jueves, 27 de mayo de 2021

La captura de Jack el Destripador

Aunque nunca trascendió al público ni quedó registrado en las páginas de la historia, el anónimo asesino serial motejado "Jack el Destripador" sí fue capturado por la policía británica. Al menos lo fue en esta fábula que, según se pretende en el capítulo noveno de la novela "El animal más peligoso. Un thriller victoriano" (pags. 113 a 125 de la 2a edición, abril 2019), la periodista Bárbara Doyle escribió para entretenimiento de su jefe y amante el detective Arthur Legrand. He aquí el texto que, en el correspondiente video, es recreado por las magníficas voces del elenco artístico del programa radial español "Martes de Terror": Nieves Guijarro, Rafael Lindem y Tony López. Anochecía en Westminster y ella llamó a la puerta de la mansión. No usaba para tal fin los nudillos, sino sus cuidadas uñas pintadas. Empero, se hacía oír. Al menos su amado la sabía escuchar. «Esa manera de tocar a la puerta compone parte de tu personalidad, femenina y sagaz», solía decirle; aunque la joven no se creía mucho el elogio. Nadie acudió. Volvió a repercutir la madera con ese tamborileo, y nada. Él no estaba. Arrimó su oreja al tabique y captó un rumor procedente desde el otro lado. La vieja y la cocinera sí estaban adentro. De seguro aquellas malditas idiotas oían sus llamados, pero no le querían franquear el paso. Golpeteó con su palma zurda, que era su mano hábil. Lo hizo con fuerza en esta ocasión. Tres, cuatro veces. Finalmente le abrieron. –El señor no regresó aún, pero por favor pase usted señorita Bárbara. Pasó. Las suelas de sus sobrios zapatos negros taconearon suaves por la alfombra persa mientras la mujer de cuarenta años, que para ella era «la vieja», la dirigía hacia la espaciosa sala de estar. Allí se despojó del chal que llevaba puesto sobre el también sobrio traje sastre. Se aprestaba a colgarlo en uno de los percheros, pero Juliana –así se llamaba aquella señora– se le adelantó extendiendo sus manos y lo recogió con ademán deferente. –¿Tuvo un buen día de trabajo en su periódico señorita? –No es un periódico. Es una agencia noticiosa de prensa – puntualizó con cierta sequedad Bárbara. Supuso que esa ignorante desconocía la diferencia. No obstante era preferible no discutir, y dulcificando el tono, al tiempo que se sentaba en el sofá principal, agregó: –Pero tienes razón Juliana. Hoy fue un día de mucho ajetreo, aunque provechoso. Luego de que la gobernanta se retirase, extrajo de su bolso la carpeta donde guardaba el fajo con las anotaciones que esa jornada, a escondidas de sus colegas –todos ellos varones–, había ido registrando. Puso la libreta arriba de su falda y continuó tomando apuntes con un lápiz minúsculo, abstraída en esa tarea. Juliana volvió en dos oportunidades a la sala de estar, valiéndose de sendas excusas, sólo para espiarla. ¿Qué estaría escribiendo tan afanosamente la mocosa remilgada? Las dos mujeres se trataban con fría cortesía, pero no se toleraban. A la puntillosa asistenta, que servía en esa residencia dos días a la semana, aquella le parecía una excéntrica arrogante. ¿Cómo un señor distinguido como Arthur Legrand salía con esa fulana sin clase? Por lo menos esta vez vino más discreta, con ropa que le cubría el busto y sin mostrar tanto las piernas como otras veces. La muchacha, a su turno, creía que su querido se acostaba con la ayudante. Mal que le pesara debía admitir que,aunque ya tenía por lo menos cuarenta años, la tipa estaba entera todavía. Buen cuerpo bajo aquella blusa amplia y ese faldón anticuado. Se la imaginó retozando con él en el lecho estilo matrimonial que compartían. No había olfateado aroma a piel o a perfume femenino, pero Juliana no iría a ser tan estúpida de dejar rastros obvios. Era quien se encargaba de hacer lavar las sábanas y asear el dormitorio. Llegó el dueño de casa. Ella depositó, adrede, la libreta de notas y su bolso abierto encima del sofá. Cenaron. La cocinera se había esmerado. Sabrosos platos. La gobernanta retiró el servicio tras los postres y, sin preguntar, trajo la plateada bandeja portando dos tazas con té digestivo, porque sabía que a su patrón no le apetecía el café. Su acompañante sí prefería esa infusión, aunque no la pidió. No estaba tan mal aquel té tampoco. El detective mandó venir a un cabriolé y se despidió de ambas servidoras, quienes retornarían a sus hogares. Las escoltó hasta la acera y tras asegurarse que hubiesen subido a la caja de los pasajeros y que los caballos, obedeciendo la señal del cochero, pusieran en marcha el vehículo, reingresó a su finca. Bárbara habló primero: –¡Por fin se fueron! La cena estaba rica, lo reconozco. Pero prefiero zamparme unos embutidos y una cerveza en una taberna de Whitechapel que comer caviar vigilada por esa arpía– bromeó maliciosa. Arthur sonrió. Adivinaba los celos que su amante sentía por Juliana. Pese a que no tenía intimidad carnal con su asistenta, inflaba su ego saber que también la cuarentona, 116 por su parte, estaba celosa de la otra. Le reconfortaba creerse codiciado. La besó en la mejilla pues la joven, simulando estar molesta, no le ofreció sus labios. Luego miró hacia dónde estaba la cartera abierta, con el labial, los polvos para el cutis y los afeites desparramados. A un costado yacía la libreta de reportera y, reposando en la alfombra, el lápiz con su grafito quebrado. Recogió aquel desorden y fue colocando los objetos dentro del bolso; con disgusto vio la cajilla de cigarrillos. Ella se había trepado descalza en el sillón y, cuando él se aprestaba a introducir también la libreta, le susurró. –No la guardes. Ponte a mi lado y relájate mi cielo. Debes haber tenido un día muy cansador. Por eso tu dulce Barbi, te trajo un regalito. Es una crónica muy breve. En no más de diez minutos ya te la lees. La elaboré durante esos ratos ociosos, cuando no hay trabajo para hacer en la Agencia Central. El anfitrión se reclinó quitándose los zapatos y se distendió. No tenía urgencia por llevarla a la cama y darle lo que ambos deseaban. Por un momento pensó fingir indiferencia, para que creyera que sí se acostaba con Juliana. Para que le montara una escena de celos. Pero al verla despojada del saco sastre, con la vaporosa camisola traslucida por sus turgentes senos de rotundos pezones, supo que la quería tener desnuda sin más, y pronta para el placer. Ella le interrumpió aquel pensamiento. –¡Vamos léela de una buena vez! La escribí para que te distraigas y puedas olvidarte durante un rato de esos cochinos crímenes. Tú me enseñaste que uno debe burlarse de sus fantasmas para que estos dejen de acosarnos. Tendría que tragarse primero las condenadas notas. Ocultando su malhumor, arrimó una mesilla y ubicó allí aquel borrador, que iluminó mediante una candela a gas. Forzaría su vista para esculcar en aquella grafía pulcra y diminuta. Pero no iría por sus gafas. Jamás haría eso delante de la muchacha. Se dedicó a repasar ese texto; en tanto esta, apoyando su pompis en el mullido brazo del sofá, escrutaba la expresión que, durante el proceso, la cara del lector iba adoptando.Inexpresiva al principio, incrédula mientras avanzaba en ese relato, enarcando las cejas al promediarlo, sonriéndose más tarde. Y prorrumpiendo en carcajadas, una vez que llegó a los últimos párrafos. Con esos folios asidos aún entre sus manos, volteó el rostro hacia su compañera, terminando de reír. –Por cierto pequeña zorra, que no te permitirán publicar esto. –Claro que no. Y me habrían despedido si se me hubiese ocurrido mostrárselo al redactor jefe. Como ya te mencioné, lo escribí exclusivamente para ti. Hay que saber burlarse de los fantasmas que nos acosan, me has dicho tantas veces – repitió. Lo había logrado, se dijo orgullosa. Finalmente pudo hacer desaparecer las sombras que amargaban a su querido por esos días. Sobre todo desde la muerte de Mary Jane Kelly. Comprendía que el detective se culpaba de no haber podido salvarla. ¡Tan cerca que estuvieron esa noche en que la mataron! La periodista se sentía más responsable que él todavía. Pensar que aseguró que Jeanette no corría peligro, que no hacía falta cuidarla porque no era del paladar del homicida. Y tan sólo unas horas más tarde destrozarían a aquella infortunada. –¡Y ahora, a la cama! Se desembarazó de las prendas, ofreciendo su cuerpo fragante y ansioso. Le tomó de la mano conduciéndolo rumbo al dormitorio. Por el trayecto el hombre dejó caer en el piso la libreta. Aquellas anotaciones narraban una fábula que mentaba así: «Aquel otoño de 1888 había sido espantoso para los habitantes de Londres. Y no porque la niebla y el frío resultasen más agobiantes que de costumbre, pues al mal clima los ciudadanos británicos estaban acostumbrados. Lo que llenaba de terror a la población inglesa consistía en unos sucesos mucho más macabros. No era para menos: desde aquel mes de agosto los periódicos no paraban de informar que en los barrios bajos del este de la capital -sobre todo en el malhadado distrito de Whitechapel- un maníaco venía asesinando a mujeres de vida alegre. Los crímenes tuvieron su inicio en la noche del 7 de agosto cuando Martha Tabram murió violentamente, tras recibir treinta y nueve puñaladas.119 A esa desdichada la acompañaron en fatídico destino Mary Ann Nichols el 31 de agosto, Annie Chapman el 8 de septiembre, Elizabeth Stride y Catherine Eddowes, ambas durante la madrugada del 30 de ese mes y -después de una engañosa interrupción- la joven y bella Mary Jane Kelly el 9 de noviembre. Con cada nuevo homicidio el ejecutor se tornaba más feroz y más convencido de que nunca lo iban a detener. La espantosa lista de víctimas, lejos de concluir proseguía agrandándose y la policía británica –la famosa Scotland Yard- se mostraba impotente para capturar al sádico delincuente. Por si fuera poco, esa tarde se volvió de golpe inesperadamente sombría: una falla en el sistema de farolas a gas, que por entonces iluminaba a la Inglaterra gobernada por la reina Victoria, sumergió a los londinenses en la más tétrica de las penumbras. Ese atardecer, el homicida que la prensa bautizaba con el alias de Jack el Destripador estaba decidido a atacar de nuevo. Se vistió muy despacio con elegantes ropas oscuras: pantalón, camisa y saco negro, y corbatín de seda gris. Por último, tras echar encima de sus hombros una amplia capa, se cubrió la testa con su sombrero de copa favorito. Salió de su residencia con paso firme, casi presuroso, sin olvidar llevar consigo el maletín de cuero -similar al que utilizaban los médicos- en cuyo interior escondía un juego de cuchillos de recia empuñadura que, con mucho esmero, acaba de afilar. Una vez que avanzaba sobre las adoquinadas calles llamó su atención la cerrada oscuridad que inundaba todo a su alrededor, aunque aún faltaba bastante para que cayera la noche. ¡Maldito apagón!- se dijo contrariado. Esperaba que la ausencia de luz no perjudicara el trabajo en las tabernas. Allí era donde solía ir a beber unas copas, y desde las barras de esos antros escudriñaba a las prostitutas. Cuando las mujeres se marchaban con algún cliente las acechaba sigilosamente, y aguardaba que el ocasional compañero de aquellas se retirase. Instantes después, por sorpresa, sin darles tiempo a oponerle resistencia, se abalanzaba sobre ellas y les cercenaba la garganta. Esta noche no sería la excepción - pensó, y una cruel sonrisa se dibujó en su rostro. Sin embargo, esa vez Jack, quien usualmente apenas bebía alcohol, precisaba un trago de whisky. No lo necesitaba a fin de infundirse coraje antes de matar, pues para él la vida humana nada significaba. Deseaba ingerir una generosa ración de licor antes de ponerse a conversar con un extraño al cual contarle las ideas que rondaban por su cabeza. Quería jactarse de sus tristes hazañas, y anunciar a otros las maldades que, en un futuro cercano, planeaba cometer. –Uno será muy asesino, pero es un ser humano al fin y al cabo– se dijo. La ocasión le venía de perillas porque no se veía nada a causa del apagón, por lo cual nadie lo iría a reconocer ni podría, por ende, denunciarlo. Llegaría a una taberna, pediría al cantinero que le sirviese un trago y hallaría a algún parroquiano a quién hacer partícipe de sus confidencias y, de paso, pegar un gran susto. Caminó y caminó, hasta advertir unas luces muy tenues, cuyo reflejo le permitió vislumbrar una entrada. Una taberna abierta y oscura, sin duda. Ingresó y enseguida oyó el parloteo de varias personas dialogando. Voces masculinas todas ellas, ninguna voz femenina alcanzó a percibir. Tal cosa era normal porque a esa hora tan temprana las mujeres de vida alegre aún no comenzaban su labor. Sólo había hombres: marineros, oficinistas aburridos, y obreros que cansados de su jornada en las fábricas acudían a las cantinas para relajarse bebiendo licor. Tropezó en medio de la penumbra con una silla sobre la cual se sentó, al tiempo que se quitaba su sombrero de copa. –¡Boby!– llamó con voz autoritaria. Cuando no conocía al tabernero nunca le fallaba requerir ser atendido por algún empleado que se llamara Boby, dado que el diminutivo de Robert es muy común en la Inglaterra victoriana. No fue diferente esta vez, y de inmediato escuchó el rumor de unos pasos aproximarse. –¿Qué se le ofrece míster? –Pues que me traigan una jarra de cerveza. ¡No!, mejor sírveme un vaso de whisky. Escocés por supuesto. Esta noche tengo muchas ganas de hablar con alguien, y beberme un whisky será un buen comienzo– hizo una pausa mientras procuraba distinguir entre las sombras las facciones de su interlocutor. –En realidad míster no creo que aquí podamos ayudarlo. Si usted busca con quien hablar deberá dirigirse a otro sitio– fue la fría respuesta. Jack hirvió en cólera. Era hombre de pocas pulgas al cual le disgustaba que lo contradijesen. –Claro que me servirás cantinerito de cuarta– rugió con mal humor –me traerás el trago que te ordeno y me escucharás muy atento, te guste o no –. Realizó un paréntesis a fin de dar más énfasis a sus amenazas. –¿Sabes con quien estás tratando, mocito? Pues nada menos que con el tipo al cual todos llaman Jack el Destripador. No necesito aclararte por qué me apodan así, ¿no crees? Las rudas palabras del criminal dieron la impresión de surtir el deseado efecto. El sujeto anónimo pareció tragar saliva, y cambiando de tono le dijo respetuosamente: –Disculpe usted, con esta tremenda oscuridad uno no puede saber con quien está tratando. Claro que haremos todo lo posible por servirlo– repuso y con un rápido gesto de su mano llamó a un compañero. Cuando unos pasos se aproximaron, Jack oyó que el primer sujeto le decía al otro: –El señor es Jack el Destripador, nos hace el honor de visitarnos. Ve a la trastienda en busca de una botella de scotch, de la máxima calidad. Más calmado, al comprobar que sus órdenes eran obedecidas, el delincuente prosiguió: –Bien muchacho, así está mejor… Bueno, como te decía, no sé por qué razón, pero mientras caminaba rumbo a esta cantina me vinieron unas enormes ganas de hablar con alguien, con un desconocido. Y ahora que te has puesto amable creo que te elegiré a ti para hacerte algunas confesiones… Jack pudo sentir que la respiración de su anónimo oyente se tornaba más pesada… –Este pobre cantinerito debe estar muerto de miedo, ja, ja. –creyó, y esa idea lo puso de ánimo alegre. Siempre resultaba bueno sentirse distendido en aquellas noches cuando se aprestaba a salir a “trabajar” provisto de sus filosos cuchillos. Consideraba cosa positiva la adrenalina que le corría al oír los gritos de sus víctimas y mientras emprendía la huida por las estrechas callejuelas burlando a los estúpidos policías. No obstante, sabía que soportar mucha tensión nerviosa era malo para su salud. –Lo escucharé con toda la atención que usted se merece– respondió suavemente el otro. –Bien Boby, te contaré por qué maté a la primera. A esa gorda fea, la cual– al día siguiente leyendo los periódicos –supe que se llamaba Martha Tabram. Yo estaba en la taberna “Ángel Azul” y me aprontaba para retirarme, cuando esa mujer iba saliendo del brazo con un guardia de la Torre de Londres. Un muchachito que –se veía a la legua– estaba gozando de su día franco, y al cual no se le ocurrió mejor cosa que gastarse la paga con una apestosa como esa. ¿Sabes? La muy furcia estaba borracha y al pasar me dio un pisotón. Sé que lo hizo sin querer; pero, ¡por mil diablos!, ¡cómo me dolió! Me apretó justo la uña encarnada. Bueno, claro está que no decidí matarla sólo por eso, pero la seguí hasta la calle para insultarla a ella y al mequetrefe que tenía por cliente, y al aproximarme logré verle bien la cara… y ahí fue que me vinieron unas ganas bárbaras de cortarle su grueso pescuezo. ¿Quieres saber por qué? –No me lo puedo imaginar, dígamelo míster. –Pues porque la cretina era idéntica a mi tía Etelvina. La muy zorra de mi tía que me hacía la vida imposible cuando yo era chico. La vieja hace años que está muerta. De niño siempre quise vengarme de ella, pero se murió antes que yo llegase a ser adulto. Y ahora, al verle el rostro bajo la luz de aquella farola a 124 gas a Martha Tabram, supe que mi tía se había reencarnado en ella. Esa fue la primera vez que lo hice. Treinta y nueve tajos le pegué. Tuve que darle tantos para despacharla porque el puñal lo llevaba desafilado. Después de esa vez siempre voy preparado y llevo al menos un par de cuchillos bien afiladitos, ja, ja. –Y a las demás mujeres, ¿también las asesinó porque se parecían a su tía? –No te hagas el chistoso Boby…Las maté porque le agarré el gustito a la sangre, ja, ja. Además, con lo idiota que es nuestra policía de seguro que jamás me van a atrapar. –No tengo el honor de compartir su mala opinión sobre la policía de Londres. –¡Y tú qué sabes de eso infeliz! –. Como ya hemos dicho, al criminal no le agradaba que lo contradijeran. –Aquí en Inglaterra todos los policías son idiotas, ¿me oyes? Y dicho sea de paso: ¿para cuándo el whisky? –Disculpe míster, mi compañero demora porque fue hasta la bodega para traer una botella de whisky acorde a la altura de un distinguido visitante como usted. –Bueno, pero que no tarde. Me muero de ganas por beber un buen trago. Como te venía contando, una vez que uno le agarra la mano a esto de cortar cuellos y destripar ya no se puede parar– hizo una interrupción teatral, para asustar a su interlocutor y remató: –Y esta misma noche, una vez que salga de esta taberna, pienso despachar a un par de prostitutas más, por lo menos. Se quedó aguardando el efecto que causaban sus amenazas. El tipo a esta altura debe haberse hecho encima de los pantalones, ja, ja, supuso, mientras saboreaba la agradable sensación de causar miedo. Sin embargo, un nuevo comentario de “Boby” lo volvió a sacar de sus casillas. –Como ya le dije, pienso que la policía de aquí no es tan tonta como usted cree. Es más, me parece que su carrera criminal ha terminado, y que ya no podrá asesinar a ninguna mujer más– le contestó, con inesperada serenidad el otro. –Claro que seguiré despanzurrando prostitutas a diestra y siniestra. ¡No dejaré de matarlas hasta que me harte! – bramó el cruel perpetrador. ¿Quién se piensa este desgraciado qué es? se dijo. Donde me siga llevando la contraria abriré mi maletín, tomaré uno de mis cuchillos y le rebanaré el cuello. Lástima que no puedo verlo con esta maldita oscuridad… Pero antes de que pudiera ejecutar movimiento alguno escuchó a su oponente repetir: –Le aseguro que su carrera criminal ha terminado y que ya no volverá a lastimar a nadie más– el timbre del otro sonaba curiosamente muy seguro. Tanta rabia le provocó esa afirmación y el tono tan firme con que la misma fue dicha que, por instinto, Jack adelantó sus manos con ambos puños crispados amenazando hacia las sombras, hacia dónde provenía la voz de aquel impertinente fastidioso. –¿Cómo te atreves a decirme que ya no podré volver a matar a quién a mí se me antoje?- rugió totalmente fuera de sí el Destripador. –Porque usted no se encuentra dentro de una taberna. ¡Estas son las oficinas de la jefatura de policía de Scotland Yard!– le espetó secamente el agente, al tiempo que cerraba un par esposas en torno a las muñecas del atónito asesino de mujeres.»

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