podría sino tratarse de Annie Elizabeth Crook, sólo que se omitió su primer nombre y se escribió erróneamente su apellido con una falta de ortografía a causa de un lapsus del registrador.
Una vez convertida en adulta Alice se casará con un peón de apellido Gorman y sería la madre de Joseph -“Hobo”- Gorman, quien pretendería sin apropiadas pruebas que realidad su padre no era sino Walter Sickert.
Que el futuro Rey contrajera matrimonio clandestinamente en una iglesia católica y que su esposa plebeya hubiera engendrado una niña apta para aspirar al trono inglés era suficiente motivo para un gran escándalo por más que el mismo no llegase a ser tan poderoso como para hacer temblar los cimientos de la monarquía británica según se ha pretendido.
Empero, ese hecho efectivamente constituía una razón de bastante trascendencia como para que la Corona –una vez enterada de tan anómala situación– tomara cartas en el asunto y, mediante la intervención de la Policía Secreta –a la cual se haría entrar en acción en virtud de una gestión del Primer Ministro Lord Robert Salisbury, pretendidamente masón– separase mediante la fuerza a la pareja.
Albert Víctor sería reprendido por su desatinada conducta.
Annie Crook, mientras tanto, quedaría confinada en una institución para enfermos mentales víctima de una manipulación de su glándula tiroides, o bien de una trepanación.
Su memoria se vería afectada al igual que su entendimiento, y ya nadie iría a creerle si contaba la historia de su casamiento con el Príncipe, de la existencia de la hija de ambos, y de los derechos al trono que ésta tendría.
Estas maldades inflingidas contra la pobre Annie estaban supervisadas por el médico real Sir William Withey Gull.
Este hombre, al igual que sucediera con los casos de Lord Salisbury y de los altos cargos policiales Charles Warren y Robert Anderson, resultaría sindicado –por esta versión– de ser un alto integrante de la masonería.
La bebé, mientras tanto, había quedado bajo los cuidados de Mary Kelly –la mejor amiga de la infortunada Annie– y luego pasaría a manos de sus abuelos maternos.
Y la historia –con visos dignos de ciencia ficción– prosigue.
Pero llegado a este punto tal vez convenga hacer un alto para ir analizando los precedentes datos a la luz de la información verdaderamente comprobable al respecto.
En tal sentido, cabría recordar que Stephen Knight sostuvo que la señora Elizabeth Cook que figura mencionada por el registro inmobiliario como ocupante de un sótano en el número 6 de la calle Cleveland era la misma persona que la presunta amante y ulterior esposa del Príncipe.
Empero, una ulterior investigación demostró que durante los años 1886 y 1888 los edificios situados entre los números 4 y 14 de la calle Cleveland habían sido demolidos y luego suplantados por un bloque de apartamentos.
El registro de edificios de la ciudad de Londres reporta que la mencionada Elizabeth Cook –o Annie Crook– no se mudó del número 6 de esa calle sino hasta que el edificio estuvo terminado y que se alojó allí como mínimo hasta el año 1893.
Ello significaría que no permaneció encerrada en el hospicio de Guy o en el de Marylebone –o en el que fuese– sino que efectivamente moraba en esa vivienda con su hija.
De acuerdo con consultas a los registros del Londres de la época Annie Crook estuvo durante un corto lapso a partir de 1889 residiendo en un asilo para pobres emplazado en la calle Endell junto con la pequeña Alice Margaret.
Tal cual se hiciera constar en relación con estos extremos: “…estaba en la miseria, pero era evidentemente libre. En 1894 el registro muestra que Annie estuvo en prisión, a su hija, de nueve años, la enviaron a una colonia de recreo, durante dos semanas, por lo que es de suponer que la condena de Annie fue de catorce días.
En 1902 Alice Margaret ingresó al hospital de St Pancras, pues padecía sarampión, según el registro, ella y su madre vivían en el número 5 de la calle Pancras, donde pagaban un alquiler de dos chelines semanales. Pero en 1903, Annie Crook entró en el asilo de pobres de St Pancras aquejada de epilepsia. Según el registro del asilo, su ocupación era la de trabajadora temporal en la firma Crosse and Blackwell. Y así prosigue el triste registro. En 1920, Annie Elizabeth Crook murió finalmente en el pabellón de enfermos mentales del asilo de Furham Road. Pero, según los registros, el deterioro de su salud mental no ocurrió sino hasta los postreros días de su vida. Ciertamente, no existe ninguna prueba de que, debido a una “conspiración de masones”, fuese encarcelada en manicomios de 1888 a 1920…”.
De igual modo, se sustentará que Annie Elizabeth Crook no era católica como se pretendió sino que profesaba la fe anglicana.
Y, asimismo, se resalta el hecho de que, aun cuando hubiese sido cierto lo del casamiento en una iglesia católica entre Annie y el Duque, tal matrimonio devenía nulo conforme a las leyes inglesas que entonces regían al efecto.
De allí que ningún auténtico peligro para la Corona representaba en tanto aún cuando hubiese quedado una hija como fruto de aquella unión la misma carecería de cualquier derecho sucesorio apto para aspirar al cetro imperial.
Estos argumentos, aunque son válidos, no quitan que si la historia era verdadera la conducta del pretendiente al trono configuraba un bochorno demasiado grande con aptitud para poner en ridículo a la monarquía británica.
Y a todo esto, ¿podrían realmente haberse conocido Albert Víctor, Duque de Clarence y Abbondale, y Annie Elizabeth Crook?
Ciertos datos objetivos militan en pro de esa posibilidad.
Por ejemplo, representa un hecho notorio que en el correr de 1889 estalló el que los periódicos llamaron “el escándalo de la calle Cleveland” tras el allanamiento de un burdel masculino en cuya redada se detendría –aunque sería pronto discretamente liberado– al mismísimo Príncipe.
Es otro hecho acreditado que incluso antes de esa fecha Annie Crook trabajaba como dependienta de la confitería ubicada en aquella calle y que dicho local daba frente por frente con el lupanar frecuentado por Eddie.
Resultaba muy posible –al menos fácticamente– que ambos muchachos se hubiesen conocido y mantenido relaciones ya por el año 1884 de conformidad pretende la teoría de la conjura.
Pero continuemos con la historia.
Según se cuenta en la misma Mary Jane Kelly, tras poner a buen resguardo a la niña mientras su madre penaba en su injusto encierro, retornaría en el año 1885 a su Irlanda natal, pero pronto se vería forzada a emigrar de allí nuevamente por culpa de las hambrunas que azotaron a la población de ese país.
La atractiva joven volvería a Inglaterra, y más concretamente al sumergido distrito de Withechapel, a fines de 1887 o principios de 1888.
Una vez allí sería cuando se dedicaría a ejercer la prostitución –lo cual no había hecho en su anterior estadía– y trabaría amistad con otras mujeres mayores que ella y más diestras en la práctica del oficio más viejo del mundo.
Tales colegas serían Mary Ann –“Polly”– Nichols, Annie Chapman y Elizabeth –“Liz Long”– Stride, quienes con el paso del tiempo devendrían también en víctimas del Ripper.
En el decurso de sus beberajes por los bajos fondos del East End les contaría a sus compañeras sobre la triste historia de su amiga Annie Crook enclaustrada en un hospicio para dementes, del casamiento clandestino de ésta con el Príncipe, y de la bebé con presuntos derechos a la sucesión real.
Necesitadas de dinero creerían que un práctico camino para obtenerlo consistía en chantajear a la Corona reclamando dinero por su silencio.
Aquí aparecería en escena nuevamente el Dr. William Withey Gull quien, de acuerdo a la versión de Stephen Knight, resultaría contactado por su compañero de logia el Primer Ministro Lord Robert Salisbury para que eliminase el peligro representado por las prostitutas conjuradas.
Las dos grandes pasiones en la vida del Dr. Gull eran la monarquía británica y la orden masónica, y quienes lo conocían a fondo sabían que haría todo cuanto fuese preciso en salvaguarda de estas instituciones.
Con la ayuda de un cochero de carruajes llamado John Netley, quien otrora se había encargado de trasladar al Príncipe Eddie, pondría manos a la obra en su labor finiquitadota.
¿El móvil de Gull el Destripador?
Su creciente insania producto de un accidente cerebral sufrido el anterior año de 1887 el cual le generaría alucinaciones tan graves como para hacerle creer que al mutilar ritualmente a aquellas que veía como enemigas estaba cumpliendo con su ineludible deber como estricto masón.
Las chantajistas se convertirían en su mente en los “Juwes”; o sea, en Jubela, Jubelo y Jubelum, quienes fueran los traicioneros discípulos que brutalmente asesinaran a Hirám Abiff, fundador de esta sociedad secreta.
La venganza contra éstos se habría llevado a cabo mediante furibundos rituales a través de los cuales los acólitos del difunto Abbif acabaron con los matadores de su idolatrado líder.
Gull en su rol de vengador haría lo mismo sobre las cuatro mujeres alineadas contra la monarquía inglesa.
Pero conforme con esta proposición Sir William, aunque severamente desquiciado, poco hubiera podido hacer para transformarse en un Destripador impune si no hubiera contado con el entusiasta auxilio prestado por las autoridades más allegadas a la Corona y, en especial, por los jerarcas de máximos rango en la orden masónica británica de ese entonces.
Dentro de tales jerarcas Stephen Knight propone al General Sir Charles Warren y al Doctor Sir Robert Anderson.
De este modo, resultarían ser masones implicados en la sórdida tapadera nada menos que el jefe de mayor grado dentro de Scotland Yard de aquella época y su inmediato segundo, los cuales dominaban la jurisdicción inherente a la Policía Metropolitana que abarcaba a todo el Reino Unido.
Por su parte, la Policía de la City de Londres, disponiendo de una jurisdicción mucho más acotada, no estaría involucrada en el complot.
Ello justificaría la indignación del Comisario en funciones Mayor Henry Smith y del Inspector James Mac William, ambos integrantes de la Policía de la City, cuando el mandamás Sir Charles Warren ordenó borrar la pintada hecha con tiza sobre el muro de la calle Goulston luego del crimen de Catherine Eddowes.
Catherine había sido ultimada dentro de la jurisdicción de la Policía de la City londinense, pero el asesino arrojó el trozo de su delantal empapado en sangre cerca de la pared donde dejaría la extraña consigna.
Y dicho sitio en concreto caía bajo la jurisdicción de la Policía Metropolitana británica.
Ello lleva a preguntarse si el matador no salió deliberadamente de esa jurisdicción tras finiquitar a Eddowes para trazar la consigna en un lugar perteneciente al ámbito de poder de la Policía Metropolita justamente porque sabía que allí estaría protegido por los otros conspiradores.
Por eso sería que no plantó el críptico graffiti en el sitio que resultaba más lógico para escribirlo que era donde había asesinado a Kate Eddowes.
Y es que si lo escribía allí la Policía de la City lo hubiera fotografiado para investigar a fondo la caligrafía que exhibía esa pintada, tal cual era lo debido y según querían realizar los citados jerarcas de aquella policía Comisario Smith e Inspector Mac William.
Cabe preguntarse qué se opina con respecto a disquisiciones como las que venimos comentando en la respetable orden masónica.
Al efecto, en el muy documentado libro de Jasper Ridley, titulado “Los masones”, y subtitulado “La sociedad secreta más poderosa de la tierra”, podemos leer: “…En la década de 1980, el popular escritor Stephen Knight lanzó un ataque más amenazador y exitoso. El sostenía estar revelando que la verdadera esencia de la masonería era una conspiración de los francmasones para ayudarse entre sí con el resto del mundo… Knight comenzó su campaña contra los francmasones en el libro Jack the Ripper. The Final Solution (Jack el Destripador. La solución final) que publicó en 1976 y que trata de unos homicidios cometidos por el asesino conocido como Jack el Destripador que conmovieron a los londinenses en 1888 … Stephen Knitgh presenta la teoría más absurda que se conoce: que los homicidios fueron cometidos por francmasones instigados por sir William Gull, el médico francmasón de la Reina Victoria, con la connivencia de otro francmasón, el jefe de la policía metropolitana sir Charles Warren … Así que envió a dos masones a matar a las cinco prostitutas y destriparlas según el tradicional procedimiento masónico. Ocurrió un incidente en relación al segundo homicidio cometido el 30 de setiembre de 1888. A la 1,25 de la mañana un policía atravesó la plaza Mitre de Withechapel y no vio nada extraño, pero cuando regresó un cuarto de hora más tarde, a la 1.40 encontró el cuerpo de una prostituta que había sido destripada. También vio que alguien había escrito con tiza en el muro de la plaza: “Los judíos son los que tienen la culpa”. Cuando sir Charles Warren se enteró de la frase ordenó que la lavaran. En su libro Knight sostiene que “los judíos” es un término utilizado por los francmasones para referirse a Jubela, Jubelo y Jubelum, que aparecen mencionados en la historia con relación al asesinato de Hirán Abiff en la época de la construcción del templo de Salomón … La historia de Knight se derrumba a cada paso. Los francmasones no usan la frase “los judíos” para referirse a Jubelo, Jubela, Jubelum… Knight no explica cómo se enteraron las cinco prostitutas asesinadas del matrimonio del duque de Clarence no porqué Gull pudo haber decidido que ellas debían ser castigadas como francmasones que han revelado secretos de la masonería. Tampoco ofrece ninguna explicación de porqué los asesinos escribieron la frase sobre los judíos en el muro, identificando así a los francmasones –si la teoría de Knight fuera correcta– como los culpables, cuando presumiblemente habrían deseado guardar un silencio sepulcral al respecto…”.
Las críticas supra transcriptas se muestran como atinadas y válidas pero, aún así, en el terreno de las hipótesis podrían ser contradichas.
Por ejemplo, si William Gull había sido el principal ejecutor y, a su vez, estaba desequilibrado, no habría antepuesto la cautela a su afiebrado afán de mediatizar su crimen.
En la mente alucinada de este candidato a ser el Destripador se trasuntaba el deseo de que el mundo supiera cual era el castigo que le aguardaba a los que osaran poner en riesgo a las sagradas instituciones de la monarquía y –por extensión– de la masonería.
Y acerca de por cual conducto se enteraron las prostitutas del matrimonio entre Annie y el Príncipe, Stephen Knight aduce que la historia se trasmitió por mediación de Mary Kelly a quien también se sugiere como la abanderada del torpe intento de chantaje.
En otro orden, las meretrices complotadas contra el trono inglés –según cuenta la versión original– no eran las cinco a las cuales finalmente se eliminó y que son calificadas como las “víctimas canónicas” de Jack the Ripper.
Tal cual se indicara, Catherine Eddowes no habría integrado la banda pero su horrible muerte se debió a un error incurrido por el matador porque agentes policiales de la comisaría de Bishopsgate, donde aquella mujer estuviera encerrada por ebriedad y escándalo minutos antes de ser victimizada, le habrían trasmitido un dato erróneo al asesino.
En la comisaría Kate dio como suyo propio el apellido de su amante de aquel momento –John Kelly– y por eso la habrían confundido con Mary Kelly, principal objetivo de los criminales conjurados.
En fin, pese a los esfuerzos de Jasper Ridley y de otros críticos no es con lógica como más eficazmente se destruye a la teoría de la conspiración puesto que ante un razonamiento siempre puede oponerse otro en contrario que parece devenir tan lógico y apropiado como su antagónico, tal cual es dable apreciar.
Empero, la carga de la prueba le gravita a quienes postulan la teoría, y en la falta de evidencias reside el punto más frágil de la construcción pues, sencillamente, no obran pruebas aptas para avalar la hipótesis más allá del cautivante interés literario que despierta.
Dijimos líneas atrás que a partir del núcleo básico de la propuesta inicial formulada en el año 1976 por Stephen Knigh con su “Jack the Ripper. The final solution” fueron apareciendo interesantes variantes de mayor o menor valor, entendiendo aquí la palabra valor en tanto atractivo literario y no como pretensión de autenticidad.
Igualmente expresamos que nos parecen más aceptables y honestas aquellas creaciones declaradamente imaginarias, pero donde los escritores abordan con rigurosidad y visible esfuerzo el tema de Jack el Destripador.
El punto relativo a la tesis conspirativa no supone una excepción a la precedente afirmación sino que, por el contrario, consideramos representa el caso más notorio donde una obra de ficción alcanzó ribetes descollantes superando a aquellas otras que sobre el mismo tema pretenden demostrar la veracidad de cuanto plantean.
Nos referimos al excelso comic “From Hell” con dibujos debidos a Eddie Campbell y guionada por Alan Moore.
La obra literaria inspiró el guión de la película homónima estrenada en el año 2001 bajo la dirección de los Hermanos Hugues con las actuaciones protagónicas de Johnny Deep como el Inspector Abberline, Ian Holm interpretando al Dr. Gull y a Jack el Destripador, y Heather Grahan actuando en el papel de Mary Jane Kelly, entre otros excelentes actores.
En su versión original Alan Moore ofrece un prólogo de su obra en el cual nos muestra a dos ancianos paseando en el mes de setiembre de 1923 por las costas de una playa situada en la localidad inglesa de Bournemouth y manteniendo un imaginario diálogo.
El Inspector Frederick Abberline y el mentalista y medium Robert Lees –pues son ellos los ancianos en cuestión– entrarán en confidencias, y el primero en abrirse será el psíquico quien le confesará a su amigo que todas las visiones que durante su larga vida declaró experimentar no fueron más que invenciones pergeñadas para sacar provecho económico o para satisfacer su vanidad de sentirse el foco de la atención de los demás.
Habría comenzado elaborando distintas fábulas para sorprender y agradar a sus mayores ya desde muy pequeño.
Por tal razón, cuando a los dieciséis años fue presentado ante la corte para exhibir sus dotes a la Reina Victoria, se creyó obligado a seguir el juego simulatorio –ahora estimulado por los beneficios financieros y los halagos– el cual proseguiría realizando durante el resto de su vida.
Al caer la tarde Lees acompaña a su amigo de regreso a la casa de éste, quien cada vez más melancólico se quejará de lo mal que fue tratado por el cuerpo policial años atrás donde se le mintiera y se le faltara el respeto según le señala Abberline, aunque sin aclarar a que se refiere.
A su vez Lees –aunque tampoco se muestra explícito– le preguntará a su compañero si no se siente culpable.
Por su parte él sí parecería sentirse culpable a juzgar por los inquietos comentarios que le formula a su amigo.
_ ¿Por qué dejamos que lo enterraran? – se interrogará a sí mismo.
– ¡Por qué no queríamos que nos cortaran el cuello! – le responderá con énfasis el anciano ex Inspector.
Luego sacarán a colación el tema de un presunto dinero recibido para olvidarse de todo lo que sabían, y un abatido Abberline repasará:
_ Una buena pensión, buenas ropas, una casa cara y bonita en Bournemounth frente al mar… No me salió tan mal la cosa ¿verdad?
En su apéndice de notas aclaratorias Alan Moore nos explicará que algunos indicios sugieren que ambas personas podían haber continuado su relación después del año 1888 –en el caso de que realmente se hubiesen conocido por aquella fecha–.
Como dato de la realidad se maneja que el Inspector Frederick Abberline se retiró de Scotland Yard en el año de 1889 y pasó a residir a la citada localidad costera de Bournemouth tras percibir el importe de su premio por retiro jubilatorio.
Luego de fallecer en el año 1928 fue elegido como albacea de sus bienes sucesorios el Sr. Nelson Edwin Lees, quien tal vez fuera un pariente del mentalista, y esta información de manera indirecta sugiere que ambos hombres pudieron mantener una buena relación hasta el término de la existencia del detective.
La sugerencia de que Abberline –y tal vez también Lees– hubiese aceptado un soborno para callar cuanto sabía sobre la identidad del Destripador proviene de varios autores, incluido Stephen Knight, pero se postulará sólo por interés literario aclarándose que no existen pruebas para confirmar esa suposición, la cual podrá ser tanto falsa como verdadera.
En el desarrollo de la trama se proponen las apariciones algo marginales del pintor Walter Sickert y del Príncipe Albert Víctor, y se repite la consabida historia donde este último conoce a Annie Crook, su casamiento y el nacimiento de la bebé de ambos, Alice Margaret, en el hospital de Marylebone por el mes de abril de 1885.
Pero el personaje cardinal será decididamente el Dr. William Withey Gull, en cuyas extrañas razones para convertirse en el criminal de Withechapel se buceará brillantemente en esta historia.
En 1871 el galeno sería elegido como médico personal de Albert, el Príncipe de Gales, padre de Albert Víctor e hijo de la Reina Victoria.
De acuerdo aquí se alega, el cargo de médico oficial de la Corona británica que, en sustitución del hasta entonces favorito Dr. William Jenner, se le asignará al Dr. Gull lo conseguirá éste gracias a la influencia de sus amigos de la masonería integrantes del gobierno.
Igualmente, se describe de forma muy pintoresca la ordalía de iniciación como maestro masón del protagonista del comic.
Podremos advertir, del mismo modo, las referencias que se formulan respecto a presuntos secretos de la masonería como, por ejemplo, la consigna mediante la cual un masón requiere auxilio a otro en situaciones especialmente problemáticas: “¿No hay ayuda para el hijo de la viuda?”
Más adelante veremos como el matador le plantea esa consigna al jefe máximo de la Policía Metropolitana, Sir Charles Warren conminándole a que le deje el campo libre para llevar a cabo su tarea ultimadora sobre las peligrosas meretrices alineadas contra la monarquía.
Se ingresa en la discusión acerca del posible significado que cabría otorgar a la palabra “Juwes” escrita en la famosa pintada de la pared de la calle Goulston tras el homicidio de Catherine Eddowes.
De conformidad se especifica en el apéndice de la novela gráfica, salvo por la afirmación de Stephen Knight de que esa expresión describía colectivamente a los tres asesinos del fundador de la logia Hirám Abbif no habrían otras fuentes eficaces para corroborar la existencia de aquella palabra, en tanto los masones niegan que a dichos matadores se los designase en forma colectiva por otro giro que no fuera el de “los tres rufianes”.
Observaremos el ataque cerebral que en el año 1887 afectó al facultativo produciéndole ligeras lesiones físicas pero severos trastornos psíquicos.
Conforme parece, la gravedad de sus alteraciones mentales no se evidenciaba con claridad, pues al verlo y al hablar con Gull sus interlocutores nada sospechaban del intenso descontrol que aquejaba a su psiquis.
Sin embargo, el desorden cerebral sufrido le generó una afasia, enfermedad peculiarizada por provocar en sus víctimas toda clase de alucinaciones extrañas.
Se dedica un capítulo entero a los paseos que, en un carruaje conducido por el cochero cómplice –John Netley– efectuará el médico visitando lugares de Londres en los cuales percibe la presencia de símbolos y significados místicos, así como de contenidos masónicos como, por ejemplo, la Catedral de Hawksmoor con su impresionante campanario.
La erudición que el guionista demuestra al ofrecerle esas descripciones al lector denota un profundo conocimiento de la historia británica en general y de la ciudad de Londres en particular.
Del estado febril de la mente de Gull, y del papel que considera le ha sido asignado por el destino, dejan constancia las siguientes palabras que éste le dirige a su futuro cómplice, según pone en su boca Alan Moore: “¡Nuestra historia ya está escrita Netley. Está escrita con sangre que ya hace tiempo se secó!”
Luego, tal cual era de esperar, se llevan a cabo los asesinatos.
A veces, el cirujano matará a su presa dentro del propio carruaje iniciando tranquilamente la disección ritual para luego, una vez concluida su macabra faena, trasladar los cuerpos con la ayuda del cochero hasta el lugar donde finalmente los mismos serían encontrados.
En los casos de Mary Ann Nichols y de Annie Chapman esta hipótesis podría ser verosímil porque desde el primer momento llamó la atención la escasa cantidad de sangre advertible en torno a sus cadáveres en los sitios en que éstos fueran encontrados, así como la llamativa ausencia de testigos presenciales de esas agresiones mortales.
Asimismo, y tal como adelantáramos, le corresponderá un rol destacado en la trama al Inspector Frederick George Abberline, quien será presentado aquí como uno de los pocos policías que realmente tenían deseos de frenar las matanzas y capturar al sádico criminal.
Una anécdota en apariencia marginal, pero que terminará siendo trascendente en esta ficticia propuesta, está dada por la relación más bien platónica que Abberline sostendrá con una prostituta que le dirá llamarse Emma y con la cual comparte ginebras en las tabernas de Withechapel.
Emma no resultaría el nombre verdadero de esa mujer, a la cual el Inspector –quien también le proporciona un nombre falso a ésta– accederá a prestarle la suma de dinero que sutilmente aquella le requiere.
La cita donde al fin iría a producirse el encuentro amoroso entre Frederick y “Emma” se difiere para el nueve de noviembre de 1888.
Esa mañana el policía concurrirá a verla al pub luciendo su mejor traje, pero sólo para comprobar indignado que la mujer faltaría a la cita dejándole a cambio una carta de despedida y disculpa.
En el apéndice explicativo de la obra gráfica el autor nos informa que “Fair Emma” y “Ginger”, entre otros, eran los apodos mediante los cuales se hacía conocer ante sus clientes Mary Jane Kelly.
En las viñetas que cierran el comic, y en donde se nos ofrece la –obviamente– ficticia ascensión del espíritu de Gull tras su muerte años después de los crímenes en el hospicio donde concluyese sus días, los dioses paganos que habría idolatrado durante su existencia llevarán a éste por los aires y le harán contemplar una escena en un pueblito de Irlanda.
Allí se encontrará con una joven mujer rodeada de niñas –una de las cuales es Alice Margaret, la supuesta bebé real– la cual al percibir la presencia del espectro aferrará a las infantes y amenazándolo con su puño le gritará: “En cuanto a ti, viejo demonio… Sé que estás ahí, pero a éstas no le las llevas. Lárgate ya. ¡Vuelve al infierno y déjanos en paz!”.
Y es que tal vez no hubiera sido Mary Kelly quien fue destrozada en la mísera habitación del número 13 de la pensión de Miller´s Court.
Tal vez en verdad –al menos así lo quiere el sentimiento– una de las signadas como víctimas del Destripador pudiera haberlo burlado.
El pequeño habría derrotado al gigante pese a la tremenda desproporción de las fuerzas en pugna.
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